—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó una excitada voz infantil en su oído—. ¡Despierta! ¡Ya ha llegado Papá Noel! ¡Vamos! ¡Mamá, mamá, mamá! —Iris estaba subida en la escalera de las literas que compartían con la boca a la altura de su sien.
—Cariño, aún es muy pronto, no le ha dado tiempo a llegar. Duerme un poco más —susurró Ruth. Ni siquiera le había dado tiempo a cerrar los ojos del todo.
—¡Sí que ha llegado! Le acabo de oír trajinando en el comedor. Vamos, vamos, vamos, ¡Despierta! —Pegó su carita a la de su madre—. ¿Ya estás despierta?
—Sí —murmuró Ruth besándola la naricilla y levantándose de la cama.
—¡Genial! Tíos, tíos —gritó dirigiéndose al cuarto de Héctor y Darío—. Ya ha llegado Papá Noel. ¡Arriba, arriba, arriba! ¡Ya ha traído los regalos!
—¿Estás segura bichejo? —se oyó la voz dormida de Héctor.
—¡Que sí, que sí, que sí! ¡Vamos, Tío Darío, arriba, que ya ha llegado!
—¡Como pille al gordo del traje rojo lo mato! ¡Estas no son horas de venir a casa decente! —tronó la voz de Darío desde el cuarto. Él también acababa de cerrar los ojos.
—Si le haces algo a Papá Noel ¡te corto la cabeza! —exclamó Iris, que tenía calado a su tío—. ¡Que le corten la cabeza, que se la corten!
—Ay, Dios. Tengo que esconder la película de
Alicia en el país de las maravillas
—dijo Ruth para sí misma.
—¡Ricardo, Ricardo! Ha llegado Papá Noel.
—¡Qué bien! Vamos a ver si ha dejado algo —oyó la voz de su padre. Ruth sintió los ojos llenarse de lágrimas. Su padre no sabía que tenía una nieta, pero ver a la niña a todas horas, su subconsciente la había catalogado como un agregado habitual de su vida diaria. No sabía quién era, pero percibía que era alguien a quien quería, alguien en quien confiaba.
—¡Mamá, mamá, mamá! Estoy en el comedor... Jopetas, qué de regalos, ven que te lo pierdes.
El día trascurrió entre gruñidos de Darío por lo complicado que era montar Ion juguetes, bromas de Héctor sobre el pobre Papá Noel que no había dormido nada, imitaciones de relinchos por parte de Ricardo al jugar con la casita de los ponis de Iris, y sobre todo, entre las risas, el jolgorio, la ilusión y los nervios de la pequeña. Durante todo el día Ruth sintió dolor en el tobillo, al principio cojeaba, pero a media tarde era incapaz de andar. Sus hermanos se empeñaron en llevarla al hospital a que le hicieran una radiografía, pero ella se negó. No era día para estar en el hospital lejos de la familia, era día de disfrutar, jugar y reír. Cuando se cansó de oírlos, y Ruth tenía mucha paciencia, anunció que tenía previsto ir el viernes al centro de salud y así de paso mataba dos pájaros de un tiro. Pero lo único que consiguió fue que sus hermanos se alarmaran más todavía, porque fueron incapaces de averiguar el motivo de tan repentina visita al médico, cosa que no hizo más que levantar sospechas sobre su alimentación, o falta de ella.
La fuerza no proviene de la capacidad corporal
sino de una voluntad férrea.
INDIRA GANDHI
Viernes, 26 de diciembre de 2008.
A las cinco de la mañana sonó el despertador. Ruth abrió los ojos y, como de costumbre, aún era de noche. Se sentó en la cama y se frotó los párpados... Al menos esa noche había dormido cinco horas, todo un récord. Estiró los brazos y dejó caer los pies por el costado de las literas, buscando la escalera. Afirmó el pie derecho en el peldaño, y cuando apoyó el izquierdo, el tobillo la falló y cayó de culo contra el suelo alfombrado. Un ligero grito escapo de sus labios cerrados.
