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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (144 page)

BOOK: Danza de dragones
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—Necesito que me ayudéis a robar un dragón.

Daggo Matamuertos soltó una risita; los labios de Meris la Bella se torcieron hasta casi formar una sonrisa; Denzo D’han silbó. El Príncipe Desharrapado se limitó a reclinarse en la silla.

—Con el doble no basta para pagar dragones, principito. Eso lo saben hasta las ranas. Los dragones son caros, y un hombre que paga con promesas debería, al menos, tener el sentido común de prometer más.

—Si lo que queréis es el triple…

—Lo que quiero —dijo el Príncipe Desharrapado— es Pentos.

El grifo redivivo

Envió por delante a los arqueros.

Balaq el Negro tenía el mando de mil hombres armados con arcos. De joven, Jon Connington sentía hacia los arqueros el mismo desdén que la mayoría de los caballeros, pero el exilio le había enseñado mucho. A su manera, la flecha era tan mortífera como la espada, así que le había insistido a Harry Strickland Sintierra para que dividiera la compañía de Balaq en diez centurias y enviara una en cada barco para el largo viaje.

Seis de aquellos barcos habían conseguido permanecer juntos lo suficiente para descargar a sus pasajeros en las costas del cabo de la Ira. Los volantinos les aseguraban que los otros cuatro se habían retrasado y no tardarían en llegar, pero Grif pensaba que también podían haberse hundido, o haber tomado tierra en otro lugar. De momento, la compañía contaba con seiscientos arcos. Para aquello, le habría bastado con doscientos.

—Seguro que intentan mandar cuervos —dijo a Balaq el Negro—. Esta es la torre del maestre. —La señaló en el mapa que había dibujado en el barro del campamento—. Hay que vigilarla y abatir cualquier pájaro que salga del castillo.

—Se hará —replicó el isleño del verano.

Un tercio de los hombres de Balaq usaba ballestas; otro tercio, los arcos de doble curva, de cuerno y tendón, típicos de oriente. Pero los mejores eran los arcos largos de tejo que preferían los arqueros de sangre ponienti, y entre ellos, los más codiciados eran los grandes arcos de aurocorazón que usaban Balaq y sus cincuenta isleños del verano. Las únicas flechas que llegaban más lejos que las de un arco de aurocorazón eran las de un arco de huesodragón. Pero independientemente de su arma, todos los arqueros de Balaq eran veteranos con ojos de águila que ya habían demostrado su valía en un centenar de batallas, ataques y escaramuzas. Volvieron a demostrarla en el Nido del Grifo.

El castillo se alzaba en el cabo de la Ira, un grupo de riscos elevados de piedra rojiza rodeados por tres lados por las aguas agitadas de la bahía de los Naufragios. En la única vía de acceso había una torre de entrada, frente a la cual se encontraba el risco alargado y yermo que los Connington llamaban el Gaznate del Grifo. Si se arriesgaban a pasar por allí, correría sangre, porque el puente natural estaba expuesto a los ataques de las lanzas, piedras y flechas de los defensores situados en las dos torres redondas que flanqueaban en la entrada principal del castillo. Y cuando llegaran a aquellas puertas, les echarían aceite hirviendo desde dentro. Grif daba por hecho que perderían un centenar de hombres, tal vez más.

Perdieron cuatro.

Se había permitido que el bosque engullera los prados que llegaban a la torre de entrada, de modo que a Franklyn Flores le bastó con camuflarse en la maleza para presentarse con sus hombres a veinte pasos de las puertas, antes de salir de entre los árboles con el ariete que habían preparado en el campamento. El crujido de la madera contra la madera hizo que dos hombres se asomaran a las almenas; los arqueros de Balaq el Negro los derribaron antes de que tuvieran tiempo de frotarse los ojos somnolientos. Resultó que la puerta estaba cerrada, pero no atrancada, y cedió al segundo golpe, de manera que los hombres de ser Franklyn ya habían recorrido medio gaznate antes de que el cuerno de guerra diera la señal de alarma en el castillo.

El primer cuervo salió de la torre cuando los arpeos ya pasaban sobre el muro exterior, seguido por el segundo momentos más tarde. Ningún pájaro llegó a volar cien pasos antes de que lo abatieran las flechas. Un guardia volcó un cubo de aceite sobre los primeros hombres que llegaron ante las puertas, pero como no había tenido tiempo de calentarlo, el recipiente causó más daño que el contenido. Pronto se oyó la canción de las espadas en media docena de lugares a lo largo de las almenas. Los hombres de la Compañía Dorada se encaramaron a los adarves al grito de «¡Un grifo! ¡Un grifo!», el grito de batalla ancestral de la casa Connington, lo que sin duda confundió aún más a los defensores.

Todo terminó en cuestión de minutos. Grif recorrió el Gaznate a lomos de un corcel blanco, al lado de Harry Strickland Sintierra. Cuando se aproximaba, un tercer cuervo salió volando de la torre del maestre, pero lo abatió Balaq el Negro en persona.

—Ni un mensaje más —dijo a Franklyn Flores en el patio.

