Miró el reloj del salpicadero. Pasaba un minuto de las cuatro. La llovizna se había detenido, al menos temporalmente. Volvió a tomar el camino de grava y tierra y se dirigió montaña arriba.
Cuando llegó a la pequeña zona de aparcamiento junto a la puerta lateral, vio que la luz estaba encendida en la habitación del piso de arriba, el que Madeleine usaba en ocasiones para hacer punto y ganchillo. Solo hacía un mes o dos que había vuelto a usarlo. En el mes de septiembre, durante la investigación del caso Perry, en el que Gurney resultó herido de bala, alguien había entrado allí sin permiso.
Recordar aquello hizo que, instintivamente, se llevara la mano al punto entumecido de su antebrazo, un hábito que el ajetreo de la última semana había disminuido. Bajó del coche y se dirigió a la casa.
Madeleine no estaba haciendo punto; estaba tocando la guitarra.
—Estoy en casa —gritó Dave.
—Enseguida bajo —dijo ella desde el piso de arriba.
Dave escuchó mientras ella tocaba unos cuantos compases más de una agradable melodía.
Al cabo de unos segundos de silencio, su mujer le gritó: —Escucha el tercer mensaje del contestador.
Cielos, otro mensaje alarmante más no. Ya tenía más que suficiente para ese día. Esperaba que ese fuera inocuo. Fue al teléfono fijo del estudio y marcó el botón para escuchar el mensaje número tres: «Espero no equivocarme de detective Gurney. Lo siento mucho si no es así. El detective Gurney que estoy buscando se ha estado follando a una puta llamada Kim Corazon. Es un viejo patético y despreciable… Debe de doblarle la edad, por lo menos, a esa zorra. Si usted no es el detective Gurney que busco, a lo mejor puede pasarle la pregunta al Gurney correcto. Pregúntele si sabe que su hijo se está follando a la misma puta. De tal palo, tal astilla. A lo mejor Rudy Getz podría convertirlo en un
reality
de RAM: la orgía de la familia Gurney. Que pase un buen día, detective».
Era Robby Meese. Ya ni siquiera intentaba fingir la voz.
Madeleine apareció en la puerta del estudio con expresión indescifrable.
—¿Sabes quién es? —preguntó.
—El ex de Kim.
Ella asintió con expresión adusta, como si la idea ya se le hubiera ocurrido.
—Parece que sabe que hay alguna clase de relación entre Kim y Kyle. ¿Cómo iba a saber eso?
—A lo mejor los vio juntos.
—¿Dónde?
—¿Tal vez en Siracusa?
—¿Cómo podía saber que Kyle era tu hijo?
—Si es él quien pinchó su apartamento, sabe mucho.
Madeleine cruzó los brazos con fuerza.
—¿Crees que los siguió hasta aquí?
—Posiblemente.
—Entonces también podría haberlos seguido ayer hasta el apartamento de Kyle…
—Seguir a alguien entre el tráfico de la ciudad no es tan sencillo como parece, sobre todo para alguien que no esté acostumbrado a conducir en Manhattan. Es muy fácil quedarse atrás, con tantos semáforos.
—Parecía motivado.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que parece que te odia de verdad.
Habían cenado pronto: salmón, guisantes y arroz con salsa de pimiento dulce. Mientras acababan de cenar, hablaron de la reunión a la que Madeleine iba a asistir en la clínica. Debían seguir tratando el suicidio de uno de los pacientes y los procedimientos en marcha para identificar señales de peligro. Madeleine estaba visiblemente nerviosa y preocupada.
—Con ese horrible mensaje de teléfono y el resto de lo que ha pasado hoy, he olvidado decirte que ha venido la tasadora del seguro.
—¿Ha venido a examinar el granero?
—Y a hacer preguntas.
—¿Como Kramden?
—Ha cubierto el mismo terreno. Lista de contenidos, quién hizo qué y cuándo, detalles de cualquier otra póliza de seguros que tengamos, etcétera.
—Supongo que le has dado copias de las mismas cosas que le dimos a Kramden.
—Quería recibos de compra de la bicicleta y de los kayaks.
—Había tristeza y rabia en la voz de Madeleine—. ¿Tienes idea de dónde están?
Dave negó con la cabeza.
Ella hizo una pausa.
—Le he preguntado cuándo podríamos demolerlo.
—¿La parte del granero que sigue en pie?
—Ha dicho que la compañía nos lo comunicará.
—¿Ninguna pista de cuándo?
—No. Necesitan permiso por escrito de la brigada de incendios antes de dar el visto bueno. —Cerró los puños—. No puedo soportar verlo.
Gurney se la quedó mirando.
—¿Estás enfadada conmigo?
—Estoy enfadada con el cabrón que destruyó nuestro granero. Estoy cabreada con el loco que dejó ese mensaje desagradable en nuestro teléfono.
La rabia creó un silencio entre ellos, que duró hasta que Madeleine se marchó a la clínica. En el ínterin, Dave pensó en cosas que podría decir y luego en razones para no decirlas.
