Ellos avanzaron sigilosamente por la calle. No había manera de quedar a cubierto, ni suficiente oscuridad debido a la luz que manaba de las diferentes tiendas. Se acercaban a la puerta del quiosco de prensa cuando se oyeron disparos calle abajo. Robyn dijo que eran tan potentes que tuvo la sensación de tenerlos a diez metros, pero en realidad no sabían quién estaba disparando ni dónde se apostaban los tiradores. Lo que sí tuvieron claro fue que ellos eran los objetivos.
—Estábamos a dos pasos del vestíbulo acristalado que lleva al quiosco —explicó Robyn—. Eso fue nuestra salvación. Fue como si estuviésemos destinados a dar esos dos pasos. Ni una decena de balazos nos lo habría impedido.
Se adentraron en aquel refugio y se encaminaron hacia la puerta derribada del quiosco. Robyn iba a la cabeza; no se había percatado de que Lee había sido alcanzado. El interior estaba oscuro, pero entraba suficiente luz de la calle como para guiar sus pasos. El inconveniente era que esa misma luz también podía convertirlos en el blanco perfecto.
Por supuesto, ambos sabían que el quiosco daba al aparcamiento del edificio y a Glover Street. Su idea era salir por la puerta trasera y elegir la dirección que pareciese más segura. Pero cuando Robyn estaba a punto de alcanzar la puerta, se dio cuenta de dos cosas: por un lado, de que estaba cerrada; por otro lado, de que Lee había quedado rezagado muy por detrás.
—Pensé que se había detenido para echar un vistazo a las revistas porno —dijo.
Pero cuando se volvió sobre sí misma y reparó en la palidez de su rostro, supo que estaba herido. Cojeaba, y llevaba la mano contra el costado. La miraba fijamente, mordiéndose el labio, decidido a no gritar de dolor. Ella esperaba que solo fuese un tirón muscular, pero preguntó:
—¿Te han dado?
Y él asintió.
Robyn no tardó en cambiar de tema. Pese a ello, me empeño en escribir todo esto porque quiero que la gente sepa ese tipo de cosas y, en este caso, lo valiente que fue Robyn aquella noche. No pretendo que le cuelguen una medalla, y ella tampoco —bueno no lo sé, habrá que preguntárselo, probablemente le encantaría—, pero desde mi punto de vista, actuó como una verdadera heroína. Cogió la fotocopiadora que descansaba en una estantería junto al mostrador de lotería y la arrojó contra la puerta. Acto seguido, corrió hasta Lee, lo cargó a su espalda, sobre sus hombros, y atravesó la puerta destrozada, apartando los pedazos de cristal a patadas. Ahora sé que Robyn está en forma, que es fuerte sin serlo. No sabría decir por qué. Supongo que tiene que ver con esas historias en las que una madre es capaz de levantar un coche para rescatar a su bebé atrapado debajo. Luego, si al día siguiente se le pide que repita su hazaña, le resulta imposible, porque ya no está en una situación extrema. Robyn, que cree en Dios, tiene una explicación bien distinta. ¿Quién sabe? No soy tan estúpida como para decir que se equivoca.
Bueno, con Lee a cuestas, Robyn anduvo tambaleándose a lo largo de los cinco edificios que los separaban del restaurante. La vieja puerta trasera, frente al aparcamiento, estaba rota, por lo que no tuvo problemas para entrar. Dejó a Lee en el suelo, levantó la puerta del garaje y lo arrastró hacia el oscuro interior. Hecho esto, se apresuró hacia la entrada principal para echar un vistazo a Barker Street. Había tres soldados en el interior del quiosco. Al cabo de un par de minutos, aparecieron dos más, y los cinco se marcharon juntos. Pasaron junto al restaurante, con un cigarrillo encendido en la mano, hablando y riendo. Por lo visto, se alejaban sin mostrar demasiado interés, por lo que Robyn pensó que no les darían demasiados problemas durante un rato.
