Cuentos esenciales (4 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

BOOK: Cuentos esenciales
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Naturalmente, se habló de la guerra. Se contaron hechos horribles de los prusianos, episodios de valor de los franceses; y toda aquella gente que huía rindió homenaje al valor ajeno. Pronto se pasó a las historias personales y Bola de Sebo, con ese calor que tienen a veces las mujeres para expresar sus emociones verdaderas, contó en qué circunstancias se había ido de Ruán.

—Al principio creí que podría quedarme —dijo—. Mi casa estaba bien provista y prefería dar de comer a algunos soldados que escapar quién sabe dónde. ¡Pero el ver a los prusianos me superó! La rabia me hizo rebullir la sangre, y lloré de vergüenza durante todo el día. ¡Ah, si hubiera sido hombre! Les miraba por la ventana, a esos grandes cerdos con el casco en punta, y mi criada me aferraba de las manos para impedir que les arrojara encima los muebles. Luego vinieron algunos a quedarse en mi casa; le salté a la garganta al primero. ¡No es tan difícil estrangularlos! Hubiera acabado con ése si no me hubieran cogido por los pelos para retenerme. Tras lo cual, tuve que esconderme. A la primera oportunidad me he marchado, y aquí me tienen.

Recibió muchas felicitaciones. La estima de sus compañeros por ella crecía al escucharla, los cuales no habían sido tan resueltos como ella; y Cornudet, al oírla, sonreía con la benevolencia y la aprobación de un apóstol, como un sacerdote que oye a un fiel alabar a Dios, dado que los demócratas de luenga barba tienen el monopolio del patriotismo, como los hombres con sotana tienen el de la religión. A su vez habló, con tono doctrinal, con el énfasis aprendido de las proclamas pegadas a diario en las paredes, y concluyó con un fragmento de elocuencia en el que despellejaba magistralmente a ese «crápula de Badinguet».
3

Pero Bola de Sebo se molestó enseguida porque era bonapartista. Se puso roja como la grana y, balbuceando de la indignación, dijo:

—Ya me hubiera gustado verles a ustedes en su lugar. ¡Hubiera sido bonito, oh, sí! ¡Fueron ustedes quienes traicionaron a ese hombre! ¡Mejor irse de Francia que ser gobernados por una gentuza como ustedes!

Cornudet permaneció impasible, con una sonrisa desdeñosa y de superioridad, pero se mascaba que iban a saltar las palabras gruesas, cuando el conde se interpuso y consiguió, no sin esfuerzo, calmar a la enfurecida muchacha, afirmando con autoridad que todas las opiniones sinceras eran respetables. Sin embargo, la condesa y el industrial, que alimentaban en su corazón el odio irracional de la gente respetable contra la República y el instintivo afecto que todas las mujeres sienten por los gobiernos empenachados y despóticos, se sentían a su pesar atraídos por aquella prostituta llena de dignidad, que pensaba de modo muy parecido a ellos.

El cesto estaba vacío. Entre diez habían dado buena cuenta de él, lamentando que no fuera más grande. La conversación se prolongó un rato más, aunque languideciendo ahora que no había ya nada que comer.

Caía la noche, poco a poco la oscuridad se hizo más honda, y el frío, más sensible durante la digestión, hacía estremecerse a Bola de Sebo, a pesar de su gordura. Entonces la señora de Bréville le ofreció su calientapiés, cuyo carbón había sido cambiado varias veces desde la mañana, y la otra no se hizo de rogar, pues sentía los pies helados. Las señoras Carré-Lamadon y Loiseau ofrecieron los suyos a las dos monjas.

El cochero había encendido los faroles, que iluminaron con un vivo resplandor una nube de vapor que subía de las sudorosas grupas de los caballos de tronco, y, a ambos lados del camino, la nieve que parecía desplegarse bajo los cambiantes reflejos de las luces.

Dentro del coche no se veía ya nada; pero de improviso se produjo un ligero movimiento entre Bola de Sebo y Cornudet; y Loiseau, que escrutaba en la oscuridad con la mirada, creyó ver al hombre barbudo apartarse rápidamente, como si hubiera recibido un buen sopapo propinado sin ruido.

Unos puntitos luminosos aparecieron en el fondo del camino. Era Tôtes. Llevaban once horas de trayecto, lo que, con las dos horas de descanso concedidas a los caballos, en cuatro ocasiones, para darles avena y que recuperaran el aliento, sumaban catorce. El coche entró en el pueblo y fue a detenerse delante del Hôtel du Commerce.

La portezuela se abrió. Un ruido bien conocido hizo estremecerse a todos los viajeros: era la funda de un sable que golpeaba contra el suelo. Al punto la voz de un alemán exclamó algo.

La diligencia estaba parada, pero nadie bajaba, como si esperasen, si salían, ser masacrados. Se asomó el postillón sosteniendo uno de los faroles que iluminó de improviso, hasta el fondo del coche, las dos hileras de cabezas aterradas, con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas de la sorpresa y del espanto.

