Quince días después paseaba una tarde solo por el jardín. Recuerdo perfectamente aquella tarde. Era al día siguiente de la visita de míster Micawber. Había llovido todo el día; el aire estaba húmedo; las hojas parecían pesar en las ramas, cargadas de lluvia; el cielo estaba todavía oscuro, pero los pájaros empezaban a cantar alegremente. A medida que el crepúsculo avanzaba se iban callando por grados; todo estaba silencioso a mi alrededor; ni un soplo de viento movía los árboles; no oía más que el ruido de las gotas de agua, que corrían lentamente por las ramas verdes mientras paseaba de arriba abajo en el jardín.
Había allí, al lado de nuestra casa, un pequeño cobertizo, desde donde se veía el camino. Miraba hacia aquel lado, pensando en una multitud de cosas, cuando vi una persona que parecía llamarme.
—¡Martha! —dije, acercándome a ella.
—¿Puede usted venir conmigo? —me preguntó con voz conmovida—. He estado en casa de él y no le he encontrado. He escrito en un trozo de papel el sitio donde tiene que buscarme, y lo he puesto encima de su mesa. Me han dicho que no tardará en volver. Tengo muchas noticias. ¿Puede usted venir enseguida?
Le respondí abriendo la verja para seguirla. Me hizo un gesto con la mano, como para pedirme paciencia y silencio, y se dirigió hacia Londres. En el polvo que cubría sus ropas se veía que había venido a pie y a toda prisa.
Le pregunté si íbamos a Londres, y me hizo un gesto de que sí. Detuve un coche que pasaba, y subimos los dos en él. Cuando le pregunté la dirección, me respondió: «Hacia Golden Square, y deprisa».
Después se hundió en un rincón, ocultándose la cara con una mano temblorosa y pidiéndome que guardara silencio, como si no pudiera soportar el sonido de una voz.
Estaba turbado y confuso entre la esperanza y el temor. La miraba para obtener alguna explicación; pero era evidente que no quería dármela, y yo tampoco quería romper el silencio. Avanzábamos sin pronunciar palabra. A veces ella miraba la portezuela, como si le pareciese que íbamos demasiado despacio, aunque en realidad el coche iba a buen paso; pero continuaba callándose.
Nos detuvimos en el sitio que había indicado, y dije al cochero que esperase, pensando que quizá volviéramos a necesitarle. Martha me cogió del brazo y me arrastró rápidamente hacia una de esas calles sombrías que antes servían de morada a familias nobles, pero donde ahora se alquilan por separado habitaciones a un precio módico. Entró en una de aquellas grandes casas y, soltándome el brazo, me hizo seña de que la siguiera por la escalera, que servía a muchísimos huéspedes y ponía toda una multitud de habitantes en la calle.
La casa estaba llena de gente. Mientras subíamos la escalera, las puertas se abrían a nuestro paso; otras personas se nos cruzaban a cada instante. Antes de entrar ya había visto yo mujeres y niños asomando sus cabezas a las ventanas, entre tiestos de flores; probablemente habíamos excitado su curiosidad, pues eran los mismos que abrían las puertas para vernos pasar. La escalera era alta y ancha, con una balaustrada de madera maciza y tallada; por encima de las puertas se veían cornisas adornadas de flores y frutas; las ventanas eran grandes; pero todos aquellos restos de antiguas grandezas estaban en ruinas. El tiempo, la humedad y la podredumbre habían atacado el suelo, que temblaba bajo nuestros pasos. Habían tratado de infiltrar algo de sangre nueva en aquel cuerpo viejo, y, en algunos sitios, hermosas esculturas habían sido reparadas con material mucho más ordinario; pero aquello era como el matrimonio de un viejo noble arruinado con una pobre hija del pueblo: ninguna de las partes parecía resolverse a aquella unión tan desigual. Se habían tapado muchas de las ventanas de la escalera, y las que quedaban apenas tenían vidrieras, y a través de las maderas apolilladas, que parecían aspirar el mal olor sin devolverlo nunca, veía otras casas en el mismo estado, y un patio interior y oscuro que parecía ser el basurero del viejo castillo.
Subimos casi al último piso de la casa. Dos o tres veces me pareció ver en la oscuridad los pliegues de un traje de mujer; alguien nos precedía. Llegábamos al último piso cuando vi a aquella persona detenerse delante de una puerta y entrar.
—¿Qué quiere decir esto? —murmuró Martha—. Entra en mi habitación y yo no la conozco.
Yo sí la conocía. Con gran sorpresa había visto los rasgos de miss Dartle.
Hice comprender en pocas palabras a Martha que era una señora a quien yo había conocido, y apenas había terminado de hablar, cuando oímos su voz en la habitación; pero desde donde estábamos no podíamos oír lo que decía. Martha me miraba con sorpresa. Después me hizo terminar de subir, y empujando una puertecita sin cerradura, que había al lado de la de su cuarto, me metió en una habitacioncita vacía, del tamaño de un armario. Había entre aquel rincón y su alcoba una puerta que comunicaba. Estaba entreabierta. Nos acercamos. Habíamos andado tan deprisa, que yo apenas podía respirar. Martha me puso dulcemente su mano sobre los labios. Yo, desde donde estaba, podía ver el rincón de una habitación bastante grande, donde había una cama; sobre las paredes, algunas malas litografías de barcos. No veía a miss Dartle ni a la persona a quien se dirigía. Mi compañera debía de verlas todavía menos que yo.
Durante un instante reinó un profundo silencio. Martha continuaba con una mano encima de mis labios y levantaba la otra al inclinarse para escuchar.
—Poco me importa que no esté aquí; no la conozco. Es a usted a quien vengo a ver —dijo Rosa Dartle, con altanería.
—¿A mí? —respondió una voz dulce.
—Sí —repuso miss Dartle—; he venido para mirarla. ¿Cómo no se avergüenza usted de ese rostro que ha hecho tanto daño?
El odio implacable y resuelto que animaba su voz, la fría amargura y la rabia contenida de su tono, me la hacían tan presente como si hubiera estado frente a ella. Veía, sin verlos, aquellos ojos negros que despedían llamas; aquel rostro desfigurado por la cólera. Veía la cicatriz blancuzca atravesar sus labios, temblar y estremecerse mientras hablaba.
—He venido a ver —continuó— a la que ha vuelto loco a James Steerforth; la muchacha que ha huido con él, escandalizando a toda su ciudad natal; a la atrevida, a la hábil, a la pérfida querida de un hombre como James Steerforth. ¡Quiero saber cómo es semejante criatura!
Se oyó ruido, como si la desgraciada a quien agobiaba con sus insultos intentara escaparse. Miss Dartle le impidió el paso. Después continuó, con los dientes apretados y golpeando el suelo con el pie:
—¡Estese quieta, o la desenmascaro delante de todos los habitantes de esta casa y de esta calle! Si trata usted de escaparse, la detendré, aunque tenga que agarrarla de los cabellos y levantar contra usted las piedras de la casa.
Un murmullo de terror fue la única respuesta que me llegó; después hubo un momento de silencio. No sabía qué hacer. Deseaba ardientemente poner término a la entrevista aquella, pero no me atrevía a presentarme; sólo míster Peggotty tenía el derecho de verla y de reclamarla. ¡Cuándo llegaría!
—¡Por fin la veo! —continuó Rosa, con una risa de desprecio—. Nunca hubiese creído que Steerforth se dejase seducir por esa falsa modestia y esa expresión ingenua.
—¡Oh, por amor de Dios! —exclamó Emily—. Sea usted quien sea, si sabe mi triste historia, ¡por amor de Dios, tenga piedad de mí, si quiere que la tengan de usted!
—¿Si quiero que tengan piedad de mí? —respondió miss Dartle en tono feroz—. ¿Y qué hay de común entre nosotras, dígame?
—Al menos, nuestro sexo —dijo Emily deshaciéndose en lágrimas.
—¿Y ese es un lazo tan fuerte cuando lo invoca una criatura tan infame como usted, que si pudiera tener en el corazón otra cosa que no fuese desprecio y odio, la cólera me haría olvidar que es usted mujer? ¡Nuestro sexo! ¡Sí que hace usted honor a nuestro sexo!
—Comprendo que es un reproche muy merecido —exclamó Emily—; pero ¡es terrible! ¡Oh señora, piense usted en todo lo que he sufrido y en las circunstancias de mi caída! ¡Oh Martha, vuelve! ¡Oh, cuándo encontraré el abrigo de mi hogar!
Miss Dartle se sentó en una silla al lado de la puerta; tenía los ojos fijos en el suelo, como si Emily se arrastrara a sus pies. Ahora podía ver sus labios apretados y sus ojos cruelmente fijos en un solo punto: en la embriaguez de su triunfo.
—Escuche lo que voy a decirle, y guárdese sus hipocresías y habilidades. No me conmoverá con sus lágrimas, como no me conquistará con sus sonrisas, esclava despreciada.
—¡Oh, tenga piedad de mí! ¡Demuéstreme algo de compasión, o voy a morir loca!
—¡Sólo sería un débil castigo de sus crímenes! —dijo Rosa Dartle—. ¿Sabe usted lo que ha hecho? ¿Se atreve usted a invocar el hogar, cuando usted lo ha pisoteado?
—¡Oh! —exclamó Emily—. ¡No ha pasado un día ni una noche sin que lo pensara! —Y la vi caer de rodillas, con la cabeza hacia atrás, su pálido rostro levantado al cielo y las manos juntas, con angustia; sus largos cabellos se habían soltado—. ¡No ha pasado un solo instante sin que haya pensado en mi querida casa, en los días que pasaron cuando la abandoné para siempre! ¡Oh, tío mío, tío mío; si hubieras podido saber el dolor que me causaba el recuerdo punzante de tu ternura cuando me alejé del buen camino, no me hubieses demostrado tanto amor, habrías hablado, por lo menos, una vez con dureza a tu Emily, y eso le hubiese servido de consuelo! Pero no, no hay consuelo para mí en el mundo. ¡Han sido todos demasiado buenos conmigo!
Cayó con la cara contra el suelo, esforzándose en tocar el borde de la falda de su tirano, que permanecía inmóvil ante ella.
Rosa Dartle la miraba fríamente; una estatua no hubiera sido más inflexible. Apretaba con fuerza los labios, como si necesitara contenerse para no pisotear a la encantadora criatura que estaba tirada con tanta humildad ante ella. La veía distinta; parecía necesitar toda su energía para contenerse. ¿Cuándo llegaría míster Peggotty?
—¡He ahí la ridícula vanidad que tienen esos gusanos! —dijo cuando se calmó un poco el furor que le impedía hablar—. ¡Su casa, su hogar! ¿Y piensa usted que hago a esas gentes el honor de pensar ni de creer que ha hecho usted el menor daño a semejante hogar que no se pueda pagar largamente con dinero? ¡Su familia! ¡Sólo era usted para ella un objeto con que negociar, como lo demás; algo que vender y comprar!
—¡Oh, no! —exclamó Emily—. Dígame todo lo que quiera; pero no haga caer mi vergüenza (demasiado pesa ya sobre ellos) sobre personas que son tan respetables como usted. Si verdaderamente es usted una señora, hónrelos al menos a ellos, aunque no tenga piedad de mí.
—Hablo —dijo miss Dartle, sin dignarse escuchar aquella súplica y retirando su falda, como si Emily la hubiera manchado al tocarla—, hablo de la casa de él, la casa en que yo habito. ¡He ahí —dijo con una risa sarcástica, mirando a su pobre víctima—, he ahí una bonita causa de división entre una madre y un hijo! ¡He ahí a la que ha llevado la desesperación a una casa donde no la hubieran querido ni para fregar la vajilla! ¡La que ha llevado la cólera, los reproches, las recriminaciones! ¡Vil criatura, que han recogido a la orilla del agua, para divertirse durante una hora y rechazarla después con el pie hacia el fango donde había nacido!
—¡No, no! —exclamó Emily juntando las manos—. La primera vez que él se encontró en mi camino (¡Ah! ¡Si Dios hubiera querido que sólo me hubiera encontrado el día que me llevaran a enterrar!) yo había sido educada en ideas tan severas y tan virtuosas como usted o cualquier otra mujer; yo iba a casarme con el mejor de los hombres. Si usted vive a su lado, si le conoce, sabe quizá la influencia que puede ejercer sobre una pobre muchacha, débil y trivial como yo. No me defiendo; pero lo que sé, y él lo sabe también, o al menos lo que sabrá a la hora de su muerte, cuando su alma se turbe, es que ha utilizado todo su poder para engañarme y que yo creía en él, confiaba en él y lo amaba.
Rosa Dartle saltó en la silla y retrocedió un paso para pegarla, con tal expresión de maldad y de rabia, que estuve a punto de lanzarme entre las dos. El golpe se perdió en el vacío. Ella continuó de pie, temblando de furor, palpitante de pies a cabeza, como una verdadera furia. No, no había visto nunca, no podré volver a ver rabia semejante.
—¿Usted le quiere? ¿Usted? —exclamó, apretando el puño como si hubiera querido tener en él un arma para herir al objeto de su odio.
Yo no podía ya ver a Emily, y no se oyó ninguna respuesta.
—¿Y eso me lo dice usted a mí —añadió— con su boca depravada? ¡Ah! ¡Cómo me gustaría que azotaran a estas perdidas! ¡Oh! Si dependiera de mí las haría azotar hasta la muerte.
Y lo hubiese hecho, estoy seguro. Mientras duró aquella mirada no le hubiera confiado la menor arma de tortura.
Después, muy poco a poco, fue echándose a reír, pero con una risa cortante y señalando a Emily con el dedo, como a un objeto de vergüenza e ignominia para Dios y para los hombres.
—¡Le quiere! ¡Dice que le quiere! ¡Y querrá hacerme creer que él se ha preocupado nunca lo más mínimo de ella! ¡Ah, ah! ¡Qué embusteras son esta clase de mujeres!
Su burla era todavía mayor que su rabia y que su crueldad; era peor que todo: no se desataba de una vez, sino por momentos, exponiéndose a que su pecho estallara; pero contenía su rabia para torturar mejor a su víctima.
—He venido aquí, como le decía hace un momento, manantial de amor puro, para ver cómo era usted. Tenía curiosidad; ya la he satisfecho. Quería también aconsejarle que volviera pronto a su casa, a ocultarse entre su excelente familia, que la espera, y a quien su dinero consolará de todo. Y cuando se lo hayan gastado, no tendrá más que buscar un nuevo sustituto para creer en él, confiarse a él y amarle. Yo creía encontrar un juguete roto, que ya había dejado de servir; una joya falsa estropeada por el use y tirada a un rincón. Pero puesto que me encuentro con oro fino, con una verdadera dama, una inocente a quien se ha engañado, pero que tiene todavía un corazón nuevo, lleno de amor y de sinceridad, pues verdaderamente lo parece usted y está muy en armonía con su historia, todavía tengo algo más que decir. Escúcheme, y sepa que lo que voy a decirle lo haré. ¿Me oye usted, hada espiritual? Lo que digo lo hago.
Por un momento no pudo reprimir su rabia; pero fue sólo un instante, un espasmo que terminó en una sonrisa.
—Vaya usted a ocultarse, si no a su antigua casa, a otra parte; ocúltese lo más lejos posible. Vaya a vivir en la oscuridad, o mejor todavía, vaya a morir en cualquier rincón. Me sorprende que no haya encontrado todavía medio de calmar ese tierno corazón, que no quiere romperse. Y, sin embargo, hay medios para ello, y me parece que no es difícil encontrarlos.