Don Burley, caballero de punta en blanco, permaneció sentado en su pequeña habitación débilmente iluminada, a quince metros por debajo de las brillantes olas del Atlántico, probando sus armas para el inminente conflicto. En aquellos momentos de serena tensión, antes de empezar la acción, su cerebro excitado se entregaba a menudo a estas fantasías. Se sentía pariente de todos los pastores que habían cuidado los rebaños desde la aurora de los tiempos. Era David, en los antiguos montes de Palestina, alerta contra los leones de montaña que querían hacer presa en las ovejas de su padre. Pero más cercanos en el tiempo, y sobre todo su espíritu, estaban los hombres que habían conducido las grandes manadas de reses en las llanuras americanas hacía tan sólo unas pocas generaciones. Ellos habrían comprendido su trabajo, aunque sus instrumentos les habrían parecido mágicos. La escena era la misma; sólo había cambiado la escala. No existía ninguna diferencia fundamental en que los animales al cuidado de Don pesasen casi cien toneladas y pastaran en las sabanas infinitas del mar.
La manada estaba ahora a menos de tres kilómetros de distancia y Don comprobó el continuo movimiento del sonar para concentrarlo en el sector que tenía delante. La imagen de la pantalla adoptó una forma de abanico cuando el rayo de sonar empezó a oscilar de un lado a otro; ahora podía contar el número de ballenas e incluso calcular su tamaño con bastante exactitud. Con ojos avezados empezó a buscar las rezagadas.
Don jamás hubiese podido explicar qué atrajo al instante su atención hacia los cuatro ecos en el borde sur de la manada. Cierto que estaban un poco apartados de los demás, pero otros se habían rezagado más. Y es que el hombre adquiere un sexto sentido cuando lleva bastante tiempo contemplando las pantallas de sonar; un instinto que le permite deducir más de lo normal de las motas en movimiento. Sin pensarlo, accionó el control que pondría en marcha las turbinas. El Sub 5 empezaba a moverse cuando resonaron tres golpes sordos en el casco, como si alguien llamase a la puerta y quisiera entrar.
—¡Que me aspen! —dijo Don—. ¿Cómo habéis llegado aquí?
No se molestó en encender la TV; habría reconocido la señal de Benj en cualquier parte. Las marsopas estaban sin duda en las cercanías y lo habían localizado antes de que él diese el toque de caza. Por milésima vez, se maravilló de su inteligencia y de su fidelidad. Era extraño que la Naturaleza hubiese realizado dos veces el mismo truco: en tierra, con el perro; en el océano, con la marsopa. ¿Por qué querían tanto estos graciosos animales marinos al hombre a quien debían tan poco? Esto hacía pensar que a fin de cuentas la raza humana valía algo, ya que podía inspirar una devoción tan desinteresada.
Se sabía desde hacía siglos que la marsopa era al menos tan inteligente como el perro y que podía obedecer órdenes verbales muy complejas. Todavía se estaban haciendo experimentos; si éstos tenían éxito, la antigua sociedad entre el pastor y el mastín tendría un nuevo modelo en la vida.
Don puso en marcha los altavoces ocultos en el casco del submarino y empezó a hablar con sus acompañantes. La mayoría de los sonidos que emitía no habrían significado nada a los oídos humanos; eran producto de una larga investigación por parte de los etólogos de la World Food Administration. Dio una orden y la reiteró para asegurarse de que lo habían comprendido. Después comprobó con el sonar que Benj y Susan lo estaban siguiendo a popa, tal como les había dicho.
Los cuatro ecos que le habían llamado la atención eran ahora más claros y cercanos, y el grueso de la manada de ballenas había pasado más allá, hacia el este. No temía una colisión; los grandes animales, incluso en su pánico, podían sentir su presencia con la misma facilidad con que él detectaba la de ellos, y por medios similares. Don se preguntó si debía encender su radiofaro. Ellos reconocerían su imagen sonora y esto les tranquilizaría. Pero el enemigo aún desconocido también podía reconocerle.
Se acercó para una interceptación y se inclinó sobre la pantalla como para extraer de ella, por pura fuerza de voluntad, hasta las menores informaciones que pudiese proporcionarle. Había dos grandes ecos, a cierta distancia entre ellos, y uno iba acompañado de un par de satélites más pequeños. Don se preguntó si llegaba demasiado tarde. Pudo imaginarse la lucha a muerte que se desarrollaba en el agua a menos de un par de kilómetros. Aquellas dos manchitas más débiles debían de ser el enemigo (tiburones o pequeños cetáceos asesinos) atacando a una ballena mientras una de sus compañeras permanecía inmovilizada por el terror, sin más armas para defenderse que sus poderosas aletas.
Ahora estaba casi lo bastante cerca para ver. La cámara de TV, en la proa del Sub 5, escrutó la penumbra, pero al principio sólo pudo mostrar la niebla de plancton. Entonces empezó a formarse en el centro de la pantalla una forma grande y vaga, con dos compañeras más pequeñas debajo de ella. Don estaba viendo, con la mayor precisión pero irremediablemente limitado por el alcance de la luz ordinaria, lo que el sonar le había comunicado.