—Puede que os tomaran por saqueadores —conjeturó Homer—. Como dijo el señor Clement, debe de haber unos cuantos merodeando por aquí, y las patrullas estarán acostumbradas a verlos. No iban a molestarse en montar una gran operación solo por eso. Y tampoco iban a volar Barker Street por los aires sin que fuese absolutamente necesario.
—Pero sí volaron la casa de Corrie —recordé yo.
—Ya —contestó Homer—. La diferencia es que las tiendas de Barker Street siguen llenas de cosas. Y tal vez hayan conseguido relacionar la casa de Corrie con el episodio del cortacésped-bomba. O es posible que solo fuese un objetivo fácil y seguro. Quizás estén volando todas las granjas.
Robyn parecía aterrada, y tuvimos que explicarle lo que había sucedido en casa de Corrie. Ella también acabó su historia. Mientras Lee yacía en el suelo soltando chistes groseros, ella le desgarró los pantalones. Estaba tan frío y pálido, que Robyn pensó que se encontraba en estado de choque. Detuvo la hemorragia con un vendaje compresivo, lo arropó para que guardase el calor y, no sé cómo, encontró el valor para regresar a la agencia de seguros City and Country. Ahí esperó cerca de una hora al señor Clement. Cuando este llegó, con un par de bolsas de comida, ella lo acosó para que accediera a ir a echar un vistazo a la herida de Lee.
—No estaba por la labor —admitió—. Pero al final se portó muy bien. Fue a su consulta y regresó con todo tipo de material, analgésicos incluidos. Le puso una inyección a Lee antes de inspeccionar su herida. Dijo que la bala lo había atravesado limpiamente y que si no se infectaba se recuperaría pronto, pero que la herida necesitaría tiempo para cicatrizar. Lo cosió y, hecho esto, me enseñó cómo ponerle las inyecciones. Y, después de hacerme prometer que no volvería a molestarlo, me dejó unas cuantas cosas: analgésicos, desinfectante, una jeringuilla y agujas. Le he puesto dos inyecciones hoy. ¡Ha sido lo más!
—¡Robyn! —Era yo, sin dar crédito, quien estaba a punto de desfallecer—. ¡Si basta con que alguien pronuncie la palabra «inyección» para que te desmayes!
—Ya lo sé —contestó, ladeando la cabeza, pensativa—. Tiene gracia, ¿verdad?
—¿Y cómo se encuentra? —preguntó Homer—. ¿Puede andar?
—No demasiado. El señor Clement dijo que debía descansar mientras tuviese los puntos. Una semana como mínimo. Me enseñó cómo quitárselos.
Puse los ojos en blanco. ¡Robyn quitando puntos! Me ahorré el comentario.
—¿Hay rastro de la familia de Lee?
—No. Además, el local estaba hecho un desastre. Las ventanas rotas, las mesas y las sillas destrozadas. Y el piso de arriba también ha sido saqueado. Es difícil saber si hubo un enfrentamiento ahí o si los soldados lo destrozaron por diversión.
—¿Y cómo reaccionó Lee?
—Por culpa de su pierna, no pudo subir al piso de arriba, así que tuve que describirle el panorama. Entonces, se interesó por algo en concreto, y tuve que subir corriendo otra vez para buscarlo. Subí y bajé esa escalera un montón de veces. Lee estaba bastante afectado. Se le vino el mundo encima: su familia, su casa, el restaurante, la pierna. Pero esta noche estaba mejor. Tenía buen color. Hace tres horas que lo vi. He estado sentada aquí todo este tiempo, esperándoos. Ya empezaba a preocuparme.
—Tenías que esperar en la colina que hay detrás de la casa —protesté.
—¡Qué va! ¡Debía esperar aquí! ¡Eso fue lo que dijimos!
—¡No! ¡En la colina!
