Cuentos completos (63 page)

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Authors: Mario Benedetti

BOOK: Cuentos completos
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Por otra parte el avión estaba en pleno despegue y eso siempre le había fascinado (éste era por lo menos su cuarto vuelo, aunque el primero en solitario) y a la vez cubierto de pánico. Vio que Saúl se aferraba con ambas manos al cinturón de seguridad y entonces hizo un esfuerzo y aflojó las suyas. Pasaron varios minutos antes de que el avión tomara altura y se serenara. Ignacio siempre esperaba y disfrutaba ese instante. Era un colmo de serenidad. Ni siquiera era comparable a volar. Era más que volar. Era como deslizarse entre las nubes, era acercarse al sol.

La señora se quitó las gafas y los miró con una solicitud tan maternal que ambos sintieron la primera náusea del viaje.

—Niños —dijo con dulzura—. Ahora sí podréis decir que habéis estado en el reino de los cielos.

Parece española, pensó Ignacio. Sonrieron. Saúl además dejó escapar un gruñidito.

—¿Vais a la iglesia, verdad?

—Sí —dijo Saúl.

—No —dijo Ignacio y de inmediato se arrepintió. Se había condenado estúpidamente a escuchar doce horas de catecismo. Pero no. Su negativa tuvo la virtud de que la señora quedara muda. Agraviada, pero muda.

Fue Saúl el que le preguntó, casi en el oído, si era cierto que no iba.

—Claro que es cierto.

—¿Son ateos en tu casa?

—Creo que sí.

Saúl se quedó con la boca abierta, pero enseguida se animó.

—Debe ser divertido no ir a la iglesia.

—¿Por qué?

—No sé. Se me ocurre. No ir es lo contrario de ir. Y además ir es tan aburrido.

—¿Y allí qué hacés?

—¿Cómo qué hago? Me confieso, comulgo. ¿Vos tomaste la primera comunión?

—Creo que no. A lo mejor cuando era chico. No me acuerdo.

—¿Pero no decís que tus padres son ateos?

—Sí, pero tengo una abuela católica.

—¿Dónde está?

—En Montevideo. Pero ahora me va a estar esperando en Ezeiza. ¿A vos te esperan?

—Claro. También vienen a Buenos Aires.

—A mí me van a esperar mis cuatro abuelos.

—Yo sólo tengo tres, porque la vieja de mi viejo murió hace diez años. Seguro que estará mi otra abuela.

—Ah.

—¿Vos vivís en España o en Uruguay?

—En Francia.

—¿Te gusta?

—Bastante.

—¿Más que Uruguay?

—No me acuerdo. Era muy chico cuando vine.

Ignacio tenía ganas de orinar pero todavía estaba encendido el letrero de ajustarse los cinturones. Saúl, en cambio, sin decir palabra se desabrochó el cinturón y se puso de pie, pero antes de que diera dos pasos ya la azafata lo estaba devolviendo a su sitio con un gesto severo. El chico enrojeció. Ante semejante provocación, a Ignacio le aumentaron las ganas de orinar. Pero imposible.

—¿Cuándo se apagará ese podrido letrero? —preguntó Saúl casi llorando.

—Cuando salgamos de las nubes —dijo Ignacio con autoridad.

—¿Y qué de malo tienen las nubes?

—Que el piloto no puede ver por donde va.

Sólo veinte minutos después llegó el permiso para desabrocharse los cinturones. Entonces pudieron por fin levantarse, primero Saúl y luego Ignacio. Éste creyó alarmadísimo que no llegaba a tiempo. Pero llegó. Y hasta se lavó las manos y olió el frasquito de perfume que había junto al lavabo. Era demasiado fuerte. Casi estornudó.