Lo siguiente en salir volando por la ventana de la torre fue el maestre, que agitaba tanto los brazos que casi parecía un pájaro más.

Aquello puso fin a cualquier resistencia, y los guardias que quedaban depusieron las armas. De esa manera, Jon Connington recuperó el Nido del Grifo y volvió a ser su señor.

—Ser Franklyn —ordenó—, id al torreón principal y a las cocinas, y que salga todo el mundo. Malo, lo mismo con la torre del maestre y la armería. Ser Brendel, los establos, el septo y los barracones. Quiero que todos salgan al patio y que no haya ninguna matanza. No olvidéis mirar bajo el altar de la Madre; hay una escalera oculta que lleva a un refugio secreto. Hay otra bajo la torre noroeste; esa baja hasta el mar. ¡Que no escape nadie!

—Nadie escapará, mi señor —prometió Franklyn Flores.

Connington esperó a que se alejaran y llamó al Mediomaestre.

—Haldon, hazte cargo de los pájaros. Esta noche tendré que enviar mensajes.

—Espero que nos hayan dejado algún cuervo.

Hasta Harry Sintierra se había quedado impresionado por la rapidez de su victoria.

—No esperaba que fuera tan fácil —comentó el capitán general mientras entraban en el salón principal para ver el Trono del Grifo, de madera tallada chapada de oro, donde se habían sentado y habían gobernado cincuenta generaciones de la familia Connington.

—Ya vendrá lo difícil. Por ahora hemos ido cogiéndolos por sorpresa, pero eso se acabará más tarde o más temprano, aunque Balaq el Negro acabe con el último cuervo del reino.

Strickland examinó los tapices descoloridos de las paredes, las ventanas de medio punto con sus vidrieras de miles de rombos rojos y blancos, y las astilleras de lanzas, espadas y martillos de guerra.

—Pues que vengan. Podemos defender este lugar contra un ejército que supere veinte veces en número al nuestro; solo hacen falta suficientes provisiones. También dijisteis que se podía entrar y salir por mar, ¿verdad?

—Sí, hay una cala oculta bajo el risco, que aparece con la marea baja. —Pero Connington no tenía la menor intención de dejar «que vengan». El Nido del Grifo era fuerte, pero pequeño, y mientras estuvieran allí, ellos también parecerían pequeños. Cerca había otro castillo mucho más grande e inexpugnable. «Si lo tomamos, el reino se tambaleará»—. Disculpadme un momento, capitán general. Mi señor padre está enterrado bajo el septo, y hace ya demasiados años que no rezo por él.

—Por supuesto, mi señor.

Pero, cuando se separaron, Jon Connington no fue al septo, sino que se encaminó hacia el tejado de la torre este, la más alta del Nido del Grifo. Mientras subía, recordó las veces que había realizado aquel ascenso, un centenar con su señor padre, que gustaba de contemplar desde allí el bosque, los riscos y el mar, sabiendo que todo lo que veía pertenecía a la casa Connington; y una vez, una tan solo, con el príncipe Rhaegar Targaryen, cuando volvía de Dorne y se alojó allí, junto con su escolta, durante quince días.

«Qué joven era entonces, y yo era más joven aún. Unos críos, los dos. —En el banquete de bienvenida, el príncipe tocó para ellos con su arpa de cuerdas de plata—. Una canción de amor desdichado —recordó Jon Connington—. Cuando acabó, no había en la sala una mujer con los ojos secos.» Los hombres, en cambio, no lloraron, y menos su padre, que solo sentía amor por las tierras. Lord Armond Connington se pasó toda la velada tratando de atraer al príncipe a su bando en la disputa que mantenía con lord Morrigen.

La puerta que daba al tejado de la torre estaba tan atascada que era obvio que no se había abierto en muchos años. Tuvo que apoyar el hombro y empujar con todas sus fuerzas para hacerla ceder, pero cuando finalmente consiguió salir a las almenas, el paisaje era tan embriagador como recordaba: el risco, con sus rocas esculpidas por el viento; el mar, que rompía rugiente contra la base del castillo, como una bestia incansable; leguas y leguas de cielo y nubes; el bosque, con sus colores otoñales.

—Las tierras de tu padre son hermosas —había dicho el príncipe Rhaegar allí, en el mismo lugar donde se encontraba Jon Connington en aquel momento.

—Algún día serán mías —respondió el niño que había sido.

«Como si con eso fuera a impresionar a un príncipe, al heredero de todo el Reino, desde el Rejo hasta el Muro.»

El Nido del Grifo le perteneció, pero tan solo unos pocos años. Desde aquel lugar, Jon Connington había gobernado sobre tierras que se extendían a lo largo de leguas y leguas hacia el oeste, el norte y el sur, igual que su padre y el padre de su padre. Pero ni su padre ni el padre de su padre habían perdido jamás sus dominios, y él sí.

«Subí demasiado, amé con demasiada pasión, fui demasiado osado. Intenté alcanzar una estrella, no llegué y caí.»

