Cuando la memoria olvida (24 page)

Read Cuando la memoria olvida Online

Authors: Noelia Amarillo

Tags: #Erótico

BOOK: Cuando la memoria olvida
7.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Marcos! No seas grosero.

—¡Que te den! —Se abrochó los pantalones y salió dando un portazo. Ruth se quedó parada en mitad del despacho, con la boca abierta y las manos apoyadas en las caderas.

¿Qué mosca le ha picado?

—Y luego dirán que las mujeres somos las complicadas.

CAPÍTULO 18

No busquemos solemnes definiciones de la libertad

Ella es solo esto: Responsabilidad.

GEORGE BERNARD SHAW

Le escocían los ojos, notándolos hinchados y secos. Le dolía la espalda de estar encorvada sobre la silla. Levantó los brazos y se estiró. Un chasquido le avisó de que llevaba demasiado tiempo sentada frente al ordenador. Se frotó los párpados cerrados y cuando abrió de nuevo los ojos continuó viendo borroso. No podía continuar en ese estado, así que cerró la sesión y apagó el ordenador. Se levantó de la silla sintiendo cómo crujía cada articulación de su cuerpo. Miró el reloj, la una y media de la madrugada. Hora de irse a la cama. El trabajo aún estaba por terminar, pero ya lo haría mañana. Iría antes a trabajar, más o menos como siempre, y lo acabaría antes de las ocho.

Se acercó a la cocina y preparó un café bien negro. Luego lo metió en el termo para el día siguiente mientras iba calculando las horas. Si se presentaba en el centro a las seis de la mañana le daría tiempo de sobra a terminar los ficheros y luego, a las ocho se los presentaría a Elena. Si tenía suerte y Marcos no se presentaba por la mañana, la daría tiempo a ponerse al día, y a las cuatro estaría preparada para asistir a la reunión con el Director. Frunció el ceño... la reunión era a las cuatro, ¡Ay Dios! Era imperativo que ella estuviera fuera del centro a las seis y cuarto exactamente, por lo que esperaba que la conversación no se demorase. Se frotó la sien con los dedos, tenía un tremendo dolor de cabeza. Se acercó a la puerta de la nevera y observó detenidamente la hoja del calendario llena de apuntes a bolígrafo para planificar la semana.

Lunes: Iris, fútbol hasta las seis treinta, puerta trasera. Hacer compra. No olvidar leche, zumos, legumbres.

Martes: Iris puerta delantera cinco en punto. Pescadería y carnicería. Congelar. Miércoles: Fútbol Iris seis treinta, puerta trasera. Danza vientre infantil de siete a ocho. Reunión Sr. García cuatro en punto.

Frunció el ceño y sacó su móvil. Abrió la alarma y la programó para las seis. En caso de que sonara y siguiera en la reunión llamaría a sus hermanos para que recogieran a su hija.

No se molestó en seguir mirando el calendario: los jueves y viernes eran iguales a los lunes y miércoles. El sábado estarían en Credos y regresarían el domingo por la mañana a casa, donde ¡gracias a Dios!, pasarían todo el día.

Hacía ya seis años que sus hermanos y ella planificaban el tiempo con un calendario de cocina. Bueno, más bien lo planificaba ella y sus hermanos lo asumían con mayor o menor agrado. Dos sábados por la noche al mes eran suyos, por tanto se quedaba a dormir en la casa de Jorge. Los otros eran de sus hermanos, y ella regresaba pronto para así cuidar de su padre cuando ellos salían. Los domingos los pasaba en casa, y los viernes eran libres; es decir, que avisando con antelación cualquiera podía salir siempre y cuando alguien cuidase a Ricardo, aunque en realidad ella siempre se quedaba en casa ese día mientras Darío y Héctor aprovechaban para ir donde quiera que fueran los que tenían tiempo de ser jóvenes y disfrutar de ello.

