Danza de dragones (61 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Entonces, a todos.

Hungerford, amargado y melancólico, con una mano inutilizada, había sido jefe de cuentas de la compañía durante un tiempo, hasta que el Príncipe Desharrapado lo sorprendió robando de las arcas y le cortó tres dedos. Por aquel entonces era un simple sargento.

«¿De qué se tratará?» Hasta entonces, Rana no había visto ningún indicio de que el comandante supiera de su existencia. La única opción que tenían era presentarse ante el jefe, tal como se les había ordenado.

—No reconozcáis nada y estad preparados para luchar —dijo Quentyn a sus amigos.

—Yo siempre estoy preparado para luchar —replicó el grandullón.

El enorme pabellón de lona que el Príncipe Desharrapado gustaba de denominar su «castillo de tela» estaba abarrotado cuando llegaron los dornienses. Quentyn tardó en darse cuenta de que casi todos los reunidos procedían de los Siete Reinos o alardeaban de tener sangre ponienti.

«Exiliados o hijos de exiliados.» Dick Heno aseguraba que había unos sesenta ponientis en la compañía; allí se había congregado al menos un tercio, entre ellos el propio Dick, Hugh Hungerford, Meris la Bella y Lewis Lanster, con su pelo dorado, el mejor arquero de la compañía.

También vio a Denzo D’han, que estaba al lado de Daggo. Daggo Matamuertos, como lo llamaban últimamente, aunque nunca a la cara: tenía un genio rápido y una espada negra curva tan aterradora como su dueño. Había cientos de espadas de acero valyrio en el mundo, pero solo un puñado de
arakhs
de ese material. Ni Daggo ni D’han eran ponientis, pero ambos eran capitanes y ocupaban un alto lugar en la estima del Príncipe Desharrapado.

«Son sus manos, la derecha y la izquierda. Aquí pasa algo.»

—Nos han llegado órdenes de Yurkhaz —empezó el Príncipe Desharrapado—. Los astaporis que quedan vivos han salido del agujero. En Astapor no quedan más que cadáveres, así que están desparramándose por todas partes, y son cientos, puede que miles, todos enfermos y hambrientos. Los yunkios no quieren ni verlos cerca de su Ciudad Amarilla, así que nos han ordenado que les demos caza y los devolvamos a Astapor o los empujemos hacia el norte, hacia Meereen. Si la reina dragón los quiere, que se los quede. La mitad padece la colerina, pero hasta los sanos son bocas que alimentar.

—¿Y si no quieren dar media vuelta, mi señor? —objetó Hugh Hungerford.

—Para eso tenéis espadas y lanzas, Hugh, aunque sería mejor usar arcos y flechas. Ni os acerquéis a los que muestren síntomas de colerina. Voy a enviar a la mitad de nuestros hombres a las colinas, cincuenta patrullas de veinte jinetes. Barbasangre ha recibido las mismas órdenes, así que los gatos también estarán en el campo de batalla.

Los hombres cruzaron miradas y más de uno murmuró una maldición. Los Hijos del Viento y la Compañía del Gato estaban contratados por Yunkai, pero hacía un año, en las Tierras de la Discordia, se habían visto en bandos enfrentados y aún quedaban rencillas entre ellos. Barbasangre, el salvaje comandante de los gatos, era un gigante estentóreo con una inagotable sed de sangre que no se molestaba en disimular su desprecio hacia los «viejos barbablanca andrajosos».

—Disculpad, mi señor —intervino Dick Heno después de un discreto carraspeo—, pero todos los presentes somos de los Siete Reinos. Mi señor nunca había dividido la compañía por sangre ni por idioma. ¿Por qué no enviarnos juntos?

—Buena pregunta. Vuestra misión es cabalgar hacia el este y adentraros en las colinas, y luego rodear Yunkai y dirigiros hacia Meereen. Si os tropezáis con algún astapori, forzadlo hacia el norte o matadlo, pero esa no es vuestra misión. Pasada la Ciudad Amarilla, probablemente os encontraréis con patrullas de la reina dragón. Me da igual que sean cuervos de tormenta o segundos hijos: acercaos a ellos y entregaos.

