Read Cuando éramos honrados mercenarios Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
El Semanal, 29 Octubre 2006
Les hablaba hace poco de lo difícil que se va poniendo en España dar un mitin político, una conferencia o expresar en público una opinión, sin que un piquete de lo que sea intente silenciar al invitado de turno. Para confirmarlo –que no hacía maldita la falta–, al día siguiente de teclear esas líneas, a don Manuel Fraga le interrumpieron una conferencia en Granada medio centenar de jóvenes llamándolo asesino y fascista. Después le tocó en otro sitio a Carod Rovira, y menos gordito simpático le dijeron de todo. Los que acosaron al político catalán eran diez fulanos de extrema derecha –la auténtica, no la que adjetivan ciertos soplapollas pretendiendo reescribir la Transición y la Historia–; así que, en realidad, esos animales salvapatrias se limitaban a lo que se espera de ellos: mantener viva la tradición de quemar libros y apalear bocas, que tiene rancia solera europea, tanto nacionalsocialista como nacionalsindicalista.
Lo de Fraga, en cambio, me preocupa más. Y no por el abuelo, que tiene más conchas que mi tortuga Amanda, sino por quienes liaron la pajarraca. Lo inquietante es que esos jóvenes se autodenominaran de izquierdas. Porque si es verdad que la izquierda española oficial de toda la vida, compañeros del metal y todo eso, acabó degenerando en el penoso espectáculo botijero de sandez, obviedad y demagogia inútil verde manzana que se pone de manifiesto cada vez que abre la boca su secretario general, señor Llamazares, no es menos cierto que uno espera, en el fondo de su corazoncito, que el futuro alumbre alguna vez una izquierda diferente, eficaz, provista de argumentos sólidos, de coraje político y de la cultura republicana que hoy es fácil adquirir a poco que uno acceda a las fuentes formativas adecuadas, que para eso están ahí.
En tales circunstancias, resulta desazonador que, comentando el pifostio granadino del señor Fraga, un joven individuo llamado Ramón Reyes, que responde, nada menos, al formidable título de secretario provincial del Sindicato de Estudiantes de Granada –alguien tendría que explicarme algún día en qué consiste exactamente un sindicato de eso, y yo a cambio le explico lo del SEU–, justificara el incidente afirmando, por la cara, que el viejo político gallego «nunca ha apretado el gatillo, pero lo ha ordenado», y culpando además a la Universidad «por invitarlo con el dinero de todos los contribuyentes». Apenas leí tales declaraciones, corrí al diccionario de la Real Academia y, abierto por la página 847, leí la siguiente definición de la palabra imbécil: «Alelado, flaco de razón». Después busqué en la página 98 la segunda acepción de analfabeto: «Ignorante, sin cultura o profano en alguna disciplina». Y de ese modo pude confirmar, con el respaldo de la autoridad adecuada, que al antedicho secretario del sindicato estudiantil granadino –de otras provincias no tengo información suficiente– se le puede llamar imbécil analfabeto con absoluta propiedad y precisión filológica. Cosa que hago aquí, para que conste a los efectos oportunos, etcétera. Hasta a Adolfo Hitler, señoras y caballeros. Hasta a Stalin, Pinochet, Franco o Atila, si hace falta. Hasta al torturador más infame de la ESMA argentina, o al más bestia sargento de marines destacado en Iraq, sería interesante escuchar en una conferencia. Incluso al miserable De Juana Chaos, imagínense, mientras cuenta qué sentía pidiendo champaña cuando asesinaban a alguien. Después, que para eso está el coloquio, se discute o se le menta a la madre. Pero, como digo, después. Mientras tanto, la oportunidad de escuchar bien calladitos es oro puro, pues no hay mejor modo de escrutar el alma humana, tinieblas incluidas, adquiriendo conocimiento y lucidez –Mein Kampf o Sabino Arana, por ejemplo, son textos imprescindibles–. Por eso, y sin que el pobre don Manuel Fraga tenga que ver con los individuos antes citados, excepto con el Franco del que fue ministro –muy competente, por cierto– antes de participar de forma decisiva en la extraordinaria transición que España vivió en los años setenta, compartir la experiencia de su dilatada vida política es privilegio al que esa panda de tontos del culo granadinos renunció, para su propio mal. Ignorantes, también, de lo tradicionalmente española que es tan cerril actitud. Que ya en el siglo XVI escribía en su Viaje de Turquía el supuesto Pedro de Urdemalas: «La gente española, ni sabe ni quiere saber… De este vicio nació el refrán castellano que en ninguna lengua se halla sino en la española: dadme dinero y no consejos».
El Semanal, 05 Noviembre 2006
Fue por estas fechas, en los Balcanes. Era uno de los últimos trabajos en territorio comanche: tenía la certeza de que aquello terminaba para mí. En la primera guerra del Golfo, luego en Croacia y después en Sarajevo, había advertido que venían otros tiempos. Las viejas putas de trinchera como Alfonso Rojo, Julio Fuentes o yo mismo cedíamos terreno a las treinta conexiones en directo para el telediario –así no podías buscar información, pero a nadie parecía importarle–, y a los cantamañanas que aterrizaban a cincuenta kilómetros del frente para hacer programas de sobremesa con mucha lágrima de mujer violada y mucho huerfanito.
