Has hecho bien en venir enseguida —dijo Jon. «Y tenías razón al estar asustado.» Rompió el sello, desplegó el pergamino y leyó:
Tu falso rey ha muerto, bastardo. Lo aplastamos, junto con todo su ejército, tras siete días de batalla. Tengo su espada mágica. Díselo a su puta roja.
Los amigos de tu falso rey han muerto. Sus cabezas adornan las murallas de Invernalia. Ven a verlas, bastardo. Tu falso rey mentía, y tú también. Anunciaste al mundo que habías quemado al Rey-más-allá-del-Muro, pero lo enviasteis a Invernalia a robar a mi mujer.
La recuperaré. Si quieres volver a ver a Mance Rayder, ven a buscarlo. Lo tengo en una jaula, para que lo vea todo el Norte, como prueba de tus mentiras. En la jaula hace frío, pero le he hecho una capa muy abrigada con la piel de las seis putas que se trajo a Invernalia.
Quiero recuperar a mi mujer. Quiero a la reina del falso rey. Quiero a su hija y a su bruja roja. Quiero a su princesa de los salvajes.
Quiero a su principito, el salvaje de teta. Y quiero a mi Hediondo. Envíamelos, bastardo, y no os molestaré ni a ti ni a tus cuervos negros. De lo contrario, te arrancaré ese corazón de bastardo y me lo comeré.
R
AMSAY
B
OLTON
Legítimo señor de Invernalia.
—¿Nieve? —dijo Tormund Matagigantes—. Cualquiera diría que la cabeza ensangrentada de tu padre acaba de salir rodando de esa carta.
Jon Nieve tardó un rato en responder.
—Mully, acompaña a Clydas a sus habitaciones. La noche es oscura, y los caminos estarán resbaladizos con tanta nieve. Seda, ve con ellos. —Le dio la carta a Tormund Matagigantes—. Toma, lee tú mismo.
El salvaje miró la carta con recelo y se la devolvió a Jon.
—Tiene mala pinta…, pero Tormund Puño de Trueno siempre ha tenido mejores cosas que hacer que aprender a que le hablen los papeles. Nunca dicen nada bueno, ¿verdad?
—Casi nunca —reconoció Jon. «Alas negras, palabras negras.» Los refranes le parecían cada vez más cargados de sabiduría—. La envía Ramsay Nieve. Te la leeré.
Cuando terminó, Tormund lanzó un silbido.
—Ja. Qué hijo de puta. ¿Qué es eso de Mance? ¿Lo tiene en una jaula? ¿Cómo es posible, si tu bruja roja lo quemó ante cientos de testigos?
«Ese era Casaca de Matraca —estuvo a punto de decir Jon—. Fue brujería. Un hechizo, dijo ella.»
—Melisandre… me dijo que mirase al cielo. —Dejó la carta en la mesa—. Un cuervo en una tormenta. Lo vio venir.
«Cuando tengáis vuestras respuestas, venid a buscarme.»
—A lo mejor no son más que mentiras. —Tormund se rascó la barba— Si tuviera una buena pluma de ganso y un bote de tinta de maestre, podría escribir que tengo el miembro tan largo como el brazo, pero eso no lo haría verdad.
—Tiene a
Dueña de Luz.
Habla de cabezas en las murallas de Invernalia. Sabe lo de las mujeres de las lanzas y cuántas eran. —«Sabe lo de Mance Rayder»—. No. Hay verdad en estas palabras.
—Muy bien. ¿Qué piensas hacer, cuervo?
Jon flexionó los dedos de la mano de la espada.
«La Guardia de la Noche no toma partido. —Abrió y cerró el puño—. Lo que sugerís es poco menos que traición. —Vio a Robb, con el pelo lleno de nieve que se iba derritiendo—. “Mata al niño y que nazca el hombre.” —Vio a Bran, trepando por las torres, ágil como un mono; oyó la risa de Rickon; vio a Sansa cepillando el pelaje de dama y cantando—. “No sabes nada, Jon Nieve.” —Vio a Arya, con el pelo enmarañado como el nido de un pájaro—. “Le he hecho una capa muy abrigada con la piel de las seis putas que se trajo a Invernalia… Quiero recuperar a mi mujer… Quiero recuperar a mi mujer… Quiero recuperar a mi mujer…”.»
—Creo que vamos a tener que cambiar de planes —dijo Jon Nieve.
Estuvieron hablando casi dos horas.
Con el cambio de guardia, Caballo y Rory habían reemplazado a Fulk y Mully en la puerta de la armería.
—Acompañadme —les dijo al llegar. Fantasma quería seguirlos, pero cuando empezó a caminar sigilosamente tras ellos, Jon lo agarró por el pescuezo y lo empujó al interior; quizá Borroq estuviera en la reunión del salón del escudo, y lo que menos falta le hacía era que su lobo atacase al jabalí del cambiapieles.
El salón del escudo era una de las partes más antiguas del Castillo Negro, un salón de banquetes alargado de piedra negra, surcado de corrientes de aire y con las vigas de roble ennegrecidas por siglos de humo. Cuando la Guardia de la Noche era mucho más numerosa había hileras de escudos de madera de colores vivos colgados de las paredes. Por aquel entonces, como en la actualidad, cuando un caballero vestía el negro, la tradición decretaba que abandonase sus viejas armas y adoptase el sencillo escudo negro de la hermandad. Los escudos descartados se colgaban de las paredes del salón.
Cientos de caballeros equivalía a cientos de escudos. Halcones, águilas, dragones, grifos, soles, venados, lobos, guivernos; mantícoras, toros, árboles, flores, arpas, lanzas, cangrejos, krákens, leones rojos, leones dorados, leones jaquelados, búhos, corderos, doncellas, tritones, caballos, estrellas, calderos, hebillas, hombres desollados, hombres ahorcados, hombres quemados, hachas, espadas largas, tortugas, unicornios, osos, plumas, arañas, serpientes, escorpiones y cientos de blasones distintos habían adornado los muros del salón del escudo, decorado con más colores de los que jamás hubiera soñado un arcoíris.
Pero cuando moría un caballero, se descolgaba su escudo para que lo acompañara a la pira o a la tumba; y a medida que pasaban los años, cada vez eran menos los caballeros que vestían el negro. Llegó un día en que dejó de tener sentido que los caballeros del Castillo Negro cenasen aparte, y se abandonó el salón del escudo. A lo largo del último siglo se había usado en muy pocas ocasiones. Como comedor dejaba mucho que desear: era sucio y oscuro, con corrientes de aire y difícil de calentar en invierno; tenía los sótanos infestados de ratas, y las enormes vigas de madera, carcomidas y engalanadas de telarañas.
Pero era suficientemente amplio para dar cabida a doscientos hombres sentados, y a un centenar más si se apretaban un poco. Cuando entraron Jon y Tormund, un sonido parecido al de un enjambre de avispas recorrió la sala. A juzgar por el poco negro que se veía, había cinco salvajes por cada cuervo. Quedaba menos de una docena de escudos, grises y lastimosos, con la pintura desvaída y la madera agrietada. Pero en los candelabros de hierro de las paredes ardían teas nuevas, y Jon había ordenado que dispusieran bancos y mesas. Si los hombres estaban bien acomodados, serían más propensos a escuchar, como le había explicado el maestre Aemon en cierta ocasión: era más fácil que se pusieran a gritar si estaban de pie.
Dominaba la sala un estrado medio hundido. Jon subió, junto con Tormund Matagigantes, y alzó las manos para pedir silencio, pero solo consiguió que las avispas se agitaran más. Tormund se llevó el cuerno a los labios y dio un toque. El sonido llenó la sala, arrancando ecos de las vigas del techo. Los murmullos cesaron.
—Os he convocado aquí para planificar la liberación de Casa Austera —comenzó Jon Nieve—. Miles de personas del pueblo libre están allí, atrapadas y a punto de morir de hambre, y nos han llegado informes de cosas muertas en el bosque. —A la izquierda vio a Marsh y a Yarwyck. Othell estaba rodeado de sus constructores, y a Bowen lo acompañaban Wick Whittlestick, Lew el Zurdo y Alf del Pantanal. A su derecha estaba Soren Rompescudos, con los brazos cruzados. Más allá vio a Gavin el Mercader y Harle el Bello, que cuchicheaban entre sí. Ygon Oldfather estaba sentado entre sus esposas; Howd el Trotamundos, solo. Borroq estaba apoyado en una pared, en una esquina oscura. Afortunadamente, no había ni rastro de su jabalí—. Las tormentas han hecho naufragar los barcos que envié para recoger a Madre Topo y a su gente. Debemos enviar tanta ayuda como podamos por tierra, o dejarlos morir. —Se fijó en que también habían acudido dos caballeros de la reina Selyse: ser Narbert y ser Benethon se encontraban cerca de la puerta, al fondo de la sala, pero el resto de los hombres de la reina brillaba por su ausencia—. Tenía la intención de encabezar yo mismo la expedición y regresar con todos aquellos que pudieran sobrevivir al viaje. —Un fulgor rojo, al final de la sala, le llamó la atención. Había llegado lady Melisandre—. Pero acabo de enterarme de que no puedo ir a Casa Austera. La expedición estará a cargo de Tormund Matagigantes, al que todos conocéis. Le he prometido que pondré a su disposición a todos los hombres que precise.
—¿Y dónde estarás tú, cuervo? —bramó Borroq—. ¿Escondido aquí, en el Castillo Negro, con tu perro blanco?
—No. Yo cabalgaré hacia el sur. —Leyó la carta de Ramsay Nieve.
El salón del escudo enloqueció. Todos empezaron a gritar a la vez, al tiempo que se levantaban y agitaban los puños.
«Y hasta aquí ha llegado el efecto tranquilizador de la comodidad de los bancos.» Se blandieron espadas; las hachas chocaron contra los escudos. Jon Nieve miró a Tormund, que dio un nuevo toque al cuerno, el doble de largo y fuerte que el anterior.
—La Guardia de la Noche no toma partido en las guerras de los Siete Reinos —les recordó Jon cuando vio que volvía a reinar algo parecido a la calma—. No nos corresponde a nosotros oponernos al Bastardo de Bolton, ni vengar a Stannis Baratheon, ni defender a su viuda y a su hija. Esta… criatura que hace capas de piel de mujer ha jurado arrancarme el corazón, y pretendo hacerle pagar esas palabras…, pero no pediré a mis hermanos que rompan sus votos.
»La Guardia de la Noche irá a Casa Austera. Yo iré solo a Invernalia, a menos que… —Hizo una pausa— ¿Hay algún hombre que quiera acompañarme?
El estruendo fue ensordecedor, más de lo que esperaba, y se armó tanto tumulto que dos antiguos escudos cayeron de la pared. Soren Rompescudos se había puesto en pie, igual que el Trotamundos, Toregg el Alto, Brogg, Harle el Cazador, Harle el Bello, Ygon Oldfather, Doss el Ciego e incluso el Gran Morsa.
«Ya tengo mis espadas —pensó Jon Nieve— y vamos a por ti, Bastardo. —Vio como Yarwyck y Marsh se escabullían hacia el exterior, seguidos de todos sus hombres. Daba igual. En aquel momento, ni los necesitaba ni los quería—. Nadie podrá decir que obligué a mis hermanos a romper sus votos. Si alguien los rompe, seré yo y solo yo.» Tormund le palmeó la espalda con una amplia sonrisa sin dientes.
—Bien dicho, cuervo. Ahora, ¡que traigan el hidromiel! Así se hace: primero te los ganas y luego los emborrachas. Acabaremos haciendo de ti un buen salvaje, muchacho. ¡Ja!
—Pediré cerveza —dijo Jon, distraído. Se dio cuenta de que Melisandre se había marchado, al igual que los caballeros de la reina.
«Tendría que haber ido a ver a Selyse en primer lugar —pensó—. Tenía derecho a saber que su esposo ha muerto.»
—Tengo que salir. Encárgate tú de emborracharlos.
—¡Ja! Una tarea para la que estoy más que preparado, cuervo. ¡Ve!
Caballo y Rory acompañaron a Jon cuando abandonó el salón del escudo.
«Cuando haya terminado de hablar con la reina iré a ver a Melisandre —pensó—. Si fue capaz de ver un cuervo en una tormenta, seguro que puede decirme dónde encontrar a Ramsay Nieve.» De repente oyó gritos… y un rugido tan fuerte que el Muro pareció estremecerse.
—Viene de la Torre de Hardin, mi señor —informó Caballo. Otro grito interrumpió lo que tuviera que añadir.
«Val —fue lo primero que pensó Jon. Pero aquello no era un grito de mujer—. Eso es un hombre que agoniza.» Echó a correr. Caballo y Roiy lo siguieron.
—¿Son espectros? —preguntó Rory. Jon no lo sabía. ¿Era posible que los cadáveres se hubieran zafado de las cadenas?
Cuando llegaron a la Torre de Hardin ya no se oían gritos, pero Wun Weg Wun Dar Wun seguía rugiendo. El gigante tenía sujeto por la pierna un cadáver ensangrentado y lo hacía oscilar, igual que Arya de pequeña, cuando blandía su muñeca como si fuera un mangual cada vez que amenazaban con darle verdura.
«Pero Arya nunca desmembraba a las muñecas.» El brazo de la espada del muerto estaba a varios pasos de distancia, y bajo él, la nieve iba tiñéndose de rojo.
—Suéltalo —gritó Jon—. ¡Wun Wun, suéltalo!
Wun Wun no lo oía o no lo entendía. Él también estaba sangrando; tenía cortes de espada en el brazo y el estómago. Estampó al caballero muerto contra la piedra negra de la torre, una y otra vez, hasta que su cabeza quedó reducida a una pulpa rojiza, como una sandía de verano. El aire frío hacía revolotear la capa del caballero. Era de lana blanca, bordada con hilo de plata y adornada con estrellas azules. Por todas partes volaban sangre y huesos.
De las construcciones y torres cercanas afluían norteños, gente del pueblo libre, hombres de la reina…
—Formad una hilera —ordenó Jon—. Mantenedlos alejados, sobre todo a los hombres de la reina.
El muerto era ser Patrek de la Montaña del Rey; ya no quedaba ni rastro de su cabeza, pero se lo distinguía por los blasones. Jon no quería arriesgarse a que ser Malegom o ser Brus o algún otro hombre de la reina intentara vengarlo.
Wun Weg Wun Dar Wun volvió a aullar y retorció el otro brazo de ser Patrek, que se desprendió acompañado de una nube de sangre roja y brillante.
«Como un niño que arranca los pétalos de una margarita», pensó Jon.
—Pieles, habla con él y que se calme. En la antigua lengua; entiende la antigua lengua. Los demás, apartaos. Y guardad el acero; estamos asustándolo.