Se fue a dormir lo más pronto que pudo y se durmió de inmediato.
A eso de medianoche, la despertaron dos manos que palpaban su cama. Ella se sobresaltó de terror, pero enseguida reconoció la voz del hacendado que le decía:
—No temas, Rose, soy yo que vengo a hablar contigo.
Primero se quedó asombrada; luego, como él trataba de meterse en la cama, comprendió qué quería y empezaron a sacudirla fuertes temblores, sintiéndose sola en la oscuridad, soñolienta aún, y completamente desnuda, junto a aquel hombre que la deseaba. No es que consintiera, ni mucho menos, pero resistía con flaqueza, luchando ella misma contra el instinto que es siempre más poderoso en las naturalezas simples, y escasamente protegida por la voluntad indecisa de los temperamentos inertes y blandos. Volvía la cabeza ya hacia la pared, ya hacia la habitación para evitar el contacto con la boca del amo que buscaba la suya, y su cuerpo se retorcía ligeramente bajo la manta, extenuado por el esfuerzo de la pugna. Él, ebrio de deseo, se volvía brutal. La destapó con un gesto brusco, y ella comprendió que no podía ya resistir. Obedeciendo a un pudor de avestruz, ocultó su rostro entre las manos y no se defendió ya.
El amo pasó la noche con ella. Volvió a la siguiente, y luego cada noche.
Vivieron juntos.
Una mañana le dijo:
—He mandado publicar las amonestaciones, nos casaremos el mes que viene.
Ella no respondió. ¿Qué podía decir? No se opuso. ¿Acaso podía hacer otra cosa?
IV
Se casó con él. Se sentía hundida en un agujero de bordes inaccesibles, del que no podría salir ya nunca, con toda clase de desgracias cerniéndose sobre su cabeza, como grandes pedruscos que caerían a la primera ocasión. Tenía la impresión de haberle robado a su marido y que un día u otro se daría cuenta. Y luego pensaba en su pequeño, causa de todas sus desgracias, pero también de su felicidad en este mundo.
Iba a verle dos veces por año y volvía más triste cada vez.
Sin embargo, con la costumbre, sus aprehensiones se calmaron, su corazón se aplacó y vivía más tranquila, aunque le había quedado en el alma un vago temor.
Pasaron algunos años; el niño estaba a punto de cumplir los seis años. Ahora ella era casi feliz, cuando de pronto el humor del hacendado se ensombreció.
Hacía ya dos o tres años que parecía incubar una inquietud, llevar dentro una preocupación, una enfermedad mental que aumentaba paulatinamente. Tras la cena se demoraba en la mesa, con la cabeza hundida entre las manos y tristísimo, corroído por la pesadumbre. Sus palabras eran más acerbas, a veces brutales; parecía incluso que guardara un secreto rencor contra su mujer porque le respondía en ocasiones con dureza, casi con ira.
Un día que el chiquillo de una vecina había venido a por huevos, y ella le trató un tanto ásperamente, atareada como estaba, apareció de improviso su marido para decirle de malos modos:
—Si fuera tuyo, no le tratarías así.
Ella se quedó sobrecogida, incapaz de responder, entró en casa y volvieron a dominarla todas sus antiguas penas.
En la mesa él no le dirigió la palabra, ni siquiera la miró, y parecía que la detestase, que la despreciase, que por fin supiese algo.
Fuera de sí, ella no tuvo valor de quedarse a solas con él, tras haber comido; escapó y se fue a todo correr hacia la iglesia.
Anochecía; la estrecha nave estaba a oscuras, pero en el silencio resonaban unos pasos, en el fondo, en la parte del coro, donde el sacristán estaba preparando la luz del sagrario para la noche. Aquella trémula llamita, ahogada en las tinieblas de la bóveda, le pareció a Rose como la última esperanza y, clavando la mirada en ella, se postró de rodillas.
La mariposa de luz subió hacia lo alto con un ruido de cadenas. Al poco resonó en el pavimento el paso regular de unos zuecos, seguido del roce de una cuerda colgante, y la endeble campana difundió el
Ángelus
del atardecer entre la creciente bruma. Cuando el hombre se disponía a salir, ella le alcanzó.
—¿Está el señor cura? —preguntó.
Él le respondió:
—Creo que sí, cena siempre a la hora del
Ángelus
.
