Al pasar por delante de la iglesia oyeron cantar a unos niños: un cántico dirigido a gritos al cielo por unas vocecitas agudas; pero la
madame
no quiso que entrasen, para no molestar a los querubines.
Tras una vuelta por los campos, con la enumeración de las principales propiedades, del rendimiento de la tierra y de la producción del ganado, Joseph Rivet hizo regresar a su rebaño de mujeres y lo instaló en su casa.
Dada la falta de espacio, las habían puesto en las habitaciones de dos en dos.
Por esa vez, Rivet dormiría en el taller, sobre las virutas; su mujer compartiría su cama con su cuñada, y, en la habitación de al lado, Fernande y Raphaële descansarían juntas. Louise y Flora estaban instaladas en la cocina en un colchón en el suelo; y Rosa ocupaba sola un cuartito oscuro encima de la escalera, pegado a la entrada de un estrecho camaranchón, donde, esa noche, dormiría la comulgante.
Cuando volvió la pequeña a casa, cayó sobre ella una lluvia de besos; todas las mujeres querían hacerle mimos, con esa necesidad de tiernas efusiones, esa costumbre profesional de las zalamerías, que en el tren las habían empujado a todas a besar a los patos. Todas la sentaron sobre sus rodillas, acariciaron sus finos cabellos rubios, la abrazaron con exagerados y espontáneos arrebatos de afecto. La niña, muy formal, llena de piedad, como si la absolución la hubiera encerrado en sí misma, se dejaba hacer, paciente, seria.
La jornada había sido pesada para todos y tras la cena se fueron enseguida a la cama. El infinito silencio de los campos, que se diría casi religioso, envolvía al pueblecito: un silencio tranquilo, penetrante, que se extendía hasta las estrellas. Las muchachas, habituadas a las veladas tumultuosas de la casa pública, se sentían conmovidas por aquel mudo descanso de la campiña adormecida. Se sentían estremecer, pero no de frío, sino que eran estremecimientos de soledad causados por el corazón inquieto y turbado.
Tan pronto como estuvieron en la cama, de dos en dos, se abrazaron como para defenderse de la invasión de aquel calmo y profundo silencio de la tierra. Pero Rosa la Pelirroja, sola en su oscuro cuchitril y poco habituada a dormir con los brazos vacíos, se sintió presa de una vaga y desagradable agitación. Se revolvía en la yacija, sin conseguir conciliar el sueño, cuando oyó, detrás del tabique de madera pegado a su cabeza, unos débiles sollozos como de un niño que llora. Asustada, llamó suavecito y le respondió una vocecita jadeante. Era la niña que, acostumbrada a dormir siempre con su madre, tenía miedo en aquel exiguo camaranchón.
Feliz, Rosa se levantó y, moviéndose despacito, para no despertar a nadie, se fue a buscar a la niña. Se la trajo a su cama calentita, la abrazó estrechándola contra su pecho, le hizo mimitos, la arropó en su exagerada ternura y luego, tranquila también ella, se durmió. Y hasta la mañana la comulgante recostó la frente sobre el pecho desnudo de la prostituta.
Desde las cinco, a la hora del
Ángelus
, la pequeña campana de la iglesia echada al vuelo despertó a las señoritas que dormían de ordinario toda la mañana para reponerse de las fatigas nocturnas. En el pueblo los campesinos estaban ya en pie. Las aldeanas, atareadas, iban de una puerta a otra charlando animadamente, llevando con precaución unos cortos vestidos de muselina almidonados como cartón; o bien cirios desmesurados, con un atadijo de seda ribeteada de oro en medio y unas muescas en la cera para indicar el lugar de la mano. El sol ya alto irradiaba en el cielo totalmente azul que conservaba, hacia el horizonte, un tono ligeramente rosado, como un desvaído rastro de la aurora. Tropeles de gallinas escarbaban delante de las casas; y aquí y allá un gallo negro con el cuello reluciente alzaba la cabeza tocada de púrpura, agitaba las alas y lanzaba al viento su canto broncíneo que los otros gallos repetían.
