Deja en paz al diablo (38 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

BOOK: Deja en paz al diablo
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—¿El razonamiento?

—La persona, la emoción, el fondo. La forma en que funciona la mente.

—¿Así que es experto en la forma en que las palabras, la gramática y el estilo revelan al hombre interior?

—Es cierto, sí.

—Muy bien, doctor Mirkilee, voy a leerle algunos fragmentos de un documento que el Buen Pastor envió a los medios hace diez años. Me gustaría conocer su opinión acerca de cómo es la mente del autor. ¿Preparado?

—Por supuesto.

El presentador leyó una larga parrafada sobre cómo erradicar la codicia y exterminar a sus portadores para liberar a la Tierra de su contagio definitivo. Gurney reconoció las palabras de la introducción del memorando de intenciones del Buen Pastor, de su manifiesto.

El presentador dejó el papel en la mesa.

—Muy bien, doctor Mirkilee, ¿con qué clase de individuo estamos tratando?

—¿En términos legos? Muy lógico, pero muy emocional.

—Extiéndase sobre eso, por favor.

—Muchas tensiones en la escritura, muchos estilos, actitudes.

—¿Está diciendo que tiene personalidades múltiples?

—No, eso es una tontería; no existe ese trastorno. Eso solo es para los libros y las películas.

—Ah, pero pensaba que había dicho…

—Hay muchos tonos. Primero uno, luego otro y otro. Un hombre muy inestable.

—Estamos ante un hombre peligroso, ¿no?

—Sí, por supuesto. Mató a seis personas, ¿no?

—Está claro. Una última pregunta: ¿cree que todavía sigue allí, acechando en las sombras?

El doctor Mirkilee vaciló.

—Bueno, si está ahí, es bastante probable que esté viendo este programa ahora mismo. Viéndolo y considerándolo.

—¿Considerándolo? —El presentador hizo una pausa, como si tratara de abordar el significado de esa afirmación—. Bueno, eso es una idea aterradora. Un asesino caminando por nuestras calles. Un asesino que en este mismo momento podría estar considerando qué hacer a continuación. —Respiró hondo, como para calmarse. La cámara se acercó a él—. Es hora de algunos mensajes importantes…

Gurney cogió el ratón del ordenador y deslizó la barra de volumen a cero, en una respuesta refleja a la publicidad.

Madeleine lo miró de soslayo.

—Aún no he visto salir a Kim y ya estoy perdiendo la paciencia con esto.

—Yo también —dijo Gurney—, pero necesito ver al menos la entrevista de Kim con Ruth Blum.

—Lo sé —dijo Madeleine, con una pequeña sonrisa.

—¿Qué pasa?

—Hay una ironía estúpida en toda esta situación. Cuando te hirieron, cuando las secuelas no desaparecieron tan deprisa como te hubiera gustado, te hundiste en un pozo. Cuanto más te hundías, menos hacías. Cuanto menos hacías, más te hundías. Era doloroso verte así. No hacer nada te estaba matando. Ahora, toda esta peligrosa locura te está devolviendo a la vida. Antes te sentabas a la mesa del desayuno en una mañana espléndida, pasándote el dedo por el brazo, buscando el punto entumecido, tratando de ver si había cambiado o había empeorado. ¿Sabes una cosa? No lo has hecho en toda la semana.

Dave no sabía qué decir, así que permaneció en silencio.

En la pantalla, el último anuncio se fundió a negro. La imagen volvió a la mesa de entrevistas.

Gurney subió el volumen a tiempo para oír al presentador haciéndole una pregunta al otro invitado de la mesa de entrevistas.

—Doctor Monty Cockrell, es un placer que nos acompañe hoy. Es bien conocida su fama como experto en el estudio de la ira en el comportamiento humano. Díganos, doctor, ¿cuál era el sentido de la serie de asesinatos del Buen Pastor?

Cockrell hizo una pausa teatral antes de responder.

—Muy sencillo: guerra. Los disparos y el manifiesto que los explicaba fueron un intento de iniciar una guerra de clases. Fue un intento delirante de castigar a los que tenían éxito por los fracasos de los que no lo tenían.

El presentador y sus dos invitados se enzarzaron en una discusión abierta que duró al menos tres minutos, una eternidad en televisión. Al final, los tres coincidieron en que el derecho a llevar armas era, en ocasiones, la única defensa contra ese pensamiento envenenado.

Gurney bajó el volumen otra vez y se volvió hacia Madeleine.

—¿Qué? —preguntó ella—. Veo que estás pensando.

—Estaba pensando en lo que ha dicho el doctor indio.

—¿Que el asesino estaría viendo este estúpido programa?

—Sí.

—¿Por qué iba a molestarse en hacerlo?

Era una pregunta retórica a la que Gurney no respondió.

Después de otros esperpénticos cinco minutos de televisión, por fin dieron paso a la entrevista de Kim con Ruth Blum. Las dos mujeres estaban sentadas una frente a otra en una mesa de exterior, en la terraza de atrás de una casa. Era un día soleado. Ambas llevaban chaquetas ligeras con cremallera.