En Bosnia, la guerra de los reporteros aún no era políticamente correcta. Todavía era guerra de verdad, y allí nos juntábamos los restos de la vieja tribu, apurando la cosa como quien permanece hasta última hora en un bar a punto de cerrar, bebiendo bajo el fuego de los camareros impacientes que recogen vasos y ponen sillas sobre las mesas. Esa madrugada tocaba Mostar: asediada por los serbios, bombardeada día y noche, con cascos azules españoles dentro y las navidades a tiro de Kalashnikov. Una perita en dulce para animar los telediarios. Así que José Luis Márquez, con su cámara Betacam sobre las rodillas, y el arriba firmante estábamos sentados en un BMR español, esperando cruzar las líneas serbias y entrar una vez más en la ciudad. Íbamos callados y tensos, pues con los hijos de puta de los artilleros y francotiradores serbios, la cosa estaba chunga. Había que subir en pequeño convoy desde Dracevo siguiendo el curso del río Neretva, cruzar las líneas, el matadero del aeropuerto y bajarse en la calle principal de Mostar. Y en ésa estábamos, aún de noche, esperando la partida, fumando en silencio, cada uno pensando en sus cosas, cuando la chica entró en el blindado y se sentó entre dos soldados, en la banqueta frente a nosotros. Llevaba un chaleco antibalas enorme, y bajo el casco asomaban sus cabellos rojizos y largos. Era un poco regordeta, guapilla, joven, y tenía pecas. Médicos sin Fronteras, ponía en una pegatina del casco: una oenegé seria, de las que se dejaban la piel, no como tanto fantasma que caía por allí a hacerse fotos con dos botes de leche condensada en los bolsillos.
Márquez no era simpático, y yo tampoco. Llevábamos tres años en los Balcanes y más de veinte en el oficio. Éramos profesionales de aquello, y sabíamos dónde nos íbamos a meter. Para la chica era su primera misión de guerra. Su gran aventura. Estaba asustada, y lo estuvo más cuando el blindado empezó a moverse, y nos pararon los serbios ochenta veces, y al cruzar el aeropuerto hubo un poquito de candela. A veces nos dirigía la palabra con sonrisa nerviosa, intentando no mostrar el miedo que sentía; pero nosotros estábamos demasiado sumidos en nuestras preocupaciones, que incluían el telediario de esa noche, quedarnos sin tabaco –los soldados se lo fumaban todo, los malditos– y seguir en razonable estado de salud cuando terminara aquello. Incluido el propio miedo, que era asunto de cada cual. Así que no la confortamos mucho, me temo. Ni siquiera le preguntamos su nombre.
Llegamos a Mostar en un amanecer sucio y gris –allí todos eran así, hasta los días de sol–, se abrió la rampa del BMR y lo primero que vimos fue la cara flaca de Miguel Gil Moreno, que nos esperaba. Le dimos un abrazo y empezamos a trabajar, porque en ese momento caían morteros serbios, había heridos, y un casco azul español estaba lleno de sangre de la cabeza a los pies, aunque no era suya. Mientras bajábamos del blindado, Miguel –que luego moriría en Sierra Leona– nos hizo una foto. En ella se ve a Márquez impasible como siempre, un cigarrillo en la boca y echándose la cámara al hombro, y a mí que bajo detrás, vuelto hacia un lado –no recuerdo qué miraba– con mi mochila y cara de mala leche. Detrás se ve a la chica asomando la cabeza bajo el casco como un ratoncito tímido. Creo recordar que alguien de su oenegé la esperaba en alguna parte. No sé. No volvimos a verla nunca. Han pasado trece años y no había vuelto a pensar en ella. Hoy, ignoro por qué, la he recordado sentada en la penumbra del BMR en aquel amanecer sucio de Mostar, apretando los puños cuando la metralla serbia hacía cling-clang en la chapa del blindado. Lamento que ni Márquez ni yo le dirigiéramos la palabra. Era una chica valiente.
El Semanal, 12 Noviembre 2006
Visito con frecuencia el Escorial. Desde hace veinticuatro años vivo cerca, y es un paseo agradable, sobre todo en las mañanas soleadas de invierno, cuando el monasterio se recorta impasible bajo el cielo limpio de la sierra, sin que la especulación, la estupidez urbanística o la bellaquería nacional hayan podido, todavía, destruir los cuatro siglos de memoria que encierran sus muros venerables de granito gris. Después de tanto tiempo paseando por sus salas, escaleras y corredores, es normal que cualquiera acabe familiarizándose con el edificio y su historia. Por eso, cuando vienen amigos a casa o me encuentro con ellos en los alrededores, acostumbro a acompañar a quienes no han visitado aún el monasterio. A unos los impresiona la sobriedad de las tres pequeñas estancias desde las que Felipe II dirigía el imperio más vasto y poderoso de la tierra, y a otros la sala de batallas o la biblioteca; pero cuando todos quedan estupefactos, y en especial los guiris, es al bajar a la cripta donde, desde el emperador Carlos hasta ahora, reposan los restos de todos los reyes de España.
