Su escolta también estaba esperándolo. A Jon no le había gustado nunca estar rodeado de guardias pero, aquel día, tener cerca a un buen puñado de hombres parecía lo más sensato. Formaban una estampa lúgubre, todos con cota de malla, casco de hierro y capa negra, y llevaban lanzas altas en las manos y espadas, y puñales en los cinturones. Para la ocasión, Jon desestimó a los reclutas y ancianos que tenía a su cargo y escogió a ocho hombres en la flor de la vida: Ty, Mully, Lew el Zurdo, el Gran Liddle, Rory, Fulk el Pulga, Garrett Lanzaverde y Pieles, el nuevo maestro de armas del Castillo Negro, para mostrar al pueblo libre que incluso un Hombre que había luchado por Mance bajo el Muro podía optar a un puesto de honor en la Guardia de la Noche.
Cuando se reunieron junto a la puerta, un fulgor rojo intenso iluminaba ya el este.
«Se están apagando las estrellas», pensó. Cuando reaparecieran brillarían sobre un mundo cambiado para siempre. Unos cuantos hombres de la reina observaban junto a las ascuas de los fuegos nocturnos de Melisandre. Cuando Jon miró hacia la Torre del Rey divisó de reojo un destello rojo tras una ventana. De la reina Selyse no vio ni rastro.
Había llegado el momento.
—Abrid la puerta —dijo Jon Nieve con voz queda.
—¡Abrid la puerta! —gritó el Gran Liddle. Su voz era como un trueno. Doscientas cincuenta varas más arriba, los centinelas lo oyeron y se llevaron el cuerno de guerra a la boca. El sonido retumbó por todo el Muro y a lo largo del mundo.
Aaauuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu…
Un toque largo. Durante más de mil años, aquel sonido había indicado que los exploradores volvían a casa. Aquel día adquirió un nuevo significado. Aquel día convocaba a los salvajes a su nuevo hogar.
A ambos lados del largo túnel, las puertas se abrieron y las barras de hierro se levantaron. La luz del amanecer brillaba sobre el hielo del Muro y despedía destellos rosados, dorados y violeta. A Edd el Penas no le faltaba razón: el Muro lloraría pronto.
«Quieran los dioses que sea el único que llore.»
Seda los guio bajo el hielo con un farol de hierro para iluminar el camino que atravesaba el túnel. Jon lo siguió a pie, con el caballo de la brida. Tras ellos iba la guardia, y más atrás, Bowen Marsh y veinte mayordomos, cada uno con una tarea asignada. Mucho más arriba, Ulmer del Bosque Real había quedado al mando del Muro. Lo acompañaban los cuarenta mejores arqueros del Castillo Negro, listos para responder ante cualquier problema que surgiera abajo con un diluvio de flechas.
Al norte del Muro esperaba Tormund Matagigantes a lomos de una pequeña montura que apenas podía soportar su peso. Junto a él estaban Toregg el Alto y el joven Dryn, los dos hijos que le quedaban, además de sesenta guerreros.
—¡Ja! —exclamó Tormund—. ¿Son guardias lo que veo? ¿Qué ha sido de la confianza, cuervo?
—Tú has traído más hombres que yo.
—Es cierto. Ven aquí, muchacho. Quiero que te vea mi pueblo. Aquí hay miles de personas que no han visto nunca a un lord comandante; hombres hechos y derechos a los que decían de niños que tus exploradores se los comerían si se portaban mal. Necesitan ver cómo eres en realidad: un muchacho de cara larga con una capa negra y vieja. Necesitan saber que no tienen nada que temer de la Guardia de la Noche.
«Preferiría que no lo supieran.» Jon se quitó el guante de la mano quemada, se llevó dos dedos a la boca y silbó. Fantasma llegó corriendo desde la puerta. El caballo de Tormund respingó tanto que estuvo a punto de derribarlo.
—¿Nada que temer? Fantasma, quieto.
—Eres un bastardo de corazón podrido, lord Cuervo. —Tormund, el Soplador del Cuerno, se llevó el cuerno de guerra a los labios. El sonido retumbó por el hielo como un trueno, y el pueblo libre empezó a avanzar hacia la puerta.
