Los ascensores no funcionaban, desde luego, pero había escaleras de emergencia que descendían a la oscuridad. Todo este mundo subterráneo debió de estar profusamente iluminado en tiempos pasados, pero ahora Brant vaciló antes de bajar la escalera. Llevaba una antorcha, pero nunca había estado bajo tierra y le horrorizaba desorientarse en alguna catacumba subterránea. Después se encogió de hombros y empezó a bajar; a fin de cuentas no corría ningún peligro si tomaba las precauciones más elementales, y además había cientos de salidas si se perdía.
Descendió a la primera planta y se encontró en un largo y ancho pasillo cuyo extremo no podía alcanzar la luz de la antorcha. A ambos lados había hileras de puertas numeradas, y Brant empujó casi una docena de ellas antes de encontrar una que se abriese. Despacio, incluso con reverencia, entró en el pequeño hogar que había permanecido desierto durante casi la mitad de los tiempos históricos.
Estaba limpio y aseado, pues allí no había habido polvo ni suciedad que pudiesen acumularse. Las bien proporcionadas habitaciones estaban desamuebladas. Nada de valor se había dejado atrás en el pausado y antiquísimo éxodo. Algunos accesorios semipermanentes aún estaban en su sitio; el distribuidor de comida, con su conocido disco selector, era tan parecido al de la casa de Brant que su visión casi anuló los siglos. El disco giraba todavía, aunque con dificultad, y casi no le habría sorprendido ver aparecer una comida en la cámara de materialización.
Brant exploró algunas otras viviendas antes de volver a la superficie. Aunque no encontró nada de valor, experimentó un creciente sentimiento de parentesco con las personas que habían vivido allí. Pero todavía las consideraba inferiores, pues el haber residido en una ciudad —por hermosa que fuese y bien planificada que estuviese— era para él un símbolo de barbarie.
En la última vivienda en la que entró, descubrió una habitación brillantemente pintada con un fresco de animales danzantes alrededor de las paredes. Las imágenes expresaban un humor caprichoso que debió encantar los corazones de los niños para quienes habían sido pintadas.
Brant las examinó con interés pues eran las primeras obras de arte figurativo que había encontrado en Shastar. Y a punto estaba de marcharse cuando descubrió un pequeño montón de restos en un rincón y, al inclinarse para examinarlo, se encontró con que eran fragmentos todavía reconocibles de una muñeca. No quedaba nada sólido salvo unos pocos botones de colores que se deshicieron en polvo en su mano cuando los levantó del suelo. Se preguntó por qué aquella pequeña reliquia habría sido abandonada por su dueña. Después salió de puntillas y tornó a la superficie y a las calles solitarias pero iluminadas por el sol. Nunca volvió a la ciudad subterránea.
Al anochecer regresó al parque para asegurarse de que Sunbeam estaba bien, y se dispuso a pasar la noche en uno de los numerosos y pequeños edificios desparramados entre los jardines. Rodeado de flores y de árboles, casi pudo imaginarse que se encontraba de nuevo en casa. Durmió mejor de lo que lo había hecho desde su salida de Chaldis y, por primera vez en muchos días, no pensó en Yradne al despertar. La magia de Shastar estaba influyendo ya en su mente; la infinita complejidad de una civilización que había pretendido despreciar lo estaba cambiando más rápidamente de lo que podía imaginarse. Cuanto más permaneciese en la ciudad, más distinto sería del muchacho ingenuo aunque seguro de sí mismo que había entrado en ella hacía tan sólo unas pocas horas.
El segundo día confirmó las impresiones del primero. Shastar no había muerto en un año, ni siquiera en una generación. Sus habitantes la habían abandonado poco a poco a medida que las nuevas y sin embargo tan viejas formas de sociedad habían evolucionado y que la humanidad había vuelto a los montes y a los bosques. No habían dejado nada detrás de ellos salvo los monumentos de mármol erigidos a una vida que se había ido para siempre. Y si algo de valor había quedado, se lo habrían llevado hacía tiempo los miles de exploradores curiosos venidos aquí a lo largo de cincuenta siglos. Brant encontró muchos rastros de sus predecesores; sus nombres aparecían tallados en las paredes de toda la ciudad, pues ésta es una clase de inmortalidad que el hombre no ha sido nunca capaz de resistir.
Cansado al fin de su infructuosa búsqueda, bajó al muelle y se sentó en el ancho rompeolas. El mar, a pocos metros debajo de él, estaba absolutamente en calma y tenía un color azul cerúleo, y el agua era tan clara que podía ver los peces nadando en el fondo. Distinguió una embarcación que yacía de costado, con las algas ondulando por encima de ella como una larga cabellera verde. Pero pensó que las olas a veces batirían los macizos muros porque detrás de él el ancho parapeto estaba sembrado de piedras y conchas, arrojadas allí por las tormentas durante siglos.