—¿Que nos entreguemos? —preguntó sorprendido el caballero bastardo ser Orson Piedra—. ¿Queréis que cambiemos de capa?

—Así es —respondió el Príncipe Desharrapado.

«Los dioses están locos.» Quentyn Martell contuvo la risa a duras penas.

Los ponientis parecían inquietos. Algunos clavaron la vista en su copa de vino, como si dentro fueran a encontrar alguna inspiración. Hugh Hungerford tenía el ceño fruncido.

—¿Creéis que la reina Daenerys nos aceptará…?

—Sí.

—Vale, pero luego ¿qué? ¿Qué seremos? ¿Espías? ¿Asesinos? ¿Enviados? ¿Estáis pensando en cambiar de bando?

—Eso es cosa del príncipe, Hungerford —replicó Daggo molesto—. Tú solo tienes que hacer lo que te digan.

—Eso siempre. —Hungerford alzó la mano de solo dos dedos.

—Seamos sinceros —intervino Denzo D’han, el bardo guerrero—: los yunkios no inspiran confianza. Acabe como acabe esta guerra, los hijos del viento querrán su parte del botín de victoria. Nuestro príncipe hace bien en no cerrar ninguna puerta.

—Meris estará al mando —dijo el Príncipe Desharrapado—. Conoce mi punto de vista en este asunto, y puede que Daenerys Targaryen se muestre más receptiva a otra mujer.

Quentyn lanzó una mirada hacia Meris la Bella. Cuando los ojos fríos y muertos de la mujer se cruzaron con los suyos, sintió un escalofrío.

«Esto no me gusta.»

—Esa chica no será tan tonta como para confiar en nosotros. —Dick Heno también albergaba dudas—. Aunque llevemos a Meris. Sobre todo si llevamos a Meris. Diantres, no me fío de Meris ni yo, que me la he tirado unas cuantas veces…

Sonrió, pero a nadie más le hizo gracia, y a Meris la Bella menos que a nadie.

—Creo que te equivocas, Dick —intervino el Príncipe Desharrapado—. Vosotros sois todos ponientis; procedéis de su tierra natal, habláis su idioma y adoráis a sus dioses. Si hace falta algún motivo, todos habéis sufrido a mis manos. Dick, te he mandado azotar más que a ningún otro hombre de los Hijos, como demuestra tu espalda. A Hugh le corté tres dedos. A Meris la violó media compañía. No fue esta compañía, pero eso no hace falta que lo digamos. Will de los Bosques… Bueno, en tu caso es que eres basura. Ser Orson me culpa por enviar a su hermano a los Pesares, y ser Lucifer aún está resentido por lo de la esclava que le quitó Daggo.

—Podría haberla devuelto cuando terminó con ella —se quejó Lucifer Largo—. No tenía por qué matarla.

—Era fea —replicó Daggo—. Motivo más que suficiente.

—Webber, tú aún quieres recuperar las tierras que perdiste en Poniente —siguió el Príncipe Desharrapado sin hacer caso de la interrupción—. Lanster, maté a aquel chico al que tenías tanto cariño. Vosotros, los tres dornienses, pensáis que os hemos mentido. El botín de Astapor no fue ni de lejos lo que os prometimos en Volantis, y además me quedé con la mayor parte.

—Eso último es verdad —apuntó ser Orson.

—Los mejores embustes son los que llevan una pizca de verdad —convino el Príncipe Desharrapado—. Todos tenéis motivos sobrados para querer abandonarme, y Daenerys Targaryen sabe que los mercenarios son tornadizos. Sus Cuervos de Tormenta y sus Segundos Hijos habían aceptado oro yunkio, pero no dudaron en unirse a ella cuando la balanza de la batalla se inclinó en su favor.

—¿Cuándo partimos? —preguntó Lewis Lanster.

