Cuando la guerra empiece (14 page)

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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

BOOK: Cuando la guerra empiece
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—Él era aburrido.

—Me pregunto dónde estarán todos —dijo Corrie—. Espero que los tengan en el recinto ferial y que estén bien. No puedo pensar otra cosa. Sigo dándole vueltas a todas esas lecturas en clase de historia sobre la Segunda Guerra Mundial, Kampuchea y cosas parecidas. El terror me paraliza el cerebro. Y entonces pienso en el modo en que esos soldados nos dispararon y cómo gritaron cuando estalló el cortacésped.

Arrancó un trozo de corteza sin demostrar mucho entusiasmo.

—Ellie, no puedo creer que esto esté pasando. Las invasiones solo ocurren en otros países y en televisión. Incluso si logramos sobrevivir a esto, jamás volveré a sentirme segura.

—Estaba pensando en los juegos a los que solíamos jugar aquí.

—Sí, sí. Aquellas meriendas. Y cuando vestíamos a las muñecas. ¿Recuerdas el día que les pintamos los labios a todas?

—Hasta que perdimos el interés.

—Hum. Simplemente ha ido desvaneciéndose, ¿no crees? Crecimos, eso es todo. Luego vinieron otras cosas como los chicos.

—Fue una época tan inocente… ¿Sabes qué? Cuando entramos en el instituto, solía volver la vista atrás, sonreía y pensaba: «¡Vaya, pues sí que era inocente!». Santa Claus y las hadas… Incluso me tragaba el cuento de que mi madre colgaba mis dibujos en la puerta de la nevera porque eran auténticas obras de arte. Pero he aprendido algo. Corrie, seguíamos siendo inocentes. Hasta ayer. Ya no creíamos en Santa Claus, pero sí en otras fantasías. Tú misma lo dijiste. Tú mencionaste la mayor fantasía de todas: que nos creíamos a salvo. Sí, esa fue la más grande. Ahora sabemos que no lo estamos y, tal y como lo dijiste, no volveremos a sentirnos seguras. Así que, adiós inocencia: ha sido un placer conocerte, pero ha llegado el momento de despedirnos de ti.

Nos quedamos allí sentadas, mirando el oscuro trecho de carretera que, más allá de los prados, se extendía a lo largo del paisaje como una delgada serpiente negra. Por allí aparecerían si venían por nosotros. Pero no se distinguía movimientos, solo a los pájaros, que seguían sus inalterables rutinas.

—¿Crees que vendrán? —preguntó Corrie al cabo de un rato.

—¿Quiénes? ¿Los soldados? No lo sé, pero Homer dijo algo… sobre que no tenían recursos suficientes como para registrar todo el distrito. Creo que tiene mucha razón. Verás, mi teoría es que están utilizando este valle como un corredor hacia ciudades y pueblos grandes. A mi modo de ver, han aterrizado en la bahía de Cobbler, y su principal interés en la zona es mantener Wirrawee tranquilo para tener acceso libre al resto del país. La bahía de Cobbler es un puerto impresionante y, recuerda, no pudimos verlos al salir del Infierno porque el cielo estaba encapotado. Apuesto a que la bahía está llena a rebosar de barcos y que hay tráfico atestando las carreteras en estos momentos. Dudo que Wirrawee sea un objetivo prioritario para nadie. No tenemos bases secretas armadas de misiles ni plantas de energía nuclear. O al menos no las teníamos la última vez que me fijé.

—No sé —dijo Corrie cargada de dudas—. No sabemos muy bien lo que tramaba la señora Norris en el laboratorio del instituto.

—¡Niñas! ¡Bajad de ese árbol ahora mismo! —vociferó alguien desde abajo. No fue necesario comprobar de quien se trataba—. ¡Menudas vigilantes de pacotilla! —dijo Homer, que ya trepaba hasta nosotras—. Además, he oído lo que decían de la señora Norris, mi profesora favorita. Pienso chivarme en cuanto volvamos al instituto.

—Sí, dentro de veinte años.

—¿No fue en clase de la señora Norris cuando saltaste por la ventana y bajaste por el canalón? —pregunté.

—Podría ser —admitió Homer.

—¿Qué? —preguntó Corrie entre risas.