Entonces, temblando, ella empujó la puerta de la rectoría.
Justo en aquel momento el sacerdote se estaba sentando a la mesa. Inmediatamente la hizo tomar asiento.
—Sé de qué se trata, su marido me ha hablado ya del motivo que la trae aquí.
La pobre mujer se sentía desfallecer. El sacerdote añadió:
—¿Qué quiere hacerle, hija mía?
Engullía rápidamente cucharadas de sopa, algunas de cuyas gotas caían sobre su sotana pringosa y tensa en la panza.
Rose no tenía ya valor de hablar, de implorar, de suplicar; se levantó; el párroco le dijo:
—Ánimo…
Ella salió.
Volvió a la alquería sin saber lo que se hacía. El amo la esperaba, los braceros se habían ido en su ausencia. Entonces se dejó caer pesadamente a los pies de él y gimió llorando a lágrima viva.
—¿Qué tienes contra mí?
Él se puso a gritar, blasfemando:
—¡Lo que tengo es que no tengo hijos, pardiez! La gente no se casa para quedarse solos los dos hasta el final. Eso es lo que tengo. Cuando una vaca no tiene terneros, quiere decir que no vale para nada. Cuando una mujer no tiene hijos, quiere decir que no vale tampoco para nada.
Ella lloraba y balbuceando repetía:
—¡No es culpa mía, no es culpa mía!
Él se dulcificó un poco y agregó:
—No te culpo a ti, pero no deja de ser de todos modos una contrariedad.
V
A partir de aquel día no tuvo más que un pensamiento: tener un hijo, otro; y confió su deseo a todo el mundo.
Una vecina le aconsejó un remedio: hacerle tomarse todas las noches a su marido un vaso de agua con un pellizco de cenizas. El hacendado accedió a ello, pero sin resultado.
Y se dijeron: «Tal vez haya algún secreto». Y empezaron a preguntar. Se enteraron así de la existencia de un pastor que vivía a diez leguas de allí; y el amo Vallin enganchó un buen día su tílburi y fue a consultarle. El pastor le dio una hogaza en la que hizo unos signos, una hogaza amasada con unas hierbas, de la que debían comer cada uno un bocado por la noche, antes y después de sus cohabitaciones.
Se acabaron toda la hogaza sin conseguir resultado alguno.
Un maestro de escuela les desveló ciertos secretos, prácticas amorosas desconocidas en el campo y, según él, infalibles. Nada.
El párroco aconsejó una peregrinación a la Preciosísima Sangre de Fécamp. Rose fue con la muchedumbre a prosternarse en la abadía; y, mezclando su súplica con los deseos groseros que brotaban de los corazones de todos aquellos campesinos, le pidió a Aquel a quien todos imploraban que la hiciera fecunda una vez más. Fue en vano. Entonces creyó que era un castigo por su primera culpa y se sintió embargada de un inmenso dolor.
El pesar la consumía; también su marido envejecía, «se quemaba la sangre», decían, se corroía en inútiles esperanzas.
Estalló la guerra entre ellos. Él la insultaba, le pegaba. No hacía sino discutir todo el santo día con ella y por la noche, en la cama, jadeante y odioso, le lanzaba a la cara ultrajes y obscenidades.
Finalmente, una noche, sin saber ya qué inventar para hacerla sufrir más, le ordenó que se levantara y fuera a esperar el día delante de la puerta, bajo la lluvia. En vista de que no obedecía, la cogió por el cuello y empezó a darle puñetazos en el rostro. Ella no rechistó ni se movió. Él, fuera de sí, le saltó con las rodillas sobre el vientre y, con los dientes apretados, loco de rabia, la empezó a moler a golpes. Entonces ella tuvo un arranque de desesperada rebelión, lo rechazó contra la pared con un gesto furioso e, incorporándose, con voz demudada, silbante, gritó:
—¡Yo tengo un niño, sí, tengo uno! Lo tuve con Jacques; sí, ya sabes, Jacques. Tenía que casarse conmigo, pero se fue.
El hombre, estupefacto, permanecía allí, tan trastornado como ella; balbucía:
—Pero ¿qué dices? ¿Qué dices?