—Escuchad, acordamos que…
Era una locura. Estábamos teniendo una discusión. Homer dijo con tono cansado:
—¡Callaos! La próxima vez tendremos que organizar mejor las cosas. De todos modos, Ellie, cuando hablamos de ello antes, tampoco tenías muy claro si era en la casa o en la colina. —Enmudecimos. Entonces, Homer prosiguió—: Tendremos que sacarlo de allí. No tardarán en encontrarlo si se queda en el restaurante. Cuanto más tiempo pasen aquí, mejor se organizarán y más dominio tendrán sobre el territorio. Puede que de momento no se preocupen por personas como el señor Clement, pero eso no tardará en cambiar. Con lo de la casa de Corrie demostraron que van muy en serio.
En un pacto tácito, permanecimos sentados; tres mentes concentradas en la solución de un mismo problema: cómo alejar a Lee de Barker Street pese a su pierna herida.
—Uno de los mayores inconvenientes es que, comparado con el resto del pueblo, Barker Street parece estar plagada de soldados —añadió Homer.
—Necesitamos un vehículo —dijo Robyn, aportando su granito de arena.
—¿En serio? ¡Qué lista! —contesté yo, sin aportar nada en absoluto.
—¿Qué os parece un vehículo silencioso? —preguntó Homer—. Si nos paseamos en coche por ese barrio, nos arriesgamos a que nos cosan a balazos.
—Hagamos una lluvia de ideas —sugirió Robyn.
—Genial —celebré con sarcasmo—. Traeré las tizas de colores y la pizarra.
—¡Ellie! —me reprendió Robyn.
—Segundo aviso —dijo Homer—. Al tercero te quedas fuera.
No sé qué me ocurría. El cansancio, seguramente. Y tengo una tendencia a ponerme sarcástica cuando estoy cansada.
—Lo siento —dije—. Me pondré seria. ¿Cuál ha sido la última propuesta? Vehículos silenciosos. Está bien. Carritos de golf, de la compra, carretillas.
Mi respuesta me dejó asombrada, y los otros también se quedaron bastante impresionados.
—¡Ellie! —exclamó de nuevo Robyn, pero con un tono muy distinto esta vez.
—Cochecitos. Remolques —dijo Homer.
Empezaron a fluir las ideas.
—Muebles con ruedas.
—Bicitaxis.
—Vehículos tirados por caballos.
—Toboganes. Esquís. Trineos. Montacargas.
—Esas cosas con ruedas, como se llamen, que utilizaban antaño para servir el té.
—Sí, ya sé a qué te refieres.
—Y coches sin motor.
—Camas con ruedas. Camas de hospitales.
—Camillas.
—Sillas de ruedas.
Tal y como había sucedido con la tapa del depósito del tractor cortacésped, habíamos pasado por alto lo más obvio. Homer y yo miramos a Robyn.
—¿Podría ir en silla de ruedas?
Robyn reflexionó.
—Supongo que sí. Creo que la pierna le dolerá, pero si podemos sujetársela en alto y evitar los choques… Y podría ponerle otra inyección —añadió con un brillo en los ojos.
—¡Robyn! ¡Qué peligro tienes!
—¿Qué otra opción factible tenemos entre todo lo que hemos dicho?
—La carreta, pero también sufriría mucho. Desde luego para nosotros sería mucho más fácil que las demás propuestas. Una camilla sería perfecta para Lee, pero estamos demasiado cansados. Dudo que pudiésemos llevarlo muy lejos.
—Un montacargas sería lo más divertido. Y creo que son fáciles de manejar. Además, las balas rebotarían.
Hubo algo en la última sugerencia de Homer que hizo que se me encendiese la bombilla.
—Puede que estemos abordando este asunto desde la perspectiva equivocada.
—¿En serio?
—Bueno, solo hemos considerado medios de transporte ligeros y discretos. ¿Por qué no irnos al otro extremo? Buscar algo tan indestructible que nos traiga sin cuidado quién nos vea o nos oiga.
Robyn se enderezó en su asiento.
—¿Cómo qué?
—No sé, un bulldozer
.
