David Copperfield (109 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Se interrumpió un momento, mientras Emily sollozaba. La escuchó como si aquello fuera para ella una música.

—Quizá soy una criatura extraña —prosiguió Rosa Dartle—; pero no puedo respirar libremente en el mismo aire que usted; me parece que está corrompido. Tengo que purificarlo, que purgarlo de su presencia. Si está usted todavía aquí mañana, su historia y su conducta se sabrán por todos los que habitan esta casa. He sabido que hay aquí mujeres honradas. Sería lástima que no pudieran apreciar un tesoro como usted. Si una vez fuera de aquí vuelve a buscar refugio en esta ciudad, en cualquier otra condición que en la de mujer perdida (puede estar tranquila, esa no le impediré que la tome), iré a hacerle el mismo servicio por todas partes por donde pase. Estoy segura de conseguirlo con la ayuda de cierto caballero que ha solicitado su bella mano no hace mucho tiempo.

¿Pero míster Peggotty no llegaría nunca? ¿Cuánto tiempo habría de soportar todavía aquello? ¿Cuánto tiempo estaba yo seguro de contenerme?

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la desgraciada Emily, en un tono que hubiese conmovido el corazón más duro.

Rosa Dartle seguía sonriendo.

—¿Qué quiere usted que haga?

—¿Lo que quiero que haga? ¿No puede usted vivir dichosa con sus recuerdos? ¡Puede usted pasarse la vida recordando la ternura de James Steerforth! Quería que se casara usted con un criado, ¿no es así? Y también puede usted pensar en el buen hombre que aceptaba el ofrecimiento de su amo; y si todos estos pensamientos, si el recuerdo de su virtud y del puesto honroso que le han hecho adquirir no son suficientes para llenar su corazón, puede casarse con ese excelente hombre y aprovecharse de su condescendencia. Y si esto no es todavía bastante para satisfacerla, ¡mátese usted! No faltarían ríos ni montones de basura buenos para morir en ellos cuando se tienen esas penas ¡Busque usted uno para desde allí volar al cielo!

Oí pasos. Estaba seguro de que era él. ¡Bendito sea Dios!

Rosa se acercó lentamente a la puerta y desapareció a mi vista.

—Pero acuérdese que estoy decidida, y tengo mis razones para ello (y mi odio personal), a perseguirla por todas partes, a menos de que huya lejos de aquí o de que arroje esa máscara de inocencia que quiere tomar. Eso es lo que tenía que decirle, y lo que digo lo haré.

Los pasos se acercaban, ya estaban en la puerta, y se precipitaban en la habitación.

—¡Tío!

Un grito terrible siguió a aquellas palabras. Esperé un momento antes de entrar y le vi sosteniendo en sus brazos a Emily desvanecida. Un instante contempló su rostro; después se inclinó para besarla, ¡oh, con qué ternura!, y le cubrió la cabeza con un pañuelo.

—Señorito Davy —dijo en voz baja y trémula cuando hubo cubierto el rostro de la muchacha—, doy gracias a nuestro Padre celestial porque mi sueño se ha realizado; le doy las gracias con todo mi corazón porque me ha guiado hasta encontrar a mi querida niña.

Al decir estas palabras la cogió en sus brazos, mientras ella continuaba con el rostro velado. Inclinando la cabeza y estrechando contra la suya la mejilla de su sobrina querida bajó lentamente las escaleras con ella inconsciente.

Capítulo 11

El principio de un viaje más largo

Era todavía muy de mañana, al día siguiente, mientras me paseaba por el jardín de mi tía (la cual realizaba ahora muy poco ejercicio, teniendo que atender tanto a mi querida Dora), cuando me dijeron que míster Peggotty deseaba hablarme.

Vino al jardín, saliéndome al encuentro, y se descubrió al ver a mi tía, a la que profesaba un profundo respeto. Le había estado contando todo lo que había ocurrido la víspera. Sin decir una palabra, se adelantó hacia él cordialmente, le estrechó la mano y le dio un golpecito afectuoso en el brazo.