De los pueblos vecinos llegaban carretas que descargaban en el umbral de las puertas a altas normandas con trajes oscuros, con el chal cruzado sobre el pecho y prendido con un broche de plata secular. Los hombres se habían puesto el blusón azul sobre la levita nueva o sobre el viejo traje de paño verde del que se veían apuntar los dos faldones.
Una vez llevados los caballos a la cuadra, quedó a lo largo de la calle mayor una doble fila de carricoches rústicos, carretas, cabriolés, tílburis, faetones, vehículos de todo tipo y edad, inclinados de morro o aculados en tierra y con los varales en alto.
Reinaba en la casa del carpintero una actividad de colmena. Las señoras, en chambra y enaguas, los cabellos desparramados sobre la espalda, unos cabellos cortos castigados que se hubieran dicho desteñidos y gastados por el uso, se ocupaban en vestir a la niña.
La pequeña, de pie sobre una mesa, no se movía, mientras la señora Tellier dirigía los movimientos de su batallón volante. Le lavaron la cara, la peinaron, le pusieron el tocado, la vistieron y con mil alfileres le arreglaron los pliegues del vestido, ajustaron el talle excesivamente ancho, perfeccionaron la elegancia del atuendo. Terminado esto, hicieron sentar a la pobre víctima, rogándole que no se moviera; y, a su vez, el intranquilo enjambre de mujeres se fue corriendo a acicalarse a su vez.
En la iglesuela tocaban de nuevo. El tenue tañido de la modesta campana parecía ascender hasta perderse en el cielo, como una voz demasiado floja, rápidamente ahogada en la azul inmensidad.
Los que hacían la comunión salían por las puertas, dirigiéndose hacia el edificio municipal que reunía las dos escuelas y el Ayuntamiento en un extremo del pueblo, mientras que en el otro se hallaba la «casa de Dios».
Los padres, en traje de fiesta, con el aire torpe y esos gestos desmañados de los cuerpos constantemente encorvados en el trabajo, seguían a sus chavales. Las niñas desaparecían en una nube de níveo tul que se hubiera dicho nata batida, mientras que los hombrecillos, semejantes a embriones de mozos de café, engominados, caminaban con las piernas abiertas para no ensuciarse los pantalones negros.
Era una gloria para la familia el que el muchacho estuviera rodeado de una multitud de parientes venidos de lejos: por eso el triunfo del carpintero fue completo. El regimiento Tellier, con la patrona a la cabeza, iba detrás de Constance: el padre daba el brazo a su hermana, la madre iba al lado de Raphaële, Fernande con Rosa y las dos Bombas juntas, la tropa se desplegaba majestuosamente como un Estado Mayor en uniforme de gala.
En el pueblo el efecto fue fulminante.
En la escuela, las niñas se alinearon bajo la toca de la monja, los niños bajo el sombrero del maestro, un hombre de buena presencia que ejercía de representante;
3
y echaron a andar entonando un cántico.
En cabeza, los varones formaban una doble fila entre las dos hileras de vehículos desenganchados, seguían las hembras en el mismo orden; y dado que los vecinos, por respeto, habían concedido la precedencia a las señoras de la ciudad, iban inmediatamente después de las niñas, prolongando más aún la doble fila de la procesión, tres a la derecha y tres a la izquierda, con sus atuendos llamativos como un castillo de fuegos artificiales.
Su entrada en la iglesia provocó un revuelo entre el gentío. Se apretujaban, volvían la cabeza, se empujaban para verlas. Algunas devotas hablaban casi en voz alta, más atónitas ante el espectáculo de aquellas señoras más engalanadas que los roquetes de los cantores. El alcalde ofreció su banco, el primero de la derecha junto al coro, y la señora Tellier tomó asiento en él con su cuñada, mientras Fernande y Raphaële, Rosa la Pelirroja y las dos Bombas ocuparon el segundo banco junto con el carpintero.