No bien volvieron a sus asientos, llegó la comida. Ignacio tenía hambre pero odiaba comer en los aviones porque siempre se le desparramaba algún durazno en almíbar, y además era incomodísimo cortar la carne en esa posición absurda y con tanta estrechez. Así que sólo se dedicó al jamón y al pan. Que estaba duro. Saúl en cambio dejó limpia la bandeja y no derramó nada. Ignacio se moría de envidia. Al ver el plato de Ignacio casi intocado, la azafata le preguntó si no le había gustado. Dijo cortésmente que le gustaba pero que era demasiado abundante. Sonrisas varias. En venganza tomó café, algo que Rosa le tenía prohibido porque, según ella, lo ponía nervioso y después en la noche tenía pesadillas.

—¿Vos tenés pesadillas?

—Tengo.

—No sé qué me pasa. Sé que las tengo porque mi vieja dice que algunas noches me pongo a gritar.

Fue una suerte que les retiraran las bandejas. Ya estaba cansado de contemplar aquel pedazo de carne medio cruda. La señora le ofreció su quesito a Saúl, que dignamente lo rechazó. A él no se lo ofreció, seguramente porque no iba a misa. O tal vez porque advirtió que él no había comido su quesito propio. De pronto se sintió discriminado, hambriento, abandonado y pletórico de rencor. Sin embargo, no le vinieron ganas de llorar sino de morder, como cuando era mucho más chico y Rosa lo mandaba en penitencia a la cama y él mordía las sábanas hasta rasgarlas. Se lo había contado a Gerard, el número uno de la clase, y éste le explicó que eso que había hecho se llamaba resistencia pasiva, como la de Gandhi.

—¿Vos hacés resistencia pasiva?

—¿Qué es eso?

—Morder las sábanas.

—Puaj. Debe ser asqueroso.

Tenía sueño pero todavía no quería dormir. La señora de anteojos ya estaba desdoblando su manta, pero no acababa nunca con el apronte. Se zangoloteaba hacia un lado y hacia otro con tan poco cuidado que Ignacio temió por la estabilidad del avión.

—Tu familia —preguntó de pronto Saúl— ¿por qué se vino a Francia?

—Somos exiliados.

—¿Sí? Qué bueno. Es la primera vez que hablo con un exiliado.

—Bueno, exiliados son mis viejos. Yo vine muy chico, por eso puedo volver.

—¿Y ellos no pueden?

—No.

—¿Es comunista tu viejo?

—No.

—¿En qué trabaja?

—Es profesor.

—Así que no pueden volver.

—No.

—¿Es tupamaro entonces?

—Tampoco.

—Lástima. Me habría gustado conocer a un tupamaro.

—Tengo un tío que a lo mejor es. Creo que también vendrá a Ezeiza. Así conocés por lo menos a uno.

—No estás seguro.

—No. Pero hace como un año oí que el viejo le decía a la vieja: si tu hermano no se hubiera metido a redentor.

—¿Redentor?

—Claro. Frente a mí hablan en clave, pero ya me di cuenta que redentor es tupamaro.

Saúl bostezó y no cerró la boca hasta que Ignacio se contagió del bostezo. Entonces cada uno se acurrucó bajo su manta. El zumbido del avión era tan sereno, tan acogedor, que Ignacio ni siquiera advirtió que los ojos se le iban cerrando.

Horas después, cuando volvió a abrirlos, el pasillo era un corso. La gente se despertaba, hacía cola para el lavabo, y regresaba lavada, peinada y pulida. La señora de al lado aún roncaba con placidez, pero en cambio Saúl ya estaba totalmente despierto e Ignacio se encontró con su mirada.

—Estaba esperando que te despertaras para preguntarte cómo te llamás.

—Ya te dije que Ignacio.

—Sí, pero Ignacio qué.

—Ignacio Ávalos.

—¿Ávalos y qué más?

—Ufa, qué pesado. Ávalos Bustos.

Otra vez las bandejitas. Ahora con menos cosas. Ignacio se propone comer algo esta vez. De lo contrario puede desmayarse. Así que come.

—¿Vos también venís de Francia?

—Sí, estuve tres semanas. ¿En Francia vas al fútbol?

—A veces.

—¿De qué cuadro sos hincha?

—Del Saint Etienne. ¿Y vos?

—De Wanderers.

