Volvió a subir diez minutos después con otra hornada de vecinas y, tras haber vuelto a sacudir el boj sobre la cama de la suegra y haber rezado, lagrimeado y cumplido con todos sus deberes, al darse la vuelta vio de nuevo a sus dos hijos, que habían regresado detrás de ella. Les dio un capón por deber de conciencia; pero la vez siguiente no se preocupó más de ellos; y, a cada nuevo grupo de visitantes, los dos críos iban detrás, arrodillándose también en un rincón y repitiendo invariablemente todo cuanto veían hacer a su madre.
A primera hora de la tarde, la afluencia de curiosos disminuyó. Pronto no vino ya nadie. La señora Caravan, vuelta abajo, se ocupaba de preparar la ceremonia fúnebre; y la muerta se quedó sola.
La ventana del aposento estaba abierta. Entraba un tórrido calor con nubes de polvo; las llamas de las cuatro velas se agitaban junto al cuerpo inmóvil; y sobre la sábana, sobre la cara con los ojos cerrados, sobre las dos manos extendidas, unas pequeñas moscas trepaban, iban y venían, se paseaban sin cesar, visitaban a la anciana, esperando su hora próxima.
Marie-Louise y Philippe-Auguste se habían ido a zanganear por la avenida. No tardaron en verse rodeados de compañeros, niñas sobre todo, más despiertas y predispuestas a presentir los misterios de la vida. Hacían preguntas como las personas mayores: «¿Ha muerto tu abuela?». «Sí, ayer por la noche.» «¿Y cómo es un muerto?» Entonces, Marie-Louise daba explicaciones, describía las velas, el boj, el semblante. Se despertó en todos los chicos una gran curiosidad, y pidieron subir también ellos a donde estaba la difunta.
Enseguida Marie-Louise organizó una primera expedición, cinco chicas y dos chicos: los mayores, los más valientes. Les obligó a quitarse los zapatos para que no les descubrieran: el grupo penetró en la casa y subió ligero como un ejército de ratones.
Una vez en el cuarto, la chiquilla, imitando a su madre, dispuso el ceremonial. Guió solemnemente a sus compañeros, se arrodilló, se santiguó, movió los labios, se incorporó, asperjó el lecho y, mientras los niños, en apretado grupo, se acercaban entre espantados, llenos de curiosidad y extasiados, para contemplar el rostro y las manos, ella fingió de repente sollozar, cubriéndose los ojos con el pañuelito. No tardó en consolarse pensando en los que aguardaban en la puerta, y se llevó a la carrera a los visitantes, trayendo enseguida a otro grupo y luego a un tercero, dado que todos los golfillos del lugar, y hasta los pequeños mendigos harapientos, acudían a disfrutar de la nueva diversión; y ella volvía a hacer cada vez, con absoluta perfección, las fingidas muecas maternas.
A la larga, se cansó. Otro juego llevó a otra parte a los niños; y la anciana abuela se quedó sola, completamente olvidada por todos.
Las sombras invadieron la habitación, y en su rostro seco y arrugado las trémulas llamitas de las velas hacían bailar unos claros destellos.
Hacia las ocho, subió Caravan, cerró la ventana y cambió las velas. Entraba ahora ya tranquilamente, acostumbrado a ver el cadáver, como si llevara allí meses. Constató incluso que no aparecía aún signo alguno de descomposición y se lo hizo notar a su mujer cuando se sentaron a la mesa para la cena. Ella respondió:
—Ya lo creo: es de madera; se conservaría así durante un año entero.
Se tomaron las sopas sin pronunciar palabra. Los niños, dejados libres durante todo el día, extenuados de cansancio, dormitaban en sus sillas y todos estaban en silencio.
De repente la claridad del quinqué disminuyó.
La señora Caravan se apresuró a girar la llave para subir la mecha; pero el aparato emitió un ruido cavernoso, como de quien carraspea, y la luz se apagó. ¡Se habían olvidado de comprar aceite! Ir a la droguería retrasaría la cena: buscaron unas velas, pero habían quedado tan sólo las encendidas arriba, sobre la mesilla de noche.
La señora Caravan, rápida en sus decisiones, mandó enseguida a Marie-Louise a coger dos; y la esperaron en la oscuridad.
Se oían claramente los pasos de la chiquilla que subía la escalera. A continuación se produjo un silencio de unos segundos; luego la niña bajó precipitadamente. Abrió la puerta, aterrada, más trastornada aún que la víspera al anunciar la catástrofe, y murmuró, sin aliento:
—¡Oh, papá, la abuela se está vistiendo!