Aquello fue tan expresivo, que no tuvo necesidad de explicarse; míster Peggotty la entendió perfectamente.

—Ahora, Trot, voy a entrar —dijo mi tía— para ver lo que hace Capullito, pues es su hora de levantarse.

—¡Espero que no sea porque estoy yo aquí, señora! —dijo míster Peggotty—. Y a menos que mi entendimiento haya tomado las de Villariego —míster Peggotty quería decir Villadiego—, me parece que es por mí por lo que usted se marcha.

—Tendrá usted algo que decirle a mi sobrino —contestó mi tía—, y estarán más a gusto sin mí.

—Señora —respondió míster Peggotty—, si fuera usted tan amable que quisiera quedarse… a no ser que le aturda mi charla…

—¿De verdad? —dijo mi tía con afecto—. Entonces me quedo.

Dio su brazo a míster Peggotty y se dirigió con él a un cenador cubierto de hojas, que había al final del jardín, donde se sentó en un banco, y yo me senté a su lado. Había también sitio para míster Peggotty; pero prefirió quedar de pie, apoyando su mano en una mesita rústica. Mientras estaba contemplando su gorra, antes de empezar, no pude por menos que observar el carácter enérgico que expresaba aquella mano nervuda, que armonizaba tan bien con su cabello gris acerado.

—Ayer tarde llevé a mi niña —empezó míster Peggotty, levantando los ojos hacia nosotros— a mi casa, donde la había estado esperando hacía tanto tiempo y que tenía preparada para ella. Pasaron varias horas antes de que volviera en sí, y después se arrodilló a mis pies como para rezar y me contó cómo había sucedido todo. Créanme ustedes, cuando oí su voz, que había sonado alegre en casa, y la vi humillada en el polvo sobre el que nuestro Redentor escribía con su mano bendita, tuve una sensación de tristeza horrible ante aquellas muestras de su agradecimiento.

Se pasó la manga por los ojos, sin saber lo que hacía, y continuó, con la voz más clara:

—Pero no me duró mucho. ¡Por fin la había encontrado! Sólo pensaba que la había encontrado, y pronto olvidé todo lo demás; no sé ni para qué se lo he contado. Hacía un momento no pensaba decir nada acerca de mí; pero ha salido tan naturalmente, se me ha escapado sin poderlo evitarlo…

—Es usted un alma generosa —dijo mi tía—, y tendrá algún día su recompensa.

Míster Peggotty, en cuya cara jugueteaban las sombras de las hojas, inclinó la cabeza, con sorpresa, como para agradecer el cumplido a mi tía, y luego continuó su discurso donde lo había interrumpido.

—Cuando mi Emily se marchó —dijo en tono momentáneamente colérico— de la casa en que estaba prisionera por la serpiente de cascabel que el señorito Davy conoce muy bien —lo que me había contado era exacto: ¡que Dios confunda a ese traidor!— era de noche. Era una noche oscura y estrellada. Estaba como loca, y corrió a lo largo de la playa, creyendo que el viejo barco estaría allí, gritándonos que nos ocultáramos porque iba a pasar ella. Al oír sus propios gritos creía oír llorar a otra persona, y se cortaba los pies corriendo entre las rocas, sin preocuparse, como si ella también fuese de piedra. Cuanto más corría, más le ardían los ojos y le zumbaban los oídos. Súbitamente, o por lo menos así le pareció a ella, rompió el día, húmedo y tormentoso, y se encontró echada al pie de un montón de piedras, al lado de una mujer que le hablaba, preguntándole, en el lenguaje del país, qué le había sucedido.

Míster Peggotty parecía ver lo que contaba como si pasara ante él mientras hablaba; lo relataba muy vivamente y con una precisión que no puedo expresar. Al escribirlo yo ahora, largo tiempo después, apenas puedo creer que no presenciara tales escenas; tal es la impresión de realidad que estos relatos de míster Peggotty me daban.