Ruth Blum era una mujer regordeta, de mediana edad, cuyos rasgos faciales parecían abatidos por la tristeza. A Gurney su peinado le pareció absurdo: una pila alborotada de rizos entre castaños y dorados; por momentos, parecía llevar un terrier yorkshire sobre la cabeza.

—Era el mejor hombre del mundo. —Ruth Blum hizo una pausa, como para darle a Kim tiempo de apreciar aquella gran verdad—. Cariñoso, amable y… siempre tratando de hacerlo mejor, siempre intentando mejorar. ¿Alguna vez se ha fijado en que la gente mejor de este mundo siempre trata de mejorar? Así era Harold.

—Perderlo tuvo que ser lo peor que le ha pasado en la vida —intervino Kim con voz temblorosa.

—Mi médico me dijo que debería tomar antidepresivos. Antidepresivos —repitió la señora Blum, como si fuera el consejo más desconsiderado que hubiera recibido jamás.

—¿Ha cambiado algo con el paso del tiempo?

—Sí y no. Todavía lloro.

—Pero continúa viviendo.

—Sí.

—¿Ha aprendido algo de la vida, algo que no supiera antes de que mataran a su marido?

—Sé lo temporal que es todo. Pensaba que siempre tendría lo que tenía entonces, que siempre tendría a Harold, que nunca perdería nada que importara. Es estúpido pensar eso, pero lo hacía. La verdad es que si vivimos lo suficiente, todos lo perdemos todo.

Kim sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se secó los ojos.

—¿Cómo se conocieron?

—Nos conocimos en una academia de baile.

Durante los siguientes minutos, Ruth Blum contó los momentos destacados de su relación con Harold. Finalmente, volvió al tema del regalo que te dan y luego te arrebatan.

—Pensábamos que duraría para siempre. Pero nada dura para siempre.

—¿Cómo lo ha superado?

—Sobre todo gracias a los demás.

—¿Los demás?

—El apoyo que pudimos darnos unos a otros. Todos habíamos perdido a un ser querido de la misma forma. Teníamos eso en común.

—¿Formaron un grupo de apoyo?

—Durante un tiempo fuimos como una familia. Estábamos más unidos que algunas familias. Cada uno era diferente, pero teníamos ese fuerte vínculo. Recuerdo a Paul, el contable, tan callado; apenas decía nada. Roberta, la dura, más dura que ningún hombre. El doctor Sterne, que era la voz de la razón, que siempre encontraba una manera de calmar a la gente. Estaba el joven que quería abrir un restaurante de moda. ¿Y quién más? Oh, Señor, Jimi. ¿Cómo podría olvidar a Jimi? Jimi Brewster odiaba a todos y a todo. Muchas veces me pregunto qué habrá sido de él.

—Lo encontré —dijo Kim—, y accedió a hablar conmigo. Formará parte de esto.

—Bien por él. Pobre Jimi. ¡Tanta rabia! ¿Sabe qué dicen de los que tienen tanta rabia?

—¿Qué?

—Que la sienten contra ellos mismos.

Kim dejó transcurrir un largo silencio antes de responder.

—¿Y usted, Ruth? ¿No siente rabia por lo que ocurrió?

—A veces. Más que nada me siento triste. Más que nada… —Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.

La pantalla se fundió en negro y de nuevo apareció el presentador, sentado a la mesa con Kim. Gurney supuso que ese día había ido a Nueva York para grabar esa aparición.

—No sé qué decir —soltó el presentador—. Me he quedado sin palabras, Kim. Es tan impactante…

La chica bajó la mirada a la mesa, con una sonrisa avergonzada.

—¡Tan impactante! —repitió él—. Quiero seguir hablando de eso dentro de un momento, Kim, pero antes me gustaría preguntarte algo. —Se inclinó un poco y bajó la voz, como si estuviera haciéndole una confidencia—. ¿Es cierto que has conseguido que participe en este proyecto documental el condecoradísimo detective de homicidios Dave Gurney? ¿El hombre al que la revista
New York
llamó «superpoli»?

Ni siquiera un disparo habría conseguido captar más la atención de Gurney. Examinó la cara de Kim en la pantalla: parecía desconcertada.

—Más o menos —dijo después de una pausa—. Quiero decir que me ha estado asesorando en algunas cuestiones del caso.

—¿Cuestiones? ¿Puedes darnos más detalles?

La vacilación de la chica dejaba claro que la habían pillado a contrapié.

—Han estado ocurriendo cosas extrañas que prefiero no desvelar por el momento. Al parecer alguien ha estado tratando de impedir que se emitiera
Los huérfanos del crimen
.

El presentador simuló una intensa preocupación.

—Continúa…

—Bueno… Nos han ocurrido cosas, cosas que podrían interpretarse como advertencias, hechas para que nos mantengamos alejados del caso del Buen Pastor.

—¿Y tu detective asesor tiene alguna teoría al respecto?

—Su visión del caso es completamente diferente a la de los demás.