Caravan se alzó con tal sobresalto que mandó su silla contra la pared. Balbució:
—Pero ¿qué dices? ¿Qué estás diciendo?
Marie-Louise, estrangulada por la emoción, repitió:
—Que la abuela…, la abuela se está vistiendo…, está a punto de bajar.
Él se lanzó escaleras arriba como un loco, seguido por su estupefacta mujer; pero se detuvo delante de la puerta del segundo piso, temblando del miedo, sin valor para entrar. ¿Qué iba a ver? La señora Caravan, más atrevida, giró el pomo y entró en la habitación.
La estancia parecía más oscura; y, en medio, se movía una gran forma enjuta. Era la anciana, de pie: al despertarse del sueño letárgico, antes incluso de recobrar plenamente el conocimiento, volviéndose de lado e incorporándose sobre un codo, había apagado tres de las cuatro velas que ardían junto al lecho fúnebre. Luego, recobrando fuerzas, se había puesto en pie para buscar su ropa. Primero la desaparición de su cómoda la había dejado desconcertada, luego había encontrado su ropa dentro del arcón de madera y se había vestido tan tranquila. Tras haber derramado el agua del platito y haber devuelto el boj detrás del espejo y las sillas a su sitio, se disponía a bajar, cuando aparecieron ante ella su hijo y su nuera.
Caravan se lanzó hacia delante, le cogió las manos, la besó con lágrimas en los ojos, mientras detrás de él su mujer repetía con tono hipócrita:
—¡Qué suerte, oh!, ¡qué suerte!
Pero la anciana, sin conmoverse ni dar muestras siquiera de comprender, rígida como una estatua, con la mirada gélida, se limitó a decir:
—¿Está lista la cena?
Él balbució, fuera de sí:
—Claro, mamá, te estábamos esperando.
Y, con insólita solicitud, la cogió del bracete, mientras la señora Caravan joven, vela en mano, les alumbraba por la escalera, bajando delante de ellos, andando de espaldas, escalón tras escalón, como había hecho esa misma noche delante del marido que llevaba el tablero de mármol.
A punto estuvo en el primer piso de chocar con las personas que subían. Eran su familia de Charenton: la señora Braux seguida de su marido.
La mujer, alta y gorda, con una barriga de hidrópica que le desplazaba el busto hacia atrás, puso unos ojos como platos, dispuesta a escapar. Su marido, un zapatero socialista, un hombrecillo velludo hasta la nariz, una especie de simio, murmuró sin emoción:
—¿Y ahora qué? ¿Ha resucitado?
En cuanto la señora Caravan les hubo reconocido, hizo signos desesperados; luego, en voz alta, dijo:
—¡Vaya, habéis venido, qué grata sorpresa!
La señora Braux, patidifusa, no entendía nada; y respondió a media voz:
—Hemos venido por el telegrama; creíamos que había fallecido.
Su marido, detrás de ella, le daba pellizcos para hacerla callar. Luego dijo con una sonrisa maliciosa disimulada por la poblada barba:
—Ha sido muy amable por vuestra parte habernos invitado; hemos venido enseguida —en alusión a la hostilidad que reinaba desde hacía tiempo entre las dos familias.
Luego, mientras la anciana llegaba a los últimos escalones, fue presta a su encuentro, le frotó contra las mejillas el pelo que le cubría el rostro y le gritó al oído, a causa de su sordera:
—¿Cómo va, mamá? Usted siempre tan fuerte, ¿eh?
La señora Braux, asombrada de encontrar viva y coleando a la que esperaba ver muerta, no osaba siquiera abrazarla, y su vientre enorme obstruía todo el rellano, impidiendo a los otros avanzar.
La anciana, inquieta y suspicaz, pero sin abrir la boca en ningún momento, miraba a toda aquella gente que la rodeaba, y sus ojillos grises, duros y escrutadores, miraban fijamente ya a éste, ya a aquél, llenos de visibles pensamientos que incomodaban a sus hijos.
Para dar una explicación, Caravan dijo:
—Se ha sentido un poco indispuesta, pero ahora se encuentra muy bien, muy bien, ¿verdad, mamá?
Entonces la buena de la mujer, echando a andar, respondió con su voz cascada y que parecía venir de lejos:
—Ha sido un síncope; oía todo lo que decíais.
Siguió un silencio embarazoso. Entraron en el comedor y se sentaron delante de una cena improvisada en pocos minutos.
