—¿Quaithe? —llamó Dany—. ¿Dónde estás, Quaithe? —Entonces la vio.
«Su máscara es de luz de estrellas.»
—Recuerda quién eres, Daenerys —murmuraron las estrellas, con voz de mujer—. Los dragones lo saben. ¿Lo sabes tú?
A la mañana siguiente despertó agarrotada y dolorida, y llena de hormigas que le trepaban por la cara, los brazos y las piernas. Al darse cuenta, apartó a patadas la hierba seca y pardusca que le había servido de colchón y manta, y se levantó. Tenía picotazos por todas partes, bultitos rojos que le escocían.
«¿De dónde han salido tantas hormigas?» Dany se las sacudió de los brazos, las piernas y la tripa. Se pasó una mano por la pelusa que le cubría el cuero cabelludo y notó que tenía más hormigas en la cabeza y una que le bajaba por la nuca. Se las quitó a manotazos y las aplastó con los pies descalzos. Había muchísimas.
Resultó que el hormiguero estaba al otro lado del muro. ¿Cómo se las habrían arreglado las hormigas para escalarlo y llegar hasta ella? Las piedras en ruinas debían de parecerles tan altas como el Muro de Poniente. «El muro más grande del mundo», decía su hermano Viserys, tan orgulloso como si lo hubiese construido él mismo.
Viserys le había contado historias de caballeros tan pobres que tenían que dormir bajo los setos que crecían junto a los caminos de los Siete Reinos desde tiempos inmemoriales. Dany habría dado cualquier cosa por un buen seto frondoso.
«A poder ser, sin hormiguero.»
El sol comenzaba a despuntar. En el cielo cobalto todavía brillaban unas cuantas estrellas remolonas.
«Quizá una sea Khal Drogo, montado en su semental de fuego, que me sonríe desde las tierras de la noche. —Aún distinguía Rocadragón sobre la hierba—. Parece tan cercana… Ya tengo que estar a leguas de distancia, pero da la sensación de que podría regresar en una hora. —Quería volver a acostarse, cerrar los ojos y abandonarse al sueño—. No, no puedo parar. El arroyo, tengo que seguir el arroyo.»
Se detuvo un momento a comprobar el rumbo. No quería ir en dirección contraria y perder el riachuelo.
—Mi amigo —dijo en voz alta—. Si me quedo junto a mi amigo, no me perderé. —Habría dormido al lado del agua si se hubiera atrevido, pero había visto huellas de animales que bajaban a beber, y le daba miedo toparse con ellos por la noche. Dany sería una cena escasa para un lobo o un león, pero una cena escasa era mejor que ninguna.
Cuando supo a ciencia cierta dónde quedaba el sur, contó los pasos. El arroyo apareció al octavo. Hizo cuenco con las manos para beber agua, que le provocó un calambre en el estómago, pero prefería los calambres a la sed. No había nada más para beber, salvo el rocío matinal que refulgía en la alta maleza, y nada que comer, salvo que quisiera alimentarse de pasto.
«Podría comer hormigas.» Las amarillas eran demasiado pequeñas para considerarlas alimento, pero las rojas que andaban por la hierba eran más grandes.
—Estoy perdida enmedio del mar —dijo mientras avanzaba junto al riachuelo serpenteante— así que quizá encuentre cangrejos, o un pez bien gordo y sabroso. —El látigo le golpeaba el muslo con suavidad,
zas zas zas
. Un paso detrás de otro, y el cauce la llevaría a casa.
Poco después del mediodía se encontró con un arbusto que crecía junto al arroyo, con las ramas retorcidas cubiertas de bayas verdes y duras. Las miró con desconfianza, pero arrancó una y la mordisqueó. La pulpa era agria y correosa, y dejaba un regusto amargo que le resultó familiar.
—En el
khalasar
usaban esto para condimentar los asados —resolvió; decirlo en voz alta le daba más seguridad. Le rugía el estómago, y empezó a recoger bayas a dos manos para comérselas a puñados.