A plena luz, al lado del cochero, había un oficial alemán, un joven alto, extremadamente delgado y rubio, embutido en su uniforme como una muchacha en su corsé, con su gorra de plato encerada, ladeada que le hacía asemejarse al botones de un hotel inglés. Sus bigotes desmedidos, con pelos largos y rectos que se adelgazaban indefinidamente a ambos lados para terminar en un solo pelo rubio tan largo que no se veía el final, parecía que le pesasen en las comisuras de la boca y, atirantando la mejilla, imprimiesen a los labios un pliegue caído.

En un francés de alsaciano invitó a los viajeros a salir, diciendo con un tono rígido:

—¿Quiegen bagar, señoges y señogas?

Las dos monjas fueron las primeras en obedecer con una docilidad de santas mujeres habituadas a todo tipo de sumisiones. Detrás de ellas aparecieron el conde y la condesa, seguidos del industrial y de su mujer, y luego de Loiseau, que empujaba delante de él a su media naranja. Éste, poniendo pie a tierra, dijo al oficial: «Buenos días, señor», más por un sentido de la prudencia que por cortesía. El otro, insolente como todas las personas omnipotentes, le miró sin responder.

Bola de Sebo y Cornudet, por más que se encontrasen cerca de la portezuela, bajaron los últimos, serios y altivos delante del enemigo. La gorda muchacha trataba de dominarse y de no perder la calma: el demócrata, con mano trágica y un tanto temblorosa, torturaba su larga barba pelirroja. Querían mantener la dignidad, habiendo comprendido que en tales circunstancias cada uno representa un poco a su propio país; disgustados los dos por la docilidad de sus compañeros, ella trataba de parecer más fiera que sus vecinas las mujeres honestas, mientras que él, perfectamente consciente de que tenía que dar ejemplo, seguía manteniendo con su actitud la misión de resistencia iniciada abriendo hoyos en los caminos.

Entraron en la amplia cocina del hotel, y el alemán, tras haber pedido la autorización de viaje firmada por el general en jefe, en la que venían relacionados los nombres, la descripción y la profesión de cada viajero, examinó largamente a cada uno, comparando a cada persona con la información escrita.

Luego dijo bruscamente: «Está bien», y desapareció.

Entonces todos respiraron. Tenían aún hambre y pidieron les fuera servida la cena. Llevaría media hora prepararla; y, mientras dos camareras parecía que se ocupasen de ello, fueron a ver las habitaciones. Estaban todas en un mismo largo pasillo que terminaba en una puerta vidriera marcada con un número elocuente.

Estaban a punto de sentarse a la mesa, cuando apareció el dueño del hotel. Era un antiguo tratante de caballos, un hombretón asmático que no paraba de emitir silbidos, gorgoteos y carraspeos. Su padre le había transmitido el nombre de Follenvie.
4

Preguntó:

—¿La señorita Élisabeth Rousset?

Bola de Sebo se estremeció, se volvió:

—Soy yo.

—Señorita, el oficial prusiano desea hablar con usted inmediatamente.

—¿Conmigo?

—Sí, si es usted la señorita Élisabeth Rousset.

Turbada, reflexionó un momento, luego dijo con decisión:

—Es posible, pero no iré.

Se produjo un rebullicio en torno a ella; todos discutían, preguntándose el porqué de aquella orden. El conde se acercó:

—Comete un error, señora, pues su negativa puede acarrear graves molestias, no sólo a usted misma, sino también a todos sus compañeros. Nunca hay que resistirse a quien es más fuerte que uno. Esta llamada seguro que no es peligrosa; será sin duda por alguna formalidad olvidada.

Todos se unieron a él, le rogaron, la presionaron, la sermonearon y terminaron por convencerla; pues todos temían las complicaciones que pudieran derivarse de una cabezonería. Finalmente ella dijo:

—Estén seguros de que sólo lo hago por ustedes.

La condesa le tomó la mano:

—Y nosotros le estamos agradecidos por ello.

Bola de Sebo salió. Los otros la esperaron para sentarse a la mesa. Todos se lamentaban de no haber sido elegidos en vez de aquella muchacha impetuosa e irascible, y preparaban mentalmente algunas bellaquerías por si se les llamaba.

Al cabo de diez minutos reapareció resoplando, congestionada, fuera de sí. Balbuceaba:

—¡Oh, el muy canalla, el muy canalla!

Todos estaban ansiosos por saber, pero ella no abrió la boca; y ante las insistencias del conde respondió, con mucha dignidad:

—Son cosas que no le incumben, no puedo decírselo.

Entonces se sentaron en torno a una gran sopera de la que salía un olor a col. A pesar del incidente, la cena fue alegre. La sidra era buena y tomaron de ella, para ahorrar, el matrimonio Loiseau y las monjas. El resto pidió vino; Cornudet tomó cerveza. Tenía éste una manera particular de descorchar la botella, de hacer espumar el líquido, de observarlo inclinando el vaso y alzándolo luego a contraluz entre la lámpara y el ojo para apreciar bien el color. Mientras bebía, su gran barba, que había conservado el matiz de su bebida favorita, parecía estremecerse de ternura; torcía sus ojos para no perder de vista el vaso y parecía cumplir la única función para la que había nacido. Se hubiera dicho que dentro de sí hacía un cotejo y que encontraba una especie de afinidad entre las dos grandes pasiones que dominaban su vida: la cerveza y la revolución; seguramente no podía probar la primera sin pensar en la segunda.