—Eso allá. Yo digo en Francia.

—De ninguno. Estuve muy poco. Sólo fui a visitar a mi hermana. Vive en París. Hacía como tres años que no la veía.

—Es exiliada.

—No, qué va a ser.

—¿Y te gustó París?

—Algunas cosas sí. Otras no. Mi hermana dice que hay muchos negros.

—¿Y qué hace tu hermana? —preguntó Ignacio.

—Está casada con un médico. Un médico francés.

—Sí, claro. Pero ella ¿qué hace?

—¿Ella? ¿No te digo que está casada con un médico?

Hace eso, nomás. Bueno, a veces mira la tele.

Se llevan las bandejas e Ignacio guarda el sobre con la toallita. Así se ahorra el lavado de cara. Y además es un perfume suave, no hace estornudar.

—¿Te llevás bien con tu tío?

—¿Cuál? Tengo cinco.

—Ese que te va a esperar.

—Ah, tío Ambrosio. Ya ni me acuerdo de su cara. Pero siempre me escribe. Es macanudo.

—¿Estuvo en cana?

—No, hasta ahora se ha escapado. Menos mal. Los revientan ¿sabés?

La señora de los anteojos se despertó por fin. Ignacio la mira y la encuentra más vieja. Mueve la boca como si estuviera masticando, pero no mastica. Qué raro ¿no? Además, está procurando que le calce nuevamente uno de los zapatos que se había quitado, pero aparentemente no puede. Resopla con fuerza, y el aire, caliente y un poco agrio, llega hasta Ignacio. Éste resuelve que es el momento para usar la toallita perfumada.

Saúl ha extraído de su bolsillo un juego electrónico y lo disfruta a solas. De vez en cuando aquella maquinita hace pip pip e Ignacio se da cuenta de que él también está pendiente del ruidito.

De pronto Saúl interrumpe el juego y mira a Ignacio.

—Mi viejo dice que soy un mocoso.

—¿Y no sos?

—Un mocoso de mierda, dice.

—Eso ya es distinto. ¿Y por qué te dice eso?

—No sé. A veces me mira y me llama mocoso de mierda. Le voy a demostrar que no lo soy. ¿Tu viejo te dice cosas así?

—Ésas no. Me dice otras. ¿Y vos cómo te sentís?

—Me quedo mudo. A lo mejor me lo dice con cariño. Eso dice la vieja.

—A lo mejor. ¿Tu viejo vendrá a esperarte?

Fue en ese instante cuando el avión tocó tierra y el sacudón los dejó sin habla. La señora de anteojos emitió un leve estertor.

—Qué bárbaro.

—Medio bruto ¿no?

—Lo hacen a propósito. Para que a los pasajeros les venga el cagazo.

El avión fue rodando lentamente hasta el edificio del aeropuerto. Cuando los motores al fin se silenciaron, Ignacio se acordó del consejo de Asdrúbal y se aferró a la bolsita roja con el pasaporte, el pasaje y los dólares. También se acordó del consejo de Rosa y se puso el abrigo. Saúl ya se había colocado la bufanda. Abrieron la puerta y entró una ráfaga de aire congelante.

—No creo que me esté esperando —dijo Saúl—. Siempre tiene mucho trabajo.

—¡Qué frío! —dijo Ignacio—. ¿Y en qué trabaja?

Saúl estornudó y se sonó la nariz antes de contestar.

—Es coronel.

No era rocío

Siempre había sido animal de ciudad y disfrutaba siéndolo. Era evidente que lo estimulaban las complejidades y las vibraciones de ese laberinto, el olor a gasolina aunque llegase a ser casi nauseabundo, la liturgia zumbona de las fábricas periféricas, la aureola fétida de los basurales, el alarido metálico de ambulancias y policías, y hasta las cándidas luces del centro, vale decir todos los lugares comunes de la poesía urbana y algunos más de la vendimia tanguera. Pero también era cierto que le permitían encontrarse a sí mismo ciertas instantáneas tan aisladas e irrepetibles como aquel diariero doblado de aburrimiento y sueño sobre su perecedera mercancía, o la sonrisa de dos pibes descalzos sobre una pirámide de baldosas rotas, o la prostituta de esquina que leía a Lobsang Rampa para matizar la espera del parroquiano en cierne. Estaba convencido de que sus pulmones precisaban el humo y la contaminación tanto como los del montañés necesitan el aire transparente del mediodía.