Lo que no ponía en el calendario, era que Ruth se acostaba a diario cerca de dos de la madrugada, y que mucho antes de que saliera el sol ya estaba en marcha para acabar el trabajo de Elena antes de que ésta se presentara a por él. Que corría como alma en pena para estar a tiempo en el cole para recoger su hija, que aprovechaba cada segundo de la tarde para jugar, hacer deberes, y compartir cariños con ella. Que cuando tras las horas de relajación daban las once de la noche y la niña y el abuelo estaban dormidos, Ruth volvía a correr como una loca para recoger la casa y limpiar lo poco que le diera tiempo antes de que el reloj marcara las doce, momento en el que, con un bocadillo en una mano y el ratón en la otra, se sentaba frente al PC para cenar y de paso adelantar algo de trabajo antes de acostarse. Y por supuesto hoy no iba a ser distinto.

Recorrió la casa por última vez. Todo el mundo estaba dormido en su cama. Darío y Héctor en la litera del cuarto grande, Ricardo en la habitación de matrimonio e Iris en el cuarto que compartía con su madre. Se acercó a su hija y le acarició la frente, retirándola el flequillo para depositar un suave beso en ella. Teñía que reconocer que era la niña más preciosa, buena, cariñosa y trasto del "mundo mundial". Sonrió al pensar en la coletilla que siempre decía su hija.

Abrió la puerta del armario con cuidado de no hacer ruido y sacó su abrigo y un bolso de cuero. Después, se dirigió con pasos suaves a la terraza. Se puso el abrigo, abrió la puerta y salió. El gélido aire de noviembre le enrojeció las mejillas al momento, pero a Ruth le daba igual. Vestida con su chándal viejo de andar por casa, calcetines de lana gruesa y el abrigo, se sentó tipo indio en el suelo de terrazo helado, abrió el bolso de cuero y sacó la bolsa de tabaco para liar y un papelillo. Dejó la bolsa sobre su regazo y extendió el papelillo en la palma de su mano, seleccionó una pequeña cantidad de hebras de tabaco y se lió un cigarrillo. No fumaba más que ese cigarro al día, siempre en la terraza y a esas horas, justo antes de lavarse los dientes y meterse en la cama. Tenía clarísimo que jamás fumaría delante de su hija; de hecho no permitía a nadie fumar en casa por ese motivo. Pero, sinceramente, ese cigarrillo al día era su rebeldía privada, su escape diario del estrés y la ansiedad. Encendió el pitillo y mientras absorbía la primera calada rememoró lo sucedido en el día.

Marcos se había presentado, tal y como había asegurado el día anterior a las nueve de la mañana con un par de cafés en la mano y, aunque Ruth había tomado ya cerca de medio litro —llevaba desde las seis trabajando en el despacho—, aceptó de buen grado el que le ofrecía. Su amigo estaba contento, animado. Desde luego no tenía nada que ver con el Marcos que había abandonado el despacho el lunes dando un tremendo portazo y echando humo por las orejas. Se mostró amistoso durante el resto de la mañana; tanto, que ella no tuvo más remedio que volver a dejar de lado su trabajo y acompañarle en otra visita más al centro. Fotografió a todos aquellos ancianos que habían firmado la autorización, habló con los cuidadores, asistentes, médicos y voluntarias, inmortalizó con su cámara cada rincón del centro y por último soportó el flirteo descarado de Elena con una sonrisa en los labios. Ruth estuvo tentada de pedir un termómetro en enfermería y tomarle la temperatura. Su comportamiento había dado un cambio tan radical con respecto al día anterior que estaba segura que Marcos incubaba alguna enfermedad extraña. Ella sabía de primera mano que había virus que afectaban al cerebro, y estaba segura de que alguno se había colado en el de su amigo y estaba afectándole la capacidad de relación social. Caray, si hasta había sido amable. No se había metido con ella, no la había llamado "Avestruz", ni había intentado nada en el despacho. Aunque, todo sea dicho, Ruth se había cuidado muy mucho de acercarse demasiado a él, y posiblemente el vestuario elegido para ese día que era de todo menos sexy, había sido determinante para esto. Unos pantalones de pinzas negros una talla mayor de la necesaria sujetos a su cintura por un cinturón —últimamente, no hacía más que perder peso, entre el trabajo, la exposición y la casa, algún que otro día se le había olvidado comer—, camisa blanca arrugada bajo la chaqueta negra, mocasines negros y el pelo recogido en una trenza baja de lo más sosa. Y no se había vestido así a propósito. Qué va. Es que se le había olvidado apuntar en el calendario que el lunes tocaba plancha, y con todo el trabajo acumulado que se llevó a casa se le olvidó por completo, y cuando por la mañana se había vestido, la única ropa disponible era esa.