—De inmediato. Tened cuidado con los gatos, y con cualquier lanza larga con que os tropecéis. Los únicos que sabemos que la deserción es una estratagema somos los presentes. Si os descubrís demasiado pronto, os mutilarán por desertores u os destriparán por cambiacapas.

Los tres dornienses salieron de la tienda en silencio.

«Veinte jinetes que hablan la lengua común —pensó Quentyn—. De repente, susurrar se ha vuelto mucho más peligroso.»

El grandullón le dio una palmada en la espalda.

—¿No es una maravilla, Rana? Vamos a la caza del dragón.

La novia díscola

Asha Greyjoy estaba sentada en el salón principal de Galbart Glover, bebiendo el vino de Galbart Glover, cuando el maestre de Galbart Glover le llevó la carta.

—Mi señora —el maestre estaba nervioso, como siempre que hablaba con ella—, ha llegado un pájaro de Fuerte Túmulo.

Le entregó el pergamino como si le faltara tiempo para librarse de él. Estaba bien enrollado y sellado con un botón de lacre rosa.

«Fuerte Túmulo. —Asha trató de recordar quién gobernaba allí—. Algún señor norteño que no me tendrá ninguna simpatía, seguro.» Y aquel sello… Los Bolton de Fuerte Terror iban a la batalla bajo estandartes rosa salpicados de gotitas de sangre, así que no sería raro que usaran lacre rosa también para los sellos.

«Lo que tengo en las manos es puro veneno —pensó—. Debería quemarlo. —Pero rompió el sello, y una tirita de cuero le cayó en el regazo. Cuando leyó las secas palabras escritas en tinta marrón, el nubarrón que pendía sobre ella se hizo aún un poco más denso—. Alas negras, palabras negras.» Los cuervos no eran nunca portadores de buenas noticias. El último mensaje que se había recibido en Bosquespeso era el de Stannis Baratheon para exigir pleitesía. Pero aquello era mucho peor.

—Los norteños han tomado Foso Cailin.

—¿El Bastardo de Bolton? —le preguntó Qarl, que estaba junto a ella.

—«Ramsay Bolton, señor de Invernalia», o al menos así es como firma. Pero también hay otros nombres.

Lady Dustin, lady Cerwyn y cuatro Ryswell habían estampado su firma bajo la del Bastardo. Al lado se veía el burdo dibujo de un gigante, la marca de algún Umber.

Habían firmado con tinta de maestre, de hollín y brea, aunque el mensaje estaba garabateado en marrón con una escritura grande, angulosa. Hablaba de la caída de Foso Cailin, del retorno triunfal a sus dominios del Guardián del Norte y del matrimonio que no tardaría en celebrarse. Las primeras palabras eran: «Escribo esta carta con sangre de hombres del hierro», y las últimas, «Os envío a cada uno un trozo del príncipe. Si permanecéis en mis tierras, correréis la misma suerte».

Asha había dado por muerto a su hermano pequeño.

«Mejor muerto que así.» Cogió la tira de piel que le había caído en el regazo, la acercó a la vela y contempló como se retorcía y humeaba, hasta que las llamas le lamieron los dedos.

El maestre de Galbart Glover aguardaba junto a ella, expectante.

—No habrá respuesta —informó.

—¿Tengo vuestro permiso para transmitir esta noticia a lady Sybelle?

—Como gustéis.

Asha no habría sabido decir si lady Sybelle se alegraría de la caída de Foso Cailin: aquella mujer vivía en su bosque de dioses sin dejar de rezar ni un momento por el regreso de su esposo y sus hijos, sanos y salvos.

«Otra plegaria que quedará sin respuesta. Su árbol corazón está tan ciego y sordo como nuestro Dios Ahogado. —Robett Glover y su hermano Galbart habían cabalgado hacia el sur con el Joven Lobo. Si la mitad de lo que se decía sobre la Boda Roja era cierto, no volverían al norte—. Al menos sus hijos están vivos, y gracias a mí.» Asha los había dejado en Diez Torres, al cuidado de sus tías. La hija pequeña de lady Sybelle aún mamaba, y la había considerado demasiado delicada para exponerla a los rigores de otra travesía tormentosa. Asha le puso la misiva en las manos al maestre.