Desde el amanecer hasta que cayó el sol, Jon los observó pasar.
Los primeros fueron los rehenes: cien muchachos de entre ocho y dieciséis años.
—Tu precio de sangre, lord Cuervo —declaró Tormund—. Espero que el llanto de sus pobres madres no te provoque pesadillas. —Algunos chicos llegaron a la puerta de la mano de sus padres; otros, con sus hermanos mayores. Muchos caminaban solos. Los chicos de quince y dieciséis años eran casi adultos y no querían que los vieran colgados de las faldas de una mujer.
Dos mayordomos se encargaron de contar a los chicos según pasaban y apuntar todos los nombres en pergaminos de piel de oveja. Un tercero recogió sus objetos de valor como peaje y también los enumeró. Los jóvenes se dirigían a un lugar donde no habían estado nunca, para servir a una orden que había sido enemiga de su pueblo durante miles de años, pero aun así, Jon no vio lágrimas ni oyó los lamentos de ninguna madre.
«Es la gente del invierno —recordó—. En el lugar del que vienen, las lágrimas se congelan en las mejillas.» Ni un solo rehén retrocedió ni intentó huir cuando le llegó el turno de pasar por el túnel sombrío.
Casi todos estaban delgados y algunos hasta demacrados, con piernas flacas y brazos finos como ramitas. Jon no esperaba otra cosa. Por lo demás, eran de mil formas, tamaños y colores: vio a chicos altos y bajos, castaños, morenos, rubios como la miel, rubios color fresa y pelirrojos besados por el fuego, como Ygritte. Vio a chicos con cicatrices, chicos cojos y chicos con marcas de viruelas. Muchos de los mayores tenían vello en las mejillas o bigotes ralos, aunque uno lucía una barba tan frondosa como la de Tormund. Algunos vestían pieles suaves y de buena calidad, y otros, cuero endurecido y piezas de armadura; muchos llevaban lana y piel de foca, y unos cuantos iban en harapos. Ninguno estaba desnudo. Los había que portaban armas: lanzas afiladas, mazos de cabeza de piedra, cuchillos de hueso, piedra o vidriagón, garrotes con pinchos y redes, e incluso vio alguna vieja espada roída por el óxido aquí y allá. Los pies de cuerno caminaban por la nieve despreocupados y descalzos. Otros llevaban zarpas de oso y pisaban los ventisqueros sin hundirse. Seis llegaron a lomos de caballos, y dos, a lomos de mulas. Dos hermanos aparecieron con una cabra. El rehén más corpulento medía dos varas y media, aunque tenía cara de niño; y el menor era un chico menudo que afirmó tener nueve años aunque no aparentaba más de seis.
Los hijos de hombres de prestigio fueron de especial interés. Tormund se ocupó de señalarlos según pasaban.
—Ese de ahí es el hijo de Soren Rompescudos —dijo de un joven alto—. Aquel pelirrojo es el de Gerrick Sangrerreal. Afirma descender del linaje de Raymun Barbarroja, pero en realidad es descendiente de su hermano pequeño. —Había dos muchachos que se asemejaban lo bastante como para ser gemelos, pero Tormund insistió en que eran primos, nacidos con un año de diferencia—. A uno lo crió Harle el Cazador, y al otro, Harle el Bello, pero son hijos de la misma mujer. Sus padres se odian, así que yo en tu lugar mandaría uno a Guardiaoriente y el otro a la Torre Sombría.
Presentó a otros rehenes como hijos de Howd el Trotamundos, Brogg, Devyn Desollafocas, Kyleg de la Oreja de Madera, Moma Máscara Blanca, el Gran Morsa…
—¿El Gran Morsa? ¿De veras?
—En la Costa Helada tienen nombres muy raros.
Tres rehenes eran hijos de Alfyn Matacuervos, un infame saqueador abatido por Qhorin Mediamano, o eso decía Tormund.
—No parecen hermanos —observó Jon.