Una hora más tarde, los calambres eran tan fuertes que no podía seguir adelante. Pasó el resto del día vomitando una baba verde.
«Si me quedo aquí, moriré. Puede que ya esté muriendo. —¿Aparecería el dios caballo de los dothrakis, hendiendo la hierba, para llevarla a su
khalasar
estrellado, donde cabalgaría por las tierras de la noche con Khal Drogo? En Poniente, los Targaryen entregaban a sus muertos al fuego, pero allí, ¿quién encendería su pira?—. Mi carne será pasto de los lobos y los cuervos carroñeros —pensó con tristeza—, y mi vientre será un nido de gusanos. —Su mirada regresó a Rocadragón. Parecía más pequeña. Vio humo que se elevaba de la cumbre esculpida por el viento, a leguas de distancia—. Drogon ha vuelto de cazar.»
El ocaso la encontró acuclillada en la hierba, gimiendo. Cada deposición era más líquida y maloliente que la anterior. Cuando salió la luna, estaba cagando agua marrón. Cuanto más bebía, más cagaba, pero cuanto más cagaba, más sed tenía, y la sed la impulsaba a arrastrarse hacia el arroyo para sorber más agua. Cuando por fin cerró los ojos, no sabía si tendría fuerzas para volver a abrirlos.
Soñó con su hermano muerto.
Viserys tenía el mismo aspecto que la última vez que lo había visto: la boca desfigurada por el dolor, el pelo quemado, y la cara negra y humeante allá donde el oro fundido le había chorreado por la frente y las mejillas, metiéndosele en los ojos.
—Estás muerto —dijo Dany.
«Asesinado. —Aunque no movió los labios, de alguna forma oía su voz, que le susurraba al oído—: Nunca me lloraste, hermana. Es duro morir sin ser llorado.»
—Hubo un tiempo en que te quise.
«Un tiempo —respondió, con tal amargura que la hizo estremecerse—. Estabas destinada a ser mi esposa, a darme hijos de cabello plateado y ojos violeta, para mantener pura la sangre del dragón. Cuidé de ti. Te expliqué quién eras. Te di de comer. Vendí la corona de nuestra madre para darte de comer.»
—Me hacías daño. Me dabas miedo.
«Solo cuando despertabas al dragón. Te quería.»
—Me vendiste. Me traicionaste.
«No, la traidora fuiste tú. Te volviste contra mí, contra tu propia sangre. Me engañaron, tu esposo caballuno y sus salvajes fétidos, mentirosos y tramposos. Me prometieron una corona de oro y me dieron esto.» Se tocó el oro fundido que le corría por la cara, y le salió humo del dedo.
—Habrías tenido tu corona —replicó Dany—, Mi sol y estrellas la habría conquistado para ti, si hubieras esperado.
«Esperé mucho tiempo; esperé toda la vida. Yo era su rey, su rey legítimo. Se rieron de mí.»
—Debiste quedarte en Pentos con el magíster Illyrio. Khal Drogo tenía que llevarme ante el
dosh khaleen
, pero no era necesario que nos acompañaras. Fue tu elección; cometiste un error.
«¿Es que quieres despertar al dragón, putilla imbécil? El
khalasar
de Drogo me pertenecía. Le compré cien mil guerreros vociferantes; le di tu virginidad en pago.»
—No lo entendiste nunca. Los dothrakis no compran ni venden: dan y reciben regalos. Si hubieses esperado…
«Esperé. Mi corona, mi trono, a ti. Después de tantos años, lo único que conseguí fue un caldero de oro fundido. ¿Por qué te dieron a ti los huevos de dragón? Deberían haber sido míos. Si hubiese tenido un dragón, le habría enseñado al mundo el significado de nuestro lema.» Viserys se echó a reír hasta que se le cayó la mandíbula, envuelta en humo, y su boca chorreó sangre y oro fundido.
Cuando se despertó, con un grito ahogado, tenía los muslos pegajosos de sangre.
Al principio no supo qué era. En el mundo empezaba a clarear, y la alta hierba crepitaba suavemente al viento.