Entonces ella se puso a sollozar y, a través de las lágrimas que brotaban, balbució:
—¡Por eso no quería casarme contigo, por eso! No podía decírtelo porque me hubieras despedido, nos habrías dejado sin pan a mí y a mi pequeño. Tú no tienes hijos, ¡no sabes lo que es, no lo sabes!
En un estupor creciente, él repetía maquinalmente:
—¿Que tú tienes un hijo? ¿Que tienes un hijo?
Entre sollozos, ella dijo:
—Me conseguiste por la fuerza, ¿no te acuerdas? Yo no quería casarme contigo.
Entonces él se levantó, cogió la candela y se puso a pasear por la habitación, con las manos cogidas tras la espalda. Ella seguía llorando, echada en la cama. De repente él se plantó delante de ella:
—¿De modo que sería culpa mía el que no te haya hecho hijos?
Ella no respondió.
Se puso a andar otra vez; luego, deteniéndose de nuevo, preguntó:
—¿Cuántos años tiene tu pequeño?
Ella susurró:
—Cumplirá seis años.
De nuevo preguntó:
—¿Por qué no me lo dijiste?
Ella gimió:
—¿Acaso podía?
Él permanecía de pie, inmóvil.
—Vamos, levántate —dijo.
Ella se levantó con esfuerzo; luego, cuando estuvo en pie, apoyada en la pared, él rompió de repente a reír, con su fuerte risotada de los buenos tiempos; y, como ella seguía trastornada, agregó:
—Iremos a buscar a ese pequeño, dado que no hemos tenido uno los dos.
Ella mostró tal espanto que, si hubiera tenido fuerzas para ello, seguramente habría huido. Pero el hacendado se frotaba las manos y murmuraba:
—Quería adoptar uno, y va y lo encuentro, lo encuentro. Le había pedido un huerfanito al párroco.
Luego, sin dejar de reír, besó en las dos mejillas a su mujer desconsolada y pasmada, y exclamó, como si ella no le oyera:
—Vamos, mamá, vamos a ver si queda algo de sopa; a gusto me tomaría toda una olla.
Rose se puso la falda y bajaron; y mientras ella de rodillas volvía a encender el fuego debajo del caldero, él, radiante, seguía andando de un lado para otro de la cocina, repitiendo:
—Ah, sí, la verdad, me alegra mucho; no lo digo por decir, estoy contento, muy contento.
Desde hacía cinco meses habían hecho planes de ir a comer a los alrededores de París, el día del santo de la señora Dufour, de nombre Pétronille. Así que aquella mañana, tras haber esperado esta partida de campo con impaciencia, se habían levantado muy temprano.
El señor Dufour le había pedido prestada la tartana al lechero y la conducía personalmente. Era de dos ruedas, muy presentable, con la capota sostenida por cuatro montantes de hierro de los que colgaban unas cortinillas, que habían sido descorridas para ver el paisaje. La de atrás, suelta, ondeaba al viento a modo de una bandera. La mujer, junto a su esposo, no cabía en sí de gozo dentro de un extraordinario vestido de seda color cereza. Detrás, en dos sillas, iban una anciana abuela y una muchacha. También se veía la melena rubia de un chico que, a falta de asiento, se había tumbado en el fondo, dejando asomar tan sólo la cabeza.
Tras haber seguido la avenida de los Campos Elíseos y cruzado las fortificaciones de la puerta Maillot, se habían puesto a contemplar en derredor.
Al llegar al puente de Neuilly, el señor Dufour había dicho: «¡Por fin estamos en el campo!» y su mujer, a esa señal, se había emocionado deshaciéndose en alabanzas a la naturaleza.
En el cruce de caminos de Courbevoie les llenó de admiración la lejanía del horizonte. A la derecha, a lo lejos, estaba Argenteuil, con su campanario que despuntaba; más arriba, aparecían los cerros de Sannois y el Moulin d’Orgemont. A la izquierda, se dibujaba en el claro cielo de la mañana el acueducto de Marly, y también se descubría, en lontananza, el terraplén de Saint-Germain; mientras que delante, en el extremo de una cadena de colinas, unas tierras removidas indicaban el nuevo fuerte de Cormeilles. Justo al fondo, en la profunda lejanía, por encima de otras llanuras y pueblos, se columbraba un oscuro verdear de bosques.
