Cuando un hombre se enamora (10 page)

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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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Y en cuanto a esa mirada en sus ojos, debió de imaginarla. Se conocían perfectamente. Pero por un instante la misteriosa percepción de que tenían algo en común refulgió entre ellos.

Sí, sin duda todo formaba parte de su imaginación. Después de todo, ésta la convenció en una ocasión de que Lambert Poole la amaba. Y no sólo eso, sino que lo había convertido en un hombre digno de ser amado.

—Parece que el señor Yale puede aguantar el alcohol bastante bien —comentó Emily.

Kitty le lanzó una mirada por encima del hombro y dijo:

—Lamento que estés atrapada aquí con un caballero por el que sientes tanta antipatía.

—No es que no me guste, Kitty, sino que no me parece respetable, lo cual es bastante distinto.

—¿No lo es? —Kitty no había visto nada en lord Blackwood de lo que normalmente admiraba en un caballero, y sin embargo… Definitivamente, algo no encajaba. Aquel brillo acerado en sus ojos, aquella sonrisa cuando dijo que quería besarla, no coincidían con el hombre que aparentaba ser.

Pero tal vez todo eso no fuera más que la fachada que ocultaba una tragedia o Kitty estuviese hilando demasiado fino.

—Claro que lo es, Kitty —dijo Emily, muy seria—. La simpatía tiene que ver con el carácter y la predisposición; el respeto, con la conducta de un caballero. No obstante, sé que tendré que llevarme bien con él hasta que nos vayamos. Por cierto, lord Blackwood me ha prestado otro libro —añadió como si eso fuera cuanto una mujer necesitaba para ser feliz.

—¿Más poesía?


Fedra
, de Racine —Emily acabó de ayudar a Kitty a vestirse y se acercó a la jofaina, rompió la delgada capa de hielo, hundió las manos en el agua y se lavó la cara.

De modo que al apuesto bárbaro siempre acompañado por unos perros grandes y peludos le gustaba leer teatro francés. Kitty no pudo evitar sentir que se estremecía por dentro.

—¿Ya habrá preparado el desayuno la señora Milch?

—Huevos otra vez. Esta noche tenemos que hornear pan para la cena.

—¿Estás decidida?

—Claro.

—¿Cómo está el camino esta mañana? ¿Alguien ha visto el carruaje del correo?

—El señor Yale explicó que todavía no ha pasado nadie.

Así pues, no podía librarse de su nerviosismo ni de la preocupación que le producía el que ahora conociese muchas más cosas de él: su olor, la suavidad de su lengua, los músculos bien contorneados bajo las mangas y la pechera de su chaqueta. No podía pensar, no podía poner orden en su mente, ¡lo que le pasaba era verdaderamente inaudito!

Encapricharse de un hombre a los veinticinco años hacía que se sintiera como una idiota. Pero quizá no fuera tan excepcional. Su madre alguna vez se había sentido moderadamente atraída hacia lord Chamberlayne. Claro, lord Chamberlayne era inteligente, un caballero perfecto y un político de éxito. Mientras que lord Blackwood… era un salvaje que tenía unos perros enormes.

Debía de estar loca.

Y encima, a hornear pan.

Kitty se situó ante un bloque de madera en la cocina de la posada y se inclinó para coger un trozo de masa mientras la señora Milch le enseñaba a amasar. En cuestión de días estaría barriendo suelos y desplumando pollos, pensó. Hasta dando de comer a los cerdos, si es que había alguno que alimentar.

—¿Se debe presionar así, señora Milch? —preguntó Emily arrugando la frente.

—No, señorita, así. Aunque lo cierto es que un miembro de la alta sociedad no debería rebajarse a preparar pan —añadió—. Milady estará de acuerdo conmigo.

—A mí, sinceramente, me tiene sin cuidado —dijo Kitty, que todo lo que deseaba era mantenerse ocupada. Habría hecho cualquier cosa para librarse de la confusión que se había apoderado de ella. La nieve que rodeaba la posada la encerraba con una fuerza implacable, mayor que la que en ese momento los nudillos de Emily ejercían sobre la masa.

Se sentía enferma, traicionada por unos anhelos de soltería que de pronto parecían hacerse añicos. Hacía más de cinco años, desde que Lambert le había arrebatado su inocencia y ella había empezado a odiarlo por eso, que sabía que nunca se casaría. Jamás sería la novia de un caballero respetable, y aunque este se lo pidiera, su conciencia le impediría aceptarlo, pues no podría darle hijos. Así pues, se había convencido a sí misma no sólo de que no quería un marido, sino de que no se podía confiar en los hombres. Podría ser perfectamente feliz pasando la vida con su madre y el amigo más íntimo de esta, lord Chamberlayne…, o no.

No podía seguir fingiendo. Lo cierto era que aquella noche había decidido acompañar a Emily a Shropshire, dejando a su madre y a lord Chamberlayne para que arreglaran sus asuntos, porque no quería vivir con ella toda la vida. Quería algo más en la vida.

El contacto de sus manos con la masa del pan la tranquilizó. No había sido sincera consigo misma. Enamorarse de un hombre de la calaña del conde de Blackwood lo demostraba.

