Authors: Mario Benedetti
Hacía bastante más frío que cuatro horas antes, así que levantó el cuello del impermeable. Casi corrió por la rue Renan, no sólo para quitarse el frío, sino también porque eran las doce y cuarto. En recompensa alcanzó el último tren en dirección Porte de la Chapelle, tuvo el raro disfrute de ser el único pasajero del último vagón, y se encogió en el asiento, dispuesto a ver el vacío desfile de las dieciséis estaciones que le faltaban para la
correspondance
en Saint Lazare. Cuando iba por Falguière, se puso a pensar en las dificultades que un escritor como él, no francés (le pareció, para el caso, una categoría más importante que la de uruguayo), estaba condenado a enfrentar si quería escribir sobre este ambiente, esta ciudad, esta gente, este subterráneo. Precisamente, advertía que «el último
métro
» era un tema que estaba a su disposición. Por ejemplo: que alguien, por una circunstancia imprevista, quedara toda la noche (solo, o mejor, acompañado; o mejor aún, bien acompañado) encerrado en una estación hasta la mañana siguiente. Faltaba hallar el resorte anecdótico, pero era evidente que allí había un tema aprovechable. Para otros, claro; nunca para él. Le faltaban los detalles, la menudencia, el mecanismo de esta rutina. Escribir sin ellos, escribir ignorándolos, era la manera más segura de garantizar su propio ridículo. ¿Cómo sería el procedimiento del cierre? ¿Quedarían las luces encendidas? ¿Habría sereno? ¿Alguien revisaría previamente los andenes para comprobar que no quedaba nadie? Comparó estas dudas con la seguridad que habría tenido si el eventual relato se relacionara, por ejemplo, con el último viaje del ómnibus 173, que en Montevideo iba de Plaza Independencia a Avenida Italia y Peñón. No es que supiera
todos
los detalles, pero sí sabía cómo decir lo esencial y cómo insertar lo accesorio.
Todavía estaba en esas cavilaciones, cuando llegó a Saint Lazare y tuvo que correr de nuevo para alcanzar el último tren a Porte de Lilas. Esta vez corrieron con él otras siete personas, pero se repartieron en los cinco vagones. Previsoramente volvió a subir en el último, calculando que así, en Bonne Nouvelle, quedaría más cerca de la salida. Pero ahora no iba solo. Una muchacha se ubicó en el otro extremo, de pie, pese a que todos los asientos estaban libres. Raúl la miró detenidamente, pero ella parecía hipnotizada por un sobrio aviso que recomendaba a los franceses regularizar con la debida anticipación sus documentos si es que proyectaban viajar al exterior en las próximas
vacances
. Él tenía el hábito de mirar a las mujeres (especialmente si eran tan aceptables como ésta) con cierto espíritu inventariante. Por las dudas. Así que inmediatamente comprobó que la chica tenía frío como él (pese a su abriguito claro, demasiado claro para la estación, y a la bufanda de lana), sueño como él, ganas de llegar como él. Almas gemelas, en fin. Siempre se estaba prometiendo entablar una relación más o menos estable con alguna francesa, como un medio insustituible de incorporarse definitivamente al idioma, pero, llegado el caso, sus amistades tanto femeninas como masculinas, se limitaban al clan latinoamericano. A veces no era una ventaja sino un fastidio, pero la verdad era que se buscaban unos a otros para hablar de Cuernavaca o Antofagasta o Paysandú o Barranquilla, y quejarse de paso de lo difícil que resultaba incorporarse a la vida francesa, como si ellos hicieran en verdad algún esfuerzo para comprender algo más que los editoriales de
Le Monde
y la nómina de platos en el
self service.