La enervante tranquilidad del escenario y la inolvidable lección sobre la futilidad de la ambición que lo rodeaba por todos lados, eliminaron todo sentimiento de contrariedad o de derrota. Aunque Shastar no le había dado nada de valor material, Brant no lamentó el viaje. Sentado allí, en el rompeolas, de espaldas a la tierra y deslumbrado por aquel azul cegador, se sentía ya lejos de sus viejos problemas y podía mirar atrás sin dolor, y sólo con desapasionada curiosidad, toda la inquietud y toda la angustia que lo habían atormentado en los últimos meses.
Volvió lentamente a la ciudad, después de caminar un poco a lo largo del muelle, para poder entrar en ella por un nuevo camino. Ahora se encontró delante de un gran edificio circular cuyo techo era una cúpula baja de un material traslúcido. Lo miró con poco interés, pues estaba emocionalmente agotado, y pensó que quizás era un teatro o salón de conciertos. Casi había pasado por delante de la entrada, cuando un oscuro impulso lo detuvo y lo empujó a través de la puerta abierta.
En el interior, la luz se filtraba a través del techo con tan pocos obstáculos que Brant casi tuvo la impresión de hallarse al aire libre. Todo el edificio estaba dividido en numerosos y grandes salones. Brant descubrió con súbita emoción su finalidad. Rectángulos descoloridos revelaban que las paredes habían estado antiguamente casi cubiertas de cuadros: era posible que alguno se hubiese dejado allí, y sería interesante ver lo que podía ofrecer Shastar en el campo de un arte serio. Brant, todavía convencido de su superioridad, no esperaba que le impresionara demasiado; por esto el efecto fue más fuerte cuando se produjo.
El resplandor de colores a lo largo de toda la pared lo sacudió como una fanfarria de trompetas. Por un instante se quedó paralizado en el umbral, incapaz de captar el significado de lo que veía. Después, lentamente, empezó a descubrir los detalles del enorme e intrincado mural que había aparecido de pronto ante sus ojos.
Tenía unos treinta metros de largo y era la cosa más maravillosa que Brant había visto en su vida. Shastar le había sorprendido y abrumado, pero su tragedia lo había dejado indiferente. En cambio, esto afectaba directamente a su corazón y le hablaba en un lenguaje que podía comprender; y así, los últimos vestigios de su superioridad ante el pasado desaparecieron como hojas arrastradas por un vendaval.
Sus ojos se movieron de izquierda a derecha a lo largo de la pintura para seguir la curva de tensión hasta su momento culminante. A la izquierda estaba el mar, de un azul tan fuerte como el del agua que rompía contra Shastar, y por él navegaba una flota de extraños barcos, impulsados por hileras de remos y velas hinchadas, con rumbo a la tierra lejana. La pintura no sólo abarcaba kilómetros de espacio sino tal vez años de tiempo, pues los barcos habían llegado a la costa, y allí, en la amplia llanura, había acampado un ejército con sus banderas, tiendas de campaña y carros empequeñecidos por las murallas de la ciudad fortificada y sitiada. La mirada ascendía por la muralla todavía incólume y se detenía, como se había pretendido, en la mujer que estaba en lo alto y que miraba hacia abajo al ejército que la había seguido a través del océano.
Se inclinaba hacia delante para mirar por encima de las almenas, y el viento agitaba sus cabellos formando una aureola dorada alrededor de la cabeza. Su cara reflejaba una tristeza demasiado profunda para ser expresada con palabras, pero que no afectaba a la increíble belleza de su cara, una belleza que pasmaba a Brant, incapaz de apartar de ella los ojos. Cuando al fin pudo hacerlo, su mirada pasó de las aparentemente inexpugnables murallas al grupo de soldados que trabajaban a su sombra. Estaban reunidos alrededor de algo tan escorzado por la perspectiva que Brant tardó en darse cuenta de lo que era. Entonces vio que se trataba de una enorme figura de un caballo, montado sobre ruedas para poder ser trasladado fácilmente. Esto no despertó ningún recuerdo en su mente, y volvió enseguida a la figura solitaria en lo alto de la muralla. Entonces se dio cuenta de que alrededor de ella giraban y se equilibraban todas las imágenes de la gran pintura, pues al reseguir ésta con la mirada, llevando con ella la mente hacia el futuro, distinguió las fortificaciones en ruinas, el humo de la ciudad en llamas manchando el cielo y la flota que volvía a casa, una vez cumplida su misión.
Brant no se marchó hasta que la luz fue demasiado débil para que pudiese ver algo. Pasada la primera impresión, examinó más atentamente el gran mural y durante un rato buscó en vano la firma del artista. También buscó algún título o nota, pero era evidente que no los había tenido nunca, tal vez porque el tema del cuadro era demasiado conocido para que lo necesitase. Sin embargo, en los siglos intermedios, algún visitante de Shastar había grabado dos versos en la pared:
¿Es ésta la cara que lanzó mil barcos
y quemó las torres sin cima de Troya?