—Es que la clase se puso un poco aburrida —explicó Homer—. Aún más aburrida que de costumbre. Así que decidí marcharme. La ventana quedaba más cerca que la puerta, y cuando se volvió para escribir en la pizarra, me subí al alféizar y empecé a descender por el canalón.

—Y entonces apareció la señora Maxwell —añadí.

—Y dijo: «¿Qué estás haciendo?»

—Una pregunta bastante acertada, en realidad —bromeé.

—Así que le dije que estaba inspeccionando las cañerías —concluyó Homer y dejo caer la cabeza, como si recordara la tormenta que siguió a aquello.

Reímos con tanta fuerza que nos costó seguir aferrados a las ramas de los árboles.

—Dicen que el hombre desciende del mono —dijo Corrie—. Pero tú, Homer, casi desciendes directo del árbol.

Un sonido familiar nos interrumpió. Dejamos de hablar y estiramos el cuello para rastrear el cielo.

—Ahí está —dijo Corrie, señalando.

En un estrépito, un caza sobrevoló a toda velocidad las colinas, tan bajo que pudimos distinguir su emblema.

—¡Es uno de los nuestros! —celebró Homer con entusiasmo—. ¡No han abandonado la partida!

El caza se alzó lo suficiente para sortear el macizo y, a continuación, viró a la izquierda en dirección a Stratton.

—¡Mirad! —exclamó Corrie.

Oscuros, siniestros, tres aviones más habían emprendido una feroz persecución. Volaban a una altura un tanto superior, pero seguían la misma trayectoria. El ruido era ensordecedor; rajó la quietud del cielo y de la tierra como un interminable desgarrón de Velcro. Homer volvió a desplomarse en su sitio en el tronco del árbol.

—Tres contra uno —dijo—. Espero que sea un tipo con suerte.

—Un tipo o una tipa —mascullé yo, distraída.

El día avanzaba rápido. Cuando todo el mundo estuvo despierto, ya tarde, comimos y divagamos largo y tendido sobre Lee y Robyn, sobre dónde podrían estar o qué podría haberles sucedido. Al cabo de un rato, nos dimos cuenta de que la conversación no nos llevaba a ninguna parte. Hacía más o menos diez minutos que Homer había enmudecido, y conforme nuestras voces se apagaban, todas las miradas se posaron en él. Quizá pasara siempre que alguien se quedara callado durante un rato. O puede que fuera así porque empezábamos a reconocer el liderazgo de Homer. Él no parecía reparar en ello, hablaba con toda la naturalidad del mundo, como si tuviese una solución para todo.

—A ver qué os parece esto —dijo—. Ya sabéis mi opinión sobre lo de permanecer juntos. Tal vez sea bueno para la moral, pero acabará jugando en nuestra contra. Tenemos que endurecernos, y cuanto antes, mejor. Que nos guste estar juntos no significa que sea lo más importante. ¿Sabéis a qué me refiero? Lo que sugiero es que dos de nosotros regresen a Wirrawee para buscar a Lee y Robyn. Si a medianoche, digamos, todavía no han conseguido dar con ellos, que vayan a casa de Lee para comprobar que no están allí escondidos, o heridos quizá.

—Pensaba que ya no creías en la amistad —apuntó Kevin—. Me parece demasiado arriesgado ir a casa de Lee, si tan preocupados estamos por salvar el pellejo.

Homer le lanzó una mirada fría, e incluso Corrie hizo una mueca.

—No estoy haciendo esto únicamente por una cuestión de amistad —explicó Homer—. Es un riesgo calculado. Siete son mejor que cinco, así que debemos correr los riesgos que hagan falta y aumentar nuestro efectivo y volver a ser siete.

—Y podríamos acabar siendo tres —dijo Kevin.

—Podríamos acabar siendo cero. Desde ahora, Kevin, cualquier cosa supone un riesgo. No estaremos a salvo en ningún sitio, en ningún momento, hasta que todo esto acabe. Lo único que podemos hacer es sopesar las posibilidades. Si esto se alarga demasiado, nos atraparán tarde o temprano. Pero si no hacemos nada al respecto, nos atraparán antes. El mayor de los riesgos es no correr ningún riesgo. O correr riesgos estúpidos. Es cuestión de buscar un equilibrio entre lo uno y lo otro. Está claro que quienes vayan en busca de Lee y Robyn han de ser extremadamente cautelosos. Pero estoy seguro de que lo lograrán.

—¿Y qué harán los otros tres? —preguntó Kevin—. ¿Quedarse aquí sentados, comer y dormir? ¡Lástima que no haya nada interesante en la televisión!

—No —contestó Homer, inclinándose hacia adelante—. Sugiero que carguen el Toyota de Corrie con todo lo que puedan encontrar de utilidad. Entonces, irán a casa de Kevin y repetirán la operación. Y también a mi casa, y a la de Ellie si hay tiempo. En casa de Kevin, se harán con el Land Rover y lo llenarán también. Hablo de comida, ropa, gasolina, armas, herramientas, cualquier cosa… Para el amanecer, tendremos dos coches con el depósito lleno, equipados hasta el techo y listos para partir.

—¿Partir adónde? —preguntó Kevin.

—Al infierno —respondió Homer.

Ese era el don de Homer. Combinaba la acción y astucia para anticiparse. Intuía, creo yo, que la pasividad era nuestra enemiga. Cualquiera que nos hubiese visto en ese momento no habría sospechado que nos encontrábamos en una situación desesperada. Ahí estábamos, incorporándonos en nuestros asientos, emocionados, ruborizados y con un brillo en la mirada. Teníamos cosas que hacer, cosas definidas y positivas. De repente, parecía obvio que teníamos un futuro por delante, y que sería en el Infierno. Empezamos a darnos cuenta de que quizás hubiese una vida para nosotros.

—Haremos listas —dijo Fi—. Corrie, necesitamos papel y lápiz.

Tardamos una hora en completar aquella tarea. Las listas incluían todo tipo de cosas, como dónde encontrar las llaves de los depósitos de gasolina, cómo dar con una bomba manual para los neumáticos del coche, qué nivel de aceite debía tener el Land Rover, y cuál de mis ositos de peluche quería llevarme:
Alvín
. En cuanto a la comida, nos interesaba principalmente encontrar arroz, fideos, latas, té, café, mermeladas, Vegemite, galletas y queso. A Kevin se lo vio medio agobiado al comprobar que estaba a punto de volverse vegetariano. Pero seguro que encontraríamos montones de huevos en cocinas y gallineros. La ropa seguía siendo prioritaria, sobre todo ropa caliente, en el caso de que nos sorprendiera un temporal o pasáramos una larga temporada en el monte. Y preferiblemente ropa oscura, para quedar bien camuflados. Dedicamos buena parte del tiempo a pensar en el material extra. Aún quedaban muchas cosas de nuestra escapada al Infierno dentro del Land Rover, pero tendríamos que comprobar su estado. Y no dejábamos de pensar en artículos que necesitábamos reponer: jabones, cepillos y líquido para lavar los platos, champú, pasta y cepillos de dientes, pastillas para encender el fuego, bolígrafos, papel, mapas del distrito, brújulas, libros para leer, una radio por si alguna emisora empezaba a emitir de nuevo, y pilas, linternas, repelente de insectos, kits de primeros auxilios, cuchillas de afeitar, tampones, barajas, un juego de ajedrez, cerillas, velas, bronceador, prismáticos, la guitarra de Kevin, papel higiénico, despertador, cámaras de fotos y carretes, fotos de familia. Homer no hizo ningún comentario acerca de las fotografías, pero intervino en cuanto vio que otros tesoros familiares venían a añadirse a las listas.

—No podemos llevarnos ese tipo de cosas —dijo, cuando Corrie nombró los diarios de su madre.

—¿Y por qué no? Para ella eran muy importantes. Siempre decía que si se declaraba un incendio en casa, sería lo primero que rescataría.

—Corrie, no nos vamos de picnic. Debemos empezar a meternos en la piel de unos guerrilleros. Ya llevamos ositos de peluche y guitarras. Creo que es suficiente.

—Si podemos llevar fotografías de familia, podemos llevar los diarios de mi madre —repitió Corrie con obstinación.

—Eso es exactamente lo que acabará sucediendo —explicó Homer—. Tú dices: «si podemos llevarnos las fotos, también podemos llevarnos los diarios»; y entonces, otro dirá: «pues si podemos llevarnos los diarios, podemos llevarnos los trofeos de fútbol de mi padre», y antes de que caigamos en la cuenta, necesitaremos un par de camiones.

Fue una de las muchas discusiones que tuvimos aquella tarde. Estábamos cansados y nerviosos. Temíamos por Lee y Robyn, y por nuestras familias. Fue Fi quien puso punto y final a aquella discusión en particular. Hizo una de esas sugerencias que, de tan obvias, acabas preguntándote por qué no se le ha ocurrido a nadie antes.

—¿Y por qué no reúnes todos los objetos de valor que hay en tu casa? —dijo a Corrie—. Las joyas de tu madre y demás. Después puedes esconderlo todo en algún sitio. Enterrarlas en el huerto.

Me pareció una idea tan brillante que esperé tener la oportunidad de hacer lo mismo.

Entretanto Kevin no dejaba de intentar colar más cosas en la lista, especialmente condones. Conforme las escribía, Corrie iba tachándolas, hasta que al final el papel llevaba tantos artículos como borrones. Sin embargo, en cuanto llego el momento de hablar de armas él se puso muy serio.

—Tenemos un par de fusiles y una escopeta. Uno de los fusiles solo es del calibre 22; el otro, en cambio, es del 222. La escopeta, del calibre 12, es una preciosidad. Habrá munición de sobra para los fusiles, no tanta para la escopeta. A no ser que mi padre se haya reabastecido mientras estuvimos fuera, lo que dudo. Habló de ello pero no creo que fuese al pueblo hasta el Día de la Conmemoración, en el que la tienda de deportes estaba cerrada.

Entre el resto de nosotros, solo sacamos una Hornet del calibre 22 y otra del 410. Mi padre tenía un calibre 303, pero la munición era tan cara que dudaba que le quedara.

Yo estaba explicando a los demás dónde guardábamos la munición en casa. Ya había intuido que formaría parte de la expedición al pueblo. De repente, oímos un desagradable ruido a lo lejos. Sonaba como un avión, pero más fuerte y áspero, y se acercaba muy rápidamente.

—Un helicóptero —dijo Corrie con semblante asustado.

Corrimos hacia las ventanas.

—¡Alejaos de las putas ventanas! —gritó Homer. Entonces, se volvió hacia mí y añadió—: Olvidamos que uno de nosotros debía quedarse en el árbol —Se apresuró a soltar del tirón una serie de órdenes—: Kevin, ve al salón; Fi, al cuarto de baño; Corrie, a tu habitación; Ellie, a la terraza interior. Mirad con mucha atención a las ventanas, y comprobad que nadie se acerque por la carretera o a través de los prados. Y mantenedme informado. Estaré en el despacho, cargando el fusil del calibre 22.

Hicimos lo que nos dijo. Había elegido cuatro habitaciones que juntas nos ofrecían una perspectiva de trescientos sesenta grados sobre el terreno. Me deslicé por el suelo de la terraza interior como una gigantesca cucaracha asustada y, al llegar al otro extremo de la habitación, me puse en pie y me escondí tras las cortinas para echar un vistazo afuera. No veía el helicóptero pero si lo oía, fuerte, ronco, amenazante. Escruté el paisaje con atención pero no distinguí nada en particular. Entonces, algo apareció en mi campo de visión. Se trataba de
Flip
, la pequeña corgi, que caminaba dando saltitos por el patio. Me sentí mareada. La verían desde lo alto, ¿y qué pensarían? ¿Un perro sano vagando alegre alrededor de una casa que se suponía que llevaba una semana abandonada? Me pregunté si debería llamar su atención, por si aún no habían reparado en ella. Pero si respondía a mi llamada con demasiado entusiasmo, levantaría más sospechas aún. Tomé una decisión, la de no hacer nada y, en ese preciso momento, el helicóptero descendió en picado por el lado de la casa que yo vigilaba. Era un chisme horrible, enorme, y oscuro, como una poderosa avispa, que zumbaba y acechaba; una máquina de matar. Me encogí tras las cortinas; no quería mirar los rostros de las personas que se escondían en el interior de la máquina. Tuve la sensación de que podían ver a través de los muros de la casa. Me agaché, retrocedí hasta el otro extremo de la habitación, a lo largo de la pared siguiente, salí por la puerta y eché a correr hacia el despacho, donde ya aguardaban los demás.

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