Cuentos del planeta tierra (17 page)

Read Cuentos del planeta tierra Online

Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

BOOK: Cuentos del planeta tierra
3.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

El doctor Elwin carraspeó detrás de él.

—En marcha, George —dijo pausadamente, con la voz sofocada por el filtro de oxígeno—. Tenemos que estar de vuelta antes de que empiecen a buscarnos.

Se despidieron en silencio de todos los que habían estado allí antes que ellos, volvieron la espalda a la cumbre e iniciaron el suave descenso. La noche, que había sido brillantemente clara hasta entonces, se estaba haciendo más oscura: algunas nubes altas pasaban tan rápidamente por delante de la Luna que su luz se apagaba y encendía de tal manera que a veces resultaba difícil ver el camino. A Harper no le gustó el cariz que tomaba el tiempo y empezó a revisar mentalmente sus planes. Tal vez sería mejor dirigirse al refugio del South Col, en vez de tratar de llegar al pabellón. Pero no dijo nada al doctor Elwin para no alarmarle inútilmente.

Ahora estaban pasando por una cresta rocosa, con una oscuridad total a un lado y el débil resplandor de la nieve al otro. Harper no pudo dejar de pensar que sería un lugar terrible si les sorprendía una tormenta.

Apenas había tenido tiempo de concebir esta idea cuando se desencadenó el vendaval. Llegó aullando una ráfaga de aire, como si la montaña hubiese estado acumulando fuerzas para este momento. Nada podían hacer; aunque hubiesen poseído su peso normal, habrían sido levantados de sus pies. En pocos segundos, el viento los lanzó al oscuro vacío.

Era imposible calcular la profundidad de aquel abismo; cuando Harper se obligó a mirar hacia abajo, no pudo ver nada. Aunque el viento parecía transportarlo casi horizontalmente, sabía que debía estar cayendo. Su peso reducido le haría caer a una cuarta parte de la velocidad normal. Pero aun así sería excesiva; si caía mil metros, sería poco consuelo saber que sólo parecerían doscientos cincuenta.

Todavía no había tenido tiempo de sentir miedo (esto vendría más tarde, si sobrevivían) y su principal preocupación, por absurda que parezca, era que el costoso levitador podía estropearse. Se había olvidado completamente de su compañero, pues en esta clase de situación la mente sólo puede pensar en una cosa cada vez. El súbito tirón de la cuerda de nailon le causó extrañeza y alarma. Entonces vio que el doctor Elwin giraba lentamente a su alrededor en el extremo de la cuerda, como un planeta dando vueltas alrededor del sol.

Aquella visión le volvió a la realidad y se puso a pensar en lo que había que hacer. Su parálisis había durado probablemente una fracción de segundo. Gritó, contra el viento:

—¡Doctor! ¡Utilice el elevador de emergencia!

Mientras hablaba, buscó el cierre de su unidad de control, la abrió y apretó el botón.

La mochila empezó a zumbar inmediatamente como una colmena de abejas irritadas. Sintió que las correas tiraban de su cuerpo como si tratasen de elevarle hacia el cielo, lejos de la muerte invisible que le esperaba allá abajo. La sencilla aritmética del campo gravitatorio de la Tierra apareció en su mente, como escrita con caracteres de fuego. Un kilovatio podía levantar un peso de cien kilos a un metro por segundo, y las mochilas podían convertir energía a un ritmo máximo de diez kilovatios, aunque esto no podía mantenerse durante más de un minuto. Así pues, dada su inicial reducción de peso, se elevaría a una velocidad superior a treinta metros por segundo.

Se produjo un violento tirón en la cuerda cuando quedó tensa. El doctor Elwin había estado lento en pulsar el botón de emergencia, pero al fin también él ascendió. Sería una carrera entre la fuerza de ascensión de sus unidades y el viento que los empujaba hacia la cara helada del Lhotse, que ahora estaba a menos de trescientos metros.

La pared de roca surcada de nieve se alzaba sobre ellos a la luz de la luna como una ola de piedra helada. Era imposible calcular exactamente su velocidad, pero difícilmente podían moverse a menos de ochenta kilómetros por hora. Aunque sobreviviesen al impacto, sufrirían graves lesiones, y aquí las lesiones equivaldrían a la muerte.

Cuando parecía que la colisión era inevitable, la corriente de aire ascendió de pronto hacia el cielo, arrastrándoles con ella. Pasaron a unos tranquilizadores quince metros de la arista rocosa. Parecía un milagro, pero, después del primer instante de alivio, Harper se dio cuenta de que lo que los había salvado había sido simplemente la aerodinámica. El viento había tenido que levantarse para pasar por encima de la montaña; al otro lado, descendería de nuevo. Pero esto ya no importaba, porque el cielo, delante de ellos, estaba vacío.

Ahora se movían suavemente entre las nubes. Aunque su velocidad no se había reducido, había cesado el rugido del viento pues viajaban con él en el vacío. Incluso podían conversar sin esforzarse a través del espacio de diez metros que les separaba.

—¡Doctor Elwin! —gritó Harper—, ¿está usted bien?

