Danza de dragones (162 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Aún quedan seis. Más de la mitad de la flota.

—Habéis perdido los barcos. Todos. No regresará ningún hombre, lo he visto en mis fuegos.

—No sería la primera vez que vuestros fuegos mienten.

—He cometido errores, lo reconozco, pero…

—Una muchacha vestida de gris, a lomos de un caballo moribundo. Puñales en la oscuridad. Un príncipe prometido, nacido de humo y sal. Tengo la impresión de que no hacéis más que cometer errores, mi señora. ¿Dónde está Stannis? ¿Qué hay de Casaca de Matraca y las mujeres de las lanzas? ¿Dónde está mi hermana?

—Todas vuestras preguntas serán respondidas. Mirad al cielo, lord Nieve. Y cuando tengáis vuestras respuestas, venid a buscarme. Tenemos el invierno casi encima. Soy vuestra única esperanza.

—Una esperanza vana. —Jon dio media vuelta y la dejó allí.

En el exterior, Pieles merodeaba por el patio.

—Toregg ha vuelto —informó cuando vio a Jon—. Su padre ha asentado a su gente en el Escudo de Roble y regresará esta tarde con ochenta guerreros. ¿Qué ha dicho la reina barbuda?

—Su alteza no puede ayudarnos.

—Está muy ocupada arrancándose los pelos de la barbilla, ¿verdad? —Pieles escupió—. No importa. Nos bastará con nuestros hombres y los de Tormund.

«Quizá para llegar allí. —Lo que preocupaba a Jon Nieve era el viaje de vuelta, entorpecido por miles de hambrientos y enfermos del pueblo libre—. Un río humano más lento que un río de hielo. —Aquello los dejaba expuestos—. Cosas muertas en el bosque. Cosas muertas en el agua.»

—¿Con cuántos nos bastará? —preguntó a Pieles—. ¿Ciento? ¿Doscientos? ¿Quinientos? ¿Mil? —«¿Sería mejor llevar muchos o pocos?» Una expedición más reducida llegaría antes a Casa Austera, pero ¿de qué les valdrían las espadas sin comida? Madre Topo y su gente ya habían llegado al extremo de comerse a los muertos. Para darles de comer tendría que transportar carros y animales que tirasen de ellos: caballos, bueyes, perros… En lugar de cruzar el bosque volando, estarían condenados a arrastrarse—. Aún queda mucho por decidir. Que corra la voz. Quiero que todos los cabecillas estén en el salón del escudo cuando empiece la guardia del atardecer. Para entonces, Tormund debería haber regresado. ¿Dónde se ha metido Toregg?

—Con el monstruito, supongo. Tengo entendido que se ha encariñado con una nodriza.

«Se ha encariñado con Val. Su hermana era reina, ¿por qué no va a serlo ella? —En cierta ocasión, antes de que Mance lo derrotara, Tormund había intentado convertirse en Rey-más-allá-del-Muro. Toregg el Alto bien podría tener el mismo sueño—. Mejor él que Gerrick Sangrerreal.»

—No los molestes, hablaré con Toregg más tarde. —Miró por encima de la Torre del Rey. El Muro lucía un blanco apagado, y el cielo, sobre él, estaba aún más blanco. «Cielo de nieve»—. Limítate a rezar para que no nos caiga otra tormenta.

Mully y el Pulga estaban de guardia en el exterior de la armería, temblando de frío.

—¿No estaríais mejor dentro, a cobijo del viento? —preguntó Jon.

—Sería muy de agradecer, mi señor —respondió Fulk el Pulga—, pero al parecer, vuestro huargo no quiere compañía.

—Ha intentado morderme —corroboró Mully.

—¿Fantasma? —preguntó Jon sorprendido.

—A no ser que su señoría tenga otro lobo blanco, sí. Nunca lo había visto así. Está hecho una furia.

No le faltaba razón, tal como descubrió Jon en cuanto cruzó la puerta. El gran huargo blanco era incapaz de estarse quieto. Iba constantemente de un extremo a otro de la armería, pasando cada vez junto a la forja.