—Son de madres distintas. Alfyn la tenía muy pequeña, más que tú, pero nunca dudó a la hora de meterla donde fuera. Ese tenía un hijo en cada aldea. —Luego apareció un chico escuálido con cara de rata—. Ese es cachorro de Varamyr Seispieles. ¿Recuerdas a Varamyr, lord Cuervo?
—El cambiapieles. —Jon se acordaba perfectamente.
—Sí, cambiapieles, hijoputa y cruel. Es probable que haya muerto. Nadie ha vuelto a verlo desde la batalla.
Dos chicos eran en realidad chicas disfrazadas. En cuanto las vio, Jon pidió a Rory y al Gran Liddle que las llevasen ante él. Una acudió mansamente, y la otra, dando mordiscos y patadas.
«Esto puede acabar mal.»
—¿También tienen padres famosos?
—¿Estas criaturas escuálidas? No creo, estarán escogidas a suerte.
—Son chicas.
—¿Sí? —Tormund las miró desde la silla con los ojos entornados—. Lord Cuervo y yo hemos hecho una apuesta para ver cuál de los dos tiene el miembro más grande. Bajaos los calzones y dejadnos echar un ojo.
Una chica se puso roja; la otra lo miró desafiante.
—Déjanos en paz, Tormund Matapestes.
—¡Ja! Tú ganas, cuervo. Entre las dos no juntan una polla, pero la pequeña tiene un buen par de huevos. Una mujer de las lanzas en potencia. —Llamó a sus hombres—. Traedles ropa de mujer antes de que lord Nieve se mee en los calzones.
—Faltan dos chicos que las reemplacen.
—¿Por qué? Un rehén es un rehén. Esa espada enorme que llevas puede cortar tanto la cabeza de una chica como la de un chico. Los padres también quieren a sus hijas. Bueno, la mayoría de los padres.
«No me preocupan sus padres.»
—¿Alguna vez oíste a Mance cantar la historia de Danny Flint el Valiente?
—No, que yo recuerde. ¿Quién era?
—Una chica que se disfrazó de chico para vestir el negro. La canción es triste y muy bonita; lo que le pasó ya no lo fue tanto. —En algunas versiones de la canción, el fantasma de la chica aún vagaba por el Fuerte de la Noche—. Mandaré a las chicas a Túmulo Largo. —Los únicos hombres que había allí eran Férreo Emmett y Edd el Penas, y confiaba en ambos, algo que no podía decir de todos sus hermanos.
—Los cuervos sois unos pájaros repugnantes. —Escupió el salvaje, que lo había entendido—. De acuerdo, te traeré a otros dos chicos.
Cuando ya habían cruzado el Muro noventa y nueve rehenes, Tormund Matagigantes presentó al último.
—Mi hijo Dryn. Asegúrate de que lo cuidan bien, cuervo, o te arrancaré ese hígado negro y me lo comeré.
Jon inspeccionó de cerca al muchacho.
«Tiene la edad de Bran, o la que tendría si Theon no lo hubiese matado.»
Sin embargo, Dryn carecía de la dulzura de Bran. Era un muchacho fornido, de piernas cortas, brazos gruesos y rostro ancho y enrojecido: una versión en miniatura de su padre, con una mata de pelo castaño.
—Será mi propio paje —prometió Jon a Tormund.
—¿Has oído eso, Dryn? Procura que no se te suba a la cabeza. —Se volvió hacia Jon—. Tendrás que darle una buena azotaina de vez en cuando. Y ten cuidado con sus dientes, que muerde.
Agarró de nuevo el cuerno, lo alzó y dio otro toque. Se adelantaron los guerreros, pero eran más de ciento.
«Casi quinientos —calculó Jon cuando los vio salir de entre los árboles—, puede que incluso mil.» Uno de cada diez iba a caballo, pero todos estaban armados. De la espalda les colgaban escudos de mimbre redondos cubiertos de piel y cuero endurecido, que exhibían pinturas de serpientes, arañas, cabezas cortadas, martillos sangrientos, calaveras rotas y demonios. Unos cuantos llevaban acero robado: restos abollados de armaduras saqueadas a cadáveres de exploradores. Otros llevaban armaduras de hueso, como Casaca de Matraca. Todos vestían piel y cuero.