—Sí, George —dijo el científico, perfectamente tranquilo—. Y ahora, ¿qué hacemos?

—No debemos elevarnos más. Si seguimos subiendo, no podremos respirar, ni siquiera con los filtros.

—Tienes razón. Tenemos que estabilizarnos.

El fuerte zumbido de las mochilas se redujo a un sonido eléctrico apenas audible cuando cortaron los circuitos de emergencia. Durante unos minutos subieron y bajaron en su cuerda de nailon (primero, uno arriba; después, el otro), hasta que consiguieron ponerse a la misma altura. Cuando por fin se estabilizaron, volaban un poco por debajo de los nueve mil metros. A menos de que fallasen los Lewies (cosa muy posible, después de la sobrecarga), no corrían peligro inmediato.

Los apuros empezarían cuando tratasen de volver a la tierra.

Ningún hombre había visto jamás un amanecer más extraño. Aunque estaban cansados y entumecidos de frío, y tenían irritada la garganta por la sequedad del aire enrarecido, olvidaron todas estas incomodidades al extenderse el primer y débil resplandor a lo largo del mellado horizonte del este. Las estrellas se apagaron una a una; la última en desaparecer, sólo minutos antes de que saliera el sol, fue la más brillante de todas las estaciones espaciales: la Pacífico Número Tres, a treinta y cinco kilómetros por encima de Hawai. Entonces se elevó el sol sobre un mar de picachos sin nombre y amaneció el día en el Himalaya.

Era como observar la salida del sol en la Luna. Al principio sólo las montañas más altas captaron los rayos sesgados, mientras que los valles circundantes permanecían en oscura sombra. Pero la línea de luz fue descendiendo poco a poco por las vertientes rocosas, y una tierra dura y amenazadora fue despertando al nuevo día.

Si se aguzaba la mirada, podían verse señales de vida humana. Había algunos caminos estrechos, finas columnas de humo en pueblos solitarios, destellos de luz de sol en los tejados de monasterios. El mundo estaba despertando allá abajo, completamente ignorante de los dos espectadores situados como por arte de magia a cinco mil metros de su superficie.

El viento debió de cambiar varias veces de dirección durante la noche, y Harper no tenía idea de dónde estaban. No podía reconocer un solo punto de referencia. Podían estar en cualquier parte sobre una franja de ochocientos kilómetros de Nepal y el Tíbet.

El problema inmediato era elegir un lugar de aterrizaje, y elegirlo pronto, porque estaban derivando rápidamente hacia un revoltijo de picos y glaciares donde difícilmente podrían encontrar ayuda. El viento los llevaba en dirección nordeste, hacia China. Si volaban por encima de las montañas y aterrizaban allí, podían pasar semanas antes de que estableciesen contacto con uno de los Centros contra el Hambre de las Naciones Unidas y encontraran el camino de vuelta. Incluso podían correr algún peligro personal si descendían del cielo en una zona habitada sólo por gente campesina analfabeta y supersticiosa.

—Será mejor que descendamos rápidamente —dijo Harper—. No me gusta el aspecto de aquellas montañas.

Sus palabras parecieron perderse en el vacío que les rodeaba. Aunque el doctor Elwin estaba a sólo tres metros de distancia, cabía imaginar que no podía oír nada de lo que decía. Pero el doctor asintió por fin con la cabeza como prestando de mala gana su conformidad.

—Creo que tienes razón: pero no estoy seguro de que podamos hacerlo con este viento. No olvides que podemos bajar con la misma rapidez con que subimos.

Era cierto: las mochilas de energía sólo podían cargarse un décimo de su grado de descarga. Si perdían altura y las cargaban de energía gravitatoria demasiado aprisa, las células se calentarían demasiado y probablemente estallarían. Los sorprendidos tibetanos (¿o tal vez nepalíes?) pensarían que un gran meteorito había estallado en el cielo. Y nadie sabría nunca lo que les había ocurrido exactamente al doctor Jules Elwin y a su joven y prometedor ayudante.

A mil quinientos metros sobre el nivel del suelo, Harper empezó a esperar la explosión en cualquier momento. Estaban bajando rápidamente, pero no lo bastante; muy pronto tendrían que desacelerar para no aterrizar con demasiada violencia. Para empeorar las cosas, habían calculado mal la velocidad del aire a nivel del suelo. El viento infernal e imprevisible estaba soplando de nuevo casi con la fuerza de un huracán. Podían ver jirones de nieve, arrancados de las cumbres, ondeando como estandartes fantasmales debajo de ellos. Mientras se habían estado moviendo con el viento, no se habían dado cuenta de su fuerza; ahora debían hacer de nuevo el peligroso paso entre la dura roca y el blando cielo.

La corriente de aire los empujaba hacia la entrada de una garganta. No había posibilidad de elevarse sobre ella. Su situación era comprometida y tendrían que elegir el mejor lugar que pudiesen encontrar para el aterrizaje.

