Cuentos completos (35 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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el coronel muestra los dientes. «Sí, Fresnedo, estoy con ustedes. Las nuevas canciones son una idiotez. Pero, ¿qué hay de malo en eso? La verdad es que la muchachada se entretiene, se pone juvenilmente histérica, pide autógrafos, besa fotografías, y mientras tanto no piensa. Me imagino que también usted habrá escuchado la imbecilidad de esta semana. ¿Cómo es? Espere, espere. Si hasta yo me la sé de memoria. Paraqueseá braaaaaa laherida, paraquetuá moooooor despierte, paravosmí voooooooooz rendida, paramisó looooooo quererte. Siempre es mejor que canten eso y no la Internacional.» «Perdone, mi coronel, pero usted no está al día. A partir del domingo pasado cambió el segundo verso. Ahora es así: Paraqueseá braaaaaaaa la herida, paraqueusé moooooos la suerte, paravosmí voooooooooz rendida, paramisó looooooo quererte

por fin ha conseguido una imagen de Lito. Un ángel, eso es. Besa la foto con furia, con ternura, también con precauciones para no humedecerla demasiado. Papá se burla, claro. Papá es viejo, no entiende nada. Papá el pobre es militar, y se ocupa de presos, de política, de sanear el país. Papá no tiene sentido del ritmo, a lo sumo tararea algún tango bien calandraca. Papá no entiende a los jóvenes, tía Ester tampoco. La diferencia es que tía ni siquiera entiende a los viejos. Lito es divino, divino, y cómo nos entiende. Hiiiiiiiiiii. ¿Cómo sería papá a los dieciséis años? ¿Tendría las mismas arrugas y manías que ahora? Y a mí qué me importa. Lo principal es inventar el tercer verso. Tiene que acabar en ida. Por ejemplo: paratidés cooooooooooooo nocida, o también: paralanó cheeeeeeeeeeen cendida, o quizá paratufé miiiiiii guarida. No, queda confuso. Y además no va bien con el cuarto verso, y Lito recomendó que siempre debía ser coherente. ¿Y si fuera: paratusuer teeeeeeee miherida? Qué estúpida. Ya el primer verso termina en herida. Tendría que acabar, digamos, en sorprendida. Ya está. Paratupiel soooooooooor prendida. Queda regio, regio el calor todo lo ablanda. Hasta las charreteras, el cinturón, la chaquetilla, la visera. Sólo las condecoraciones permanecen duras, indeformables. El calor penetra por las persianas y se instala en la frente del coronel. El coronel transpira como un sargento cualquiera, como la negra, ¿se llamaba Alberta?, a la que hace mucho (cuando él sólo era teniente Corrales) montó concienzudamente en un quilombo de mala muerte, allá por Tacuarembó. Vida podrida, después de todo. Cuando el viejo lo metió en el ejército, la argumentación incluyó encendidos rubros patrios. El viejo era ateo, pero sólo en cuanto a la pobre Iglesia; en lo demás, era religioso. La patria era para él un equivalente de la Virgen María. Sólo le faltaba persignarse cuando cantaba el himno. De entusiasmo sublime inflamó. Y al final resultaba que ser soldado de la patria no era precisamente defender el suelo, las fronteras, la famosa dignidad nacional, de los fueros civiles el goce defendamos el código fiel, no, ser soldado de la patria, mejor dicho, coronel de la patria, era joder a los muchachos, visitar al embajador, joder a los obreros, recibir la visita del subsecretario del secretario del embajador, joder a uno que otro cabecilla, dejar que los estimados colaboradores de esta Jefatura den rienda suelta a su sadismo en vías de desarrollo, insultar, agraviar, joder, siempre joder, y en el fondo también joderse a sí mismo. Sí, debe ser el calor que todo lo ablanda, hasta el orgullo, hasta el goce del poder, hasta el goce del joder. El coronel Corrales, sudoroso, ablandado, fláccido, piensa en Julita como quien piensa en un cachorro, en un gato, en un potrillo que tuvo cuando era capitán en la frontera. Julita única hija, hija de viudo además, porque María Julia se murió a tiempo, antes de este caos, antes de esta confusión, cuando los oficiales jóvenes todavía tenían ocasión y ganas de concurrir al Teatro Solís, especialmente en las temporadas extranjeras, mostrando a la entrada la simpática medallita cuadrangular, y sentándose luego en el Palco donde ya estaba algún precavido y puntual capitán de fragata que siempre conseguía el mejor de los sitios disponibles, como, por ejemplo, la noche del estornudo, la noche en que Ruggiero Ruggieri daba su Pirandello en una atmósfera de silencio y tensión y a él le empezó la picazón en la nariz y tuvo conciencia de que el estornudo era inminente e inevitable, y se acordó del ejemplo de María Julia que siempre aguantaba tomándose el caballete entre el pulgar y el índice y de ese modo sólo le salía un soplidito tenue, afelpado, apenas audible a veinte centímetros, y él quiso hacer lo mismo y en realidad cumplió rigurosamente todo el rito exterior y se apretó el caballete con el pulgar y el índice pero cuando vino por fin el estornudo en el preciso y dramático instante en que Ruggiero hacía la pausa más conmovedora del segundo acto, entonces se escuchó en la sala, y la acústica del Solís es realmente notable, sólo comparable a la de la Scala de Milán según los entendidos, se escuchó en la sala una suerte de silbato o bocina o pitido estridente y agudo, suficiente para que toda la platea y el mismísimo Ruggiero Ruggieri dirigieran su reojo al palco militar donde el capitán de fragata hacía todo lo posible para que el público entendiera inequívocamente que él no era el dueño de la bocina. Sí, Julita, hija de viudo, es decir, Julita o sea la familia entera, pero cómo entender qué pasa con Julita. No estudia ni cose ni toca el piano ni siquiera colecciona estampillas o cajas de fósforos o botellitas, sino que oye de la mañana a la noche los discos de ese pajarón infame, de ese Lito Suárez con su cerquillo indecente y sus patillas indecentes y su dedito indecente y sus ojitos revoloteantes y sus pantalones de zancudo y sus guiños de complicidad, y por si eso fuera poco, hay que aguantarlo todos los domingos en el
show
de cuatro horas, «Lito y sus muchachos», como un nuevo integrante de la familia, instalado en la pantalla del televisor, incitando a la chiquilinada a que cante esa idiotez, ese «Cambiazo», y después todas las caritas, más o menos histéricas, y el hiiiiiiiiiiii de rigor, y el suspiro no menos indecente de Julita, a su lado, sudando también ella pero feliz, olvidada ya de que su tercera propuesta ha sido también desechada como las otras y cantando con Lito y con todos la nueva versión del Cambiazo: paraqueseá braaaaaaaaaa laherida, paraqueusé moooooos lasuerte, paranosó troooooooooooooos lavida, paramisó loooooooooooo quererte

apaga la luz. Ha intentado leer y no ha podido. Pese a los fracasos, no puede renunciar a inventar el cuarto y decisivo verso. Pero la presencia de Lito, el ángel, es ahora algo más que una estrofa. El calor no afloja y ella está entre las sábanas, con los ojos muy abiertos, tratando de decirse que lo que quiere es crear el cuarto verso, por ejemplo: paravosmí maaaaaaa nofuerte, pero en realidad es algo más que eso, algo que más bien se relaciona con el calor que no cede, que lo enciende todo. Julita sale de entre las sábanas, y así, a oscuras, sin encender la luz, va hacia la puerta y le pasa llave, y antes de volver a la cama, se quita el pijama y aparta la sábana de arriba y se tiende bocabajo, y llorando besa la foto, sin importarle ya que se humedezca

menos mal que refrescó. Fresnedo se cuadra. «Vamos, olvídese por hoy de la disciplina», dice el coronel. Menos mal que refrescó. Cuando refresca, el coronel Corrales suele sentirse optimista, seguro de sí mismo, dueño de su futuro. «Desde que prohibimos los actos públicos, vivimos más tranquilos, ¿no?» «Sin embargo, hoy había un acto mi coronel, y autorizado.» «¿Cuál?» El del cantante.» «Bah.» «Vengo de la Plaza. Eran miles y miles de chiquilines y sobre todo de muchachitas. Verdaderamente impresionante. Decían que allí él iba a completar la canción, que allí iba a elegir el cuarto verso. Usted dirá que yo soy demasiado aprensivo, mi coronel, pero ¿usted no cree que habría que vigilarlos más?» «Créame, Fresnedo, son taraditos. Los conozco bien, ¿sabe?, porque desgraciadamente mi hija Julita es uno de ellos. Son inofensivos, son cretinos, empezando por ese Lito. ¿Usted no cree que es un débil mental?» Fresnedo abre desmesuradamente los ojos, como si de pronto eso le sirviera para escuchar mejor. En realidad, el griterío ha empezado como un lejano murmullo. Luego se va introduciendo lentamente en el inexpugnable despacho. El coronel se pone de pie y trata de reconocer qué es lo que gritan. Pero sólo es perfectamente audible la voz de alguien que está en la calle, junto a la puerta. Acaso el oficial, quizá un guardia exterior. «No tiren, que son criaturas.» El primer tiro suena inesperadamente cercano y viene de afuera. El coronel abre la boca para decir algo, quizá una orden. Entonces estalla el cristal de la ventana. El coronel recibe el tercer disparo en el cuello. Fresnedo logra esconderse detrás de la mesa cargada de expedientes, y sólo entonces puede entender qué es lo que chillan los de afuera, qué es lo que chillan esos mocosos y mocosas, cuyos rostros seráficos e inclementes, decididos e ingenuos, han empezado a irrumpir en el despacho: «Paraqueseá braaaaaaaaaaaaa laherida, paraqueusé mooooooooooos la suerte, paranosó trooooooooooos la vida, paracorrá leeeeeeeeeeeees lamuerte».

Para objetos solamente

Las cosas tienen un ser vital.