El sol comenzaba a abrasar los rostros; el polvo llenaba sin cesar los ojos y, a ambos bordes del camino, se extendía una campiña interminablemente desnuda, sucia y maloliente. Se hubiera dicho que una epidemia la había devastado y se había contagiado incluso a las casas, ya que unos esqueletos de construcciones hundidas y abandonadas, o unas casuchas que habían quedado a medio acabar por falta de pago a los contratistas, proyectaban al cielo sus cuatro paredes destechadas.
De trecho en trecho despuntaban en el estéril suelo altas chimeneas de fábricas, única vegetación de aquellos pútridos campos por los que la brisa primaveral difundía un olor a petróleo y a pizarra, mezclado con otro olor menos agradable aún.
Habían cruzado luego el Sena por segunda vez y, en el puente, se había producido el encantamiento. El río resplandecía de luz; absorbida por el sol, se alzaba del agua una neblina, y se sentía una dulce quietud, un benéfico frescor al respirar por fin un aire más puro, no corrompido por el humo negro de las fábricas o los miasmas de los vertederos.
Un caminante había dicho el nombre del pueblo: Bezons.
La tartana se detuvo y el señor Dufour se puso a leer el incitante letrero de un figón: «Restaurante Poulin, calderetas y frituras, salas de banquetes, cenadores y columpios».
—¿Qué, señora Dufour? ¿Te parece bien éste? ¿Vas a decidirte por fin?
La mujer leyó a su vez: «Restaurante Poulin, calderetas y frituras, salas de banquetes, cenadores y columpios». Luego estuvo largo rato mirando la casa.
Era una posada de campo, blanca, levantada al borde de la carretera. Por la puerta abierta se veía el cinc brillante del mostrador, delante del cual había dos obreros endomingados.
Finalmente, la señora Dufour se decidió:
—Sí, está bien —dijo—; y, además, tiene una bonita vista.
El vehículo entró en un vasto terreno plantado de grandes árboles que se extendía detrás de la posada y que separaba del Sena nada más que el camino de sirga.
Pusieron pie a tierra. El marido fue el primero en saltar, luego abrió los brazos para recibir a su mujer. El estribo, sostenido por dos barras de hierro, estaba muy distante, por lo que, para alcanzarlo, la señora Dufour no pudo evitar enseñar el nacimiento de la pantorrilla, cuya primera finura desaparecía ahora bajo una invasión de grasa que descendía de los muslos.
El señor Dufour, ya excitado por el campo, le dio un buen pellizco en la pantorrilla, la cogió seguidamente por las axilas y la depositó pesadamente en tierra como un enorme fardo.
Ella se sacudió con la mano el vestido de seda para hacer caer el polvo y miró en derredor.
Era una mujer de unos treinta y cinco años, metida en carnes, granada y de buen ver. Respiraba con dificultad, violentamente estrangulada por el abrazo del corsé demasiado ceñido; y la presión de aquel arnés empujaba hasta la doble papada la masa fluctuante de su exuberante pechuga.
Luego la joven, posando la mano sobre el hombro de su padre, saltó con ligereza, sin ayuda. El chico del pelo rubio había bajado posando un pie sobre la rueda, y ayudó al señor Dufour a apear a la abuela.
Entonces desengancharon el caballo y lo ataron a un árbol; la tartana se venció hacia delante, con los varales en el suelo. Los hombres, tras haberse despojado de la levita, se lavaron las manos en un balde de agua y se reunieron con las damas que se habían instalado ya en los columpios.
La señorita Dufour, de pie sobre uno de ellos, trataba de columpiarse por sí sola, pero sin conseguir el impulso suficiente. Era una guapa muchacha de unos dieciocho a veinte años, una de esas mujeres que cuando se las encuentra uno por la calle se siente fustigado por un súbito deseo, que deja hasta la noche una inquietud vaga y una excitación de los sentidos. Alta, delgada de talle y de anchas caderas, era muy morena de piel y tenía unos ojazos y el cabello negrísimo. Su vestido dibujaba nítidamente la firme rotundez de sus carnes, acentuada aún más por el esfuerzo que hacía con los riñones para bambolearse. Con los brazos extendidos apretaba las cuerdas encima de su cabeza, de manera que a cada impulso su pecho se alzaba sin un temblor. Una ráfaga de viento se le había llevado el sombrero, haciéndolo caer tras ella; el columpio iba paulatinamente cobrando movimiento y a cada retorno le descubría sus delgadas piernas hasta las rodillas y mandaba al rostro de los dos hombres, que miraban entre risas, el viento de sus faldas, más embriagador que los efluvios etílicos del vino.
