—Ha pasado un siglo, pero algunos aún tenemos amigos en el Dominio. A lo mejor, el poder de Altojardín no es tanto como imagina Mace Tyrell.
—Príncipe Aegon —intervino Tristan Ríos—, somos vuestros hombres. ¿Eso es lo que deseáis? ¿Qué naveguemos hacia el oeste, no hacia el este?
—Así es —respondió Aegon al momento—. Si mi tía quiere Meereen, que se lo quede. Con vuestras espadas y vuestra lealtad, reclamaré el Trono de Hierro. Si nos movemos deprisa y atacamos bien, obtendremos unas cuantas victorias fáciles antes de que los Lannister se den cuenta de que hemos desembarcado. Eso hará que otros se unan a nuestra causa.
Ríos sonrió con aprobación, mientras que otros intercambiaron miradas pensativas.
—Mejor morir en Poniente que en el camino del Demonio —dijo Peake.
—Yo prefiero vivir —dijo Marq Mandrake entre risas—. Vivir, y conseguir unas tierras y un buen castillo.
Franklyn Flores se dio unos golpecitos en la empuñadura de la espada.
—Con tal de tener ocasión de matar a unos cuantos Fossoway, yo me apunto.
Todos empezaron a hablar a la vez, y Grif supo que la marea había cambiado a su favor.
«No conocía esta faceta de Aegon.» No era el curso de acción más prudente, pero estaba harto de prudencia, harto de secretos, harto de esperar. Ganara o perdiera, volvería a ver el Nido del Grifo antes de morir, y lo enterrarían junto a su padre.
Uno a uno, los hombres de la Compañía Dorada se levantaron, se arrodillaron y pusieron la espada a los pies del joven príncipe. El último fue Harry Sintierra, con ampollas y todo.
Cuando salieron de la tienda del capitán general, el sol teñía de rojo el cielo del oeste y dibujaba sombras escarlata en las calaveras doradas ensartadas en las picas. Franklyn Flores se ofreció a llevar al príncipe a dar una vuelta por el campamento para presentarle a los que llamaba «sus muchachos», y Grif dio su consentimiento.
—Pero recordad: por lo que respecta a la compañía, tiene que seguir siendo Grif el Joven hasta que crucemos el mar Angosto. En Poniente le lavaremos el pelo y le pondremos su armadura.
—Entendido. —Flores dio una palmada en la espalda a Grif el Joven—. Venid conmigo. Empezaremos por los cocineros; siempre hay que conocer a los cocineros.
Cuando se alejaron, Grif se volvió hacia el Mediomaestre.
—Coged el caballo, volved a la
Doncella Tímida
y traed a lady Lemore y ser Rolly. También necesitaremos los cofres de Illyrio, todas las monedas y las armaduras. Dadles las gracias a Ysilla y Yandry; ellos ya han terminado. Cuando su alteza esté en su reino, no se olvidará de ellos.
—Como ordene mi señor.
Grif entró en la tienda que le había asignado Harry Sintierra. Sabía que el camino que los aguardaba estaba lleno de peligros, pero ¿y qué? Todo hombre había de morir. Lo único que él pedía era tiempo. Había esperado tanto que, sin duda, los dioses le concederían unos pocos años más, los justos para ver en el Trono de Hierro al muchacho al que había criado como un hijo, para reclamar sus tierras, su nombre y su honor; para acallar las campanas que resonaban en sus sueños cada vez que se echaba a dormir.
A solas en la tienda, mientras los rayos rojos y dorados del sol poniente entraban por la solapa levantada, Jon Connington se quitó la capa de piel de lobo, se sacó por la cabeza la cota de malla, se sentó en una silla plegable y se quitó el guante de la mano derecha. Tenía la uña del dedo corazón negra como el azabache, y el gris llegaba casi hasta el primer nudillo. La yema del anular también había empezado a oscurecerse, y cuando se pinchó con el puñal no sintió nada.