—Cuando los ojos de Emily se fueron despejando —continuó míster Peggotty— reconoció a aquella mujer como una de las que con frecuencia había tratado en la playa. Pues aunque había corrido mucho durante la noche, como ya he dicho, conocía muy bien aquella comarca, en muchas millas de extensión, por haber paseado parte a pie, parte en barco y en coche. Aquella mujer no tenía hijos, era recién casada; pero parecía que iba a tener pronto uno. ¡Dios quiera que sea para ella una felicidad y un apoyo toda su vida! ¡Dios haga que la ame y respete en la vejez y que sea para ella un ángel aquí y en la otra vida!

—Amén —dijo mi tía.

—Al principio estaba intimidada y amedrentada, y solía sentarse un poco lejos, hilando o haciendo no sé qué otra labor, mientras Emily hablaba con los niños. Pero Emily se fijó en ella y fue a hablarle, y como a la joven le gustaban mucho los chiquillos, pronto se hicieron muy amigos; tanto, que cuando Emily pasaba por allí le daba siempre flores. Y ésta fue la mujer que le preguntó lo que le sucedía, y, al decírselo Emily, se la llevó a su casa. Sí, es cierto; se la llevó a su casa —dijo míster Peggotty tapándose la cara.

Desde que Emily se había marchado nada le había conmovido tanto como aquel acto de bondad. Mi tía y yo no quisimos distraerle.

—Era una casa pequeña, como ustedes pueden suponerse —prosiguió—; pero encontró sitio para Emily. Su marido estaba en el mar, y ella guardó el secreto y consiguió que sus vecinos (los pocos que había alrededor) se lo guardaran también. Emily estaba muy mala, con fiebre; y lo que me pareció muy extraño (pueda ser que no lo sea para los entendidos) es que se le olvidó por completo la lengua del país y no podía hablar más que en la suya propia, que nadie entendía. Ella se acuerda, como de un sueño, de que estaba echada allí, hablando siempre en su idioma y creyendo siempre que el viejo barco estaba muy cerca, en la bahía, y pedía e imploraba que fueran a decirnos que se estaba muriendo y que le mandáramos una misiva de perdón, aunque sólo fuera una palabra. A cada momento se figuraba que el individuo que he nombrado antes estaba debajo de su ventana o que entraba en su cuarto para raptarla, y rogaba a la buena mujer que no le permitiesen que se la llevara; pero al mismo tiempo sabía que no la comprendían, y tenía miedo. Parecía que le ardía la cabeza y le zumbaban los oídos; no conocía ni el hoy, ni el ayer, ni el mañana, y, sin embargo, todo lo que había pasado en su vida y lo que podría pasar, y todo lo que no había pasado nunca y nunca pasaría, acudía en tropel a su imaginación, y en medio de aquella terrible angustia reía y cantaba. El tiempo que duró no lo sé, pues luego se durmió, y en vez de salir reconfortada de aquel sueño, se despertó débil como un niño chiquito.

Aquí se interrumpió como para descansar de los horrores que describía. Después de un momento de silencio continuó su historia.

—Era un hermoso atardecer cuando se despertó, y tan tranquilo, que el único ruido que se oía era el murmullo de aquel mar azul, sin olas, sobre la playa. Al principio creyó que estaba en su casa, en una mañana de domingo; pero los viñedos que vio por la ventana y las colinas que se veían en el horizonte no eran de su país y la desengañaron. Después entró su amiga y se acercó a la cama, y entonces comprendió que el viejo barco no estaba allí cerca, en la bahía, sino muy lejos, y se acordó de dónde estaba, y por qué, y prorrumpió en sollozos sobre el pecho de su amiga. Espero que ahora reposará allí su niño, alegrándola con sus lindos ojitos.

No podía hablar de aquella buena amiga de Emily sin llorar. Era inútil. De nuevo se puso a llorar y a bendecirla.