—Tranquilo, Fantasma. Tranquilo. Siéntate, Fantasma. ¡Quieto! —El lobo incluso se erizó y enseñó los dientes cuando intentó tocarlo. «Es ese maldito jabalí. Percibe su hedor desde aquí.»

El cuervo de Mormont también parecía inquieto.

—Nieve. —No paraba de chillar lo mismo—. Nieve, nieve, nieve. —Jon lo apartó de un manotazo, y tras pedir a Seda que encendiese la chimenea, lo envió a buscar a Bowen Marsh y Othell Yarwyck.

—Trae también una frasca de vino especiado.

—¿Con tres copas, mi señor?

—Que sean seis. A Mully y al Pulga les sentará bien algo caliente, y a ti también.

Cuando Seda se fue, Jon tomó asiento y volvió a examinar los mapas del norte del Muro. El camino más rápido hasta Casa Austera transcurría por la costa… desde Guardiaoriente. Junto al mar, el bosque era más ralo y había sobre todo llanuras, colinas bajas y marismas. Cuando llegaban las tormentas de otoño con sus aullidos, en la costa caían más aguanieve, granizo y lluvia helada que nieve.

«Los gigantes están en Guardiaoriente, y Pieles dice que algunos nos ayudarán. —El trayecto desde el Castillo Negro era más tortuoso, ya que atravesaba el corazón del bosque Encantado—, Si la nieve alcanza tanta altura en el Muro, ¿hasta qué punto estará peor ahí arriba?»

Marsh entró entre resoplidos; Yarwyck, con gesto austero.

—Otra tormenta —anunció el capitán de constructores—. ¿Cómo se puede trabajar así? Necesito más hombres.

—Usa al pueblo libre —respondió Jon.

—Esos dan más problemas que otra cosa. —Yarwyck negó con la cabeza—. Son descuidados, negligentes, perezosos… Cierto es que alguno que otro es buen trabajador, pero es casi imposible encontrar un albañil, y no hay herreros. Serán fuertes, pero no saben seguir instrucciones. Y tenemos que convertir todas esas ruinas en fortalezas. No hay manera, mi señor, de verdad. No es posible.

—Lo será —dijo Jon—, o vivirán entre ruinas.

Un señor tenía que rodearse de hombres a los que pedir consejo. Ni Marsh ni Yarwyck tenían nada de lameculos, lo cual estaba bien… Pero rara vez servían de ayuda. Jon se había dado cuenta de que, últimamente, sabía qué iban a decir antes de preguntarles.

Sobre todo en cualquier asunto relativo al pueblo libre, donde su desaprobación era evidente. Cuando Jon instaló a Soren Rompescudos en Puertapiedra, Yarwyck se quejó de que el lugar estaba demasiado aislado. ¿Cómo iban a saber qué se traía Soren entre manos en aquellas colinas lejanas? Cuando asignó el Escudo de Roble a Tormund Matagigantes, y Puerta de la Reina a Moma Máscara Blanca, Marsh señaló que el Castillo Negro tendría enemigos a ambos lados, o bien podrían aislarlos del resto del Muro. En cuanto a Borroq, Othell Yarwyck proclamaba que, al norte de Puertapiedra el bosque estaba lleno de jabalíes, y ¿cómo evitar que el cambiapieles se hiciera con su propio ejército de cerdos salvajes?

Colina Escarcha y Puertahelada aún estaban sin guarnecer, así que Jon les había pedido opinión sobre los jefes salvajes y señores de la guerra más apropiados para asentarse allí.

—Tenemos a Brogg, a Gavin el Mercader, al Gran Morsa… Howd el Trotamundos va por libre, dice Tormund, pero nos quedan Harle el Cazador, Harle el Bello, Doss el Ciego… Ygon Oldfather está al mando de un grupo, pero casi todos sus miembros son hijos y nietos suyos. Tiene dieciocho esposas, la mitad de ellas robadas en los saqueos. ¿Cuáles de estos…?

—Ninguno —interrumpió Bowen Marsh—. Los conozco a todos por sus hazañas. Lo que tendríamos que hacer es ahorcarlos, no darles nuestros castillos.