«Es la muerte —supo—, pero lenta. Todavía tengo tiempo. Un año. Dos años. Cinco. Hay hombres de piedra que viven hasta diez. Tiempo suficiente para cruzar el mar y volver a ver el Nido del Grifo. Tiempo para poner fin a la estirpe del Usurpador y devolver el Trono de Hierro al hijo de Rhaegar.»
Entonces, lord Connington podría morir satisfecho.
La noticia recorrió el campamento como una ráfaga de aire caliente.
«Ya viene. Se ha puesto en marcha con su ejército. Se dirige hacia el sur, a Yunkai, para incendiar la ciudad y pasar a sus habitantes por la espada, y nosotros vamos hacia el norte para reunimos con ella.» Rana se enteró gracias a Dick Heno, que a su vez se lo había oído al Viejo Bill Huesos, a quien se lo había contado un pentoshi llamado Myrio Myrakis que tenía un primo que servía de copero al Príncipe Desharrapado.
—Coz se enteró en la tienda de mando, de labios del propio Daggo —insistió Dick Heno—. Nos pondremos en marcha hoy mismo, ya lo veréis.
Al menos eso fue así. Dio la orden el Príncipe Desharrapado a través de sus capitanes y sargentos: plegad las tiendas, cargad las mulas y ensillad los caballos; marcharemos hacia Yunkai al amanecer.
—No creo que esos cabrones yunkios nos quieran dentro de su Ciudad Amarilla, rondando a sus hijas —predijo Baqq, el ballestero myriense bizco cuyo nombre significaba «habas»—. En Yunkai nos haremos con provisiones y tal vez con caballos descansados. Y luego a Meereen, a bailar con la reina dragón. Así que salta deprisa, Rana, y afila bien la espada de tu señor, que no tardará en necesitarla.
Quentyn Martell había sido príncipe en Dorne y mercader en Volantis, pero en las orillas de la bahía de los Esclavos no era más que Rana, escudero del corpulento caballero calvo dorniense al que los mercenarios llamaban Tripasverdes. Los hombres que componían los Hijos del Viento se ponían el nombre que les venía en gana y se lo cambiaban a su antojo. A él le habían colgado el de Rana porque saltaba en cuanto el grandullón daba una orden.
Ni siquiera el comandante de los Hijos del Viento revelaba su verdadero nombre. Algunas compañías libres habían nacido durante el siglo de sangre y destrucción que siguió a la Maldición de Valyria; otras acababan de formarse y desaparecerían al día siguiente. La historia de los Hijos del Viento se remontaba a treinta años y en ese tiempo solo habían tenido un comandante, el noble pentoshi de ojos tristes y habla suave que se hacía llamar Príncipe Desharrapado. Tenía el cabello y la cota de malla de color gris plata, pero su capa andrajosa era de retales de tela de mil colores: azul, gris, violeta, rojo, morado, verde, fucsia, bermellón y cerúleo, todos desvaídos por el sol. Según Dick Heno, cuando el Príncipe Desharrapado tenía veintitrés años, los magísteres de Pentos lo eligieron príncipe pocas horas después de decapitar al anterior. En lugar de aceptar, se abrochó el cinto de la espada, montó a lomos de su caballo preferido y huyó a las Tierras de la Discordia para no regresar jamás. Había cabalgado con los Segundos Hijos, con los Escudos de Hierro y con los Hombres de la Doncella, hasta que al fin, junto con cinco hermanos de armas, fundó los Hijos del Viento. De los seis, solo sobrevivía él.
Rana no tenía la menor idea de si había algo de cierto en aquello. Desde que se alistaron con los Hijos del Viento en Volantis solo había visto al Príncipe Desharrapado una vez, de lejos. Los dornienses eran nuevas manos, reclutas frescos, pasto de flechas, con tres hombres válidos entre dos mil. Su comandante solo se juntaba con gente de más nivel.