Chasqueó la lengua.

¡Por todos los Santos!

¡Se le había vuelto a olvidar!

Miró el reloj de su muñeca, las dos menos cuarto... Apagó el cigarrillo en una maceta vacía, recogió la colilla, salió de la terraza, se dirigió a la cocina, tiró la colilla a la basura, sacó la plancha y la puso a calentar. Recorrió el pasillo, entró de puntillas en su cuarto, volvió a besar a Iris, cogió la ropa colocada sobre el escabel, seleccionó un par de camisas y pantalones para sus hermanos, los pantalones de pana para Iris y su traje gris, y regresó a la cocina. Lo plancharía en diez minutitos y luego se metería en la cama. Al fin y al cabo ella no iba a dormir mucho.

A las tres de la mañana su dolorida espalda tocó por fin el colchón, justo luego de programar el despertador para que sonara a las cinco y cuarto, un cuarto de hora más tarde de lo habitual.

CAPÍTULO 19

Somos nuestra memoria

somos ese quimérico museo de formas inconstantes

ese montón de espejos rotos

JORGE LUIS BORGES

Marcos comprobó por última vez el
e-mail
mandado por el editor de su revista y sonrió. Le parecía bien la idea de hacer un reportaje sobre el centro, y pedía más datos. Revisó su respuesta en la que indicaba que el día siguiente, tras la reunión, dispondría de los datos requeridos e hizo
click
en "enviar". Cerró el portátil y se dirigió al comedor. A través de la puerta cerrada le llegaban las voces latinas de los protagonistas de algún culebrón. Abrió lentamente y observó a su madre. Estaba sentada en el sillón, vestida con una imitación de un traje de época, con corpiño, enaguas y falda hasta los tobillos. El cabello peinado de manera elegante y complicada, en un recogido alto del que asomaban bucles dorados. Con todos esos datos supo al momento que estaba viendo por enésima vez Corazón salvaje.

—¿Ya has terminado hijo? —preguntó Luisa cuando lo vio entrar.

—Sí, mamá.

—Perfecto, siéntate a mi lado. He ordenado a Bautista que monte una emboscada y mate a ese maldito de Juan del Diablo. Mira —señaló el televisor en el que se veía a un tipo moreno de pelo largo escondido tras unos arbustos mientras Bautista recorría las oscuras calles pistola en mano.

Marcos suspiró. Su madre iba de mal en peor. No solo veía los culebrones, sino que los vivía. Desde que se había trasladado a vivir al piso, Luisa elegía telenovelas en las que el protagonista masculino tuviera una madre de su edad y adoptaba su personalidad. En esos momentos era Sofía, madre de Andrés Alcázar y Valle y archienemiga de Juan del Diablo. Marcos por supuesto era Andrés. Y lo peor de todo es que Luisa/Sofía estaba empeñada en que se tenía que casar con una tal Mónica. ¡Ay Dios!

—¿Vas a ir a visitar a Catalina mañana?

—No mamá. —No le apetecía en absoluto seguirle la corriente. Luisa llevaba todo el día insistiendo en que fuera al pueblo a visitar a la madre de la tal Mónica, Catalina de Altamira, y francamente estaba harto—. Voy a ver a Ruth. —No tenía ni idea de por qué había dicho eso; bueno, sí. Si su madre se empeñaba en buscarle novia, al menos que supiera que ya tenía una a la vista... de un modo un tanto liberal y ocasional.

—Ruth... ¿Tiene algún título?