Por las noches dormía densa, insondablemente, pero sólo si la vigilia lo despedía con un contrapunto de alborotos cercanos y bocinas lejanas. En cambio, siempre que pernoctaba en algún pueblito insignificante y aislado, el silencio compacto, casi ensordecedor, le provocaba insomnio y entonces no tenía más remedio que dejar la cama o el catre para llevar su desvelo a la intemperie y vigilar sin la menor simpatía aquel cielo hosco y centelleante que para él constituía el colmo del ostracismo. Su marco natural nunca había sido el paisaje sino el prójimo, con sus histerias y miserias, con sus enigmas y sorpresas. Hasta demostración en contrario, siempre apostaba a la bondad y sus lealtades anexas. Y ni siquiera lo había desalentado, a lo largo de cuarenta y cinco febreros, su granada colección de desencantos y traiciones. Era un filatelista de gestos imborrables, de fidelidades mínimas, de invisibles solidaridades. Así se había movido en los lances políticos, sin la menor vocación de poder personal, sabiéndose mucho más fértil y en definitiva más útil en el codeo fraternal de la plaza repleta que en las tribunas de la retórica. Por lo general el mensaje obvio (con el cual normalmente concordaba) le revelaba menos arcanos que un paréntesis improvisado, o que el curtido ceño del pobre insigne orador, o que el impulso disneico de la brillante parrafada que iba a transformar la modorra en ovación.

Después de todo, el obligado exilio había sido para él una maldición y simultáneamente un descubrimiento. Sólo tres meses después de la azarosa escapada, tuvo tiempo y ocasión de comprender, ya en tierra ajena, que sus presuntos delitos no habían sido políticos sino estrictamente humanos. Había ayudado, es cierto, sin pensar demasiado en qué pero sabiendo a quién. Es claro que compartía muchas de las quejas enarboladas por los muchachos, pero en su solidaridad nada profesional ése no había sido nunca el factor decisivo. Siempre tenía más peso su conocimiento personal del acosado de turno, el saber por ejemplo que había sido uno de sus cientos de alumnos, a veces ni siquiera brillante. Más importante que su ficha ideológica era haberlo visto con frecuencia en el barrio, moviendo sin usura la globa en el campito y festejando los goles como si el mundo estuviera realmente vacunado contra el holocausto. Aquí y allá daba una mano, pero no como una obligación cívica o un deber militante, sino apenas como un gesto espontáneo, inevitable. Es claro que de tanto dar una y otra mano, faltó poco para que se las esposaran.

Sí, por varias y matizadas razones, el exilio había sido un descubrimiento. En primer término, le había servido para detectar en sí mismo zonas hasta entonces inexploradas. Verse y juzgarse aislado, sin su contexto natural, rodeado ahora por barreras de extranjería, borrón sin cuenta nueva, entregado a una suerte, que todavía no era buena ni mala, como a un temporal omitido en el parte meteorológico. Todo le había servido para advertir qué pesado puede ser el azar, qué inclemente.

En segundo término había descubierto qué echaba de menos y qué no, y eso fue asimismo un balance inesperado, ya que pudo comprender, relativamente asombrado, que algunos
grandísimos valores
le importaban un corno, y en cambio le producían una ansiedad muy sutil la ausencia de un murallón de piedra y mugre, del letrero
despacio escuela
que lo frenaba todas las mañanas cuando iba al centro en el destartalado
citroën
, o la recurrente secuencia del veterano melenudo a quien solía ver desde su ventana retozando con su gran danés por la playa desierta en pleno invierno. Por supuesto que añoraba todo eso con los ojos resecos porque los animales de ciudad no lloran.

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