El coro de la iglesia estaba atestado de muchachos de rodillas, varones por una parte, hembras por la otra, y los largos cirios que sostenían en la mano parecían lanzas inclinadas en todas direcciones.
Delante del facistol, tres hombres de pie cantaban a plena voz. Prolongaban indefinidamente las sílabas sonoras del latín, eternizando los
amén
con unos
a-a
imprecisos, sostenidos por el sonido monótono e infinito que mugía el serpentón por su larga garganta de cobre. La voz aguda de un niño daba la réplica, y, de vez en cuando, un sacerdote sentado en un escaño del coro, tocado con un birrete, se levantaba, farfullaba algo y volvía a sentarse, mientras los tres cantores volvían a entonar, clavando la mirada en el libraco del canto gregoriano abierto delante de ellos y sostenido por las alas desplegadas de un águila de madera montada sobre un pivote.
Luego se hizo el silencio. Los fieles, todos a la vez, se pusieron de rodillas y apareció el celebrante, anciano, venerable, con el pelo blanco, reclinado sobre el cáliz que sostenía en la mano izquierda. Le precedían dos clérigos con hábito rojo y, detrás, apareció un grupo de cantores calzados con zapatones que se alinearon a ambos lados del coro.
En medio del gran silencio tintineó una campanilla. Dio comienzo el oficio divino. El sacerdote pasaba lentamente por delante del tabernáculo de oro, hacía genuflexiones, salmodiaba con su voz cascada, trémula por la vejez, las oraciones preparatorias. Apenas calló, todos los cantores y el serpentón estallaron al unísono, y también algún hombre se puso a cantar en la iglesia, pero con voz menos alta y más humilde, como conviene a los fieles.
De repente el
Kyrie Eleison
subió a los cielos, salido de todos los pechos y de todos los corazones. Motas de polvo y briznas de madera carcomida llovían de la bóveda antigua, sacudida por esta explosión de gritos. El sol que daba en las pizarras del tejado había encendido la pequeña iglesia como un horno; y una gran conmoción, una espera ansiosa, el acercarse del inefable misterio, encogía el corazón de los niños, hacía un nudo en la garganta de sus madres.
El sacerdote, que se había sentado un momento, volvió a subir hacia el altar y, con la cabeza desnuda y cubierta de pelo plateado, con gestos temblorosos se acercaba al instante sobrenatural.
Se volvió hacia los fieles y, extendiendo las manos hacia ellos, dijo: «Orate, fratres», «rezad, hermanos». Todos se pusieron a rezar. El viejo párroco balbuceaba ahora en voz baja las palabras misteriosas y supremas; la campanilla tintineaba una y otra vez; la multitud prosternada invocaba a Dios; los niños languidecían en una desmedida ansiedad.
En ese momento Rosa, con la frente entre las manos, se acordó de repente de su madre, de la iglesia de su pueblo, de su primera comunión. Tuvo la impresión de que había vuelto a ese día, cuando era muy chiquitina, inundada en su vestido blanco, y se puso a llorar. Primero lloró quedamente, lentas lágrimas le brotaban de los párpados, luego, con los recuerdos, aumentó la emoción y, con el cuello hinchado, el pecho palpitante, empezó a sollozar. Se había sacado el pañuelo, se secó los ojos, se tapó nariz y boca para no gritar, pero fue en vano: una especie de estertor salió de su garganta, al que respondieron otros dos suspiros profundos, desgarradores; y era que las dos que tenía al lado, Louise y Flora, postradas junto a ella, asaltadas por los mismos lejanos recuerdos, gemían también derramando torrentes de lágrimas.