Sentada en el otro columpio, la señora Dufour gemía con tono monótono e insistente: «¡Cyprien, ven a empujarme; vamos, ven a empujarme, Cyprien!». Por fin él se decidió y, tras haberse arremangado las mangas como antes de empezar un trabajo, consiguió con infinito esfuerzo hacer mover a su mujer.
Agarrada a las cuerdas, ella mantenía las piernas rectas para no dar con sus huesos en tierra, y disfrutaba con el aturdimiento causado por el ir y venir del columpio. Sus carnes, remecidas, temblaban sin cesar como gelatina en un plato. Pero, cuando aumentaron los impulsos, fue presa del vértigo y del miedo. Cada vez que bajaba soltaba un grito agudo que hacía acudir corriendo a todos los chiquillos del lugar; de modo que allí, delante de ella, por encima del seto del jardín, divisaba confusamente un proliferar de cabezas de mirada picarona que reían cada una con una mueca distinta.
Se presentó una camarera y encargaron el almuerzo.
—Una fritada de pescaditos del Sena, un conejo salteado, ensalada y postre —profirió la señora Dufour con tono de importancia—. Y traiga también dos litros de vino de la casa y una botella de burdeos —dijo su marido.
—Comeremos en la hierba —añadió la muchacha.
La abuela, enternecida de ver al gato de la casa, hacía diez minutos que iba detrás de él llamándolo inútilmente con los nombres más dulces. El animal, sin duda interiormente halagado por tanta atención, se quedaba siempre al alcance de la mano de la anciana, pero no se dejaba atrapar y daba vueltas tranquilamente en torno a los árboles, frotándose contra ellos, con la cola levantada y un leve ronroneo de placer.
—¡Mira! —exclamó de improviso el joven del pelo rubio que exploraba los alrededores—. ¡Esto sí que son barcas bonitas!
Fueron a ver. Debajo de un pequeño cobertizo de madera había suspendidas dos magníficas yolas de regata, finas y trabajadas como muebles de lujo. Descansaban una al lado de la otra, semejantes, en su reluciente y esbelta largura, a dos altas y delgadas muchachas, y hacían venir ganas de deslizarse por el agua en los hermosos atardeceres tibios o en las claras mañanas de verano, de costear las floridas riberas donde los árboles sumergen las ramas en el agua, donde tiembla el eterno estremecerse de las cañaveras y desde donde, cual relámpagos azules, emprenden el vuelo los martín pescadores.
Toda la familia las contempló con respeto.
—Son bonitas de verdad —repitió con aire serio el señor Dufour.
Y daba explicaciones sobre ellas como un entendido. También él, en sus tiempos, decía, había practicado el remo; es más, con aquéllos en la mano (y hacía el movimiento de tirar hacia sí de los remos), les daba cien vueltas a todos. En otro tiempo, en las regatas de Joinville, había ganado a más de un inglés; y bromeó sobre la palabra «damas»
1
con la que se designa los dos estribaderos que sostienen los remos, diciendo que los remeros, con razón, no salían nunca sin sus «damas». Así perorando se había calentado y se empeñaba en querer apostar a que con una embarcación de aquéllas habría hecho, sin apresurarse demasiado, seis leguas por hora.
—Ya está todo listo —dijo la sirvienta asomándose a la entrada.
Todos corrieron; pero he aquí que en el sitio mejor, aquel en el que la señora Dufour imaginaba iba a instalarse, había ya dos jóvenes comiendo. Eran seguramente los propietarios de las yolas, porque iban vestidos de remeros.
Estaban recostados en unas sillas, casi tumbados. Tenían la cara tostada por el sol y el pecho cubierto sólo por una delgada camiseta blanca de algodón, que dejaba desnudos sus brazos, robustos como los de los herreros. Eran dos fornidos mocetones, que hacían mucha exhibición de fuerza, pero que mostraban en cada movimiento esa gracia elástica de los miembros que se adquiere con el ejercicio, tan distinta de la deformación que imprime al obrero el esfuerzo penoso, siempre el mismo.
Rápidamente intercambiaron una sonrisa al ver a la madre, luego una mirada al fijarse en la hija.