Sólo el señor Braux había conservado su aplomo. Su cara de gorila malo era una pura mueca; y soltaba frases de doble sentido que incomodaban a todos.
El timbre de la entrada sonaba a cada momento; y Rosalie, azoradísima, iba a buscar a Caravan, que se levantaba arrojando la servilleta. Su cuñado le preguntó incluso si era aquél el día que recibían. Él balbució:
—No, nada, simples recados.
Llegó un paquete y lo abrió atolondradamente: aparecieron las esquelas de defunción, enmarcadas de negro. Entonces, enrojeciendo hasta las cejas, cerró el envoltorio y se lo metió dentro del chaleco.
Su madre no lo había visto; miraba obstinadamente su péndulo cuyo boliche dorado se balanceaba sobre la chimenea. Y la incomodidad fue en aumento en medio de un silencio glacial.
Entonces la anciana, volviendo hacia su hija su cara arrugada de bruja, dijo, con un destello de malicia en la mirada:
—El lunes tráeme a tu pequeña, me gustaría verla.
La señora Braux, con el rostro radiante, exclamó:
—Sí, mamá —mientras la señora Caravan joven palidecía y se sentía desfallecer de la angustia.
Mientras tanto los hombres, poco a poco, comenzaron a charlar; y, casi sin motivo, entablaron una discusión de política. Braux, que profesaba doctrinas revolucionarias y comunistas, se agitaba, con los ojos encendidos en su peludo rostro, gritando:
—¡La propiedad, señor mío, es un robo al obrero; la tierra pertenece a todo el mundo; la herencia es una infamia y una vergüenza…!
Pero se detuvo bruscamente, confuso como un hombre que acaba de decir una sandez; luego, en un tono más suave, añadió:
—Pero no es momento éste de discutir de estas cosas.
La puerta se abrió; apareció el
doctor
Chenet. Durante un instante pareció espantado, pero se recobró enseguida y, acercándose a la anciana, dijo:
—Ah, la mamá está hoy bien. Me lo temía, ¿saben? Justo cuando subía las escaleras, pensaba: «Apuesto algo a que la abuela está de pie. —Y dándole una palmadita en la espalda, añadió—: Está fuerte como el Pont-Neuf; nos enterrará a todos, ya verán».
Se sentó, aceptó el café que le ofrecían y se inmiscuyó enseguida en la conversación entre los dos hombres, apoyando a Braux, porque también él había tomado parte en la Comuna.
La anciana, sintiéndose cansada, quiso retirarse. Caravan acudió presuroso. Entonces ella le clavó los ojos en la cara y le dijo:
—En cuanto a ti, devuélveme enseguida la cómoda y el reloj.
Y mientras él balbuceaba: «Sí, mamá», la anciana se apoyó en el brazo de su hija y desapareció con ella.
Los dos Caravan estaban espantados, mudos, hundidos en un terrible desastre, mientras que Braux se frotaba las manos tomando a sorbitos el café.
De repente la señora Caravan, enloquecida de ira, se arrojó sobre él, aullando:
—Es usted un ladrón, un bribón, un canalla… Le escupo a la cara, le…, le…
No encontraba las palabras, se sofocaba; pero él reía mientras seguía bebiendo.
En ese momento bajó su mujer y se lanzó hacia su cuñada; ambas, la una enorme con su barrigón amenazante, la otra epiléptica y flaca, con la voz alterada, las manos temblorosas, se vomitaron torrentes de injurias.
Chenet y Braux se interpusieron y este último, aferrando a su media naranja por los hombros, la empujó hacia fuera gritando:
—¡Vamos, so burra, que rebuznas demasiado!
Se les oyó pelearse en la calle mientras se alejaban.
El señor Chenet se despidió.
Los Caravan se quedaron cara a cara.
Entonces el hombre se dejó caer sobre una silla con un sudor frío en las sienes y murmuró:
—¿Qué voy a decirle a mi jefe?
I
Hacía tan buen tiempo que la gente de la alquería había comido más deprisa que de costumbre para volver a los campos.
Rose, la moza de servicio, se quedó sola en la espaciosa cocina, donde un rescoldo se estaba apagando en el hogar, bajo el caldero lleno de agua caliente. De vez en cuando sacaba una poca y fregaba sin prisas la vajilla, interrumpiéndose para mirar los dos recuadros luminosos que el sol, a través de la ventana, proyectaba sobre la larga mesa, en los que se veían las imperfecciones de los cristales.