«No, por favor, quiero dormir un poco más. Estoy muy cansada. —Trató de refugiarse de nuevo bajo la pila de hierba que había arrancado antes de irse a dormir. Algunos tallos estaban húmedos. ¿Había vuelto a llover? Se sentó, temerosa de haberse ensuciado mientras dormía, y al llevarse los dedos a la cara olió la sangre—. ¿Me estoy muriendo?» Entonces vio la media luna, suspendida muy alta sobre la pradera, y se dio cuenta de que no era más que la sangre de la luna.
Si no se hubiera sentido tan enferma y asustada, habría sido un alivio, pero en vez de tranquilizarse se puso a temblar violentamente. Se frotó con los dedos con la tierra y cogió un puñado de hierba para limpiarse entre las piernas.
«El dragón no llora. —Estaba sangrando, pero era tan solo la sangre femenina—. Pero la luna sigue creciente, ¿cómo es posible? —Intentó recordar cuándo había sangrado por última vez. ¿La pasada luna llena? ¿O había sido la anterior? ¿O la anterior a la anterior?—. No, no puede hacer tanto tiempo.»
—Soy de la sangre del dragón —le dijo a la hierba.
«Lo fuiste —le respondió la hierba en un susurro—, hasta que encadenaste a tus dragones en la oscuridad.»
—Drogon mató a una niña. Se llamaba… Se llamaba… —Dany no se acordaba del nombre. Aquello la entristeció tanto que habría llorado si no hubiese consumido ya todas sus lágrimas—. No tendré nunca una niña. Era la Madre de Dragones.
«Sí —dijo la hierba—, pero te volviste contra tus hijos.»
Tenía el estómago vacío, y los pies, doloridos y llenos de ampollas, y le pareció que los calambres habían empeorado. Se sentía como si tuviese las tripas llenas de culebras que se retorcían y le mordían las entrañas. Cogió un poco de agua embarrada con manos temblorosas; a mediodía estaría tibia, pero en el frío del amanecer estaba casi fresca y la ayudaba a mantener los ojos abiertos. Mientras se lavaba la cara vio que volvía a tener sangre en los muslos, y también en la camisola desgarrada. Se asustó al ver tanto rojo.
«Sangre de la luna, no es más que la sangre de la luna. —Aunque no recordaba que hubiese sido nunca tan abundante—. ¿Será por culpa del agua?» Si era el agua, estaba condenada. Tenía que bebería, o moriría de sed.
—Camina —se ordenó—. Sigue el arroyo y te conducirá al Skahazadhan. Una vez allí, Daario te encontrará. —Pero necesitó todas sus fuerzas para ponerse en pie, y cuando lo consiguió, tan solo pudo quedarse parada, enfebrecida y sangrando. Levantó la mirada hacia el cielo azul y vacío, y miró al sol con los ojos entornados.
«Ya ha pasado media mañana», comprendió, consternada. Se obligó a dar un paso, y luego otro, y por fin volvió a caminar, siguiendo el pequeño arroyo.
El día era cada vez más caluroso, y el sol le caía a plomo en la cabeza y lo que le quedaba del cabello quemado. El agua le salpicaba los pies; estaba caminando por el arroyo. ¿Cuánto tiempo llevaba así? Le gustaba sentir el blando lodo marrón en los dedos: le aliviaba el dolor de las ampollas.
«La cuestión es seguir adelante, aunque sea por el cauce. El agua fluye cuesta abajo; el arroyo me llevará al río, y el río, a casa.»
Pero no sería así; sabía que no.
Meereen no era su hogar ni lo sería nunca. Era una ciudad de gentes extrañas, con dioses extraños y peinados más extraños todavía, de traficantes de esclavos envueltos en
tokars
con flecos, donde la gracia se alcanzaba a través de la prostitución, el asesinato era un arte, y el perro, un manjar. Meereen sería siempre la ciudad de la Arpía, y Daenerys no podía ser una arpía.