Por fin Bonne Nouvelle. La muchacha y él salieron del vagón por distintas puertas. Otros diez pasajeros bajaron del tren, pero se dirigieron a la salida de la rue du Faubourg Poissonière; él y la muchacha, hacia la de rue Mazagran. Los tacos de ella producían un extraño eco; los de él en cambio eran de goma y la seguían siempre a la misma y silenciosa distancia. Toda la carrera se convirtió de pronto en algo risible, cuando, al llegar a la puerta de salida, advirtieron que la reja corrediza estaba cerrada con candado. Raúl escuchó que la muchacha decía «Dios mío», así, en español, y se volvió hacia él con cara de espanto. Del lado exterior llegaban los espléndidos ronquidos de un
clochard,
ya instalado en su grasiento confort junto a la reja. «No se ponga nerviosa», dijo Raúl, «la otra puerta tiene que estar abierta». Ella, al oír hablar en español, no hizo ningún comentario pero pareció animarse. «Vamos rápido», dijo, y empezó a correr, desandando el camino. Pasaron nuevamente por el andén, que ahora estaba desierto y a media luz. Desde el andén de enfrente un hombre de
overall
les gritó que se apuraran porque ya iban a cerrar la otra puerta. Mientras seguían corriendo juntos, Raúl recordó sus dudas de un rato antes. Ahora podré hacer el cuento, pensó. Ya tenía los detalles. La muchacha parecía a punto de llorar, pero no se detenía. En un primer momento, él pensó adelantarse para ver si la puerta de Poissonière estaba abierta, pero le pareció que sería poco amable dejarla sola en aquellos corredores desiertos y ya casi sin luz. Así que llegaron juntos. Estaba cerrada. Ella se asió a la reja con las dos manos, y gritó:
«Monsieur! Monsieur!».
Pero aquí ni siquiera había
clochard
, cuanto menos
monsieur
. Desierto total. «No hay remedio», dijo Raúl. En el fondo no le desagradaba la idea de pasar la noche allí con la muchacha. Se limitó a pensar, de puro desconforme, que era una lástima que no fuese francesa. Qué larga y agradable clase práctica podía haber sido.
«¿Y el hombre que estaba en el otro andén?», dijo ella. «Tiene razón. Vamos a buscarlo», dijo él, con escaso entusiasmo, y agregó: «¿Quiere esperar aquí, mientras yo trato de encontrarlo?». Muerta de miedo, ella suplicó: «No, por favor, voy con usted». Otra vez corredores y escaleras. La muchacha ya no corría. Parecía casi resignada. Por supuesto, en el otro andén no había nadie. Igual gritaron, pero ni siquiera contestó el eco. «Hay que resignarse», insistió Raúl, que aparentemente había jugado todas sus cartas a la resignación. «Acomodémonos lo mejor posible. Después de todo, si el
clochard
puede dormir afuera, nosotros podemos dormir adentro.» «¿Dormir?», exclamó ella, como si él le hubiese propuesto algo monstruoso. «Claro.» «Duerma usted, si quiere. Yo no podría.» «Ah no, si usted va a quedarse despierta, yo también. No faltaba más. Conversaremos.»
En un extremo del andén había quedado una lucecita encendida. Hacia allí caminaron. Él se quitó el impermeable y se lo ofreció. «No, de ninguna manera. ¿Y usted?» Él mintió: «Yo no soy friolento». Depositó el impermeable junto a la muchacha, pero ella no hizo ningún ademán para tomarlo. Se sentaron en el largo banco de madera. Él la miró y la vio tan temerosa, y a la vez tan suspicaz, que no pudo menos que sonreír. «¿Le complica mucho la vida este contratiempo?», preguntó, nada más que por decir algo. «Imagínese.» Estuvieron unos minutos sin hablar. Él se daba cuenta de que la situación tenía un lado absurdo. Había que irse acostumbrando de a poco. «¿Y si empezáramos por presentarnos?» «Mirta Cisneros», dijo ella, pero no le tendió la mano. «Raúl Morales», dijo él, y agregó: «Uruguayo. ¿Usted es argentina?». «Sí, de Mendoza.» «¿Y qué hace en París? ¿Una beca?» «No. Pinto. Es decir: pintaba. Pero no vine con ninguna beca.» «¿Y no pinta más?» «Trabajé mucho para juntar plata y venir. Pero aquí tengo que trabajar tanto para vivir, que se acabó la pintura. Fracaso total, porque además no tengo dinero para el pasaje de vuelta. Sin contar con que el regreso sería una horrible confesión de derrota.» Él no hizo comentarios. Simplemente dijo: «Yo escribo», y antes de que ella formulara alguna pregunta: «Cuentos». «Ah. ¿Y tiene libros publicados?» «No, sólo en revistas.» «¿Y aquí puede escribir?» «Sí, puedo.» «¿Beca?» «No, tampoco. Vine hace dos años, porque gané un concurso periodístico. Y me quedé. Hago traducciones, copias a máquina, cualquier cosa. Yo tampoco tengo plata para la vuelta. Yo tampoco quiero confesar el fracaso.» Ella tuvo un escalofrío y eso pareció decidirla a colocarse el impermeable de él sobre los hombros.