Tres osadísimas gallinas buscaban migas por debajo de las sillas. Olores a corral, un tibio tufo a establo entraban por la puerta entreabierta; y en el silencio del calurosísimo mediodía se oía cantar a los gallos.
Terminadas las tareas domésticas, y tras haber secado la mesa, limpiado la chimenea y guardado los platos en el alto aparador del fondo, próximo al reloj de madera de sonoro tictac, la muchacha respiró, algo aturdida, un poco acongojada sin saber por qué. Miró las paredes renegridas de arcilla, las vigas tiznadas del techo del que colgaban telarañas, arenques ahumados y ristras de cebollas; luego se sentó, molesta por los rancios olores que el calor del día hacía emanar del suelo de tierra batida donde se habían secado tantas cosas derramadas a lo largo de los años. Mezclábase con ello también el olor acre de la leche que formaba nata al fresco en el cuarto de al lado. Quiso ponerse a coser como solía, pero le faltaron las fuerzas y salió a la puerta a que le diera el aire.
Entonces, acariciada por la luz ardiente, sintió el corazón transido de dulzura, los miembros invadidos de una sensación de bienestar.
Delante de la puerta, el estiércol exhalaba de continuo un ligero vaho reverberante. Las gallinas se revolcaban encima, tumbadas de costado, escarbando un poco con una sola pata para encontrar algún gusano. En medio de ellas se erguía el gallo, soberbio. De tanto en tanto elegía una y daba vueltas en torno a ella con un leve cloqueo de reclamo. La gallina se alzaba con desgana y lo recibía tranquila, doblando las patas y sosteniéndolo sobre las alas; luego se sacudía el plumaje del que salía polvo, y volvía a echarse sobre el estiércol, mientras el gallo cantaba, enumerando sus triunfos; y desde todos los corrales los otros gallos le respondían, casi lanzándose desafíos amorosos de una alquería a otra.
La criada los miraba sin pensar; luego alzó los ojos y quedó deslumbrada por el fulgor de los manzanos en flor, blancos como cabezas empolvadas.
De repente un potrillo, loco de alegría, pasó por delante de ella al galope. Dio dos vueltas alrededor de las regueras arboladas, se detuvo a continuación de golpe y volvió la cabeza, como si se asombrara de estar solo.
También ella sentía grandes ganas de correr, una necesidad de moverse y al mismo tiempo de tumbarse, de estirar los miembros, de descansar en el aire inmóvil y caluroso. Dio unos pasos, indecisa, con los ojos cerrados, embargada de un bienestar animal; luego se fue sin prisas a buscar los huevos al gallinero. Había trece, los cogió y se los llevó. Tras guardarlos en el aparador, los olores de la cocina la molestaron de nuevo, así que salió para ir a sentarse en la hierba un rato.
El corral de la alquería, cerrado por los árboles, parecía sumido en el sueño. La alta hierba, donde las flores amarillas de los dientes de león resplandecían como luces, era de un verde intenso, un verde novísimo de primavera. La sombra de los manzanos se concentraba en torno a sus pies; y las techumbres de paja trillada de los edificios, en cuyo alto despuntaban unos lirios de hojas lanceoladas, humeaban un poco, como si la humedad de las cuadras y de los graneros se hubiera filtrado a través de la paja.
La sirvienta se acercó al cobertizo donde se guardaban los carretones y los vehículos. Había allí, delante de la vaguada, un gran hoyo verde lleno de violetas que expandían su olor y, más allá del ribazo, se veían la campiña, un vasto llano donde crecían las mieses, con pequeñas arboledas diseminadas y, de vez en cuando, en lontananza, pequeños grupos de labradores, diminutos como muñequitas, caballos blancos como de juguete, que tiraban de un arado de niño, guiado por un hombrecito de un dedo de alto.
Fue a coger una gavilla de paja al granero y la echó dentro del hoyo para sentarse encima; pero no estaba cómoda, por lo que la desató, esparció la paja y se tumbó boca arriba, con los brazos bajo la cabeza y las piernas extendidas.
Cerró los ojos lentamente, amodorrada en un delicioso abandono. Estaba a punto de dormirse cuando sintió que dos manos le cogían los pechos y se incorporó de golpe. Era Jacques, el mozo de labranza, un picardo alto y bien plantado, que la cortejaba desde hacía un tiempo. Aquel día trabajaba en el aprisco y, habiéndola visto tumbarse a la sombra, llegó a la chita callando, conteniendo la respiración, con los ojos brillantes y alguna que otra brizna de paja en el pelo.