El matrimonio Follenvie comía en un extremo de la mesa. El hombre, que emitía un estertor como de locomotora escacharrada, sentía el pecho demasiado oprimido para poder hablar mientras comía; pero la mujer no se estaba callada un momento. Contó todas sus impresiones sobre la llegada de los prusianos, sobre lo que hacían y decían, expresando su odio primero porque le costaban dinero y luego porque tenía dos hijos en el frente. Se dirigía sobre todo a la condesa, halagada de poder hablar con una verdadera señora.

Bajaba la voz cuando tenía que decir ciertas cosas delicadas y de vez en cuando su marido la interrumpía: «Mejor sería que te callaras, señora Follenvie». Pero ella hacía caso omiso y continuaba:

—Sí, señora, esa gente no hace más que comer patatas y cerdo, cerdo y patatas. Y no vaya a creer que son limpios. ¡Oh, no! Defecan por todas partes, con perdón. Y tendría que verles cuando hacen instrucción, durante horas y días seguidos; se reúnen en un campo: y de frente, media vuelta, vuelta aquí y vuelta allá. ¡Si al menos cultivasen la tierra, o trabajasen en los caminos de su país! Pero no, señora, esos militares no son de provecho para nadie. ¡El pueblo llano debe mantenerlos para que aprendan sólo a masacrar! Yo no soy más que una vieja sin instrucción, es cierto, pero cuando les veo derrengarse haciendo ejercicio de la mañana a la noche, me digo: «¡Y pensar que hay gente que para ser útil se dedica a hacer descubrimientos, mientras que únicamente se esfuerza en hacer daño! La verdad, ¿no es algo abominable matar gente, ya sean prusianos, ingleses, polacos o franceses? Si uno se venga de quien le ha hecho un daño comete un error y de hecho se le condena; pero cuando exterminan a nuestros chicos como si fueran piezas de caza, con fusiles, entonces se ve que está bien, pues incluso dan una medalla a quien se carga más. ¡Esto no conseguiré comprenderlo nunca!».

Cornudet alzó la voz:

—La guerra es una barbarie cuando se arremete contra un vecino pacífico; es un deber sagrado cuando se defiende a la patria.

La vieja bajó la cabeza:

—Sí, cuando uno se defiende es otra cosa; pero, entonces, ¿no sería mejor matar a todos los reyes que hacen la guerra por simple gusto?

La mirada de Cornudet se encendió:

—Bravo, ciudadana —dijo.

Carré-Lamadon estaba reflexionando profundamente. No obstante su fanatismo por los grandes capitanes, el buen sentido de aquella campesina le había hecho pensar en el bienestar que habrían traído al país tantos brazos inactivos, y por consiguiente ruinosos, tantas fuerzas que se mantienen improductivas, si se las empleara en los grandes trabajos industriales que requerirán siglos en ser terminados.

En cambio, Loiseau, levantándose de su sitio, fue a hablar bajito con el hotelero. El hombretón reía, tosía, escupía; su enorme vientre brincaba de gozo con las gracias de su interlocutor, y le compró seis tonelillos de burdeos para la primavera, cuando los prusianos se hubieran ido.

Recién acabada la cena, muertos de cansancio, se fueron a dormir.

Sin embargo, Loiseau, que había estado al tanto de todo, hizo meterse en la cama a su mujer, luego pegó ya el oído, ya el ojo al ojo de la cerradura, para tratar de descubrir lo que él llamaba «los misterios del pasillo».

Al cabo aproximadamente de una hora, oyó un frufrú, miró enseguida y vio a Bola de Sebo, que parecía más rellenita aún debajo de una bata de casimir azul, ribeteada de puntillas blancas. Sostenía en la mano una bujía y se dirigía hacia la puerta con el número elocuente al fondo del pasillo. Pero una puerta, justo al lado, se entreabrió y cuando, al cabo de algunos minutos, volvió, Cornudet la siguió en mangas de camisa. Hablaban bajito, luego se detuvieron. Bola de Sebo parecía defender la entrada de su habitación enérgicamente. Por desgracia, Loiseau no conseguía captar las palabras, pero finalmente, dado que los dos alzaban la voz, percibió algo. Cornudet insistía vivamente. Decía:

—Vamos, no sea tonta, ¿qué más le da?

Ella parecía indignada, y respondió:

—No, querido, hay momentos en que esas cosas no se hacen; y además, aquí, sería una vergüenza.

Indudablemente el otro no comprendía, y preguntó el porqué. Ella entonces se enojó, levantando más el tono de voz:

—¿Que por qué? ¿No comprende por qué? ¿Cuando hay prusianos en el hotel y tal vez en la habitación de al lado?

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