Pero como las lágrimas son contagiosas, la
madame
sintió a su vez que se le humedecían los párpados y, volviéndose hacia su cuñada, vio que todo su banco lloraba también.
El sacerdote daba vida al cuerpo de Dios. Los niños tenían la mente en blanco, doblados sobre las losas por una especie de religioso temor, y, en la iglesia, aquí y allá, una mujer, una madre, una hermana, embargada por la extraña simpatía de las emociones profundas, y conmovida también por aquellas guapas señoras arrodilladas, sacudidas por convulsiones e hipos, humedecía su pañuelo de indiana a cuadros y, con la mano izquierda, se apretaba con fuerza el palpitante corazón.
Como la yesca que prende fuego a un campo de mieses maduras, las lágrimas de Rosa y de sus compañeras contagiaron en un instante a todo el mundo. Hombres, mujeres, ancianos, mozalbetes con blusón nuevo, todos sollozaron al punto, y sobre su cabeza parecía gravitar algo sobrehumano, un alma expandida, el aliento prodigioso de un ser invisible y todopoderoso.
Entonces, en el coro de la iglesia resonó un toquecito seco: la monja, golpeando sobre su libro, daba la señal de la comunión; y los niños, temblando de una fiebre divina, se acercaron a la mesa del Señor.
Toda una fila se arrodilló. El viejo párroco, portando el copón de plata sobredorada, pasaba por delante de ellos, ofreciéndoles con dos dedos la sagrada hostia, el cuerpo de Cristo, la redención del mundo. Ellos abrían la boca entre espasmos y visajes nerviosos, con los ojos cerrados y el semblante palidísimo; y el largo paño extendido bajo sus barbillas temblaba como agua que fluye.
De pronto la iglesia se vio recorrida por una especie de locura, por un rumor de multitud en delirio, por una tempestad de sollozos y de gritos ahogados. Fue como una de esas ventoleras que doblegan los bosques; y el sacerdote permanecía de pie, inmóvil, con una hostia en la mano, paralizado por la emoción, diciéndose: «Es Dios, Dios que viene en medio de nosotros, que manifiesta su presencia, que a mi llamada desciende sobre su pueblo postrado de rodillas». Y balbucía oraciones atropelladas, sin dar con las palabras, oraciones del alma, en un furioso impulso hacia el cielo.
Acabó de dar la comunión con tal sobreexcitación de fe que le flaqueaban las piernas, y cuando él mismo hubo bebido la sangre de su Señor se entregó a una enardecida acción de gracias.
A sus espaldas el pueblo se iba calmando poco a poco. Los cantores, realzados en su dignidad por el roquete blanco, reanudaron el canto con voces menos seguras, bañadas aún en lágrimas; y hasta el serpentón parecía enronquecido, como si también él hubiera llorado.
Entonces el sacerdote alzó las manos, haciendo una seña de que se guardara silencio y, pasando entre las dos filas de comulgantes extasiados de felicidad, avanzó hasta la reja del coro.
Los fieles se habían sentado en medio de un ruido de sillas, y todos se sonaban ahora la nariz con fuerza. Cuando vieron al cura guardaron silencio, y él empezó a hablar con un tono de voz muy bajo, vacilante, velado:
—Amadísimos hermanos y hermanas, hijos míos, os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón: me acabáis de dar la más grande alegría de mi vida. He sentido descender a Dios sobre nosotros a mi llamada. Ha venido, estaba aquí, presente, llenaba vuestras almas, hacía que vuestros ojos se desbordaran. Soy el más viejo sacerdote de la diócesis y hoy soy también el más feliz. Se ha obrado un milagro en medio de nosotros: un verdadero, grande y sublime milagro. Mientras Jesucristo entraba por primera vez en el cuerpo de estos chiquillos, el Espíritu Santo, la paloma celestial, el aliento de Dios, ha descendido sobre vosotros, se ha adueñado de vosotros, os ha agarrado y doblado como cañas al viento.