—Eso sí que es digno de alabanza por parte de tu tía —dijo Steerforth cuando le comuniqué aquella circunstancia— y merece alientos. Florecilla, mi opinion es que no desdeñes su idea.
También fue lo que yo decidí. Le dije a Steerforth que mi tía me esperaba en Londres. Había tomado habitaciones para una semana en un hotel muy tranquilo de los alrededores de Lincoln's Inn Fields, decidiéndose por aquella casa en vista de que tenía una escalera de piedra y una puerta que daba al tejado; pues mi tía estaba convencida de que no había precaución inútil en Londres, donde todas las casas debían incendiarse por la noche.
Terminamos el viaje insistiendo de vez en cuando sobre la cuestión del Tribunal de Doctores y pensando en los tiempos lejanos en los que yo quería ser procurador; perspectiva que Steerforth presentaba bajo una infinidad de aspectos a cual más grotescos, que nos hacían llorar de risa. Cuando llegamos al término de nuestro viaje, él se dirigió a su casa, prometiéndome una visita a los dos días, y yo me encaminé a Lincoln's Inn Fields, donde encontré a mi tía todavía levantada y esperándome para cenar.
Si hubiera dado la vuelta al mundo desde que nos separamos, creo que no nos habríamos sentido más dichosos al volvemos a ver. Mi tía lloraba de todo corazón abrazándome, y me dijo, haciendo como que reía, que si mi pobre madre estuviera todavía en el mundo no dudaba de que la pequeña inocente habría vertido lágrimas.
—Y ¿ha abandonado usted a míster Dick, tía? —le pregunté—. ¡Cuánto lo siento! ¡Ah Janet! ¿Cómo está usted?
Mientras que Janet me hacía una reverencia y me preguntaba por mi salud, observé que el rostro de mi tía se ensombrecía considerablemente.
—Yo también lo siento —dijo mi tía frotándose la nariz—, y no tengo un momento de reposo desde que estoy aquí, Trot.
Antes de que pudiera preguntar la razón, me la dijo.
—Estoy convencida —dijo apoyando su mano encima de la mesa con una fuerza melancólica—; estoy convencida de que el carácter de Dick no es bastante enérgico para expulsar a los asnos. Decididamente, le falta energía. Debí dejar a Janet en su lugar; habría estado más tranquila. Hoy mismo, estoy segura que si alguna vez ha pasado un asno por mi césped ha sido esta tarde a las cuatro —continuo vivamente—, pues he sentido un estremecimiento de la cabeza a los pies, y estoy segura de que era un asno.
Traté de consolarla, pero rechazaba todo consuelo.
—Estoy segura de que era un asno, y además ese asno inglés que montaba la hermana de aquel Murderin el día que vino a casa (desde entonces, en efecto, mi tía no llamaba de otro modo a miss Mourdstone), y si hay un asno en Dover cuya audacia me sea insoportable —continuó dando un puñetazo en la mesa—, es ese animal.
Janet sugirió que quizá hacía mal mi tía preocupándose, pues creía que el burro en cuestión estaba por el momento ocupado en transportar arena, lo que no le dejaría tiempo para ir a cometer delitos en su pradera. Pero mi tía no quería convencerse.
Nos sirvieron una buena cena, calentita, a pesar de lo lejos que estaba la cocina de las habitaciones de mi tía, situada en el último piso. Si la había escogido así para mayor seguridad de su dinero o por estar cerca de la puerta del tejado, no lo sé. La comida se componía de pollo asado, rosbif y legumbres; todo excelente, y le hice honor. Mi tía, que tenía sus prejuicios sobre los comestibles de Londres, no comía apenas.
—Apuesto cualquier cosa a que este pollo ha sido criado en una cueva, donde habrá nacido —dijo mi tía—, y que no ha tomado el aire más que en el mercado después de muerto. La carne supongo que será de buey, pero no estoy segura. Aquí no se encuentra nada natural más que el lodo.
—¿Y no cree usted que este pollo pueda haber venido del campo, tía?
—Seguramente no —replicó mi tía—. Para los comerciantes de Londres sería un disgusto vender algo bajo su verdadero nombre.
No traté de contradecir aquella opinión, pero comí con buen apetito, lo que le satisfacía plenamente. Cuando quitaron la mesa, Janet peinó a mi tía, la ayudó a ponerse su cofia de dormir, que era más elegante que de costumbre (por si había fuego), según decía. Después se remangó un poco la falda para calentarse los pies antes de acostarse, y yo le preparé —siguiendo las reglas establecidas, de las que jamás, bajo ningún pretexto, había que alejarse —un vaso de vino blanco caliente mezclado con agua, y le corté en tiras largas y delgadas pan para tostar. Nos dejaron solos para terminar la velada. Mi tía estaba sentada frente a mí y bebía su agua con vino, mojando una después de otra sus tostadas antes de comérselas, y mirándome con ternura desde el fondo de los adornos de su cofia de dormir.
—Y bien, Trot —me dijo—, ¿has pensado en mi proposición de hacerte procurador, o todavía no has tenido tiempo?
—He pensado mucho, tía, y he hablado mucho de ello con Steerforth. Me encanta la idea.
—Vamos —dijo mi tía—, me alegro mucho.
—Sólo veo una dificultad, tía.
—¿Cuál, Trot?
—Quería preguntarle si mi admisión en el Tribunal de Doctores, que según creo se compone de un número muy limitado de miembros, no será exageradamente cara.
—Sí es muy caro. Para que te hagas una idea son mil libras justas.
—¿Ve usted, tía? Eso es lo que me preocupaba —dije acercándome a ella—. ¡Es una suma considerable! Ha gastado usted ya mucho en mi educación, y ha sido en todo igual de generosa. Nada puede dar idea de su bondad conmigo. Pero seguramente hay carreras a las que me podría dedicar, sin gastar apenas, por decirlo así, y teniendo al mismo tiempo esperanzas de éxito por medio del trabajo y la perseverancia. ¿Está usted segura de que no sería mejor intentarlo? ¿Está usted segura de poder hacer todavía ese sacrificio y de que no sería mejor evitarlo? Solamente le pido que lo piense.
Mi tía terminó sus tostadas, mirándome a la cara, y después depositó su vaso sobre la chimenea, y apoyando sus manos cruzadas sobre la falda me contestó lo siguiente:
—Trot, hijo mío; yo tengo un solo objetivo en la vida, y es hacer de ti un hombre bueno, sensible y dichoso. A ello me dedico, lo mismo que Dick. Yo querría que algunas personas oyeran las conversaciones de Dick sobre ese asunto. Su sagacidad es sorprendente; nadie conoce los recursos de la inteligencia de ese hombre más que yo.
Se detuvo un momento, y cogiendo mi mano entre las suyas, continuó:
—Es en vano, Trot, recordar el pasado, a menos que influya algo en el presente. Yo quizás podía haberme portado mejor con tu pobre padre. Quizá podía haber sido mejor amiga de aquella pobre niña que era tu madre, aun después de haberme defraudado con tu hermana Betsey Trotwood. Cuando llegaste a mí, pobre chiquillo errante, cubierto de polvo y agotado, quizá lo pensé así. Desde entonces hasta ahora, Trot, tú has sido para mí un motivo de orgullo, satisfacciones, cariño. Nadie más que tú tiene derecho sobre mi fortuna, es decir… (aquí, con gran sorpresa mía, dudó y pareció confusa… ) no; nadie más tiene derecho sobre mi fortuna, pues tú eres mi hijo adoptivo. Únicamente te pido que también seas tú para mí un hijo cariñoso y que soportes mis extravagancias y caprichos; de ese modo harás más por esta pobre vieja —cuya juventud no ha sido lo feliz que hubiera debido ser— de lo que ella haya podido hacer por ti.
