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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (166 page)

BOOK: Danza de dragones
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—Ah, Manan, ¿qué esperabas? Los gatos matan ratones, los cerdos se revuelcan en la mierda y los mercenarios salen corriendo cuando más falta hacen. No los culpes, solo es la naturaleza de esas bestias.

—Tiene razón —opinó ser Barristan—, ¿Qué le había prometido Quentyn al Príncipe Desharrapado a cambio de la ayuda?

No obtuvo respuesta. Ser Gerris miró a ser Archibald; ser Archibald se miró las manos, luego el suelo, luego la puerta.

—Pentos —comprendió ser Barristan—. Le prometió Pentos. Decidlo; nada de lo que digáis puede ya ayudar ni perjudicar al príncipe Quentyn.

—Sí —convino ser Archibald con tristeza—. Fue Pentos. Los dos dejaron sus marcas en un papel.

«Esta puede ser la oportunidad.»

—Todavía tenemos a los falsos desertores de los hijos del viento en las mazmorras.

—Los recuerdo —dijo Yronwood—. Hungerford, Heno y esa panda. Algunos no eran malos tipos, para ser mercenarios. Otros, bueno…, digamos que no se pierde nada con matarlos. ¿Qué pasa con ellos?

—Voy a devolvérselos al Príncipe Desharrapado, y a vosotros con ellos. Seréis dos entre miles; vuestra presencia pasará inadvertida en el campamento yunkio. Quiero que le entreguéis un mensaje: decidle que os envío en nombre de la reina; decidle que pagaremos su precio si nos devuelve a los rehenes ilesos y de una pieza.

—Remiendos no aceptará; lo más probable es que nos ponga en manos de Meris la Bella —dijo ser Archibald con el entrecejo fruncido.

—¿Por qué no? Es bien sencillo. —«Comparado con robar dragones»—. Yo rescaté al padre de la reina del Valle Oscuro.

—En Poniente —objetó Gerris Drinkwater—. Esto es Meereen, y Arch ni siquiera puede sostener la espada con esas manos.

—No le hará falta; tendréis a los mercenarios de vuestra parte, a no ser que haya juzgado mal al Príncipe Desharrapado.

—¿Podéis concedernos un rato para decidirlo? —pidió Gerris Drinkwater, mientras se echaba hacia atrás la mata de pelo dorado por el sol.

—No —contestó Selmy.

—Estoy dispuesto —se ofreció ser Archibald—, siempre que no haya que montar en ningún puto barco. Y Manan también —aseguró con una sonrisa—. Aún no lo sabe, pero ya se enterará.

Y así quedó resuelto.

«Por lo menos, la parte fácil», pensó Barristan Selmy durante la larga subida hacia la cúspide de la pirámide. La parte difícil la había dejado en manos de los dornienses, aunque su abuelo se habría horrorizado. Eran caballeros, al menos formalmente, aunque solo Yronwood parecía hecho de verdadero acero; Gerris Drinkwater no era más que una cara bonita con lengua locuaz y una hermosa cabellera.

Cuando el anciano caballero llegó a las habitaciones de la reina ya habían retirado el cadáver del príncipe Quentyn, y seis jóvenes coperos se entretenían con un juego infantil: sentados en círculo, hacían girar por turnos un puñal y, cuando se detenía, le cortaban un mechón de pelo al que estuviese en la dirección en que apuntase. De pequeño, ser Barristan jugaba a algo parecido con sus primos, en Torreón Cosecha…, aunque, si no recordaba mal, en Poniente la cosa iba de besos.

—Bhakaz, una copa de vino, si eres tan amable; Grazhar, Azzak, haceos cargo de la puerta. Espero la visita de la gracia verde; hacedla pasar en cuanto llegue, pero que no se me moleste por ningún otro motivo.

—Como ordenéis, lord mano —respondió Azzak, que se había levantado a toda prisa.