—Mmm... Creo que se sacó el título oficial de inglés o algo por el estilo en la Escuela Oficial de idiomas, no sé si tendrá algo más. —¿A qué venía esa pregunta?

—¿De qué estás hablando, hijo? Los títulos nobiliarios no se obtienen en la escuela, sino por herencia familiar.

—Ains. Ya decía yo.

—¿Qué decías, hijo?

—No, no tiene ningún título ni alcurnia ni nada por el estilo.

—Pero, es un buen partido? —preguntó su madre sentada con la espalda muy recta.

—Eh... —"¿Por qué no adornarlo un poco?", pensó juguetón—. Dirige una hacienda enorme y tiene un montón de trabajadores a sus órdenes que la ayudan a cuidar a familiares ancianos.

—¿Es la dueña? —preguntó interesada.

—No exactamente. Es una empleada, pero dirige el cotarro.

—¿El cotarro? Preferiría que no usaras esos términos modernos en mi presencia, hijo. No son adecuados a nuestra posición.

—Sí, mamá.

—¿Cómo es su familia?

—Bueno, tiene dos hermanos y un padre.

—¿Y su madre?

—Murió al poco de nacer ella.

—Ah, pobre muchacha. Una joven luchadora, que se ha abierto camino en la vida con esfuerzo y trabajo. ¿Sus hermanos son mayores o menores que ella? —preguntó de repente.

—Esto... menores.

—Pobre muchacha, con dos niños a su cargo a los que sacar adelante, trabajando sin descanso día y noche, cuidando de su familia, sin tener vida propia. Una joven inocente e ingenua que no ha vivido la vida porque se ha dicado a su familia... ¿Y su padre? ¿Es un buen hombre? —En esta pregunta tornó los ojos.

—Es un buen tipo, pero está enfermo. Ha perdido la memoria, por así decirlo.

—Ahhh. —Se llevó las manos al pecho—. Pobre muchacha inocente, cuidando de toda su familia, con un padre enfermo que no recuerda que ella existe. Obligada a sacarlos adelante sin ninguna ayuda. ¿Tienen dinero?

—Eh. No, no creo. —Lo cierto es que no lo sabía con seguridad, pero Ruth no llevaba nunca joyas, y su ropa no era de marca, ni parecía peinada de peluquería.

—Oh pobrecita. Supongo que le has ofrecido ayuda.

—¿Para qué?

—Para salir de la vida enclaustrada que lleva.

—¿Vida enclaustrada?

—Por supuesto. ¿Es que no lo ves hijo? Una muchacha sola en la vida, trabajando de sol a sol para mantener a su familia, sin salir jamás de la hacienda en la que cuida a todos esos familiares ancianos. Obligada a ver pasar la vida mientras ella espera a que sus hermanos sean mayores y puedan valerse por sí mismos, cuidando de su anciano y enfermo padre. Responsable, inocente, ingenua. El que tú hayas aparecido en su vida es lo mejor que podría pasarle. Un hombre de bien, de alcurnia, con un buen trabajo. Dispuesto a sacarla de la miserable rutina de su vida, y hacerla feliz en un matrimonio perfecto.

—Arg. Sí mamá, claro. Voy a hacer algo de cenar. —Marcos se levantó del asiento y salió corriendo a la cocina como alma que lleva el diablo.

Su madre acababa de inventarse su propio culebrón, pensó mientras sacaba las alitas de la nevera, y lo malo era que, ahora que había contado todas esas cosas, Marcos se daba cuenta de que, salvando las distancias, no estaba muy equivocada. Conociendo a Ruth como la conocía, estaba seguro de que había asumido toda la responsabilidad de cuidar a su familia. Echó aceite en la sartén y la puso al fuego.

Other books

Temptations of Pleasure Island by Gilbert L. Morris
Chaos at Crescent City Medical Center by Rocchiccioli, Judith Townsend
Apples by Milward, Richard
Cuernos by Joe Hill
Tulle Death Do Us Part by Annette Blair
More Than Magic by Donna June Cooper