Después de observar el coche de su mujer bajando por el sendero del prado, llevó los platos sucios al fregadero, echó un poco de lavavajillas y abrió el grifo del agua caliente.
El teléfono móvil sonó en su bolsillo.
La identificación decía G. B. BULLARD.
—¿Señor Gurney?
—Sí.
—Quiero contarle algo concerniente a lo que ha planteado hoy.
—¿Sí?
—¿La cuestión de las huellas de los neumáticos…?
—¿Sí?
—Quería que supiera que hemos encontrado un conjunto de huellas, donde sugirió que podrían estar, en el taller de coches.
—¿Indicaban que hubo un coche aparcado en un sitio que el dueño del taller dice que no estaba ocupado?
—Esencialmente es correcto, aunque el dueño no está del todo seguro de eso.
—¿Y la franja de tierra en el sendero de entrada de Ruth Blum?
—Nada concluyente.
—¿Significa que no hay suficiente superficie de tierra para estar seguros, pero que no hay pruebas positivas de que ningún vehículo entrara o saliera?
—Exacto.
Gurney sentía cada vez más curiosidad sobre el propósito de la llamada de Bullard. No era común que un agente investigador ofreciera un informe de progreso fuera de la cadena de mando inmediata y mucho menos fuera del departamento.
—Pero hay una pequeña vuelta de tuerca —continuó ella—. Me gustaría conocer su opinión. Nuestra investigación puerta a puerta dio como resultado dos informes de testigos que vieron un Humvee en la zona ayer por la tarde. Un testigo insiste en que era el modelo militar original, no la versión posterior de General Motors. Ambos lo vieron ir y venir dos o tres veces en un tramo de carretera que incluía la residencia de Blum.
—¿Está pensando que alguien estaba vigilando la zona?
—Posiblemente, pero, como he dicho, hay una vuelta de tuerca. Según las huellas del neumático, el vehículo que estaba aparcado anoche en el taller no era un Humvee. —Hizo una pausa—. ¿Alguna idea sobre eso?
Se le ocurrieron dos escenarios.
—El asesino podría tener un ayudante… O… —Gurney vaciló sopesando hasta qué punto era posible la segunda opción que se le había ocurrido.
—¿O qué? —lo instó Bullard.
—Bueno, supongamos que tengo razón y el mensaje de Facebook lo publicó el asesino, no la víctima. En él se hace referencia a alguna clase de vehículo militar. Puede que pretendiera que nos quedáramos con la idea del Humvee. Y quizá condujo arriba y abajo un vehículo como ese precisamente para que alguien reparara en él, para que luego lo notificara, para convencernos de que ese era el vehículo del asesino.
—¿Por qué complicarse tanto la vida? De todos modos, iba a aparcar un coche diferente donde nadie pudiera verlo.
—Quizá con lo del Humvee quería llevarnos a alguna parte.
Tal vez hasta Max Clinter, pero ¿por qué?
Bullard se quedó en silencio tanto tiempo que Gurney estaba a punto de preguntar si había colgado.
—Esto le interesa de verdad, ¿no? —dijo finalmente.
—He tratado de dejarlo claro antes.
—Vale, voy a ir al grano. Tengo una reunión mañana por la mañana con Matt Trout para discutir el caso y las cuestiones jurisdiccionales. ¿Le gustaría venir?
Gurney se quedó momentáneamente sin habla. La invitación no tenía sentido. O quizá sí.
—¿Conoce bien al agente Daker? —preguntó él.
—Lo he conocido hoy. —Había tensión en la voz de Bullard—. ¿Por qué lo pregunta?
La reacción de la teniente animó a Gurney a arriesgarse.
—Porque creo que él y su jefe son unos cabrones arrogantes y controladores.
—Tengo la impresión de que ellos le tienen el mismo cariño.
—No esperaba menos. ¿Daker le ha explicado el caso original?
—Al parecer, eso es lo que pretendía. Lo cierto es que acabó soltando un montón de datos sin ton ni son.
—Es probable que quieran abrumarla, para que el caso le parezca tan enrevesadamente complicado que acabe por ceder la jurisdicción sin discutir.
—Ya…, pero lo cierto es que me gusta la confrontación, me cuesta mucho alejarme cuando preveo pelea. Y, por encima de todo, no me gusta que me subestimen los…, ¿cómo los ha llamado?, cabrones arrogantes y controladores. No sé por qué le estoy diciendo esto. La verdad es que no lo conozco de nada… Debo de estar un poco loca.
Sin embargo, Gurney intuyó que Bullard sabía exactamente lo que se traía entre manos.
—Sabe que Trout y Daker no me soportan —dijo—. ¿Eso no basta para tranquilizarla?
—Supongo que tendrá que bastar. ¿Sabe dónde está nuestra comisaría central en Sasparilla?
—Sí.
—¿Puede estar allí mañana a las 9.45?
—Sí.