A las dos, ya habían hablado de los respectivos problemas económicos, de las dificultades de adaptación, de la sinuosa avaricia de los franceses, de los defectos y virtudes de las respectivas y lejanas patrias. A las dos y cuarto, él le propuso que se tutearan. Ella vaciló un momento; luego aceptó. Él dijo: «A falta de ajedrez, y de naipes, y de intenciones aviesas, propongo que me cuentes tu historia y que yo te cuente la mía. ¿Qué te parece?». «La mía es muy aburrida.» «La mía también. Las historias entretenidas pasaron hace mucho o las inventaron hace poco.» Ella iba a decir algo, pero le vino un estornudo y se le fue la inspiración. «Mirá», dijo él, «para que veas que soy comprensivo y poco exigente, voy a empezar yo. Cuando termine, si no te dormiste, decís vos tu cuento. Y conste que si te dormís, no me ofendo. ¿Trato hecho?». Fue consciente de que su última intervención había sido una buena maniobra de simpatía. «Trato hecho», dijo ella, sonriendo francamente y tendiéndole, ahora sí, la mano.
«Dato primero: nací un quince de diciembre, de noche. Según cuenta mi viejo, en pleno temporal. Sin embargo, ya ves, no salí demasiado tempestuoso. ¿Año? Mil novecientos treinta y cinco. ¿Sitio? No sé si sabés que en la generación anterior, regía una ley casi infalible: todos los montevideanos habían nacido en el Interior. Ahora no, cosa rara, nacen en Montevideo. Yo soy de la calle Solano García. No la conocés, claro. Punta Carretas. Tampoco te dice nada. La costa, digamos. De chico fui una desgracia. No sólo por ser hijo único, sino porque además era enclenque. Siempre enfermo. Tuve tres veces el sarampión, con eso te digo todo. Y escarlatina. Y tos convulsa. Y rubeola. Y paperas. Cuando no estaba enfermo, estaba convaleciente. Incluso cuando los demás decían que estaba sano, yo me la pasaba sonándome la nariz.»
Habló un poco más de la etapa infantil (colegio, maestra linda, primas burlonas, tía melosa, indigestión de merengues con olor a nafta, impenetrabilidad del mundo adulto, etc.), pero cuando quiso pasar a la próxima secuencia cronológica, advirtió claramente, y por primera vez, que lo único medianamente interesante de su vida había sucedido en su infancia. Decidió jugar la carta de la sinceridad e hizo precisamente esa confesión.
Mirta lo ayudó: «No querrás creerme, pero la verdad es que no tengo anécdotas para contar. Casi te diría que no tengo recuerdos. Porque no puedo llevar a esa prestigiosa categoría las vulgares palizas (confieso que tampoco eran demasiado crueles) que recibí de mi madrastra, ni la rutina de los estudios, en los que nunca conseguí (ni quise) destacarme; ni las opacas amistades del barrio; ni mi época detrás de un mostrador, en Buenos Aires, como vendedora de lapiceras y bolígrafos en un comercio de la calle Corrientes. Con decirte que esta temporada en París, aun con las escaseces que paso y el sentimiento de frustración y soledad que a veces me invade, debe ser sin embargo mi período más brillante».