«Nunca —dijo la hierba, con la voz gruñona de Jorah Mormont—. Os lo advertí, alteza. Os dije que dejarais en paz esa ciudad; os dije que vuestra guerra estaba en Poniente.»
Pese a que la voz no era más que un susurro, Dany tuvo la sensación de que caminaba a su lado.
«Mi oso —pensó—, mi querido oso, que me amó y me traicionó.» Lo había echado mucho de menos; quería ver su feo rostro, rodearlo con los brazos y apretarse contra su pecho, pero sabía que, si se volvía, ser Jorah se habría marchado.
—Estoy soñando —dijo—. Sueño despierta, camino en sueños. Estoy sola y perdida.
«Perdida por haberos quedado donde no debíais estar —murmuró ser Jorah con una voz tan tenue como el viento—. Sola por haberme apartado de vuestro lado.»
—Me traicionaste; me espiabas por oro.
«Por mi hogar. Lo único que quería era regresar a mi hogar.»
—Y a mí. Me deseabas. —Dany lo había visto en sus ojos.
«Es cierto», susurró la hierba con voz triste.
—Me besaste, aunque no te di permiso. Me vendiste a mis enemigos, pero aquel beso fue de verdad.
«Os di buenos consejos. Os dije que reservarais vuestras lanzas y espadas para los Siete Reinos. Os dije que dejaseis Meereen para los meereenos y partieseis rumbo al oeste, pero no quisisteis escuchar.»
—Tenía que conquistar Meereen, o mis hijos se habrían muerto de hambre por el camino. —Dany aún veía el rastro de cadáveres que había dejado al cruzar el desierto rojo. No era un espectáculo que quisiera volver a presenciar—, Tenía que conquistar Meereen para dar de comer a mi pueblo.
«Y lo conseguisteis, pero os quedasteis allí», respondió él.
—Para ser reina.
«Ya sois reina —señaló su oso—. De Poniente.»
—Está muy lejos —protestó—. Estaba cansada, Jorah. Estaba harta de guerras. Quería descansar, reír, plantar árboles y verlos crecer. Solo soy una niña.
«No. Sois de la sangre del dragón. —El murmullo se iba haciendo más débil, como si ser Jorah estuviese quedándose atrás—. Los dragones no plantan árboles. Recordadlo. Recordad quién sois, para qué habéis nacido; recordad vuestro lema.»
—Sangre y fuego —les dijo Daenerys a los tallos que oscilaban.
Una piedra giró bajo su pie, y Dany se desplomó sobre una rodilla. Gritó de dolor, esperando contra toda esperanza que su oso la recogiese y la ayudase a levantar. Cuando giró la cabeza para buscarlo, no vio más que un reguero de agua marrón… y un ligero movimiento en la hierba.
«El viento —se dijo—, el viento agita los tallos y los hace oscilar…» Solo que no soplaba viento. El sol caía a plomo, y el mundo era todo silencio y calor. Por el aire pululaba una nube de mosquitos y sobre el arroyo, una libélula volaba de un lado a otro con rápidos movimientos. Y la hierba se movía sin motivo alguno.
Hurgó en el agua hasta encontrar una piedra del tamaño de su puño y la sacó del barro. Como arma no era gran cosa, pero era mejor que la mano vacía. Por el rabillo del ojo volvió a ver otro movimiento en la hierba, a la derecha. Los tallos se mecían y se inclinaban, como si estuviesen ante un rey, pero ningún rey se le apareció. Era un mundo verde y vacío. Era un mundo verde y silencioso. Era un mundo amarillento, moribundo.
«Tengo que incorporarme —se dijo—. Debo caminar. Debo seguir el arroyo.»
A través de la hierba le llegó un suave tintineo de plata.
«Campanillas —pensó, y sonrió al recordar a Khal Drogo, su sol y estrellas, y las campanillas que llevaba en la trenza—. Cuando el sol salga por el oeste y se ponga por el este, cuando los mares se sequen y las montañas se mezan como hojas al viento, cuando mi vientre vuelva a agitarse y dé a luz a un niño vivo, Khal Drogo volverá a mi lado.»