Ser Barristan salió a la terraza. Había dejado de llover, aunque el sol seguía oculto tras una barrera de nubes gris pizarra en su descenso hacia la bahía de los Esclavos. De las piedras ennegrecidas de la pirámide de Hazkar aún se elevaban volutas de humo, retorciéndose como cintas al viento. A lo lejos, al este, más allá de la muralla, vio unas alas blanquecinas que se movían sobre una hilera de colinas. Viserion estaba de caza, o tal vez volaba por simple placer. Se preguntó dónde estaría Rhaegal; hasta entonces, el dragón verde había demostrado ser más peligroso que el blanco.

Cuando Bhakaz le llevó el vino, bebió un largo trago y mandó al chico a por agua. Un par de copas de vino podía ayudarlo a conciliar el sueño, pero tenía que estar despejado cuando volviese Galazza Galare de negociar con el enemigo, así que se lo tomó muy aguado. El mundo fue oscureciéndose a su alrededor. Estaba muy cansado y lleno de dudas. Los dornienses, Hizdahr, Reznak, el ataque… ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Era aquello lo que Daenerys habría querido?

«No estoy hecho para esto.» No era el primer hombre de la Guardia Real que asumía el cargo de mano, pero sí uno de los pocos. Había leído la historia de sus predecesores en el Libro Blanco, y se preguntaba si se habrían sentido tan confusos y perdidos como él.

—Lord mano. —Grazhar estaba en la puerta y sostenía un cirio—. Ha llegado la gracia verde, y queríais que os avisara.

—Hazla pasar, y enciende unas velas.

Galazza Galare llegó acompañada de cuatro gracias rosa; Selmy no pudo por menos que admirar el halo de sabiduría y dignidad que la rodeaba.

«Esta mujer es fuerte, y ha sido una amiga fiel para Daenerys.»

—Lord mano —saludó con el rostro oculto por un velo verde de tela brillante—. ¿Puedo sentarme? Tengo los huesos viejos y cansados.

—Grazhar, trae una silla para la gracia verde. —Las gracias rosa se desplegaron detrás de ella, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas en el regazo—. ¿Puedo ofreceros algún refrigerio?

—Os estaría muy agradecida, ser Barristan. Tengo la garganta seca de tanto hablar. ¿Tenéis zumo?

—Lo que deseéis. —Llamó a Kezmya y le pidió una jarra de zumo de limón endulzado con miel. La sacerdotisa tuvo que apartarse el velo para beberlo, y Selmy recordó entonces lo vieja que era: lo sobrepasaba en veinte años, si no más—. Si la reina estuviese aquí, sé que también os daría las gracias por todo lo que habéis hecho por nosotros.

—Su magnificencia siempre ha sido muy gentil. —Galazza Galare se terminó la bebida y volvió a cubrirse con el velo—. ¿Tenemos noticias de nuestra dulce reina?

—Ninguna, por el momento.

—Rezaré por ella. Y, si me permitís la audacia, ¿qué hay del rey Hizdahr? ¿Se me permitirá ver a su esplendor?

—Muy pronto, espero. Os garantizo que no ha sufrido ningún daño.

—Me alegra oír eso. Los sabios amos de Yunkai se interesaron por él; no os sorprenderá saber que quieren que se reinstituya de inmediato al noble Hizdahr en el lugar que le corresponde.

—Así será, si se demuestra que no atentó contra la vida de la reina. Hasta entonces, un consejo de hombres leales y justos gobernará Meereen, y hay un sitio para vos. Sé que tenéis mucho que enseñarnos, vuestra benevolencia, y necesitamos vuestra sabiduría.

—Me temo que me aduláis con cortesías vacuas, lord mano —replicó la gracia verde—. Si de verdad me consideráis sabia, hacedme caso ahora: liberad al noble Hizdahr y devolvedle su trono.

—Solo la reina puede devolvérselo.

