Gurney casi no pudo pensar en nada más durante el trayecto desde Dillweed a Walnut Crossing, que era apenas de media hora. Que Villani tuviera una Desert Eagle era sorprendente sí, pero, sobre todo, inquietante. Era como si hubiera descubierto, de la noche a la mañana, que un asesino y su víctima habían compartido pupitre en el jardín de infancia. Llamaba la atención, pero ¿qué demonios significaba?
Debía averiguar desde cuándo Villani tenía la pistola. Sin embargo, el registro al que había tenido acceso el colega de Hardwick, que mostraba un permiso válido para portar armas de manera oculta, no indicaba la fecha de autorización original. Intentó ponerse en contacto con Villani, a través de su móvil y de su oficina, pero solo pudo contactar con su buzón de voz. Por otra parte, aunque le devolviera las llamadas, no tenía obligación ninguna de explicarle por qué tenía, precisamente, un arma como esa.
Que no le respondiera, no obstante, le preocupó: su estado depresivo y que tuviera tan fácil acceso a un arma de fuego no auguraba nada bueno. Sin embargo, no era más que preocupación. No había ninguna prueba de que Paul Villani representara un peligro creíble para él mismo o para los demás. No había dicho nada —no había pronunciado ninguna de las frases clave, ninguna de las palabras de alarma psiquiátrica— que justificara ponerse en contacto con la policía de Middletown, nada que fuera más allá de las llamadas personales que había hecho.
Aun así, seguía dándole vueltas. Se imaginó cómo debían de haber sido las conversaciones que Kim había mantenido con Villani antes de su reunión del sábado: la carta y la llamada telefónica para explicar el proyecto. Haber recordado la muerte de su padre, o cómo este se había despreocupado por el futuro de su hijo, tal vez podrían haber hecho que aquel tipo reparara en la vacuidad de su vida o en su fracaso profesional.
Perdido en aquella depresión, ¿podría estar planeando terminar con todo? ¿O, Dios no lo quisiera, quizá ya lo había hecho? Tal vez por eso no le había contestado.
Por otra parte, ¿y si lo había entendido todo al revés? ¿Y si el destino de la Desert Eagle no fuera el suicidio sino el asesinato?
¿Y si siempre había sido así? ¿Y si…?
«¡Cielo santo! Y si… Y si… Y si… ¡Basta!» Villani tenía permiso de armas. Había millones de personas deprimidas en el mundo a las que nunca se les ocurría hacerse daño a sí mismas ni a nadie. Sí, el modelo de la pistola planteaba preguntas obvias, pero puede que hubiera una respuesta sencilla. Seguramente cuando hablara con Villani la averiguaría. Sabía que las coincidencias más extrañas suelen tener explicaciones de lo más prosaico.
Gurney llegó a casa justo a las 14.02. Madeleine no estaba. Vio su coche aparcado junto a la puerta lateral, así que pensó que probablemente habría ido a dar un paseo por una de las sendas boscosas de los alrededores.
Durante los últimos kilómetros del camino, Gurney había dejado de darle vueltas a que Villani tuviera aquella pistola, para pensar en la pregunta que Hardwick había formulado: si la serie de homicidios del Buen Pastor poco tenía que ver con la misión que se describía en el manifiesto, entonces ¿con qué?
Gurney cogió una libreta y un bolígrafo, y se sentó a la mesa del desayuno. Poner las cosas por escrito era unas de las mejores maneras de aclarar las ideas. Dedicó la siguiente hora a redactar una premisa para la investigación y una breve lista de preguntas de arranque que podrían abrir nuevas vías.
Premisa: en cuanto a la psicología del asesino y a su estilo, hay diferencias irreconciliables entre la planificación y la ejecución (de una eficiencia robótica) y los sentenciosos pronunciamientos seudobíblicos del manifiesto. La conducta es la que revela la verdadera personalidad. La eficiencia brillante no puede simularse. Que la forma de actuar del asesino y su explicación emocional, basada en una suerte de misión, estén desconectadas sugiere que la explicación podría ser falsa, que se concibiera para desviar la atención de un motivo más pragmático.
Preguntas:
Si no fue por su codicia, ¿por qué podían haber sido elegidas las víctimas?
¿Qué significa que tuvieran coches similares?
¿Por qué los asesinatos se cometieron cuando se cometieron, en la primavera del año 2000?
¿La secuencia en la que ocurrieron es significativa?
¿Eran todos los asesinatos igual de importantes?
¿Alguno de los seis necesitaba de alguno de los otros?
¿Por qué emplear un arma tan llamativa?
¿Por qué los animalitos de plástico en los escenarios de los disparos?
¿Qué líneas de investigación se descartaron al recibir el manifiesto?
Gurney miró lo que había escrito. Era solo el principio, no podía esperar lograr un avance tan de inmediato. Sabía que no podía pedir que llegara la inspiración sin más.