Intentó besarla, pero la muchacha, robusta como él, le dio una bofetada, y él, taimado, suplicó clemencia. Entonces se sentaron uno al lado del otro y se pusieron a charlar amistosamente. Hablaron del tiempo, favorable para la cosecha, de la añada, que se anunciaba buena, del amo, un buen hombre, luego del vecindario, de todo el pueblo, de ellos mismos, de su aldea, de su juventud, de sus recuerdos, de sus padres a los que habían dejado por mucho tiempo, quizá para siempre. Ella se emocionaba ante aquellos pensamientos, y él, con su idea fija en la cabeza, se iba acercando, se rozaba contra ella estremecido, lleno de deseo. Ella decía:
—Hace mucho que no veo a mi madre; es muy duro estar separadas tanto tiempo.
Y su mirada perdida miraba a lo lejos, a través del espacio, hasta el pueblo que había dejado allí, en el Norte.
De improviso, él la cogió por el cuello y la besó de nuevo; pero ella le golpeó tan fuerte con el puño cerrado en pleno rostro que le hizo sangrar la nariz. Él se levantó y fue a apoyar la cabeza en el tronco de un árbol; ella se compadeció y, acercándose, le preguntó:
—¿Te duele?
Él rompió a reír. No, no era nada; sólo que le había dado justo en pleno rostro. Él susurraba: «¡Condenado demonio!» y la miraba con admiración, presa de un respeto, de un sentimiento nuevo, germen del verdadero amor, por aquella gallarda y recia moza.
Cuando la nariz dejó de sangrarle, él le propuso dar una vuelta, temiéndose, si se quedaban el uno al lado del otro, el duro puñetazo de ella. Pero por propia iniciativa ella le tomó del brazo, como hacen los novios cuando van por la tarde de paseo por la alameda, y le dijo:
—No está bien, Jacques, despreciarme así.
Él protestó. No la despreciaba en absoluto: simplemente estaba enamorado, eso era todo.
—Entonces, ¿quieres casarte conmigo? —preguntó ella.
Él dudó, luego se puso a mirarla de soslayo mientras ella mantenía la mirada perdida a lo lejos. Tenía las mejillas coloradas y llenas, un pecho generoso que hinchaba la indiana de su blusa, los labios gruesos y frescos, y el escote, muy pronunciado, estaba perlado de gotitas de sudor. Sintió que volvía a dominarle el deseo y le susurró al oído:
—Sí que quiero.
Entonces ella le echó los brazos al cuello y le besó tan largamente que se quedaron ambos sin aliento.
A partir de aquel momento comenzó entre ellos la eterna historia de amor. Bromeaban en los rincones; se citaban al claro de luna, al abrigo de un almiar, y se hacían por debajo de la mesa morados en las piernas con sus zapatones claveteados.
Luego, poco a poco, Jacques pareció cansarse de ella; la evitaba, no le hablaba ya ni buscaba estar a solas con ella. Entonces a ella le entraron dudas y una gran tristeza; y, al cabo de un tiempo, se dio cuenta de que estaba encinta.
Primero se quedó consternada, luego la dominó una ira que iba en aumento de día en día, porque no conseguía ya verle, tanto cuidado ponía él en evitarla.
Hasta que finalmente, una noche, mientras todos dormían en la alquería, ella salió sin hacer ruido, en enaguas y descalza, atravesó el patio y llegó hasta la puerta del establo donde Jacques estaba tumbado en el pajar, encima de sus caballos. Al oírla llegar, él fingió roncar; pero ella trepó hasta llegar a su lado y lo zarandeó hasta que él se incorporó.
Cuando se hubo sentado, preguntando: «¿Qué quieres?», le dijo ella entre dientes, temblando de furia:
—¿Que qué quiero? Quiero que te cases conmigo, porque me lo prometiste.
Él se echó a reír y contestó:
—¿De veras? Si hubiera que casarse con todas las chicas con las que se hace algo, apañados íbamos a estar.
Pero ella le agarró por la garganta, le derribó sin que él pudiera librarse de su salvaje apretón y, estrangulándolo, le gritó muy cerca de la cara:
—Estoy embarazada, ¿comprendes? ¡Embarazada!
Él jadeaba, sofocado; y se quedaron los dos inmóviles, mudos en la silenciosa oscuridad tan sólo turbada un poco por el ruido de las quijadas de un caballo que tiraba de la paja del pesebre y la masticaba despacito.
Jacques comprendió que ella era la más fuerte y balbució:
—De acuerdo, me casaré contigo si así están las cosas.