—La paz que forjamos con tanto trabajo se agita como una hoja a merced del viento de otoño. —Tras el velo, la gracia verde suspiró— Vivimos días aciagos. La muerte acecha en nuestras calles, a lomos de la yegua clara de la tres veces maldita Astapor. Los dragones rondan por el cielo y devoran la carne de los niños. Cientos de personas embarcan hacia Yunkai, Tolos, Qarth o cualquier otro lugar donde puedan encontrar refugio. La pirámide de Hazkar se ha derrumbado y ahora es una ruina humeante, y muchos descendientes de su antiguo linaje yacen bajo las piedras calcinadas. Las pirámides de Uhlez y Yherizan se han convertido en guaridas de monstruos, y sus amos, en mendigos sin techo. Mi pueblo ha perdido toda esperanza y dado la espalda a los mismísimos dioses, y pasa las noches entregado a la bebida y el fornicio.

—Y al asesinato. Esta noche, los Hijos de la Arpía han dejado treinta víctimas.

—Me duele oír eso. Razón de más para liberar al noble Hizdahr zo Loraq, que fue capaz de detener la matanza.

«¿Y cómo lo consiguió, a menos que sea la propia Arpía?»

—Su alteza contrajo matrimonio con Hizdahr zo Loraq, lo hizo su rey y consorte y restauró el arte mortal porque él se lo pidió. A cambio, él le dio langostas envenenadas.

—A cambio le dio la paz. Por favor, caballero, no la desdeñéis. La paz es una perla de valor incalculable. Hizdahr es un Loraq; nunca se mancharía las manos de veneno. Es inocente.

—¿Por qué estáis tan segura?

«A lo mejor porque sabéis quién es el envenenador.»

—Me lo han dicho los dioses de Ghis.

—Mis dioses son los Siete, y guardan silencio. ¿Habéis presentado mi oferta, sabiduría?

—A todos los señores y capitanes de Yunkai, como pedisteis… Pero me temo que no os gustará la respuesta.

—¿Se han negado?

—En efecto. Dicen que no hay oro que pueda comprar el regreso de los vuestros, solo la sangre de los dragones.

Ser Barristan se lo esperaba, pero había albergado esperanzas de equivocarse. Apretó los labios.

—Sé que no son las palabras que deseabais oír —señaló Galazza Galare—, aunque he de decir que lo entiendo. Esos dragones son bestias malignas. Yunkai los teme… y con razón, no podéis negarlo. Nuestras historias hablan de los señores de los dragones de la terrible Valyria y de la desolación que llevaron a las gentes del Antiguo Ghis. Hasta vuestra joven reina, la hermosa Daenerys, que se hacía llamar Madre de Dragones… Aquel día, en la fosa, la vimos arder. Ni siquiera ella se libró de la ira de los dragones.

—Su alteza no… No…

—Está muerta, y quieran los dioses otorgarle un dulce sueño. —Las lágrimas brillaron tras el velo—. Que mueran también sus dragones.

Selmy trataba de hallar una respuesta cuando oyó unas fuertes pisadas. La puerta se abrió de golpe, y Skahaz mo Kandaq irrumpió en la estancia con cuatro bestias de bronce. Cuando Grazhar trató de cortarle el paso, lo apartó de un empellón.

—¿Qué ocurre? —Ser Barristan se incorporó de un salto.

—¡Los trabuquetes! —bramó el Cabeza Afeitada—. ¡Los seis!

—Así es como responde Yunkai a vuestra oferta. —Galazza Galare se levantó—. Os advertí que no os gustaría la respuesta.

«De modo que eligen la guerra. Pues la tendrán.» Ser Barristan sintió un extraño alivio; la guerra era algo que entendía.

—Si creen que pueden vencer a Meereen lanzando piedras…

—No lanzan piedras. —La voz de la anciana estaba impregnada de pesar, de miedo—. Lanzan cadáveres.

Daenerys

La colina era una isla de piedra en un mar de verde.

Dany tardó media mañana en bajar, y cuando terminó estaba agotada. Sentía los músculos doloridos, y le parecía que tenía un poco de fiebre. La roca le había dejado las manos en carne viva.

«Pero ya las tengo mejor», razonó mientras se pellizcaba una ampolla reventada. Tenía la piel rosada y sensible, y le manaba un líquido lechoso de las palmas agrietadas, pero las quemaduras se estaban curando.