—Tomad: a ver si esto la alegra un poco. Podéis retiraros.

El maestre hizo una reverencia y se marchó. Tris Botley se volvió hacia Asha.

—Si Foso Cailin ha caído, lo mismo sucederá con la Ciudadela de Torrhen, y luego nos tocará a nosotros.

—Aún falta para eso. El Barbarrota los hará sangrar.

La Ciudadela de Torrhen no era un montón de ruinas como Foso Cailin, y Dagmer era de hierro hasta los huesos; moriría antes de rendirse.

«Si mi padre siguiera con vida, Foso Cailin no habría caído jamás.» Balon Greyjoy sabía muy bien que Foso tenía una posición estratégica para la defensa del norte. Euron también lo sabía, pero no le importaba, igual que no le importaba el destino que corriera Bosquespeso o la Ciudadela de Torrhen.

—A mi tío Euron no le interesan las conquistas de Balon, o está muy ocupado cazando dragones. —Ojo de Cuervo había convocado todo el poderío de las Islas del Hierro a Viejo Wyk para embarcar hacia las profundidades del mar del Ocaso, seguido por el cachorrito apaleado en que se había convertido su hermano Victarion. En Pyke no quedaba nadie a quien recurrir, aparte del señor esposo de Asha—. Estamos solos.

—Dagmer los destrozará —insistió Cromm, que nunca había conocido a una mujer que le gustara la mitad de lo que le gustaba la batalla—. No son más que lobos.

—Los lobos están todos muertos. —Asha dio unos golpecitos con la uña en el lacre rosa—. Estos curtidores los mataron.

—Lo que tendríamos que hacer es ir a la Ciudadela de Torrhen y participar en la batalla —apremió Quenton Greyjoy, primo lejano de Asha y capitán del
Moza Salada.

—Es verdad —apoyó Dagon Greyjoy, otro primo aún más lejano. Los hombres lo habían apodado Dagon el Borracho, pero borracho o sobrio, adoraba pelear—. ¿Por qué vamos a dejar que el Barbarrota acapare toda la gloria? —Dos criados de Galbart Glover les sirvieron el asado, pero la tira de piel le había quitado el apetito a Asha.

«Mis hombres han perdido toda esperanza de vencer —pensó con pesadumbre—. Ya no buscan más que una buena muerte. —No le cabía duda de que los lobos se la proporcionarían—. Más tarde o más temprano vendrán a recuperar este castillo.»

El sol se ocultaba ya tras los altos pinos del bosque de los Lobos cuando Asha subió por los peldaños de madera hacia el dormitorio que había pertenecido a Galbart Glover. Había bebido demasiado vino y le retumbaba la cabeza. Asha Greyjoy quería a sus hombres, tanto a los capitanes como a los tripulantes, pero la mitad de ellos eran imbéciles.

«Imbéciles valientes, pero imbéciles. Que vayamos con el Barbarrota, claro, como si fuera tan fácil…»

Había muchas leguas entre Bosquespeso y Dagmer, leguas de colinas escarpadas, bosques espesos y ríos bravos, y tantos norteños que no quería ni imaginárselo. Asha disponía de cuatro barcoluengos y menos de doscientos hombres, y eso contando los de Tristifer Botley, en quien no se podía confiar. Pese a toda su palabrería sobre el amor, no se imaginaba a Tris saliendo de la Ciudadela de Torrhen para ir a morir con Dagmer Barbarrota.

Qarl la siguió hasta el dormitorio de Galbart Glover.

—Lárgate —le dijo—. Quiero estar sola.

—No quieres estar conmigo. —Trató de besarla, y Asha lo apartó.

—Como vuelvas a tocarme, te…

—Te ¿qué? —Desenfundó el puñal—. Desnúdate, venga.

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