—¡Ya lo tengo! —dijo Robyn—. Uno de esos camiones que llevan una pala en la parte delantera. Podríamos utilizarla como escudo.
De repente, estábamos muy animados.
—De acuerdo —accedió Homer—. Estudiemos esto paso a paso. Primer problema, el conductor. ¿Qué tal tú, Ellie?
—Yo creo que sí. En casa utilizamos la vieja Dodge para recoger el heno de los prados y cosas así. Es como conducir un gran coche. Tiene dos velocidades, pero no supone ningún inconveniente. No debería afirmar nada hasta que la vea, pero creo que no habrá ningún problema.
—Pues entonces vamos al segundo punto: dónde conseguirla.
Robyn nos interrumpió. Olvidaba que ella no había visto a Homer en acción en casa de Corrie.
—Estás hecho un estratega, Homer.
—¿Cómo?
—Si sigues así, ¿qué será de tu reputación? ¿Ya te has cansado de ser el chico salvaje y alocado?
Él se echó a reír, pero no tardó en ponerse serio de nuevo. Robyn me hizo una mueca y yo le guiñé un ojo.
—¿Y bien? ¿Qué me decís del problema número dos?
—Bueno, es obvio que la solución se encuentra en el depósito municipal de vehículos. Está, digamos, a unas tres manzanas del restaurante. Es probable que hayan forzado la puerta, pero será mejor que llevemos una cizalla por si acaso. Las llaves de los vehículos tienen que estar en alguna oficina, suponiendo, claro está, que el edificio no haya sido saqueado.
—De acuerdo. Tiene sentido. Problema número tres. Supongamos que recogemos a Lee. Está claro que no podemos ir a casa de Ellie en el camión. Y Lee tampoco puede montar en bicicleta. ¿Cómo llegaremos hasta ahí?
Aquella era la mayor dificultad, y nadie tenía respuestas. Nos quedamos sentados, intercambiando miradas, buscando una solución. Fue Homer quien finalmente habló:
—Vale, volveremos a estudiar esa cuestión luego. Veamos otros detalles. El plan es bueno, francamente. Contamos con el factor sorpresa, y además nos coloca en una posición de fuerza. Si acomodásemos a Lee en una silla de ruedas y, bajando por la calle, nos topásemos con una patrulla, ¿qué haríamos? ¿Empujar con más fuerza? ¿Dejar a Lee tirado? Estaríamos en una posición muy vulnerable. En cambio, si Robyn regresa al restaurante, prepara a Lee, lo acerca a la calle, le hace acupuntura, le extrae el apéndice y cualquier otra cosa que se le ocurra para entretenerse, Ellie y yo podríamos ir por el camión, bajar a toda pastilla por la carretera, parar, meteros dentro, arrancar y salir pitando. Si pasamos a la acción entre las tres y las cuatro de la madrugada, los pillaremos en su momento de mayor debilidad.
—Todos los seres humanos están más debilitados a esas horas —aporté mi granito de arena—. Lo aprendí en biología. Entre las tres y las cuatro de la madrugada sube el índice de muertes en los hospitales.
—Bueno, gracias por esa tranquilizadora aportación —dijo Robyn.
—Debemos estar al máximo —advirtió Homer.
—¿Y dónde vamos a colocar a Lee? —pregunté—. Vamos a tener que recogerlos en un abrir y cerrar de ojos. No habrá sitio en la cabina, así que tendremos que acomodarlo en la parte de atrás.
Homer me miró. Le brillaban los ojos. Supe que el chico salvaje y alocado no andaba muy lejos.
—Lo pondremos en la pala —dijo, y esperó a ver cómo reaccionábamos.
Nuestra primera reacción no le decepcionó mucho. De hecho, cuanto más pensaba en ello, más sentido le veía. Todo dependía de si podríamos manejar la pala con rapidez y precisión. Si podíamos hacerlo, era la mejor solución. De otro modo, ocurriría una tragedia.