¡Troya! Era un nombre extraño y mágico; pero nada significaba para Brant. Se preguntó si pertenecería a la historia o a leyenda, sin saber que muchos antes que él se habían hecho la misma pregunta.
Al salir al luminoso crepúsculo, aún llevaba en los ojos la visión de aquella triste y etérea belleza. Tal vez si Brant no hubiese sido un artista y se hubiese hallado en un estado mental menos susceptible, la impresión no habría sido tan fuerte. No obstante, era la que había pretendido crear el maestro desconocido al hacer renacer el Fénix de las ascuas moribundas de una gran leyenda. Había captado y pintado para que la contemplasen todas las generaciones futuras, la belleza cuyo servicio es el objetivo de la vida y su única justificación.
Durante mucho rato permaneció sentado bajo las estrellas, observando cómo se hundía la luna creciente detrás de las torres de la ciudad, y acosado por preguntas de las que nunca sabría la respuesta. Las demás pinturas de estas salas se habían desperdigado sin dejar rastro, no sólo por todo el mundo sino también por el universo. ¿Cómo habían podido compararse nunca con la única obra genial que debía representar, desde ahora y para siempre, el arte de Shastar?
Brant volvió allí por la mañana, después de una noche de extraños sueños. Había estado fraguando un plan en su mente. Era tan alocado y ambicioso que al principio intentó burlarse de él, pero no quería dejarlo en paz. Casi a regañadientes montó su pequeño caballete y preparó las pinturas. Había encontrado una cosa en Shastar que era única y hermosa; tal vez tendría la suficiente habilidad para llevar a Chaldis alguna débil muestra de ella.
Era imposible desde luego copiar más de un fragmento del gran mural, pero la elección era fácil. Aunque nunca había intentado hacer un retrato de Yradne, ahora pintaría una mujer que, en el caso de que hubiese existido, se habría convertido en polvo hacía cinco mil años.
Se entretuvo en considerar esta paradoja y al fin creyó haberla resuelto. No había pintado nunca a Yradne porque dudaba de su propia capacidad y temía sus críticas. Aquí no habría problema, se dijo Brant. No perdería el tiempo preguntándose cómo reaccionaría Yradne cuando volviese a Chaldis llevándole, como único regalo, el retrato de otra mujer.
En realidad, estaba pintando para él mismo y para nadie más. Por primera vez en su vida había establecido contacto directo con una gran obra de arte clásico, y esto lo desasosegaba. Hasta ahora había sido un aficionado; tal vez nunca pasaría de esto, pero al menos lo intentaría.
Trabajó sin parar durante todo el día, y la concentración en su labor le proporcionó cierta paz mental. Al hacerse de noche, había esbozado las murallas y las almenas del palacio y estaba a punto de empezar el retrato. Aquella noche durmió bien.
A la mañana siguiente perdió casi todo su optimismo. Su reserva de comida estaba menguando y tal vez lo inquietó la idea de que estaba trabajando contra el tiempo. Todo parecía salirle mal. Los colores no concordaban, y la pintura, que le había parecido muy prometedora el día anterior, le resultaba menos satisfactoria a cada minuto que pasaba.
Para empeorar las cosas, la luz se estaba debilitando, a pesar de que aún no era mediodía, y Brant imaginó que el cielo se había nublado. Descansó durante un rato, con la esperanza de que aclarase de nuevo; pero como no había señales de que esto fuera a ocurrir, continuó su trabajo. Era entonces o nunca; a menos de que pudiese pintar bien aquellos cabellos, abandonaría el proyecto...
La tarde discurrió rápidamente, pero su concentración era tal que apenas notaba el paso del tiempo. Una o dos veces escuchó ruidos lejanos y se preguntó si estallaría una tormenta, pues el cielo seguía muy oscuro.
No hay experiencia más estremecedora que el súbito e inesperado conocimiento de que uno deja de estar solo. Sería difícil saber qué impulso llevó a Brant a bajar despacio su pincel y volverse, todavía más despacio, hacia la gran puerta que se hallaba a diez metros, a su espalda. El hombre que estaba plantado allí tenía que haber entrado casi sin hacer ruido, y Brant no podía saber cuánto tiempo hacía que lo estaba observando. Al cabo de un momento se le unieron dos compañeros, que tampoco intentaron cruzar la puerta.
Brant se puso lentamente en pie, dándole vueltas la cabeza. Por un momento casi se imaginó que fantasmas del pasado de Shastar habían venido a acosarlo. Pero pronto se impuso la razón. A fin de cuentas, si él había venido, ¿por qué no había de encontrarse con otros visitantes?
Avanzó unos pasos y uno de los desconocidos hizo lo propio. Cuando estuvieron a pocos metros de distancia, el otro dijo, con una voz muy clara y hablando bastante despacio: