Cuentos completos (34 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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Finalmente me vencieron. El día en que tuve conciencia de que yo era el único asmático del país, concurrí personalmente a la farmacia, pedí un frasquito de CUR-HINAL (ahora viene mejor envasado e incluye un aparatito inhalador) y me fui a casa. Antes de darme los cuatro bombazos de rigor, tuve plena conciencia de que ésa era mi última disnea. Juro que no pude contenerme y solté el llanto.

Hoy respiro sin dificultad y reconozco que ello significa algún progreso. Un progreso meramente somático. Claro que nunca volverán para mí los buenos tiempos. Yo, que fui entre pocos, debo ahora resignarme a ser uno entre muchos. Alguien propuso reunir a los ex asmáticos en una suerte de asociación gremial, concebida a escala panamericana. Fue un fracaso. Nunca hubo quórum y al final se disolvió con más pena que gloria. A veces me cruzo en la calle con algún ágil ex asmático (yo mismo subo los repechos sin problema) y nos miramos con melancolía. Pero ahora ya es tarde. Se trata de un proceso irreversible: para la plenitud no hay efecto retroactivo. Probamos a intercambiar frases como éstas: «¿Te acordás de cuando te hacías las nebulizaciones?», «¿Cómo se llamaban aquellos cigarrillos contra el asma que largaban un olor a pasto podrido?», «¿Preferías el líquido nacional o el importado?», «!Qué tremendo cuando llegaba el otoño!, ¿verdad?» Pero no es lo mismo. No es lo mismo.

La noche de los feos

1.

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez
unido
no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

«¿Qué está pensando?», pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

«Un lugar común», dijo. «Tal para cual».

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

«Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?»

«Sí», dijo, todavía mirándome.

«Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.»

«Sí.»

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

«Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.»

«¿Algo cómo qué?»

«Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.»

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

«Prométame no tomarme como un chiflado.»

«Prometo.»

«La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?»

«No.»

«¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?»

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

«Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.»

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

«Vamos», dijo.

2.

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

El Otro Yo

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañama siguiente se habia suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el proposito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas . Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando.Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.

El Cambiazo

Mierda con ellos. Me las van a pagar todas juntas. No importa que, justo ahora, cuando voy a firmar la decimoctava orden de arresto, se me rompa el bolígrafo. Me cago en la putísima. Y el imbécil que pregunta: «¿Le consigo otro, mi coronel?». Por hoy alcanza con diecisiete. Ayer Vélez recobró la libertad convertido en un glorioso guiñapo: los riñones hechos una porquería, un brazo roto, el ojo tumefacto, la espalda en llaga. Ya designé, por supuesto, la correspondiente investigadora para que informe sobre las irregularidades denunciadas por ciertos órganos de la prensa nacional. Algún día tendrán que aprender que el coronel Corrales no es un maricón como sus predecesores sino un jefe de policía con todo lo que hace falta

hipnotizada frente al televisor, Julita no se atreve ni a parpadear. No es para menos. Lito Suárez, con su rostro angelical y sus puñitos cerrados, ha cantado «Siembra de luz» y enseguida «Mi corazón tiene un remiendo». Grititos semejantes a los de la juvenil teleaudiencia salen también de la boca de Julita, quien para una mejor vocalización acomoda el bombón de menta al costado de la muela. Pero ahora Lito se pone solemne: «Hoy tengo una novedad y se llama «El cambiazo». Es una canción y también es un juego. Un juego que jugaremos al nivel de masas, al nivel de pueblo, al nivel de juventud. ¿Qué les parece? Voy a cantarles «El cambiazo». Son sólo cuatro versos. Durante la semana que empezará mañana, lo cantaremos en todas partes: en las aulas, en la calle, en la cama, en el ómnibus, en la playa, en el café. ¿De acuerdo? Luego, el domingo próximo, a esa misma hora, cambiaremos el primero de los cuatro versos. De las propuestas por escrito que ustedes me hagan llegar, yo elegiré una. ¿Les parece bien?». Síííííííí, chilla la adicta, fanática, coherente adolescencia. «Y así seguiremos todas las semanas hasta transformar completamente la cuarteta. Pero tengan en cuenta que en cada etapa de su transformación, la estrofa tendrá que cumplir una doble condición: variar uno de sus versos, pero mantener un sentido total. Es claro que la cuarteta que finalmente resulte, quizá no tenga el mismo significado que la inicial; pero ahí es justamente donde reside el sabor del juego. ¿Estamos?» Sííííííí. «Y ahora les voy a cantar el texto inicial.» Julita Corrales traga por fin el bombón para no distraerse y además para concentrase en la memorización del Evangelio según San Lito. «Paraquená dieeee loimpida, paraquetuá mooooooor despierte, paravosmí voooooooz rendida, paramisó loooooo quererte.» Julita se arrastra hasta la silla donde ha dejado el draipén y el block, anota nerviosamente la primera variante que se le ocurre, y antes de que el seráfico rostro del cantante desaparezca entre los títulos y los créditos finales del programa «Lito con sus muchachos», ya está en condiciones de murmurar para sí misma. «Paraquevén gaaaaaaaaaaas querida, paraquetuá mooooooor despierte, paravosmí vooooooooooz rendida, paramisó loooooooooo quererte

decime, podridito, ¿vos te creés que me chupo el dedo? Ustedes querían provocar el apagón, ¿no es cierto? Seguro que al buenazo de Ibarra se la hubieran hecho. Pero yo soy un jefe de policía, no un maricón. Conviene que lo aprendas. ¿Tenés miedo, eh? No te culpo. Yo no sólo tendría miedo sino pánico frente al coronel Corrales. Pero resulta que el coronel Corrales soy yo, y el gran revolucionario Menéndez sos vos. Y el que se caga de miedo también sos vos. Y el que se agarra la barriga de risa es otra vez el coronel Corrales. ¿Te parece bien? Decímelo con franqueza, porque si no te parece bien volvemos a la electricidad. Sucede que a mí no me gustan los apagones. A mí me gustan los toquecitos eléctricos. Me imagino que todavía te quedarán güevos. Claro que un poco disminuidos, ¿verdad? ¿Quién te iba a decir que los güevos de avestruz se podían convertir en güevos de paloma? Así que apagón. Buena pieza. Me imagino que ustedes, cuando conciben estas hermosas películas en que son tan cojonudos, también tendrán en cuenta los riesgos. Vos estás ahora en la etapa del riesgo. Pregunta número uno: ¿quién era el enlace para el apagón? Pregunta número dos: ¿dónde estuviste el jueves pasado, de seis a siete y veinticinco? Pregunta número tres: ¿hasta cuándo creés que durará tu discreción? Pregunta número cuatro: ¿te comieron la lengua los ratones, tesoro?

se muerde las uñas, pero lo hace con personalidad. Empieza por los costados, a fin de no arruinar demasiado la aceptable media luna creada por el fino trabajo de la manicura. De todos modos, se come las uñas y sus razones tiene. Lito Suárez va a anunciar cómo ha quedado «El cambiazo» después de la primera transformación. «Durante una semana todos hemos cantado la canción que les enseñé el domingo pasado. La oí cantar hasta en el Estadio. Hasta en la sala de espera del dentista. Muy bien. Justamente era eso lo que yo quería. Recibí cinco mil cuatrocientas setenta y tres propuestas para cambiar el primer verso. En definitiva, elegí ésta: Paraqueseá braaaaaaaaa laherida.» Hiiiiiiii, dice la muchedumbrita del Canal. «De modo que pórtense bien y canten «El cambiazo» desde ahora hasta el próximo domingo, tal como yo lo voy a cantar ahora: Paraqueseá braaaaaaaaa laherida, paraquetuá moooooor despierte, paravosmí voooooooooz rendida, paramisó loooooooo quererte.» Decepcionada, Julita deja de comerse las uñas. Su brillante propuesta quedó entre las cinco mil cuatrocientas setenta y dos desechadas. «Dentro de una semana sustituiremos el segundo verso. ¿De acuerdo?» Sííííííí, chilla la juventud.

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