—¡No soy ningún escudero! —había protestado Quentyn cuando propuso el embuste Gerris Drinkwater, al que allí llamaban Gerrold el Dorniense, para distinguirlo de Gerrold Lomorrojo y Gerrold el Negro, y al que también llamaban a veces Manan desde que, en una ocasión, el grandullón estuvo a punto de llamarlo por su nombre por error—. Me gané las espuelas en Dorne; soy tan caballero como vosotros.
Pero Gerris estaba en lo cierto. Arch y él habían ido a proteger a Quentyn, y para eso debían mantenerlo al lado del grandullón.
—Arch es el mejor luchador de los tres —le había dicho Drinkwater—, pero tú eres el único que puede casarse con la reina dragón.
«Casarme con ella o luchar contra ella; en cualquier caso, pronto la tendré frente a frente.» Cuanto más oía hablar de Daenerys Targaryen, más temía el encuentro. Los yunkios aseguraban que alimentaba a sus dragones con carne humana y se bañaba en sangre de vírgenes para conservar la piel suave y tersa. Habas se tomaba a risa todo aquello, pero en cambio daba crédito a los relatos sobre la promiscuidad de la reina de plata.
—Uno de sus capitanes procede de una estirpe de hombres con el miembro de palmo y medio —les dijo—, pero ni con eso puede satisfacerla. Cabalgó con los dothrakis y se acostumbró a que se la follaran los sementales, así que ahora no hay hombre capaz de llenarla.
Libros, el sagaz espadachín de Volantis que siempre tenía las narices metidas en algún frágil pergamino, opinaba que la reina dragón era una demente asesina.
—Su
khal
mató a su hermano para hacerla reina, y después, ella mató a su
khal
para ser
khaleesi.
Hace sacrificios de sangre, miente más que habla, se vuelve contra los suyos por capricho, rompe treguas, tortura a los enviados… Su padre también estaba loco. Lo lleva en la sangre.
«Lo lleva en la sangre. —Era cierto que el rey Aerys II estaba loco; lo sabía todo Poniente. Había exiliado a dos manos y quemado a la tercera—. ¿Debo casarme con Daenerys aunque sea una asesina, como su padre?» El príncipe Doran no había mencionado esa posibilidad.
A Rana le encantaría dejar atrás Astapor. La Ciudad Roja era lo más parecido al infierno que esperaba conocer en vida. Los yunkios habían sellado las puertas para encerrar a los muertos y moribundos, pero los espectáculos que había presenciado mientras cabalgaba por las calles de ladrillo rojo acosarían para siempre a Quentyn Martell. Un río desbordante de cadáveres; sacerdotisas con la túnica desgarrada, empaladas y rodeadas de moscas verdes; moribundos que se tambaleaban por las calles ensangrentados y llenos de excrementos; niños peleando por perritos a medio asar. El último rey libre de Astapor desnudo en la arena de combate, gritando mientras lo destrozaban una veintena de perros salvajes. Y fuego, fuego por todas partes. Aunque cerrara los ojos volvía a verlo: llamas que ascendían de pirámides de ladrillo más altas que ninguna fortaleza que hubiera visto jamás; columnas de humo grasiento que subían enroscándose hacia el cielo como gigantescas serpientes negras.
Cuando soplaba el viento del sur, el aire olía a quemado incluso allí, a algo más de una legua de la ciudad. Tras su maltrecha muralla de ladrillo rojo, Astapor seguía humeando, aunque casi todos los incendios se habían apagado ya. Las cenizas flotaban perezosamente en el viento como gruesos copos de nieve gris. Sería un placer alejarse de allí.
—Ya era hora —dijo el grandullón cuando Rana dio con él; estaba jugando a los dados con Habas, Libros y el Viejo Bill Huesos, y perdiendo como de costumbre. Los mercenarios adoraban a Tripasverdes, que en las apuestas era tan temerario como en la batalla, pero mucho menos hábil—. Quiero la armadura, Rana. ¿Me has limpiado la sangre de la cota de malla?
—Sí, mi señor.