—Bien. Le esperaré en el aparcamiento. Una última cosa: nuestra gente del laboratorio examinó más a conciencia el teclado del ordenador de la víctima. Descubrieron algo. Sus huellas dactilares…
—Déjeme adivinarlo —intervino Gurney—: las huellas dactilares que había sobre las teclas necesarias para escribir el mensaje de Facebook estaban ligeramente borrosas, no como sobre las otras teclas. Y sus técnicos de laboratorio no descartan que alguien hubiera podido pulsar las teclas con guantes de látex.
Hubo un segundo de silencio.
—No necesariamente látex, pero ¿cómo…?
—Es el escenario más probable. La otra opción sería que el asesino hubiera forzado a Ruth a escribir el mensaje mientras él se lo dictaba. Pero ella habría estado tan aterrorizada que no hubiera resultado nada fácil. El asesino ya se sentiría demasiado expuesto con tan solo sonsacarle la contraseña. Cuanto más tiempo estuviera viva ella, más riesgo corría el asesino. Ruth podría haber tenido una crisis y haber empezado a gritar. No creo que el asesino se sintiera cómodo ante tal circunstancia. La quería muerta lo antes posible. Así correría menos riesgos.
—Veo que tiene su propio punto de vista, señor Gurney. ¿Alguna cosa más que quiera compartir?
Pensó en su hoja de resumen de comentarios y preguntas, la que había enviado a Hardwick y Holdenfield.
—Tengo algunas ideas impopulares sobre el caso original que podrían resultarle útiles.
—Tengo la impresión de que considera su impopularidad una virtud.
—Una virtud no, pero me parece irrelevante.
—¿En serio? En fin, pensaba que… Duerma bien. Mañana nos espera un día muy interesante.
Apenas durmió.
Tenía la idea de acostarse temprano, pero Madeleine regresó de su reunión en la clínica ansiosa por expresar la perenne queja de los trabajadores sociales: —Si toda la energía que dedican a cubrirse las espaldas y a chorradas burocráticas la dedicaran a ayudar a la gente, el mundo podría cambiar en menos de una semana.
Tres tazas de infusión después, se fueron al dormitorio. Madeleine se acomodó en su lado de la cama con
Guerra y paz
, aquella soporífera obra maestra que parecía decidida a conquistar mordisqueando trocitos con persistencia.
Después de poner su alarma, Gurney pensó en qué objetivos perseguía Bullard y en cómo podrían influir en la reunión de la mañana siguiente. La teniente parecía verlo como un aliado, o al menos como una herramienta útil con Trout y compañía. No le importaba que lo usara, siempre y cuando eso no le impidiera alcanzar sus propósitos. Su alianza era muy circunstancial, sin raíces, así que debía permanecer muy atento, pues en cualquier momento el viento podría cambiar de dirección. Nada nuevo. En el Departamento de Policía de Nueva York los vientos siempre estaban cambiando.
Una hora después, cuando ya se estaba quedando dormido, Madeleine dejó su libro a un lado y le preguntó: —¿Has podido ponerte en contacto con ese contable deprimido que te preocupaba, el de la pistola grande?
—Todavía no.
De nuevo la mente de Gurney se llenó de una angustiosa maraña de dudas. Adiós a una noche de descanso. Sus sueños intermitentes estuvieron infestados de imágenes repetitivas de pistolas, picahielos, edificios en llamas, paraguas negros y cabezas destrozadas.
Al salir el sol, se sumió en un sueño profundo del cual lo despertó una hora más tarde el tono agudo de su alarma.
En cuanto se hubo duchado y se hubo vestido, y ya con el café en la mano, vio que Madeleine estaba fuera, esponjando el suelo en uno de los jardines.
Hacía poco le había dicho algo sobre plantar los guisantes.
Parecía la típica mañana anodina, sin amenazas ni complicaciones. Cada mañana —sobre todo si habías podido dormir— creaba la ilusión de un nuevo comienzo, una especie de liberación del pasado. Los humanos, al parecer, eran criaturas diurnas, parecían estar hechos para vivir de día. La vigilia ininterrumpida podía destrozar a un hombre. No era de extrañar que la CIA hubiera usado la privación de sueño como tortura. Bastaban noventa y seis horas de vivir de manera ininterrumpida —ver, oír, sentir, pensar— para que un hombre deseara morir.
El sol se pone y nos vamos a dormir. El sol se levanta y nos despertamos. Nos despertamos y, de forma muy fugaz, ciegamente, disfrutamos de la fantasía de empezar de nuevo. Luego, sin falta, la realidad reafirma su presencia.
Esa mañana, de pie, junto a la ventana de la cocina, con su café, contemplando el césped ralo, la realidad se reafirmó en forma de una figura oscura a lomos de una motocicleta negra, inmóvil, detenida entre el estanque y las vigas quemadas del granero.
Gurney dejó su taza, se puso una chaqueta y un par de botas bajas, y salió. La figura de la motocicleta no se movió. El aire olía más a invierno que a primavera. Cinco días después del incendio, todavía conservaba un atisbo de cenizas.