Tras la batalla de las Campanas, cuando Aerys Targaryen, en un demencial ataque de ingratitud y desconfianza, lo desposeyó de todos sus títulos y lo mandó al exilio, las tierras y el señorío permanecieron en manos de la familia Connington y pasaron a su primo ser Ronald, a quien Jon había nombrado castellano cuando se marchó a Desembarco del Rey para acompañar al príncipe Rhaegar. Más tarde, tras la guerra, Robert Baratheon había terminado de destruir a los grifos. A su primo Ronald se le permitió conservar el castillo y la cabeza, pero no el señorío, y desde entonces no era más que el caballero del Nido del Grifo; también le arrebataron nueve décimas partes de sus tierras para distribuirlas entre los señores vecinos que habían apoyado a Robert.

Ronald Connington había muerto años atrás, y el actual caballero del Nido del Grifo, su hijo Ronnet, había partido a la guerra en las tierras de los ríos, según se decía. Mejor que mejor. Jon Connington sabía que la gente luchaba por aquello que creía suyo, aunque lo hubiera obtenido mediante el robo, y lo último que deseaba era celebrar su regreso matando a la sangre de su sangre. El padre de Ronnet el Rojo se había apresurado a aprovecharse de la caída en desgracia de su señor primo, pero por aquel entonces, Ronnet no era más que un niño. Jon Connington ya ni siquiera detestaba al difunto ser Ronald tanto como antaño. Al fin y al cabo, él había tenido la culpa. Él era quien lo había perdido todo en Septo de Piedra, por su arrogancia.

Jon Connington sabía que Robert Baratheon, solo y herido, se escondía en la ciudad, y sabía también que la cabeza de Robert en la punta de una lanza habría zanjado la rebelión de inmediato. Era joven y altanero, ¿cómo no iba a serlo? El rey Aerys lo había nombrado mano y había puesto un ejército a sus órdenes, y él estaba decidido a demostrar que era digno de aquella confianza y del afecto de Rhaegar. Él en persona mataría al rebelde, y todas las historias de los Siete Reinos hablarían de él.

De modo que avanzó hacia Septo de Piedra, cercó la ciudad y ordenó un registro. Sus caballeros fueron casa por casa, derribaron todas las puertas, registraron todas las bodegas e incluso recorrieron a gatas las cloacas, pero Robert los eludió. Los habitantes lo apoyaban y lo pasaban de un escondrijo a otro, siempre un paso por delante de los hombres del rey. La ciudad entera era un nido de traidores. Al final, el usurpador acabó escondido en un burdel. ¿Qué rey se escondería tras faldas de mujeres? Pero mientras proseguía la búsqueda, Eddard Stark y Hoster Tully llegaron a Septo de Piedra con un ejército rebelde. Luego llegaron las campanas y la batalla, y Robert salió del burdel con una espada en la mano y estuvo a punto de matar a Jon en los peldaños del antiguo septo que daba nombre a la ciudad.

Después de aquello, Jon Connington se dijo durante muchos años que no había sido culpa suya, que había hecho todo lo humanamente posible. Registró cada agujero de cada choza, ofreció indultos y recompensas, colgó a rehenes en jaulas y juró que no les daría comida ni bebida hasta que le entregaran a Robert. No sirvió de nada.

—Ni Tywin Lannister en persona habría podido hacer más —le insistió una noche a Corazón Negro durante su primer año de exilio.

—En eso te equivocas —replicó Myles Toyne—. Lord Tywin no se habría molestado en buscar a Robert. Habría quemado la ciudad con todo el mundo dentro: hombres, niños, bebés, nobles, santos septones, cerdos, putas, ratas y rebeldes. No habría dejado a uno con vida. Luego, cuando el fuego se hubiera apagado y solo quedaran cenizas y brasas, habría mandado a sus hombres a buscar los huesos de Robert Baratheon. Y al final, cuando hubieran llegado Stark y Tully, les habría ofrecido el indulto real y los dos lo habrían aceptado para luego volver a casa con el rabo entre las piernas.

«Estaba en lo cierto —reflexionó Jon Connington, apoyado en las almenas de sus antepasados—. Yo quería la gloria de matar a Robert en combate singular, y no que se me recordara como a un carnicero. Y por eso, Robert se me escapó y detuvo a Rhaegar en el Tridente.»

—Le fallé al padre, pero no fallaré al hijo —murmuró.

Cuando Connington volvió abajo, sus hombres ya habían agrupado en el patio a la guarnición del castillo y a los aldeanos supervivientes. Era cierto que ser Ronnet había partido al norte con Jaime Lannister, pero aún quedaban grifos en el Nido: entre los prisioneros estaban Raymund, el hermano pequeño de Ronnet; su hermana Alynne, y Ronald Tormenta, su hijo bastardo, un muchacho de pelo rojo como las llamas; todos ellos rehenes muy útiles si Ronnet el Rojo volvía y trataba de recuperar el castillo que había robado su padre. Connington ordenó que los confinaran en la torre oeste y apostaran guardias en la puerta. Al oírlo, la chica se echó a llorar, y el bastardo intentó morder al lancero que tenía más cerca.

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