Pero ella ya no creía en sus promesas.
—Enseguida —dijo—, que se publiquen las amonestaciones.
Él contestó:
—Enseguida.
—Júralo por Dios.
Él vaciló unos instantes y luego se decidió:
—Lo juro por Dios.
Entonces ella aflojó los dedos y, sin añadir palabra, se marchó.
Durante unos días no consiguió hablar con él y, dado que el establo estaba ahora cerrado todas las noches con llave, ella no se arriesgaba a armar ruido por temor a un escándalo.
Hasta que, una mañana, vio llegar a la mesa a otro mozo. Le preguntó:
—¿Se ha ido Jacques?
—Sí —dijo el otro—, yo le sustituyo.
Le entró un temblor tan fuerte que ya no conseguía desenganchar el caldero; y cuando todos se fueron al trabajo subió a su cuarto y lloró con el rostro contra la almohada para que no la oyeran.
Durante el día trató de recabar información sin despertar sospechas, pero la obsesionaba tanto el pensamiento de su desgracia que creía ver reír maliciosamente a todas las personas a las que preguntaba. Por lo demás, no pudo enterarse de nada, salvo de que había abandonado definitivamente la región.
II
Comenzó entonces para ella una vida de continuo tormento. Trabajaba como una máquina, sin pensar en lo que hacía, con una idea fija en la cabeza: «¡Si llegaran a enterarse!».
Esta obsesión constante no la dejaba ya razonar, hasta el punto de que no buscaba siquiera la manera de evitar ese escándalo que sentía acercarse cada día más, irreparable y seguro como la muerte.
Todas las mañanas se levantaba mucho antes que los demás y, con una tenacidad encarnizada, trataba de mirar su talle en un trocito de espejo roto que le servía para peinarse, muy ansiosa por saber si no sería aquel el día que se le notaría.
Y, durante la jornada, interrumpía constantemente su trabajo para observar de arriba abajo si el volumen de su vientre no le alzaba excesivamente el delantal.
Pasaban los meses. Ya casi no hablaba y, cuando se le preguntaba alguna cosa, no comprendía, asustada, con la mirada alelada y las manos temblorosas, lo cual le hacía decir al amo:
—¡Pobre hija, qué tonta estás desde hace un tiempo!
En la iglesia, se ocultaba tras una pilastra y ya no tenía el valor de confesarse, por temor al párroco, a quien atribuía el poder sobrehumano de leer en las conciencias.
En la mesa se sentía ahora morir si sus compañeros la miraban, y siempre se imaginaba que era descubierta por el vaquero, un mocetón precoz y taimado que no le quitaba sus ojos relucientes de encima.
Una mañana, el cartero le entregó una carta. Nunca había recibido ni una y se quedó tan trastornada que tuvo que sentarse. ¿Acaso era de él? Pero como no sabía leer se quedó ansiosa y temblando delante de aquel papel emborronado de tinta. Se lo guardó en el bolsillo, al no atreverse a confiar su secreto a nadie; y a menudo dejaba de trabajar para mirar largamente aquellas líneas uniformemente espaciadas que terminaban en una firma, imaginándose de forma confusa que de pronto comprendería su sentido. Finalmente, sintiéndose enloquecer de impaciencia e inquietud, fue a ver al maestro de escuela, que la hizo sentarse y leyó:
Mi querida hija: La presente es para anunciarte que estoy muy mala; nuestro vecino, el señor Dentu, ha tomado la pluma para decirte que vengas si te es posible.
En nombre de tu queridísima madre
,
Césaire Dentu, vicealcalde
Ella no dijo una palabra y se fue; pero apenas estuvo sola, se dejó caer a la vera del camino, con las piernas rotas; y allí se quedó hasta el anochecer.
Cuando volvió a casa, contó su desgracia a su amo, que la dejó irse por el tiempo que fuera menester, prometiendo que mandaría a una jornalera que hiciera sus tareas y que la volvería a tomar a su vuelta.
Su madre agonizaba; murió el mismo día de llegar ella; y, al siguiente, Rose daba a luz a un niño sietemesino, un pequeño esqueleto espantoso, tan escuálido que daba miedo verlo y parecía sufrir continuamente, porque contraía dolorosamente sus pobres manitas, descarnadas como las patas de un cangrejo.
No obstante, vivió.
Ella contó que se había casado, pero que no podía ocuparse del niño, y se lo dejó a unos vecinos que prometieron cuidarlo bien.