Casi al instante, se percató del error que había cometido. Los dos satélites eran crías, no tiburones. Era la primera vez que veía una ballena con gemelos; aunque los partos múltiples no eran desconocidos, la ballena hembra sólo podía amamantar a dos pequeños a la vez y generalmente sólo sobrevivía el más vigoroso. Ahogó su contrariedad, el error le había costado muchos minutos y debía empezar la búsqueda de nuevo.
Entonces oyó el frenético golpeteo en el casco que significaba peligro. No era fácil asustar a Benj, y Don le gritó para tranquilizarlo mientras hacía girar el Sub 5 de manera que la cámara pudiese registrar las aguas a su alrededor. Se había vuelto automáticamente hacia la cuarta mota en la pantalla del sonar, el eco que había imaginado, por su tamaño, que era otra ballena adulta. Y vio que, a fin de cuentas, había localizado el sitio preciso.
—¡Dios mío! —exclamó en voz baja—. No sabía que los hubiese tan grandes.
En otras ocasiones había visto grandes tiburones, pero se trataba de vegetarianos inofensivos. Éste (pudo darse cuenta a primera vista) era un tiburón de Groenlandia, el asesino de los mares del Norte. Se creía que podía alcanzar hasta nueve metros de largo, pero este ejemplar era mayor que el Sub 5. No tenía menos de doce metros desde el hocico a la cola y, cuando él lo descubrió, se estaba ya volviendo contra su víctima. Como cobarde que era, iba a atacar a una de las crías.
Don gritó a Benj y a Susan, y observó que entraban a toda prisa en su campo visual. Se preguntó un instante por qué odiarían tanto las marsopas a los tiburones; entonces soltó los controles, dejando al piloto automático la tarea de enfocar el blanco. Retorciéndose y girando tan ágilmente como cualquier otra criatura marina de su tamaño, Sub 5 empezó a acercarse al tiburón, dejando en libertad a Don para concentrarse en el armamento.
El asesino estaba tan absorto en su presa que Benj lo pilló completamente desprevenido, golpeándole justo detrás del ojo izquierdo. Debió de ser un golpe doloroso: un morro duro como el hierro, impulsado por un cuarto de tonelada de músculos moviéndose a ochenta kilómetros por hora, es algo que ni los peces más grandes pueden menospreciar. El tiburón giró en redondo en una curva extraordinariamente cerrada y Don casi saltó de su asiento al virar de golpe el submarino. Si esto continuaba así, le sería difícil emplear el aguijón. Pero al menos el asesino estaba ahora demasiado ocupado como para pensar en sus presuntas víctimas.
Benj y Susan estaban acosando al gigante como los perros que muerden las patas de un oso furioso. Eran demasiado ágiles para ser presa de aquellas feroces mandíbulas, y Don se maravilló de la coordinación con que trabajaban. Cuando uno de ellos emergía para respirar, el otro esperaba un minuto para poder seguir el ataque con su compañero.
Parecía que el tiburón no se daba cuenta de que un adversario mucho más peligroso se le estaba viniendo encima y que las marsopas no eran más que una maniobra de distracción. Esto convenía mucho a Don; la próxima operación sería difícil, a menos que pudiese mantener un rumbo fijo durante quince segundos como mínimo. En caso de necesidad, podía usar los pequeños torpedos, y sin duda lo habría hecho si hubiese estado solo frente a una bandada de tiburones. Pero la situación era confusa y había un sistema mejor. Prefería la técnica del estoque a la de la granada de mano.
Ahora estaba a tan sólo quince metros de distancia y se acercaba con rapidez. Nunca se le ofrecería una oportunidad mejor. Apretó el botón de lanzamiento.
De debajo de la panza del submarino salió disparado algo que parecía una raya. Don había reducido la velocidad de la embarcación; ahora ya no tenía que acercarse más. El pequeño proyectil, en forma de flecha y de sólo medio metro de anchura, podía moverse más de prisa que la embarcación y recorrería el trayecto en pocos segundos. Mientras avanzaba a gran velocidad, fue soltando el fino cable de control, como una araña subacuática desprendiendo su hilo. A lo largo del cable pasaba la energía que impulsaba al aguijón y las señales que lo dirigían hacia el objetivo. Don se había olvidado completamente de su propia embarcación, en su esfuerzo por guiar aquel misil submarino. Respondía tan de prisa a su contacto que tuvo la impresión de que estaba controlando un sensible y enérgico corcel.