—Le hizo mucho bien a mi Emily —dijo con una emoción tan grande que yo mismo compartía su pena; en cuanto a mi tía, lloraba de todo corazón—. Eso hizo mucho bien a mi Emily y empezó a mejorar. Pero como la lengua del país se le había olvidado por completo, tenía que entenderse por señas. Y así fue mejorando poco a poco y aprendiendo los nombres de las cosas usuales (nombres que le parecía no haber oído nunca en su vida), hasta que una noche, estando en la ventana, viendo jugar a una niña en la playa, de pronto la chiquilla, extendiendo la mano, le dijo: «¡Hija de pescador, mira una concha!». Porque sabrán ustedes que la solían llamar «señorita» , como era la costumbre del país, hasta que ella les enseñó a que la llamaran «Hija de pescador». Y aquella niña, de repente, le dijo: «¡Hija de pescador, mira esta concha!»; y entonces Emily la entendió y le contestó, anegándose en lágrimas; y desde aquel momento recordó la lengua del país.

—Cuando Emily recobró sus fuerzas —continuó míster Peggotty, después de un intervalo de silencio— decidió dejar a aquella buena mujer y volver a su país. El marido había vuelto ya, y los dos la embarcaron en un barco de carga de Leghorn para que fuera a Francia. Tenía algún dinero; pero no quisieron aceptar nada por lo que habían hecho. Me alegro de ello, a pesar de que eran tan pobres. Lo que hicieron está depositado allí donde los gusanos de la roña no puedan roerlo y donde los ladrones no pueden robarlo, señorito Davy, y ese tesoro vale más que todos los tesoros del mundo. Emily llegó a Francia y se puso a servir en un hotel a las señoras que se detenían en el puerto. Pero allí llegó un día la serpiente. ¡Que no se me acerque nunca, porque no sé lo que haría!… Tan pronto como se percató (él no la había visto) se volvió a apoderar de ella el miedo y huyó. Vino a Inglaterra y desembarcó en Dover.

»No sé bien cuándo empezó a desfallecer —dijo míster Peggotty—; pero durante el camino pensó volver a casa. Y tan pronto como llegó a Inglaterra se dirigió hacia Yarmouth; pero luego, temiendo que no la hubiéramos perdonado, o que le apuntarían con el dedo; temiendo que alguno de nosotros hubiera muerto ya; temiendo muchas otras cosas, se volvió a mitad de camino. "Tío, tío —me ha dicho después—, lo que temía más era no sentirme digna de cumplir lo que mi pobre corazón deseaba ardientemente." Me volvía con el corazón lleno de deseos de arrastrarme hasta la puerta, y besarla en la noche, y apoyar mi cabeza pecadora y que me encontraran a la mañana siguiente muerta en sus peldaños.

»Y vino a Londres —siguió míster Peggotty, bajando la voz hasta hacerla un murmullo—. Ella, que no había visto nunca Londres, vino a Londres, sola, sin dinero, joven… guapa… Había apenas llegado cuando, en su desesperación, creyó que había encontrado una amiga: una mujer decente que vino a ofrecerle trabajo de costura; era en lo que ella había trabajado antes. Le dio una habitación para pasar la noche y le prometió enterarse a la mañana siguiente de todo lo que pudiera interesarle. Cuando mi hija querida —dijo con un estremecimiento de pies a cabeza— estaba al borde del abismo, Martha, fiel a su promesa, llegó para salvarla.

No pude reprimir un grito de alegría.

—Señorito Davy —dijo, apretándome la mano en la suya rugosa—, usted fue el primero que me habló de ella. Gracias, señorito. Era formal. La amarga experiencia le enseñó dónde tenía que vigilar y lo que tenía que hacer. Lo cumplió, y que Dios la bendiga. Llegó apresurada y pálida, mientras Emily dormía. Le dijo: «Aléjate de este antro y sígueme». Los que pertenecían a la casa quisieron detenerlas; pero era lo mismo que si hubieran intentado detener el mar. «¡Alejaos de mí —dijo—; soy el fantasma que vengo a arrancarla del sepulcro que tiene abierto a sus pies!». Le dijo a Emily que me había visto y que sabía que la quería y que la había perdonado. La envolvió rápidamente en sus vestidos y la cogió, desmayada y temblorosa, en sus brazos. No hacía ningún caso de lo que le decían, como si no hubiese tenido oídos. Pasó por entre ellos, sosteniendo a mi hija y sin pensar más que en ella, y la sacó sana y salva de aquel antro en medio de la noche.

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