Estaba cansada de fingir ante el mundo que se sentía encantada de ser repudiada por tantos entre la alta sociedad. Estaba cansada del futuro solitario que había imaginado para sí. Su corazón le dolía por algo más, algo más dulce y hermoso. Anhelaba derrumbarse. Una imagen rota… La inocencia reconquistada ingenuamente, una felicidad inesperada.

Sin embargo, una mujer como ella no podía permitirse derrumbarse. Una mujer que había dejado atrás sus posesiones más preciadas sin el beneficio del matrimonio era humillada. Fue besada en la oscuridad de una escalera, y el caballero que abusó de ella, la toqueteó y la besó, no se sintió obligado a ofrecerle nada más. Nada decente. Nada permanente. Nada que pudiera poner fin a su soledad.

—Milady, se está manchando la falda —la señora Milch le cogió las manos y comenzó a limpiárselas con un trapo, tan delicadamente como lo habría hecho una doncella—. Ya sé que sólo se trata de harina, pero su vestido es de una seda tan fina, y además, no olvidéis que aquí hay caballeros de la alta sociedad.

Kitty miró a la mujer a los ojos y creyó detectar compasión en ellos. Pero era imposible. Todo en aquella estancia de ensueño en un Shropshire nevado lo era.

Echó un vistazo a la puerta de la cocina como si fuera una vía de escape, como la salida que había encontrado en Londres al ver el carruaje de Emily aguardándola.

De pronto, entró el conde.

Kitty se ruborizó y sintió que ardía por dentro. Ella siempre había admirado los semblantes de los caballeros solteros que pasaban la mayor parte del tiempo en la ciudad. Las mejillas de lord Blackwood resplandecían por el frío y el esfuerzo, ella lo observó detenidamente. Era alto y tan maravillosamente apuesto como en la noche anterior a la luz de las velas, durante la cena y después, en el oscuro hueco de la escalera, donde él había decidido tomar su… postre. Ella se sentía como una muchacha, neciamente encaprichada y deseosa de que él la besara más de lo humanamente soportable.

—Buenos días, señoras —miró a Emily, a Kitty y por fin a la posadera, a quien se dirigió en escocés—. Señora, su marido le pide que ponga brea al fuego para unir las junturas.

—Vaya, ahora envía a todo un caballero a hacer recados en lugar de a Ned. ¿Adónde se ha ido el chico? —la señora Milch dejó de limpiar las manos de Kitty.

—Se fue a la fragua a devolver la sierra —respondió el conde en escocés.

Emily lo miró.

—¿Ya habéis terminado el tejado del establo?

—Sí, milady. He mantenido entretenidas las manos como usted con su trabajo de mujeres —dijo en una mezcla de inglés y escocés. Miró la mesa para el pan y sonrió.

Kitty tuvo que apartar la mirada. Trabajo de mujeres. Además de eso, apenas entendió tres de cuatro palabras. Pero lo que sí le quedó claro fue que su sonrisa le quitó el aliento.

Oh, Dios, ¿qué le estaba ocurriendo? ¿Cómo podía oscilar de un extremo al otro?

—Nunca creí que fuese tan difícil hacer pan —dijo Emily—. Afortunadamente, la señora Milch es una profesora muy competente y experimentada.

Kitty se tragó el nudo que tenía en la garganta y dijo:

—Milord, ¿está bi…, bi…?

Él la miró extrañado.

Ella guardó silencio, turbada. Él ladeó la cabeza ligeramente. Kitty no entendía qué le pasaba: jamás en su vida había tartamudeado. Si el conde por lo menos se hubiera dedicado a hablar más y mirarla menos, Kitty podría haber salido airosa sin abochornarse por completo.

—¿Está bi…, bien su caballo? —logró articular por fin.

—Sí. Le agradezco su preocupación —contestó el conde en escocés. Su expresión continuaba siendo agradable pero seria. Nadie habría sospechado jamás que la noche anterior le había robado un beso en medio de la oscuridad. Pero Kitty conocía su reputación y él no había dudado en besarla, porque creía conocer la de ella—. Apreciadas damas, hacen ustedes un extraordinario servicio en vez de permanecer ociosas —añadió en escocés.

—Lástima que no haya oca al horno —murmuró la señora Milch en la misma lengua.

—¿Quién necesita una oca cuando señoritas tan finas realizan una labor tan noble? —dijo Cox, que de pronto se materializó tras el hombro del conde.

—No hay nada noble en cocer pan, señor Cox —afirmó Emily—. A los pobres apenas se les recompensa por hacer trabajos como este.

—He trabajado toda mi vida, lady Marie Antoine —dijo Cox, acercándose a ella—. Y aún no he tenido el placer de amasar pan con una dama. Permítame que la ayude.

—¿Alguna vez ha amasado pan, señor? —Emily parecía verdaderamente interesada.

—Pues… no —respondió él entre carcajadas.

—Entonces será mejor que también se ponga un mandil —intervino la señora Milch, sacudiendo la cabeza.

—Debe sacarse el abrigo primero —lo instruyó Emily.