La colina parecía más imponente desde abajo. A Dany le gustaba llamarla Rocadragón, como la antigua ciudadela que la había visto nacer. No conservaba ningún recuerdo de la Rocadragón original, pero aquella no iba a olvidarla fácilmente. La parte inferior de la ladera estaba cubierta de matorrales y arbustos espinosos; más arriba se alzaba hacia el cielo un escarpado y abrupto laberinto irregular de piedra desnuda. Allí, entre rocas quebradas, crestas afiladas como cuchillas y agujas pétreas, Drogon había construido su guarida en una gruta poco profunda. En cuanto la vio, Dany se dio cuenta de que el dragón llevaba un tiempo morando allí: el aire olía a ceniza; los árboles y rocas de las inmediaciones estaban chamuscados y ennegrecidos, y había huesos rotos y quemados por todo el suelo. Era su hogar.

Dany conocía muy bien la llamada del hogar.

Dos días atrás se había encaramado a una aguja de roca y había vislumbrado agua al sur, el breve resplandor de un reguero bajo el sol poniente.

«Un arroyo», pensó. Era minúsculo, pero la llevaría a otro más grande, que a su vez desembocaría en un riachuelo, y todos los ríos de esa parte del mundo eran afluentes del Skahazadhan; cuando lo encontrase, solo tendría que seguirlo corriente abajo para llegar a la bahía de los Esclavos.

Habría preferido volver a Meereen a lomos del dragón, pero Drogon no compartía su deseo.

Los señores de los dragones de la antigua Valyria controlaban a sus monturas con hechizos de atadura y cuernos mágicos; Daenerys había tenido que arreglárselas con una palabra y un látigo. Montada en él tenía la sensación de estar aprendiendo a cabalgar desde el principio. Cuando fustigaba a su yegua plateada en el flanco derecho, iba hacia la izquierda, puesto que la reacción instintiva de los caballos era la huida; cuando azotaba a Drogon por la derecha, viraba a la derecha, porque el primer instinto de los dragones era el ataque. Aunque a veces no importaba dónde lo golpease: la llevaba adonde le daba la gana. No había látigo ni palabras que hiciesen cambiar de rumbo a Drogon si no le venía en gana. Había observado que el látigo le causaba más molestia que daño; sus escamas se habían vuelto más duras que el cuerno.

Y por muy lejos que volara durante el día, al caer la noche, el instinto lo impulsaba a regresar a Rocadragón.

«Su hogar, no el mío. —El suyo estaba en Meereen, con su esposo y su amante. Ese era su lugar—. Debo seguir caminando; si vuelvo la vista atrás, estoy perdida.»

Los recuerdos la acompañaban: las nubes vistas desde arriba; caballos del tamaño de hormigas que galopaban por la hierba; una luna de plata tan cercana que casi podía tocarla; ríos resplandecientes y azules que espejeaban al sol.

«¿Volveré a ver esas maravillas algún día?» A lomos de Drogon se sentía plena. En lo alto del cielo, los pesares del mundo no llegaban hasta ella. ¿Cómo podía renunciar a eso?

Sin embargo, había llegado el momento. Las niñas podían permitirse pasar la vida entregadas al juego, pero ella era una mujer, reina y esposa, con millares de hijos que la necesitaban. Drogon se había inclinado ante el látigo y ella debía hacer lo mismo: tenía que ponerse la corona y volver a su banco de ébano y a los brazos de su noble esposo.

«Hizdahr, el de los besos tibios.»

El sol calentaba la mañana y el cielo estaba azul y despejado, por fortuna. Solo llevaba unos harapos que poco podían abrigarla. Había perdido una sandalia durante el vuelo desenfrenado desde Meereen, y la otra la había dejado en la cueva de Drogon porque prefería ir descalza a ir medio calzada. El
tokar
y el velo se habían quedado en el reñidero, y la camisola de lino no era lo más indicado para soportar los días calurosos y las noches frías del mar dothraki. Estaba sucia de tierra, hierba y sudor, y había arrancado el dobladillo para vendarse la espinilla.

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