La cota de malla de Tripasverdes era vieja y pesada, llena de parches y remiendos, muy usada. Lo mismo se podía decir del yelmo, el gorjal, las grebas, los guanteletes y el resto de las piezas dispares. La armadura de Rana era tan solo un poquito mejor, y la de ser Gerris, mucho peor. «Acero de compañía», como lo llamaba el armero. Quentyn no había preguntado cuántos hombres la habían llevado antes ni cuántos la llevaban puesta al morir. Sus hermosas armaduras habían tenido que abandonarlas en Volantis, junto con el oro y sus nombres verdaderos. Los caballeros adinerados de casas antiguas y honorables no cruzaban el mar Angosto para vender la espada a menos que alguna infamia los empujara al exilio.
—Prefiero pasar por pobre antes que por taimado —exigió Quentyn cuando Gerris les expuso su plan.
Los hijos del viento tardaron menos de una hora en levantar campamento.
—¡Ahora, a cabalgar! —proclamó el Príncipe Desharrapado desde su gran caballo de batalla gris en alto valyrio clásico, que era lo más parecido a un idioma común de la compañía. Su corcel llevaba los cuartos traseros cubiertos de tiras de tela arrancadas de los jubones de las víctimas de su amo. La capa del príncipe estaba cosida con los mismos retales. Era un viejo de más de sesenta años, pero seguía cabalgando muy erguido en la silla y su voz potente llegaba a todos los rincones del campo de batalla—. Astapor solo ha sido un aperitivo, ¡Meereen será el banquete!
Los mercenarios lo aclamaron, y los gallardetes de seda celeste ondearon en las puntas de las lanzas junto con los estandartes azules y blancos de los Hijos del Viento.
Los tres dornienses gritaron tanto como los demás; el silencio habría llamado la atención. Pero cuando los Hijos del Viento cabalgaron hacia el norte por el camino de la costa, tras los pasos de Barbasangre y la Compañía del Gato, Rana se demoró hasta ponerse a la altura de Gerrold el Dorniense.
—Pronto —le dijo en la lengua común de Poniente. Había más ponientis en la compañía, pero no muchos, y ninguno en las inmediaciones—. Tiene que ser pronto.
—Aquí no —advirtió Gerris con una sonrisa falsa de cómico—. Hablamos esta noche, después de acampar.
Había cien leguas de Astapor a Yunkai por el viejo camino de la costa ghiscario, y otras cincuenta de Yunkai a Meereen. Las compañías libres, con buenos caballos, podían llegar a Yunkai en seis días de marcha forzada o en ocho a paso más sosegado. Las legiones del Antiguo Ghis tardarían entre nueve y doce porque iban a pie, y los yunkios y sus soldados esclavos…
—Con los generales que tienen, lo que me extraña es que no marchen hacia el mar —había comentado Habas.
A los yunkios no les faltaban comandantes. Un viejo héroe conocido por Yurkhaz zo Yunkaz tenía el mando supremo, aunque los Hijos del Viento solo lo habían visto de lejos, en un palanquín tan pesado que tenían que transportarlo entre cuarenta esclavos.
A los que no había manera de perder de vista era a sus segundos: los señores yunkios correteaban por doquier como cucarachas. La mitad se presentaba como Ghazdan, Graznan, Mazdhan o Ghaznak: distinguir un nombre ghiscario de otro era un arte que pocos hijos del viento dominaban, así que les habían puesto apodos burlones.
El que más destacaba era Ballena Amarilla, un hombre de una obesidad grotesca que siempre llevaba
tokars
de seda amarilla con ribete dorado. Pesaba tanto que no se tenía en pie por sí mismo, y tampoco podía retener la orina, así que siempre olía a pis, con un hedor tan pronunciado que ni los perfumes más densos conseguían ocultarlo. Pero también era, según se decía, el hombre más rico de Yunkai, y lo apasionaban los monstruos. Entre sus esclavos había un niño con patas y pezuñas de cabra, una mujer barbuda, un bicéfalo de Mantarys y un hermafrodita que le calentaba la cama.