Con ellos iban las mujeres de las lanzas, de largas melenas que ondeaban al viento. Jon no podía mirarlas sin acordarse de Ygritte: el reflejo del fuego en su pelo, su mirada cuando se había desnudado ante él en la gruta, el sonido de su voz. «No sabes nada, Jon Nieve», le había dicho cientos de veces.
«Ni lo sabía ni lo sé.»
—Podrías haber traído antes a las mujeres —le dijo a Tormund—. A las madres y las doncellas.
—Sí, claro.—El salvaje le dedicó una mirada taimada—. Y vosotros podríais haber cerrado la puerta. Pero con unos cuantos guerreros al otro lado, la puerta se mantendrá abierta, ¿verdad? —Sonrió—. Te he comprado el puto caballo, Jon Nieve, pero no creas que no voy a mirarle los dientes. Y no vayas por ahí diciendo que no confío en vosotros. Confío en vosotros tanto como tú en nosotros. —Resopló—. Querías guerreros, ¿no? Ahí los tienes. Cada uno de ellos vale tanto como seis de tus cuervos.
Jon no tuvo más remedio que sonreír.
—Mientras reserven esas armas para nuestro enemigo común, todo va bien.
—Te di mi palabra, ¿no? La palabra de Tormund Matagigantes. Es tan fuerte como el hierro. —Se volvió para escupir.
En el río de guerreros estaban los padres de muchos de los rehenes de Jon. Al pasar a su lado, algunos se quedaron mirándolo con ojos fríos y muertos, y se llevaron la mano a la empuñadura de la espada. Otros le sonrieron como si fuese un familiar lejano y perdido hacía tiempo, aunque aquellas sonrisas le resultaron más incómodas que cualquier mirada. Ninguno se arrodilló, pero muchos le hicieron juramentos.
—Los juramentos de Tormund son los míos —declaró Brogg, un hombre de pelo negro y pocas palabras.
—El hacha de Soren es tuya, Jon Nieve, si la necesitas alguna vez —rugió Soren Rompescudos tras agachar ligeramente la cabeza.
Gerrick Sangrerreal, de barba pelirroja, llegó con tres hijas.
—Serán unas esposas excelentes y les darán a sus maridos hijos fuertes de sangre real —presumió—. Al igual que su padre, descienden de Raymun Barbarroja, que fue Rey-más-allá-del-Muro.
Jon sabía por Ygritte que la sangre significaba menos que nada para el pueblo libre. Las hijas de Gerrick eran tan pelirrojas como ella, aunque el pelo de Ygritte era una maraña de rizos, y ellas lo tenían lacio.
«Besadas por el fuego.»
—Tres princesas, a cual más bella —dijo a su padre—. Me encargaré de que las presenten ante la reina. —Sospechaba que Selyse Baratheon se llevaría con ellas mejor que con Val: eran más jóvenes y mucho más recatadas.
«Son hermosas, aunque su padre parece idiota.»
Howd el Trotamundos juró por su espada, el trozo de hierro con más muescas y abolladuras que Jon había visto en su vida. Devyn Desollafocas le regaló un gorro de piel del animal que le daba su nombre, y Harle el Cazador, un collar de uñas de oso. La bruja guerrera Moma se quitó la máscara de arciano el tiempo justo para besarle la mano enguantada y jurar ser su hombre o su mujer, lo que él prefiriese. Y así, siguieron pasando uno tras otro.
Al cruzar, todos los guerreros se desprendían de sus tesoros y los depositaban en el carro que los mayordomos habían colocado junto a la puerta. Pendientes de ámbar, torques dorados, puñales enjoyados, broches de plata decorados con piedras preciosas, pulseras, anillos, copas nieladas, cálices dorados, cuernos de guerra y de cerveza, un cepillo de jade verde, un collar de perlas de agua dulce… Bowen Marsh lo anotó todo meticulosamente. Un hombre entregó una camisa de lamas de plata que sin duda había pertenecido a un gran señor. Otro cedió una espada rota con tres zafiros en la empuñadura.