Era la primera vez que oía a mi tía referirse a su vida pasada. Y había tanta nobleza en el tono tranquilo con que lo hacía y en no explayarse, que aumentaba mi respeto y cariño por ella, si es que eso era posible.
—Ahora ya estamos de acuerdo, Trot —dijo mi tía—, y no necesitamos volver a hablar de ello. Dame un beso, y mañana, después de almorzar, iremos al Tribunal de Doctores.
Todavía permanecimos largo rato charlando delante del fuego antes de acostarnos. Me retiré a una habitación contigua a la de mi tía, quien no me dejó dormir en toda la noche llamando a mi puerta en cuanto le preocupaba el ruido distante de coches y carros, para preguntarme si no oía a las bombas de incendios. Cuando amanecía consiguió dormir mejor y me permitió a mí hacerlo también.
A eso de las doce nos dirigimos a las Oficinas de los señores Spenlow y Jorkins. Mi tía, que también pensaba que en Londres todo hombre que veía era un ratero, me dio su portamonedas para que se lo llevara, y vi que llevaba en él diez guineas y algo de plata.
Nos detuvimos ante la tienda de juguetes de Fleet Street para mirar los gigantes de Saint Dunstan tocando las campanas (habíamos calculado el tiempo para llegar a verlos a las doce en punto), y después nos dirigimos a Ludgate Hill y al cementerio de Saint Paul. Cuando llegábamos al primero de estos sitios observé que mi tía aceleraba el paso y parecía asustada.
Al mismo tiempo me di cuenta de que un hombre de mal aspecto, que se había parado para mirarnos al pasar un momento antes, nos seguía tan de cerca que rozaba el traje de mi tía.
—¡Trot, mi querido Trot! —exclamó mi tía en un murmullo de terror y apretándome el brazo—. ¡No sé qué hacer!
—No se asuste, tía; no merece la pena que se asuste. Entre en una tienda, y yo me encargo de ese individuo.
—No no, hijo mío —repuso ella—, no le hables por nada del mundo. Te lo pido, te lo ordeno.
—Por Dios, tía —dije yo—, si no es más que un mendigo descarado.
—Tú no sabes lo que es —replicó mi tía—. Tú no sabes quién es. ¡No sabes lo que tú dices!
Mientras sucedía esto nos habíamos detenido en un portal, y el hombre se había detenido también.
—¡No le mires! —dijo mi tía, pues yo volvía la cabeza con indignación—. Búscame un coche, hijo mío, y espérame en el cementerio de Saint Paul.
—¿Esperarla? —repetí.
—Sí —insistió mi tía—. Yo ahora tengo que irme; tengo que irme con él.
—¿Con quién, tía? ¿Con ese hombre?
—No estoy loca, y te digo que debo hacerlo. Búscame un coche.
A pesar de lo sorprendido que estaba, me daba cuenta de que no tenía derecho a negarme a lo que tan perentoriamente me ordenaba. Di con precipitación varios pasos y llamé a un coche que pasaba. Apenas había bajado el estribo, cuando mi tía ya estaba dentro y el hombre la siguió. Ella me hizo seña con la mano de que me alejara, con tal seriedad, que, a pesar de mi confusión, me alejé de ellos al momento. Mientras lo hacía la oí decir al cochero: «A cualquier sitio, siga adelante». Un momento después el coche pasaba por mi lado.
Lo que míster Dick me había contado y que yo había supuesto serían fantasías de las suyas me vino a la memoria. No cabía duda; aquél era el hombre de quien me había hablado tan misteriosamente, aunque la naturaleza de sus derechos sobre mi tía no los podía imaginar. Después de esperar media hora en el cementerio, vi llegar el coche. El cochero paró delante de mí. Mi tía estaba sola.