El presentador parecía fascinado.

—¿Estás diciendo que cree que el FBI ha seguido una pista equivocada durante todos estos años?

—Tendrás que preguntárselo tú mismo. Yo ya he dicho demasiado.

«Y tanto», pensó Gurney.

—Si es la verdad, Kim, nunca es demasiado. Para el programa de la semana que viene de
Los huérfanos del crimen
quizá podamos contar con la colaboración del detective Gurney. Entre tanto, invito a nuestros espectadores a participar. ¡Reaccionen! Compartan sus opiniones con nosotros. Vayan a nuestra web y hagan sus comentarios.

La dirección web (Ram4News.com) apareció en la parte inferior de la pantalla, en letras rojas y azules intermitentes.

El presentador se inclinó hacia Kim.

—Nos queda un minuto. ¿Puedes resumir la esencia del caso del Buen Pastor en pocas palabras?

—¿En pocas palabras?

—Sí, la esencia.

Kim cerró los ojos.

—Amor. Pérdida. Dolor.

La cámara se acercó a un primer plano del presentador.

—Muy bien, amigos. Ahí lo tienen. Amor, pérdida y un dolor terrible. La semana que viene conoceremos a la destrozada familia de otra víctima del Buen Pastor. Y recuerden, por lo que sabemos, el Buen Pastor sigue libre, caminando entre nosotros. Un hombre para el que la vida humana… no significa nada. Sigan en RAM News para saber todo lo que hay que saber. Tengan cuidado, amigos. Es un mundo peligroso.

La pantalla se fundió a negro.

Gurney cerró el navegador, puso el ordenador en reposo y se recostó en su silla.

Madeleine lo miró con ternura.

—¿Qué te preocupa?

—¿Ahora mismo? No lo sé. —Se movió en su silla, cerró los ojos y esperó a averiguar qué era, exactamente, lo que le preocupaba. No era aquel odioso programa—. ¿Qué opinas de esta historia de Kim y Kyle? —dijo.

—Parece que se atraen mutuamente. ¿Qué hay que opinar?

Dave negó con la cabeza.

—No lo sé.

—Lo que ha dicho Kim sobre ti al final del programa de RAM, tus dudas sobre el enfoque del FBI, ¿puede causarte problemas?

—El agente Trout podría ponerse aún más desagradable. Tal vez crispe sus nervios de obseso del control y le dé por buscarme algún problema legal.

—¿Hay algo que puedas hacer al respecto? ¿Alguna forma de evitarlo?

—Claro. Lo único que he de hacer es demostrar que su hipótesis es completamente absurda. Entonces tendrá problemas más importantes de los que preocuparse.

31. El regreso del Buen Pastor

A las siete y media, cuando Gurney se despertó, estaba lloviendo. Era la clase de lluvia ligera pero constante que podía prolongarse durante horas.

Como de costumbre, las dos ventanas estaban abiertas unos centímetros. El aire del dormitorio era frío y húmedo. Oficialmente el sol había salido hacía casi una hora; sin embargo, recostado en su almohada pudo ver un cielo gris poco prometedor, como una losa mojada.

Madeleine se había levantado antes que él. David se estiró y se frotó los ojos. No tenía ganas de volverse a dormir. En su último sueño, agitado, había visto un paraguas negro. Cuando el paraguas se abrió, aparentemente por voluntad propia, su tela desplegada se convirtió en las alas de un murciélago enorme. La silueta de murciélago se transformó en un buitre negro, y el mango curvado del paraguas se afiló en un pico ganchudo. Y entonces, a través de la lógica sensorial exótica y sin restricciones de los sueños, el buitre se transformó en el viento frío que entraba por la ventana abierta; era su desagradable caricia la que le había despertado.

Se levantó para alejarse de aquel sueño. Se dio una ducha de agua caliente para despejar su mente. Se afeitó, se cepilló los dientes, se vistió y se fue a la cocina para tomarse un café.

—Llama a Jack Hardwick —dijo Madeleine ante el hornillo de la cocina, sin levantar la mirada, mientras añadía más pasas a algo que cocía a fuego lento en una olla pequeña.

—¿Por qué?

—Porque ha llamado hace un cuarto de hora y quería hablar contigo.

—¿Dijo qué quería?

—Dijo que tenía una pregunta sobre tu mensaje de correo.

—Hum. —Se acercó a la cafetera y se sirvió una taza—. He soñado con el paraguas negro.

—Parecía muy ansioso por hablar contigo.

—Lo llamaré, pero cuéntame cómo terminaba la película.

Madeleine vació la olla en su bol, que llevó a la mesa del desayuno.

—No lo recuerdo.

—Describiste esa escena con gran detalle: el tipo, los francotiradores que lo seguían, cómo entró en la iglesia y, más tarde, cuando salió y no podían saber quién era, porque todos los que salían de la iglesia iban vestidos de negro y llevaban un paraguas del mismo color. ¿Qué pasa después?

—Supongo que escapa. Los francotiradores no podían dispararles a todos.

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