Decidió compartir la lista con Hardwick, para ver qué clase de respuesta obtenía de él. Y con Holdenfield, por la misma razón. Pensó en darle una copia a Kim…, pero mejor no hacerlo. La chica tenía objetivos diferentes de los suyos; además, era probable que aquellas preguntas solo consiguieran perturbarla aún más.
Fue a su ordenador del estudio, escribió introducciones distintas para Hardwick y Holdenfield, y envió los mensajes de correo electrónico. Después imprimió una copia para enseñársela a Madeleine, se tumbó en el sofá del estudio y se quedó dormido.
—A cenar.
—¿Eh?
—Es la hora de la cena. —La voz de Madeleine, en alguna parte.
Gurney parpadeó, miró al techo con cara de sueño y le pareció ver un par de arañas que se deslizaban por la superficie blanca. Parpadeó otra vez, se frotó los ojos y las arañas desaparecieron. Le dolía el cuello.
—¿Qué hora es?
—Casi las seis. —Madeleine estaba de pie en el umbral del estudio.
—Vaya. —Se incorporó en el sofá y se frotó el cuello—. Me he quedado dormido.
—Desde luego. Bueno, la cena está lista.
Madeleine volvió a la cocina. Dave se desperezó, fue al cuarto de baño y se mojó la cara con agua fría. Cuando se unió a su mujer en la mesa, ella ya había servido dos grandes platos de caldo de pescado, dos ensaladas de un tamaño considerable y una bandeja con pan de ajo y mantequilla.
—Huele bien —dijo Dave.
—¿Has denunciado las escuchas a la policía?
—¿Qué?
—Los micrófonos, la trampilla en el techo, ¿alguien lo ha notificado a la policía?
—¿Por qué me preguntas eso ahora?
—Solo por curiosidad. Supongo que va contra la ley. ¿No va contra la ley poner micrófonos en el apartamento de alguien? Si es un delito, ¿no habría que denunciarlo?
—Sí y no. Quizá debería hacerlo, pero en la mayoría de los casos no hay obligación legal de denunciar un acto delictivo, a menos que el no hacerlo pudiera interpretarse como un impedimento a una investigación en curso.
Ella lo miró, esperando.
—En esta situación, si yo dirigiera la investigación, preferiría dejarlo todo como está.
—¿Por qué?
—Es un activo potencial. Si la persona que ha puesto los micrófonos no sabe que ha sido descubierta…, bueno, tal circunstancia puede ayudar a atraparlo.
—¿Cómo?
—Se le puede dejar escuchar cierta conversación que le induzca a tomar cierto comportamiento, a hacer algo que, tal vez, lo incrimine. Así que podría ser útil. Aunque puede que Schiff y los otros detectives del Departamento de Policía de Siracusa no lo vean así. Podrían entrar y estropearlo todo. Una vez que se lo diga a Schiff, perderé el control, y ahora mismo quiero aferrarme a las pocas ventajas que tenga.
Madeleine asintió y probó la sopa de pescado.
—Está buena. Pruébala antes de que se enfríe.
Dave tomó su primera cucharada y coincidió en que estaba muy buena.
Madeleine cortó un trozo de pan de ajo.
—Mientras estabas durmiendo, he leído eso que has dejado en la mesa de café, al lado del sofá: las preguntas sobre el caso.
—Quería que lo hicieras.
—¿Estás seguro de que puede haber otras razones que expliquen los asesinatos, diferentes de las que se tienen por buenas?
—Bastante seguro.
—¿Estás mirando el caso como si fuera nuevo?
—Un caso nuevo que resulta que tiene diez años.
Madeleine observó su cuchara.
—Si estás empezando otra vez desde la casilla de salida —dijo—, supongo que la pregunta básica es: ¿por qué la gente mata a otra gente?
—Aparte de delirios sobre misiones sagradas, los motivos principales son el sexo, el dinero, el poder y la venganza.
—¿Y en este caso?
—Teniendo en cuenta el perfil de las víctimas, es difícil imaginar que se trate de sexo.
—Apuesto a que es el dinero —dijo ella—. Un montón de dinero.
—¿Por qué?
Madeleine se encogió ligeramente de hombros.
—Coches lujosos, pistolas caras, víctimas ricas, parece que se trata de eso.
—Pero ¿no de odiarlo? ¿De odiar el poder del dinero? ¿O eliminar la codicia?
—Oh, Dios, no. Probablemente sea lo contrario.
Gurney sonrió. Madeleine podía estar en lo cierto.
—Acábate la sopa —dijo ella—. No querrás perderte el primer episodio de
Los huérfanos del crimen
.
No tenían televisión, pero tenían ordenador. RAM News, además de emitir el programa en los canales de cable, había anunciado un
webcast
simultáneo.