El tiburón vio el peligro menos de un segundo antes del impacto. El parecido del aguijón con una raya corriente le había confundido, tal como habían pretendido los diseñadores del arma. Antes de que el pequeño cerebro pudiese darse cuenta de que ninguna raya se comportaba de aquella manera, el misil dio en el blanco. La aguja hipodérmica de acero, impulsada por la explosión de un cartucho, atravesó la dura piel del tiburón y éste saltó en un frenesí de pánico. Don puso rápidamente marcha atrás, pues un coletazo le haría saltar como un guisante en un bote y podría incluso causar daño al Sub. Ahora no podía hacer nada más, salvo hablar por el micrófono y llamar a sus mastines.
El maldito asesino estaba tratando de arquear el cuerpo para poder arrancarse el dardo envenenado.
Don había guardado ya el aguijón en su escondite, satisfecho de haber podido recobrar indemne el misil. Observó despiadadamente cómo el monstruo sucumbía a su parálisis.
Sus movimientos se estaban debilitando. Nadaba sin rumbo y, en una ocasión, Don tuvo que apartarse hábilmente a un lado para evitar un choque. Al perder el control de flotación, el animal ascendió moribundo a la superficie. Don no trató de seguirlo; esto podía esperar hasta que hubiese resuelto asuntos más importantes.
Encontró a la ballena y a sus dos crías a un kilómetro y las examinó minuciosamente. Estaban ilesas, y no había necesidad por tanto de llamar al veterinario, en su especial submarino de dos plazas, capaz de resolver cualquier crisis cetológica, desde un dolor de estómago a una cesárea. Don tomó nota del número de la madre, grabado debajo de las aletas. Las crías, a juzgar por su tamaño, eran de esta temporada y aún no habían sido marcadas.
Don estuvo un rato observando. Ya no estaban alarmadas, y una comprobación por el sonar le había mostrado que la manada había interrumpido su desaforada fuga. Se preguntó cómo podían saber lo que había ocurrido; se había aprendido mucho sobre la comunicación entre ballenas, pero muchas cosas aún seguían siendo un misterio.
—Espero que me agradezca lo que he hecho por usted, señora —murmuró.
Entonces, mientras pensaba que cincuenta toneladas de amor maternal era un espectáculo realmente asombroso, vació los depósitos y ascendió a la superficie.
El mar estaba en calma, por lo que abrió el compartimiento estanco y asomó la cabeza por la pequeña torre. El agua se hallaba a sólo unos centímetros de su barbilla, y de vez en cuando una ola hacía un decidido esfuerzo para inundar la embarcación. Había poco peligro de que esto ocurriese pues había fijado la escotilla de manera que era como un tapón completamente eficaz.
A quince metros de distancia, un bulto largo y de color de pizarra, como una barca panza arriba, se estaba meciendo en la superficie. Don lo miró e hizo algunos cálculos mentales. Una bestia de este tamaño sería muy valiosa: con un poco de suerte, tal vez conseguiría una doble recompensa. Dentro de unos minutos radiaría su informe, pero de momento era agradable respirar el aire fresco del Atlántico y sentir el cielo despejado sobre su cabeza.
Una bomba gris saltó desde las profundidades y volvió a caer sobre la superficie del agua, salpicándolo de espuma. No era más que la modesta manera que tenía Benj de llamar su atención; un instante después, la marsopa se encaramó a la torre, para que Don pudiera acariciarle la cabeza. Sus ojos grandes e inteligentes se fijaron en él: ¿era mera imaginación, o bailaba en sus pupilas un regocijo casi humano?
Como de costumbre, Susan se mantuvo tímidamente a distancia hasta que los celos pudieron más que ella y empujó a Benj a un lado. Don distribuyó sus caricias con imparcialidad y se disculpó porque no tenía nada para darles. Decidió reparar esta omisión en cuanto regresase al
Herman Melville
.
—También iré a nadar con vosotras —prometió— con tal de que os portéis bien la próxima vez.
Se frotó reflexivamente un gran cardenal producido por las ganas de jugar de Benj, y se preguntó si no era ya un poco viejo para juegos tan duros como éste.
—Es hora de volver a casa —dijo firmemente, metiéndose en la cabina y cerrando de golpe la escotilla. De pronto notó que estaba hambriento y que aún no había tomado el desayuno. No había muchos hombres en el mundo con más derecho que él a la comida de la mañana. Había salvado para la humanidad más toneladas de carne, aceite y leche de lo que se podría calcular.
Don Burley era el guerrero feliz, volviendo a casa después de una batalla que el hombre siempre tendría que librar. Estaba manteniendo a raya el espectro del hambre con el que había tenido que enfrentarse la humanidad en todas las etapas anteriores, pero que nunca volvería a amenazar al mundo mientras los grandes cultivos de plancton produjesen millones de toneladas de proteínas, y las manadas de ballenas obedeciesen a sus nuevos amos.
El hombre había vuelto al mar después de eones de exilio; hasta que se congelasen los océanos, no volvería a tener hambre...
Don miró la pantalla al fijar el rumbo. Sonrió al ver los dos ecos que sostenían el ritmo de la mancha de luz central correspondiente a su embarcación.