Todavía no se había repuesto lo bastante de su emoción para presentarse donde nos dirigíamos; así es que me hizo subir con ella al coche, ordenando al conductor que diera una vuelta despacio. Únicamente me dijo:
—Hijo mío, no me preguntes nunca nada ni hagas referencia a esto.
Un momento después había recobrado todo su aplomo y me dijo que ya estaba repuesta por completo y podíamos despedir el coche. Al pagar al cochero vi que todas las guineas habían desaparecido y que sólo quedaba la plata.
Se entra en el edificio del Tribunal de Doctores por un arco pequeño y bajo. Apenas habíamos dado algunos pasos por su recinto cuando el ruido de la ciudad se apagaba ya en la lejanía, como por encanto; los patios oscuros y tristes, las galerías estrechas, nos llevaron pronto a las oficinas de Spenlow y Jorkins, que recibían la luz cenital. En el vestíbulo de aquel templo, en el que los peregrinos podían penetrar sin cumplir la ceremonia de llamar a la puerta, había dos o tres escribientes trabajando. Uno de ellos, un hombrecito seco, que estaba sentado solo en un rincón, llevaba peluca y parecía estar hecho de pan moreno, se levantó para recibir a mi tía y nos introdujo en el despacho de míster Spenlow.
—Míster Spenlow está en el Tribunal, señora —dijo el hombrecito—; pero voy a mandar a buscarle al momento.
Nos quedamos solos, y aproveché la oportunidad para mirarlo todo. La habitación estaba amueblada a la antigua, y todo estaba lleno de polvo; el tapete verde de la mesa había perdido el color y estaba arrugado y pálido como un mendigo viejo. La tenían llena de una cantidad enorme de carpetas. En el dorso de unas ponía: «Alegaciones»; en otra, con gran sorpresa mía, lei: «Libelos»; unos eran para el Tribunal del Consistorio; otros, para el de los Arcos, y otros, para el de Prerrogativas. También los había para el del Almirantazgo y para la Cámara de Diputados. Y yo pensaba cuántos Tribunales serían entre todos, y cuánto tiempo haría falta para entenderlos. Había también gruesos volúmenes manuscritos de «Declaraciones» , sólidamente encuadernados y atados juntos por series enormes. Una serie para cada causa, como si cada causa fuera una historia en diez o veinte volúmenes. Todo aquello debía de ocasionar muchos gastos, y me dio una agradable idea de lo que ganarían los procuradores. Paseaba mi vista con creciente complacencia por todos aquellos objetos y otros semejantes, cuando se oyeron pasos rápidos en la habitación de al lado, y míster Spenlow, con traje negro guarnecido de pieles blancas, entró rápidamente, quitándose el sombrero.
Era un hombre pequeño y rubio, con unas botas de un brillo irreprochable, una corbata blanca y un cuello muy duro. Llevaba el traje abrochado hasta la barbilla, muy ceñido el talle, y parecía que debía de haberle costado mucho trabajo el rizado de las patillas, que también era impecable. Su cadena de reloj era tan maciza, que se me ocurrió pensar que para sacarla del bolsillo necesitaría un brazo de oro tan robusto como los que se ven en las muestras de los batidores de oro. Estaba tan compuesto y tan estirado, que apenas podía moverse, viéndose obligado, cuando miraba los papeles de su pupitre —después de sentado en su silla—, a mover todo el cuerpo de un lado a otro como una marioneta.
Fui presentado al momento por mi tía, y me recibió cortésmente. Me dijo:
—¿Así es, míster Copperfield, que desea usted entrar en nuestra profesión? El otro día, cuando tuve el gusto de ver a miss Trotwood (con otra inclinación de su cuerpo, actuando nuevamente como una marioneta) le hablé casualmente de que había aquí una vacante. Miss Trotwood fue lo bastante buena para decirme que tenía un sobrino a quien no sabía a qué dedicar. Este sobrino tengo ahora el placer de… (otra inclinación).