—¿Pasa algo, mamá?
—No cariño, vuelve a dormirte.
Se agarró al poste de la litera y como pudo se levantó. Intentó apoyar el pie en el suelo, pero en cuanto lo hizo el dolor recorrió su cuerpo. "Genial", pensó para sus adentros. ¿Y ahora qué? Su intención era llegar al centro a las seis, adelantar algo de trabajo y acudir al ambulatorio a las ocho para luego retornar a su quehacer. Pero tal y como tenía el tobillo, conducir le iba a resultar cuanto menos complicado. Se mordió el labio concentrada en el problema... y más o menos halló la solución. Lo malo es que la solución se negó a cooperar.
—¡Estás loca! No te pienso llevar a currar, por mucho que me lo ordenes. Nos vamos al hospital ahora mismo —renegó Darío al oír el plan de su chiflada hermana.
—Pero es que no necesito ir al hospital, preciso ir al centro para adelantar trabajo y más tarde acudiré al ambulatorio —explicó Ruth por enésima vez.
—Ruth, Darío tiene razón. Del ambulatorio te van a mandar al hospital a hacerte una radiografía. Mejor ve directa —terció Héctor.
—No hacen falta radiografías. ¡Caramba! Es una simple torcedura. Iré al médico, me lo vendarán y ya está. No seáis hipocondríacos.
—Mira hermanita, nos vamos ya mismo a urgencias, y no hay más que hablar.
—¡Por todos los santos! Si vamos a urgencias estaremos toda la mañana y no dispongo de tanto tiempo, tengo mucho trabajo por hacer. Por tanto esa opción es absolutamente inadmisible.
—En eso te doy la razón, Ruth. En urgencias vas a estar por lo menos dos o tres horas —asintió Héctor.
—Pero tú con quién cono vas, chaval. O la apoyas a ella, o me apoyas a mí. —Se enfadó Darío con su hermano, que al fin y al cabo era el que estaba más cerca.
—Darío. No emplees palabras malsonantes en mi presencia.
—¡A la mierda! —tronó el interpelado cogiendo sin avisar a su hermana en brazos y enfilando hacia la puerta.
—¡Darío! Deposítame en el suelo
ipso facto.
—Espera un segundo, se me ha ocurrido algo —intervino Héctor sujetando Darío antes de que llegara a la puerta—. A ver, ¿por qué no vamos al ambulatorio de urgencias? A estas horas no creo que haya mucha gente, y allí confirmarán si hace falta una radiografía o si con un vendaje es suficiente. Y si es una radiografía te derivarán al hospital y no tendrás que esperar tanto tiempo en urgencias.
—No es mala idea —corroboró Ruth.
—Vale —confirmó Darío abriendo la puerta de la calle.
—Un momento. No pretenderás que vaya en camisón. Permíteme por lo menos que me atavíe.
—Héctor, trae el chándal —ordenó Darío a su hermano.
—¿El chándal?
—No pretenderás ponerte zapatos con el pie tan hinchado —contesto su hermano mayor con una voz increíblemente calmada. Mal presagio... estaba perdiendo la paciencia.
—No. —Se lo pensó Ruth—. El chándal es perfecto.
En el ambulatorio se encontraron con una cola tremenda. Cuando por fin les nombraron, estuvieron tres minutos y les derivaron al hospital, era precisa una radiografía. En el hospital les tuvieron casi dos horas esperando hasta hacer la prueba, y media hora más, hasta que confirmaron que esta era correcta. Luego les derivaron de nuevo al centro de salud para que su médico la revisara. En el centro de salud tuvieron que esperar a que atendieran al último paciente ya que no tenían cita. Cuando les llegó el turno, Ruth estaba que echaba chispas.