—Cedámosles nuestro sitio —le dijo el uno al otro— y así entablaremos conversación.
El otro se levantó al punto y, con la gorra medio roja, medio negra en la mano, ofreció caballerosamente ceder a las señoras el único sitio del jardín donde no daba el sol. Aceptaron deshaciéndose en disculpas; y, para que todo fuera más campestre, la familia se instaló en la hierba sin mesa ni sillas.
Los dos jóvenes desplazaron sus platos algo más lejos y se pusieron de nuevo a comer. Sus brazos desnudos, que lucían de continuo, incomodaban un poco a la muchacha. Incluso fingía volver la cabeza y no advertir su presencia, mientras que la señora Dufour, más audaz y movida por una curiosidad femenina que acaso no era sino deseo, les miraba a cada rato, comparándolos sin duda con pesar con las secretas fealdades de su marido.
Se había dejado caer en la hierba, con las piernas encogidas a la manera de los sastres, y se meneaba continuamente con la excusa de que le habían entrado las hormigas por algún sitio. El señor Dufour, malhumorado por la presencia y la amabilidad de los dos extraños, buscaba sin encontrarla una postura cómoda, en tanto el joven del pelo rubio comía como una lima, en silencio.
—Bonito día, ¿verdad, señor? —dijo la gruesa señora a uno de los remeros.
Quería ser amable, dado que les habían cedido el sitio.
—Sí, señora —respondió él—. ¿Salen a menudo al campo?
—Sólo una vez o dos por año, para tomar un poco el aire; ¿y usted, señor?
—Yo vengo a dormir aquí cada noche.
—Debe de ser realmente agradable.
—Sí, por supuesto, señora.
Y contó poéticamente su vida de cada día, haciendo resonar en el corazón de aquellos burgueses, carentes de hierba y hambrientos de caminatas por los campos, ese estúpido amor por la naturaleza que durante todo el año les obsesiona detrás del mostrador de su tienda.
La muchacha, emocionada, alzó la vista y miró al remero. El señor Dufour habló por primera vez.
—Esto sí que es vida —dijo. Y agregó—: ¿Un poco más de conejo, querida?
—No, gracias, tesoro.
Se volvió de nuevo hacia los dos jóvenes y dijo, indicando sus brazos:
—¿No tienen nunca frío yendo así?
Ambos se echaron a reír y asustaron a la familia con el relato de sus prodigiosos esfuerzos, de sus chapuzones cubiertos de sudor, de sus carreras en medio de la neblina nocturna; y se daban violentos golpes de pecho para demostrar cómo sonaba.
—Ya se ve lo fuertes que están —dijo el marido, que ya no hablaba de cuando ganaba a los ingleses.
Ahora la muchacha los estudiaba de soslayo; y el joven del pelo rubio, atragantándose al beber, tosió violentamente y espurreó de líquido el vestido color cereza de la dueña, que se irritó e hizo traer un poco de agua para lavar las manchas.
Mientras tanto el calor apretaba fuerte. El río cabrilleante parecía un brasero ardiente, y los efluvios del vino turbaban las mentes.
El señor Dufour, tras verse sacudido por un violento hipo, se había desabotonado el chaleco y la parte superior de los pantalones; y su mujer, presa de las palpitaciones, se desabrochaba poquito a poco el vestido. El aprendiz sacudía alegremente sus greñas de un rubio pajizo y se servía un vaso tras otro. La abuela, sintiéndose ebria, permanecía tiesa y muy digna. En cuanto a la muchacha, no dejaba traslucir nada; sólo los ojos le brillaban vagamente y su morenísima tez se teñía en las mejillas de un matiz más rosado.
El café les remató. Se propuso la idea de cantar y cada uno recitó su coplilla, que era aplaudida por los demás con frenesí. Luego se levantaron con dificultad y mientras las dos mujeres, aturdidas, respiraban con fuerza, los dos hombres, completamente borrachos, se pusieron a hacer gimnasia. Pesados, fláccidos, con el semblante de un rojo encendido, se colgaban torpemente de las anillas sin conseguir elevarse; y sus camisas amenazaban continuamente con escapar de sus pantalones para agitarse libremente como banderas.
Mientras tanto, los remeros habían metido las yolas en el agua y fueron a proponer gentilmente a las señoras un paseo por el río.