Mientras hablaba, miraba hacia el otro andén. Pese a la poca luz, Raúl advirtió que la muchacha tenía los ojos llorosos. Entonces tuvo un gesto espontáneo; tan espontáneo que cuando quiso frenarlo, ya era tarde. Extendió la mano hacia ella, y le acarició la mejilla. Lo inesperado fue que la muchacha no pareció sorprenderse; más aún, Raúl tuvo la casi imperceptible sensación de que ella apoyaba por un instante la mejilla en su palma. Era como si las extrañas circunstancias hubieran instaurado un nuevo patrón de relaciones. Después él retiró la mano y se quedaron un rato inmóviles, callados. Sobre sus cabezas sonaba a veces algún tableteo, algún rumor, algún golpe, que revelaban la presencia lejana y amorfa de la cal e, que allá arriba seguía existiendo.
De pronto él dijo: «En Montevideo tengo una novia. Buena chica. Pero hace dos años que no la veo, y, cómo te diré, la imagen se va volviendo cada vez más confusa, más incongruente, menos concreta. Si te digo que me acuerdo de sus ojos, pero no de sus orejas ni de sus labios. Si hago caso de la memoria visual, tengo que concluir que tiene labios finos, pero si recurro a la memoria táctil, tengo la impresión de que eran gruesos. Qué lío, ¿verdad?». Ella no dijo nada. Él volvió a la carga: «¿Vos tenés novio, o marido, o amigos?». «No», dijo ella. «¿Ni aquí ni en Mendoza ni en Buenos Aires?» «En ninguna parte.»
Él bajó la cabeza. En el piso había una moneda de un franco. Se agachó y la recogió. Se la pasó a Mirta. «Guardala como recuerdo de esta
Stille Nacht.
» Ella la metió en el bolsillo del impermeable, sin acordarse de que no era el suyo. Él se pasó las manos por la cara. «En realidad, ¿para qué voy a mentirte? No es mi novia, sino mi mujer. Lo demás es cierto, sin embargo. Estoy aburrido de esta situación, pero no me animo a romper. Cuando se lo insinúo por carta, me escribe unas largas tiradas histéricas, anunciándome que si la dejo se mata, y, claro, yo comprendo que es un chantaje, pero ¿y si se mata? Soy más cobarde de lo que parezco. ¿O acaso parezco cobarde?» «No», dijo ella, «parecés bastante valiente, aquí, bajo tierra y sobre todo comparándote conmigo, que estoy temblando de miedo».
La próxima vez que él miró el reloj, eran las cuatro y veinte. En la última media hora no habían hablado prácticamente nada, pero él se había acostado en el enorme banco, y su cabeza se apoyaba en la mullida cartera negra de Mirta. A veces ella le pasaba la mano por el pelo. «Cuántos remolinos», dijo. Nada más. Raúl tenía la sensación de hallarse en el centro de un delicioso disparate. Sabía que así estaba bien, pero también sabía que si quería ir más allá, si intentaba aprovechar esta noche de inesperada excepción para tener una aventura trivial, todo se vendría irremediablemente abajo. A las cinco menos cuarto se incorporó y caminó algunos pasos para desentumecer las piernas. De pronto la miró y fue algo así como una revelación. Si hubiera estado escribiendo uno de sus pulcros cuentos, inexorablemente anticursis, no se habría resignado a mencionar que esa muchacha era su destino. Pero afortunadamente no estaba escribiendo sino pensando, así que no tuvo problema en decirse a sí mismo que esa muchacha era su destino. Después de eso, suspiró; podía ser interpretado como un suspiro de inauguración. La emoción subsiguiente fue algo más que un estado de ánimo; realmente fue una exaltación orgánica que abarcó orejas, garganta, pulmones, corazón, estómago, sexo, rodillas.
La excitación y el enternecimiento lo llevaron a romper el silencio: «¿Sabés una cosa? Daría cinco años de vida porque todo empezara aquí. Quiero decir: que yo ya estuviera divorciado y mi mujer hubiera aceptado el hecho y no se hubiera matado, y que yo tuviera un buen trabajo en París, y que al abrirse las puertas saliéramos de aquí como lo que ya somos: una pareja». Desde el banco, ella hizo con la mano un vago ademán, apenas como si quisiera espantar alguna sombra, y dijo: «Yo también daría cinco años», y luego agregó: «No importa, ya nos arreglaremos».