Eran las dos de la tarde, había perdido toda la mañana y para más guasa, no había estado ni un segundo a solas con ninguno de los múltiples galenos que la habían atendido. Darío se negaba a separarse de ella ni un segundo aduciendo que no podía andar, lo cual era cierto, pero al no disponer de intimidad pan hablar con los médicos, e intuyendo un nuevo altercado con su hermano si este llegara a enterarse del motivo, no pudo pedir la píldora del día después. En fin, al día siguiente tendría que regresar al ambulatorio de urgencias, SOLA. Y sin falta, pues era el día en que se cumplían las setenta y dos horas límite.
El médico que les atendió era un hombre mayor y autoritario que revisó concienzudamente el tobillo y la radiografía, llegando a la conclusión de que se había hecho un esguince.
Resultado: quince días en reposo. Mantener el pie elevado. Envolverlo en bolsas de hielo. Y un vendaje apretado hasta media espinilla. ¡Genial!
Ruth salió del centro apoyada en muletas y echando humo por las orejas.
Inconcebible. No tenía tiempo de tener esguinces.
—Por favor, trasládame al centro, a ver si todavía me da tiempo a acabar el trabajo.
—Estás de baja.
—En absoluto. Me han dado de alta.
—No, te has negado a aceptar la baja y has solicitado el alta voluntaria —dijo Darío en voz baja— Eso no es tener el alta. —Inspiró con fuerza— ¡ES HACER EL AUTO GILIPOLLAS!
—¡Darío! No consiento que uses ese voca...
—¡Hablo como me sale de los cojones! Mocosa pedante y cabezota. Cualquier trabajador de este país estaría encantado de pasarse unos días en casita, de vacaciones pagadas. Pero tú no. No, mi responsabilísima e idiotísima hermana tiene que hacer el subnormal y pedir el alta cuando no puede dar ni un puñetero paso —Agarraba con tanta fuerza el volante que los nudillos se tornaron blancos—. Y entiéndeme bien Ruth, te vas a quedar en casa sin dar palo al agua. Por mis cojones que no te vas a mover del sillón hasta que yo lo diga. Vas a hacer reposo, y comer a tus horas y vas a dormir ocho horas diarias. ¿Te ha quedado clarito?
—Sí —respondió Ruth—, y ahora escúchame tú. Te concedo que hoy no puedo dejar mi trabajo, pero vas a ir al centro, vas a pedir a Sara que te dé los archivos pendientes de actualizar y me los vas a traer a casa para que pueda terminar mi trabajo. Y el lunes sin falta iré a trabajar. Aunque tenga que arrastrarme hasta el centro. ¡Tú no eres quien para darme órdenes!
La discusión se prolongó todo el trayecto en el coche, durante la comida y mientras Iris dormía la siesta.
A las seis de la tarde Darío entró en el centro, recogió una caja que Sara había apartado y se fue a casa echando pestes sin mirar a su alrededor.
Marcos estaba en el vestíbulo recogiendo su equipo cuando vio pasar al hermano de Ruth como una exhalación, recoger algo de recepción y salir regruñendo del Centro con paso rápido y airado. Estuvo tentado de preguntarle por qué Ruth no había ido a trabajar, pero al ver su cara, consideró más oportuno seguir pegado a la pared y dejarlo pasar. Al fin y al cabo, no le importaba un carajo lo que hiciera su amiga. Estaba claro cuáles eran sus prioridades, y que él era un idiota de categoría superior al pensar siquiera por un minuto que ella era exclusivamente suya. Las cosas eran como eran, y para mal o para bien había que aceptarlas.
Aunque las aceptaría de mejor grado si pudiera verla y hablar con ella. No iba a culparse, eso lo tenía claro. Pero podían charlar y ver la forma de apañarse. O no.
Luchar contra nuestro destino sería un combate
como el del manojo de espigas que quisiera resistirse a la hoz.
LORD BYRON
Sábado, 27 de diciembre de 2008.