El cañón se estrechaba peligrosamente. Ahora era poco más que una grieta vertical, y las paredes rocosas se deslizaban junto a ellos a cincuenta o sesenta kilómetros por hora. De vez en cuando, los remolinos los empujaban a derecha e izquierda; con frecuencia sólo evitaban la colisión por unos pocos centímetros. En una ocasión en que estaban volando a pocos metros por encima de una cornisa cubierta de una espesa capa de nieve, Harper estuvo tentado de soltar el muelle que desprendería el levitador. Pero esto sería salir del fuego para caer en las brasas: volverían sanos y salvos a tierra firme, para encontrarse atrapados a sabe Dios cuántos kilómetros de toda posibilidad de ayuda.

Pero incluso en aquel momento de renovado peligro sintió muy poco miedo. Todo aquello era como un sueño emocionante, un sueño del que iba a despertar para encontrarse seguro en su cama. Era imposible que esta fantástica aventura estuviese sucediendo en realidad...

—¡George! —gritó el doctor—. Ahora tenemos la ocasión, si podemos engancharnos en aquella peña.

Sólo disponían de unos segundos para actuar. Empezaron inmediatamente a soltar la cuerda de nailon hasta que pendió en un gran lazo debajo de ellos, con la parte inferior a sólo un metro del suelo. Había una roca grande, de unos cinco metros de altura, exactamente en su trayectoria; más allá, un amplio espacio cubierto de nieve prometía un aterrizaje razonablemente suave.

La cuerda se deslizó sobre la parte baja y curva de la peña; pareció que iba a pasar por encima de ella, pero entonces quedó prendida en un saliente. Harper sintió un fuerte tirón y giró como una piedra en el extremo de una honda.

Nunca hubiera imaginado que la nieve pudiese ser tan dura. Se produjo un breve y brillante estallido de luz, y luego, nada.

Se hallaba de nuevo en la Universidad, en el salón de conferencias. Uno de los profesores estaba hablando, con una voz que le era conocida, pero que por alguna razón no parecía propia del lugar. Soñoliento y con poco entusiasmo, repasó los nombres de los que habían sido sus profesores. No, no era ninguno de ellos. Sin embargo, conocía perfectamente aquella voz, e indudablemente estaba dando una conferencia a alguien.

—...Todavía muy joven cuando me di cuenta de que había algo equivocado en la teoría de la gravitación de Einstein. En particular, parecía haber un fundamento falso en el principio de equivalencia. Según éste, no se podía distinguir entre los efectos producidos por la gravitación y los de la aceleración.

»Pero esto es totalmente falso. Se puede crear una aceleración uniforme; pero un campo gravitatorio uniforme es imposible, ya que obedece a una ley inversa, y por consiguiente puede variar incluso en distancias muy cortas. Pueden aportarse fácilmente otras pruebas para distinguir entre los dos casos, y esto hace que me pregunte si...

Estas palabras, suavemente pronunciadas, no causaron más impresión en la mente de Harper que si hubiesen sido dichas en un idioma extranjero. Se percató vagamente de que hubiese debido comprender todo aquello, pero era demasiado dificultoso tratar de encontrarle el significado. De todos modos, el primer problema era saber dónde estaba.

A menos de que tuviese una grave lesión en los ojos, se hallaba en una oscuridad total. Pestañeó, y el esfuerzo le produjo un dolor de cabeza tan fuerte que lanzó un grito.

—¡George! ¿Estás bien?

¡Claro! tenía que haber sido la voz del doctor Elwin, hablando suavemente en la oscuridad. Pero hablando, ¿a quién?

—Tengo un dolor de cabeza terrible. Y me duele el costado cuando intento moverme. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué está todo tan oscuro?

—Sufriste una conmoción, y creo que te has fracturado una costilla. No hables innecesariamente. Has estado inconsciente todo el día. Ahora vuelve a ser de noche y estamos dentro de la tienda. Estoy economizando baterías.

Cuando el doctor Elwin encendió la linterna, su brillo fue casi cegador, y Harper vio las paredes de la tienda a su alrededor. Era una suerte que hubiesen traído un equipo completo de montañismo para el caso de que se quedaran atrapados en el Everest. Pero tal vez sólo serviría para prolongar su agonía...

Le sorprendió que el lisiado científico hubiese conseguido, sin la menor ayuda, desempaquetar todas sus cosas, montar la tienda y arrastrarlo al interior. Todo estaba perfectamente dispuesto: el botiquín, la latas de conservas, los recipientes de agua, las pequeñas bombonas rojas de gas para el hornillo portátil. Sólo faltaban los voluminosos levitadores; seguramente los había dejado fuera de la tienda para tener más espacio.

—Estaba usted hablando a alguien cuando me desperté —dijo Harper—. ¿O lo he soñado?

Aunque con la luz indirecta que reflejaban las paredes de la tienda le resultaba difícil leer la expresión del semblante del científico, pudo ver que Elwin estaba confuso. Inmediatamente supo la causa y lamentó haber hecho la pregunta.

Other books

The Dispatcher by Ryan David Jahn
Pedigree Mum by Fiona Gibson
Restless by William Boyd
The Winter Wolf by Holly Webb