—Sí —convino Othell Yarwyck—. Nos pedís que elijamos entre lo malo y lo peor. Es como si mi señor nos pusiese delante una manada de lobos y nos preguntase cuál nos gustaría que nos desgarrase la garganta.

Con Casa Austera pasó lo mismo. Seda servía vino mientras Jon relataba su audiencia con la reina. Marsh escuchaba con atención, sin fijarse siquiera en el vino especiado, mientras que Yarwyck bebía una copa tras otra. Pero Jon no había terminado de hablar cuando lo interrumpió el lord mayordomo.

—Su alteza es sabia. Que se mueran.

Jon se apoyó en el respaldo.

—¿Ese es el único consejo que puedes darme? Tormund viene con ochenta hombres. ¿A cuántos enviamos? ¿Deberíamos recurrir a los gigantes? ¿A las mujeres de las lanzas de Túmulo Largo? Puede que la gente de Madre Topo se tranquilice si llevamos mujeres.

—Pues enviad mujeres. Enviad gigantes. Enviad niños de pecho. ¿Eso es lo que quiere oír mi señor? —Bowen Marsh se frotó la cicatriz que se había ganado en el Puente de los Cráneos—, Enviadlos a todos. Cuantos más perdamos, menos bocas tendremos que alimentar.

Yarwyck no fue de mucha más ayuda.

—Si hay que socorrer a los salvajes de Casa Austera, que se encarguen los salvajes que tenemos aquí. Tormund conoce el camino y, a juzgar por lo que dice, es capaz de salvarlos a todos con su enorme miembro.

«Esto ha sido inútil —pensó Jon—. Inútil, infructuoso, absurdo.»

—Gracias por vuestros consejos, mis señores.

Seda los ayudó a ponerse las capas. Al pasar por la armería, Fantasma los olisqueó, con la cola levantada y el pelo erizado.

«Mis hermanos.»

La Guardia de la Noche necesitaba el mando de hombres con la sabiduría del maestre Aemon, la capacidad de aprendizaje de Samwell Tarly, el valor de Qhorin Mediamano, la fuerza perseverante del Viejo Oso y la empatía de Donal Noye. Pero solo los tenía a ellos.

Fuera, la nieve caía con fuerza.

—El viento sopla del sur —observó Yarwyck— y empuja la nieve contra el Muro. ¿Lo veis?

Tenía razón. Jon se fijó en que la escalera zigzagueante estaba enterrada casi hasta el primer descansillo, y las puertas de madera de las celdas de hielo y los almacenes habían desaparecido tras un muro blanco.

—¿Cuántos hombres tenemos en las celdas? —preguntó a Bowen Marsh.

—Cuatro vivos y dos muertos.

«Los cadáveres.» Casi se había olvidado de ellos. Había albergado la esperanza de averiguar algo gracias a los cadáveres con los que habían vuelto del bosque de arcianos, pero los muertos se habían obcecado en seguir muertos.

—Tenemos que despejar las puertas.

—Bastará con diez mayordomos y diez palas —dijo Marsh.

—Llévate también a Wun Wun.

—Como ordenéis.

Los diez mayordomos y el gigante tardaron poco en allanar los ventisqueros, pero Jon siguió sin estar satisfecho cuando las puertas quedaron despejadas.

—Por la mañana, esas celdas estarán enterradas otra vez. Más nos vale cambiar de sitio a los prisioneros antes de que se asfixien.

—¿También a Karstark, mi señor? —preguntó Fulk el Pulga—. ¿No podemos dejar a ese temblando de frío hasta la primavera?

—Ojalá. —A Cregan Karstark le había dado por aullar de noche y lanzar heces congeladas a cualquiera que se acercase a llevarle comida, por lo que los guardas no le tenían mucho cariño—. Llevadlo al sótano de la Torre del Lord Comandante. —Aunque estaba parcialmente derruido, en el antiguo asentamiento del Viejo Oso haría más calor que en las celdas de hielo. Los sótanos estaban prácticamente intactos.