Ruth se levantó temprano, se puso el chándal como buenamente pudo, con las muletas y trató de salir disimuladamente de casa. Conducir en su estado era impensable, pero la parada de taxis estaba a la vuelta de la esquina, y pagaría con tal de ir al ambulatorio de urgencias, SOLA, a por la píldora del día después. Atravesó el pasillo lentamente intentando reducir el ruido de las muletas en todo lo posible. Al llegar a la puerta de entrada respiró profundamente, y sintiéndose como una ladrona, la abrió sigilosamente. Bien, un paso más y estaría fuera.
—¿Vas a la calle mami? —preguntó Iris bostezando desde la puerta de su cuarto en pijama y con la trenza desbaratada.
—Sí, ahora vengo cariño —susurró.
—Espera que me visto y voy contigo. Quiero churros para desayunar —gritó para hacerse escuchar la niña. La puerta del cuarto de sus hermanos se abrió de golpe.
—¿Qué pasa Iris? ¿Por qué gritas? —preguntó Héctor—. ¡Ruth! ¿Qué haces levantada? ¿Vas a alguna parte?
—Voy a dar una vuelta, ahora vengo.
—¿Sola? Pero si no puedes andar. Espera que me visto y te acompaño —susurro Héctor cerrando la puerta de su cuarto después de haber cogido un chándal que había tirado en la silla la noche anterior— Comprendo que tengas ganas de salir de casa un rato, ayer estuviste todo el día aquí, pero caramba, ¿no podías salir un poco más tarde? No sé adónde pretendes ir a las ocho de la mañana —comentó para ganar tiempo. ¡Maldita fuera su estampa! Darío lo iba a matar si se enteraba de que había dejado salir de casa a su hermana. Pero cualquiera se enfrentaba a la dialéctica de Ruth cuando esta pretendía hacer algo. ¡Estaba entre la espada y la pared!
—¿Quién pretende ir a dónde? —retumbó la voz de Darío a través de la puerta del cuarto que compartían.
—Nada, sigue durmiendo, voy con Ruth e Iris a dar un paseo —respondí Héctor. ¡Mierda! ¿Por qué tenía que tener su hermano un oído tan fino y un sueño tan ligero?
—Vale. —Se oyó un tenue suspiro, seguido del crujir de los muelles de la cama, como si alguien se hubiera incorporado de un salto sobre ésta—. ¡Qué! ¿Pero se ha vuelto loca? —Darío salió del cuarto vestido únicamente con el bóxer—. ¿Dónde co... minos vas a ir a estas horas?
—A por churros —respondió Ruth contrariada—, iba a por churros.
—Sí tío, yo quiero desayunar churros, y porras. Están ricos, de verdad de la buena. Lo sabe todo el mundo mundial. ¿A que sí mamá?
—Sí cariño. A todo el mundo mundial le gustan los churros.
—Vale, perfecto. —Darío entró en su cuarto y salió al momento con unos vaqueros y una camiseta entre las manos—. Vivo con una familia de lunáticos. —Se puso los vaqueros—. Mi sensata hermana mayor, que por cierto no puede andar, va a recorrer medio barrio para ir a la churrería porque mi sobrina, que tiene seis años, opina que a todo el mundo mundial le gustan los churros. Y mi hermano, un hombre hecho y derecho, un estudiante modelo, un tío supuestamente inteligente, en vez de quitarles la idea de la cabeza, lo que haces es acompañarlas. —Se puso la camiseta y se calzó las botas sin molestarse en embutirse los calcetines— Todo esto a las ocho de la mañana el sábado después de Navidad. —Cogió su chaqueta del perchero de la entrada—. Y yo, el lunático alfa de la manada, con veintiséis años y ochenta y cinco kilos de peso, lo que estoy haciendo, es vestirme para bajar a por los malditos churros en vez de intentar convencer al resto de los dementes con los que convivo, de que las ocho de la mañana es una hora más apropiada para dormir, descansar, planchar la cama. —Abrió la puerta y salió al descansillo de la escalera— Dos docenas y un par de porras para papá, ¿No? Ahora vengo —dijo cerrando la puerta con un sonoro portazo.
—Vamos a tener que hacer algo con su genio. Últimamente está muy tenso —comentó Héctor todavía en pijama.