—En presencia de damas, jamás —Cox dirigió a Kitty una sonrisa juguetona y ató el mandil en torno a los faldones de su elegante abrigo. Luego, dirigiéndose a lord Blackwood, añadió—: Milord, ¿querrá unirse a mí y a nuestra bella compañía en esta encantadora tarea doméstica?

Lord Blackwood, que todavía se encontraba en el umbral, respondió en escocés:

—Mejor lo dejaré en manos de los profesionales adecuados —saludó a los presentes con una inclinación de la cabeza, lanzó una mirada de lo más enigmática y se marchó.

Kitty sintió el repentino impulso de ir tras él, pero se contuvo y dijo:

—Señor Cox, ¿el señor Yale todavía está en el establo? —no podía importarle menos. Sólo quería saber adónde iba el conde. ¿Cómo era posible?

Las mujeres maduras no experimentaban esa clase de sentimientos. Pero quizá fuera el precio que debía pagar por la actitud deshonesta que había mantenido durante tantos años. Poco importaba que el hombre que ella había ayudado a llevar ante la justicia fuera en realidad despreciable.

—Se fue a la taberna con el carpintero que nos ayudó a poner parches en el tejado. Un trabajo peligroso. Blackwood a punto estuvo de romperse el hombro.

—Él sólo dijo que su caballo había sufrido heridas, y muy leves —apuntó Emily.

—Él lo estaba cepillando en el momento en que se cayó el techo —Cox hundió los dedos en la masa—. Es extraño que un caballero de su rango cuide de su propio caballo, digo yo. Pero los nobles suelen tener esas excentricidades —añadió con una sonrisa.

Emily señalaba la redondez de la masa.

—Debe apoyar las palmas de las manos en la masa, no meter los dedos en ella, señor Cox —dijo Emily—. Así.

Kitty, cuyo corazón todavía parecía galopar dentro de su pecho, se limpió las manos con un trapo y murmuró:

—¿Pueden perdonarme?

La señora Milch se bastaría ella sola para hacer de carabina de Emily, una carabina, por cierto, que Kitty hubiera necesitado tener a su lado en el hueco de la escalera la noche anterior. Mientras Cox estudiaba los movimientos de Emily y la señora Milch se ocupaba de poner la brea al fuego, Kitty abandonó la estancia.

Tenía que escapar de la posada, aunque sólo fuera durante unos momentos. Necesitaba respirar aire fresco para aclararse las ideas. Era enormemente imprudente obsesionarse con el conde de Blackwood, con su bello porte, con sus caricias de experto.

Ned estaba en el salón, con uno de los perros. Levantó la cabeza y algo dorado brilló en su mano. Sonrió ampliamente.

—El cielo está muy claro hoy, milady.

Ella se sentía demasiado confusa para articular una frase coherente.

—Eso parece —consiguió decir por fin, acercándose al muchacho. Distracciones de ese tipo eran exactamente lo que ella necesitaba, decidió.

El perro le olisqueaba la mano.

—Ned, ¿estás dándole de comer a los perros? —preguntó Kitty con una incierta sonrisa.

—No, señora, sólo es un objeto que encontré hace dos semanas en el camino a Shrewsbury —el chico enarcó las cejas y tendió la mano. En la palma de esta había un camafeo que contenía el retrato de una mujer joven con rizos dorados y unas mejillas deliciosas con hoyuelos.

—Qué bonita es y qué triste debe de estar su enamorado por haberlo perdido —Kitty sonrió; apenas podía controlar los temblores que le producían los nervios. Al parecer el distraerse no ayudaba mucho.

—Ya lo creo que sí —Ned se guardó el camafeo en el bolsillo, abrió la puerta y salió con el perro al patio. Quizás el conde estuviera de regreso en el establo, pensó Kitty. Iría y lo comprobaría… Pero… No.

En aquel establo se encontraría con un hombre gélido al que tendría que ofrecer sus ardientes mejillas, en un trozo de hielo que haría arder aún más el fuego que la abrasaba por dentro. Rodeó la casa y allí lo vio.

Lord Blackwood estaba de pie en la esquina, apoyado contra la pared y tapándose el rostro con una mano. Dejó caer el brazo, topó con su mirada y soltó un profundo suspiro.

—Milord, ¿qué hace aquí? —preguntó ella, de forma a todas luces poco elegante. Ahora era su turno de perder cualquier rastro de decoro. Aunque se tratara de un desliz, resultaba inaceptable.

—Recuperar el aliento, creo.

Debido a la sombra que proyectaba la pared, ella no podía discernir su expresión. Pero podía sentirlo. Todo él respiraba aire libre, tierra salvaje, indómita y escarpada del norte, lo cual era profundamente ridículo, ya que su propiedad estaba muy cerca de Edimburgo y solía pasar largas temporadas en Londres.

Ella se acercó a él; de hecho, no podía evitar hacerlo. Él parecía aplastar sus hombros contra la pared.

—Debe de haber sido un trabajo terriblemente ingrato, con este frío —dijo Kitty, aunque no era eso lo que quería decirle—. ¿Se subió al tejado?

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