RUBÉN DARÍO

Por el momento nadie entra en la habitación, pero, si alguien entrara, o, mejor aún, si sólo penetrara una mirada, sin tacto, sin gusto, sin olfato, sin oído, sólo una mirada, y decidiera fríamente hacer un ordenado inventario visual de sus objetos, comenzando, digamos, por la derecha, lo primero que habría de encontrar sería un amplio sofá, forrado de terciopelo verde oscuro, ya bastante deteriorado y con dos quemaduras de cigarrillo en el borde del respaldo. Sobre el sofá hay un montón de diarios y revistas, pero la hipotética mirada sólo estaría en condiciones de ver la revista que está arriba de todo, es decir un ejemplar no demasiado nuevo de
Claudia,
y a lo sumo conjeturar, gracias a las características especiales de su tipografía, que el trozo de periódico que asoma por debajo de otros diarios, aunque no incluye ningún título ni indicación directa, puede pertenecer a
BP-Color.
También sobre el sofá, a unos treinta centímetros de los diarios y revistas, hay un libro boca abajo, con un cortapapeles metido entre sus primeras hojas. En uno de los ángulos hay una mancha verdosa, con varios granitos más oscuros, como de yerba. En la pared que está detrás del sofá hay un almanaque de la Panadería La Nueva. La hoja que está a la vista es de noviembre 1965 y tiene dos anotaciones hechas con bolígrafo azul, y una más con bolígrafo rojo. Las azules corresponden al día 4 («Beatriz, 15.30») y al día 13 («M. ¿O. K.? OK»); la roja está en la línea del día 19 («Ensayo gral.»). El sofá llega hasta la segunda pared. Junto al tramo inicial de la misma hay una banqueta de madera con un cenicero repleto de puchos, todos torcidos de la misma manera y sin manchas de carmín. Más allá está un ropero de roble, modelo antiguo pero todavía en buenas condiciones, sin espejo exterior, con una hoja cerrada y otra abierta. Por el espacio que deja la hoja abierta puede distinguirse ropa de hombre, prolijamente colgada de sus perchas: un impermeable gris, un gabán de cuello amplio, varios sacos que quizá sean trajes completos, ya que los pantalones o chalecos pueden estar ocultos bajo los sacos. El ropero tiene tres cajones, todos cerrados, aunque del tercero surge un pliegue blanco de ropa, que presumiblemente corresponde a una camisa. En el suelo, junto a una de las patas del ropero, hay un papel irregularmente rasgado, algo así como la mitad de una hoja de carta, color crema, que alguien hubiera partido en dos. Está escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves, con los puntos de las jotas y las íes muy por encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, podría comprobar que las palabras, y trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:

Después del ropero, casi sin espacio que los separe, hay una mesita de pino, sin cajones, con una portátil negra, un despertador chico, de cobre, un block de notas en cuya primera página hay sólo una palabra
(chau),
dos bolígrafos de la misma marca y un portarretrato con la fotografía de una mujer joven que en el ángulo inferior derecho tiene una leyenda: «A Fernando, con fe y esperanza, pero sin caridad. Beatriz». Junto a la mesita, una cama (tendida, una plaza, de bronce) cuya cabecera se apoya en la segunda pared, el flanco derecho sigue la línea de la pared tercera. La colcha blanca cubre también la almohada. Sobre la colcha blanca, tres objetos: un encendedor, un cepillo de ropa, un programa de teatro doblado en dos. Sólo está a la vista la mitad inferior, donde consta el reparto: Vera: Amanda Blasetti. Jacinto: Fernando Montes. Octavio: Manuel Solano. Rita: María Goldman. Ernesto: Benjamín Espejo. Debajo de la cama, un par de mocasines marrones. En el rincón que forman la tercera y la cuarta pared, hay un tocadiscos. Sobre el plato, un disco de doce pulgadas, detenido no obstante, si la mirada quisiera detalles, podría comprobar que se trata del volumen III del álbum de Bessie Smith. Debajo del tocadiscos, un casillero con varios álbumes, pero en sus lomos sólo constan números romanos, y además no están en orden. Junto al mueblecito hay una alfombra (medida aproximada: un metro por setenta y cinco centímetros) de lana marrón con franja negra. Sobre ella está depositado el sobre de cartón correspondiente al disco de Bessie Smith. A esta altura, a la mirada le quedarían apenas tres objetos para completar el inventario.

El primero es una cocinita a gas, de dos hornillas. No hay nada sobre ellas. Una de las hornillas tiene la llave hacia la izquierda; la otra, hacia la derecha. El segundo objeto es un cuerpo humano, totalmente inmóvil. Es un muchacho. Pelo oscuro, la nuca apoyada en un almohadoncito. Tiene puestas sólo dos prendas. Un
short
azul claro, y, en el cuello (suelto, sin anudar), un pañuelo rojo de seda. Los ojos están cerrados. No hay el menor movimiento, ni en las fosas nasales ni en la boca. El tercer y último objeto es un trozo de papel color crema, algo así como la mitad de una hoja de carta que alguien hubiera partido en dos, escrito con una letra menuda y muy pareja, de curvas suaves y con los puntos de las jotas y las íes muy por encima de su ubicación clásica. Si la mirada quisiera detenerse a leer, comprobaría que las palabras, y los trozos de palabras, que contiene el papel, son los siguientes:

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