En cuanto los guardias cruzaron la puerta, Cregan se puso a darles patadas, y cuando trataron de agarrarlo, se revolvió, los empujó e incluso intentó morderlos. Pero el frío lo había debilitado, y los hombres de Jon eran más corpulentos, jóvenes y fuertes. Lo sacaron al exterior sin que dejara de debatirse, y lo arrastraron por la nieve hasta su nueva casa.

—¿Qué desea el lord comandante que hagamos con los cadáveres? —preguntó Marsh cuando ya se habían llevado a los vivos.

—Dejadlos aquí. —Si la tormenta los enterraba, estupendo. Al final tendría que quemarlos, pero por el momento estaban encadenados con grilletes de hierro dentro de las celdas. Entre eso y que estaban muertos, deberían ser inofensivos.

Tormund Matagigantes eligió muy bien el momento de su llegada: apareció con sus guerreros, montando un estruendo, cuando ya habían terminado de cavar. Solo se presentaron cincuenta, no los ochenta que Toregg había prometido a Pieles, pero por algo llamaban a Tormund el Gran Hablador. El salvaje llegó con el rostro congestionado, pidiendo a gritos un cuerno de cerveza y algo caliente para comer. Tenía hielo en la barba y escarcha en el bigote.

A Puño de Trueno ya le habían dado las noticias sobre Gerrick Sangrerreal y su nuevo cargo.

—¿Rey de los salvajes? —dijo entre carcajadas—. ¡Ja! Más bien, rey de mi culo peludo.

—Tiene un aire majestuoso —dijo Jon.

—Lo que tiene es una polla roja y pequeña, a juego con el pelo. Raymun Barbarroja y sus hijos murieron en Lago Largo, gracias a tus malditos Stark y al Gigante Borracho, pero su hermano pequeño sigue vivo. ¿Te has preguntado alguna vez por qué lo llaman Cuervo Rojo? —La boca de Tormund formó una sonrisa desdentada—. Fue el primero en abandonar la batalla. Años después, compusieron una canción sobre aquello, y el bardo necesitaba algo que rimara con
protervo.
—Se limpió la nariz—. Si los caballeros de tu reina quieren a esas chicas, que se las queden.

—Chicas —graznó el cuervo de Mormont—. Chicas, chicas.

Aquello hizo reír de nuevo a Tormund.

—Eso es un pájaro con sentido común. ¿Cuánto pides por él, Nieve? Yo te he entregado a un hijo; lo mínimo que podrías hacer es darme ese pajarraco.

—Te lo daría si no supiera que te lo ibas a comer.

Aquello también lo hizo reír.

—Comer —dijo el cuervo en tono siniestro, batiendo las alas negras—. ¿Maíz? ¿Maíz?

—Tenemos que hablar de la expedición —dijo Jon—. Quiero que en el salón del escudo hablemos con una sola voz; debemos… —Se interrumpió cuando Mully asomó la nariz, con gesto sombrío, para anunciar que había llegado Clydas con una carta.

—Que te la entregue; la leeré más tarde.

—Como queráis, mi señor, pero… Clydas no parece el mismo… Está más blanco que rosa, no sé si me explico. Está temblando.

—Alas negras, palabras negras —murmuró Tormund—. ¿No es eso lo que decís los arrodillados?

—También decimos: «A la fiebre y al catarro, de aguardiente un buen jarro», y «Con un dorniense no bebas cuando la luna se eleva». Decimos un montón de cosas.

Mully aportó sus dos granitos de arena.

—Mi anciana abuela solía decir: «Los amigos de verano se derriten como la nieve de verano, pero los amigos de invierno son para siempre».

—Ya basta de sabiduría popular por hoy —dijo Jon Nieve—. Haz pasar a Clydas.

Mully no había exagerado: el viejo mayordomo estaba temblando y tenía el rostro blanco como la nieve del exterior.

—Puede que sean cosas mías, lord comandante, pero… esta carta me da mala espina. Mirad.

La única palabra escrita en el pergamino era «Bastardo». No
lord Nieve,
ni
Jon Nieve,
ni
lord comandante.
Solo «Bastardo». Y estaba sellado con lacre rosa.

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