Madeleine y Dave se sentaron delante del iMac en el estudio. Entraron en la página web de RAM. A Gurney no dejaba de asombrarle lo despreciable que se había vuelto el mundo de los medios. Y seguía empeorando. El estúpido sensacionalismo era como un destornillador de trinquete que giraba solo en una dirección. Y la programación tóxica de RAM parecía encabezar el descenso al abismo.
Después de una página de inicio en la que se veía un enorme logo rojo, blanco y azul («RAM News. El mundo tal como es»), venía otra página que presentaba los programas más populares. Dave fue bajando rápidamente por la lista en busca de
Los huérfanos
.
Secretos y mentiras
. Lo que los medios principales no te contarán.
Segunda opinión
. La sabiduría convencional en entredicho.
Apocalypse Now
. La batalla por el alma de Estados Unidos.
Gurney pasó a otra página, donde, en lo alto de una lista de especiales de noticias, encontró
Los huérfanos del crimen
. Debajo del título se leía un breve texto promocional: «¿Qué les ocurre a los supervivientes cuando un asesino arranca el corazón de una familia? Asombrosas historias reales de dolor y rabia. Episodio de estreno esta noche a las 19.00».
Diez minutos después, a las siete en punto, empezó el primer episodio.
La pantalla estaba casi completamente oscura. El estremecedor alarido de una lechuza quería dar a entender que el espectador estaba contemplando una carretera rural por la noche. Un hombre salió de la oscuridad a una estrecha franja iluminada por los faros de un coche aparcado en el arcén de hierba. La estructura huesuda del rostro del hombre bajo la luz de los faros creaba las sombras típicas de una película de suspense.
El hombre empezó a hablar con voz lenta y solemne:
—Hace exactamente diez años, en la primavera del año 2000, en las colinas rurales del estado de Nueva York, en una carretera solitaria como esta, en una noche sin luna, con el frío del invierno aún presente en el aire, empezó el horror. Bruno y Carmella Villani regresaban a su casa en el campo después de un bautizo en Nueva York, tal vez hablando de los sucesos del día, de sus queridos amigos y parientes a los que no habían visto desde hacía mucho tiempo, cuando otro coche se acercó rápidamente por detrás y empezó a adelantarlos en una curva larga y oscura. Pero cuando ese coche desconocido que aceleraba llegó a la altura de Bruno y Carmella Villani…
La escena cambió a la tenue luz interior de un vehículo en movimiento por la noche: se vio al conductor y a un acompañante, irreconocibles en la oscuridad. Estaban hablando, riendo. Al cabo de unos segundos, aparecieron los faros de un vehículo detrás de ellos. A medida que se acercaban se volvían más brillantes. La luz de los faros se movió hacia la izquierda: el vehículo se disponía a adelantar al coche de los Villani. Luego hubo un repentino destello de luz blanca en la pantalla y el simultáneo restallido de un disparo; entonces, el chirrido de los neumáticos de un vehículo fuera de control; después, los sonidos metálicos de una colisión y el estallido de cristales.
El narrador apareció de nuevo en pantalla. Se inclinó, recogió del suelo un resto retorcido y lo blandió como si fuera una importante prueba del crimen que estaba describiendo.
—El coche de los Villani se salió de la carretera. Quedó tan destrozado que a los primeros agentes que llegaron les costó identificar la marca y el modelo. El impacto de una bala de gran calibre arrancó la tercera parte de la cabeza de Bruno Villani. Las heridas de Carmella Villani la dejaron en coma, estado en el que permanece a día de hoy.
Madeleine miraba la pantalla del ordenador con una mueca de asco. Al parecer el enfoque de RAM le estaba resultando más perturbador que el suceso que describía.
El narrador continuó con descripciones cargadas de dramatismo de los otros cinco crímenes del Buen Pastor. Culminó con una larga descripción del fiasco de Harold Blum, que hizo trizas la carrera profesional y la vida de Max Clinter.
—David —dijo Madeleine, volviéndose hacia él—, esto se pasa de la raya.
Gurney asintió.
La cámara se acercó a un plano medio del narrador, convertido en presentador, sentado en un plató con dos hombres.
—Diez años —dijo—. Diez años, y aun así a algunos nos parece muy reciente. Podrían preguntarse, ¿por qué volver a recordar el horror ahora? La respuesta es simple. Porque un décimo aniversario es una fecha significativa, un punto que suele resultar apropiado para hacer una pausa y mirar atrás, tanto en el caso de los triunfos como en el de las tragedias.
El presentador se volvió hacia un hombre de tez oscura que estaba sentado enfrente de él en una de las sillas.
—Doctor Mirkilee, su especialidad es la psicolingüística forense. ¿Puede explicarle a nuestra audiencia en qué consiste?
—Por supuesto. Se trata de descubrir el razonamiento a través de las palabras. —Su voz era frágil, rápida, precisa, muy india. En la parte inferior de la pantalla apareció sobreimpresionado: «Doctor Sammarkan Mirkilee».