Como siempre hay gente y visitas guiadas que van de acá para allá, intento ir los días y horas de menos bulla, evitando a los grupos mediante maniobras tácticas perfeccionadas a lo largo de los años. También, a la hora inevitable de las explicaciones, procuro hablar en voz baja, de conversación normal, para no molestar ni incomodar a nadie. Ni se me ocurre darme aires de guía o profesor, entre otras cosas porque nada carga más que un listillo o un pedante dándoselas de perito en la materia. Me limito a contar a mis amigos, con toda la sobriedad posible, que aquí dormía el rey, aquí la reina, o que ésta es la estatua yacente de don Juan de Austria, que por no morir en combate tiene los guanteletes quitados, etcétera. Así ocurrió el otro día con mi compadre Óscar Lobato y Maribel, su mujer. Y estando en eso, en la cripta, justo cuando les explicaba que a un lado están los reyes y a otro las reinas que fueron madres de reyes, incluida la única reina varón –Francisco de Asís de Borbón, a quien con mucho esfuerzo de voluntad suponemos padre del rey Alfonso XII–, un vigilante jurado se acercó a preguntarme si tenía carnet o tarjeta de guía. Le dije, sorprendido, que no tenía nada que me acreditase como parte de tan respetable gremio, y el hombre –algo incómodo, todo hay que decirlo– me dijo que en tal caso no podía explicar a nadie cosas sobre el monasterio. «Sólo los guías oficiales –añadió– pueden hablar aquí.»
Cuando, a los diez segundos de mirarlo fijamente para asimilar aquello, caí en la cuenta de lo que me estaba diciendo, bajé la voz cuanto pude y le dije, casi al oído, que estaba enseñándoles aquello a mis dos amigos, que ningún guarda jurado podía inmiscuirse en mis conversaciones, y que, como hombre libre que soy, tanto en el Escorial como fuera de él, tenía intención de seguir hablando de lo que me saliera de los cojones. «Es que no puede usted hacerlo», opuso el hombre, ya un poco nervioso. «Claro que puedo –respondí–, a menos que me eche del monasterio o me pegue un tiro.» Y así quedó la cosa. El vigilante se estuvo quieto en su sitio, yo terminé de contar a mis amigos la historia de la cripta, y empezamos a subir las escaleras, de camino a donde están los infantes, reinas sin hijos y demás. Pero me había quedado el ánimo removido, a ver si me entienden. Dicho de otra forma, tenía un cabreo de los que piden sangre. Así que dije a mis amigos que siguieran adelante, que los alcanzaba en un minuto, y volviendo sobre mis pasos me fui derecho al guardia. «Llevo más de veinte años visitando esto y nunca me había ocurrido algo así», dije. Por la cara compungida que puso, me di cuenta en seguida de la situación. «No es cosa suya, ¿verdad?», concluí. Negó con la cabeza. «Es que había una guía detrás de usted mirándome con mala cara», dijo al fin. Entonces caí en la cuenta. «¿Qué pasa? –pregunté–. ¿A los guías no les gusta que un particular les haga la competencia?» El guarda me miraba, confuso. «Son las órdenes que tengo», murmuró. «Pues dígale a quien le dé esas órdenes estúpidas que son anticonstitucionales, porque la palabra es libre», le aclaré. «Y añada además, de mi parte, que se vaya a hacer puñetas.» Al oír aquello sonrió el hombre, al fin, y movió la cabeza. «No puedo decirles eso», respondió. «Tiene usted razón –le dije–. Pero yo sí que puedo.»
Y aquí me tienen ustedes hoy, con su permiso. Pudiendo.
El Semanal, 19 Noviembre 2006
En los últimos diez años, los de Picolandia me han puesto dos multas de tráfico, creo recordar. Nada grave: exceso de velocidad de once kilómetros por hora en vía de servicio y de veintialgo en autovía. Las dos aforé religiosamente, sin recurrir nada, y tan amigos. El que la hace, la paga. Pero aun así, las dos veces me quedó cierta frustración rutera, pues nadie me detuvo para identificarme. Sólo un coche entrevisto en el arcén, una mirada por el retrovisor mientras piensas «te han cazado, Arturete», y nada más. Ni flash usan ahora. Ningún guardia vestido de verde medio kilómetro más lejos, ordenándome parar y diciendo, con la mano en la visera: «Buenos días. Documentación, por favor», como mandan los cánones y la bonita tradición española. Nada. Al cabo de un mes o dos, carta oficial, etcétera. El hombre contra la máquina. Y punto.
Ahora me entero de que Tráfico va a invertir ocho millones y medio de mortadelos en nuevos radares fijos de carreteras. Y que se van a instalar –nunca lo adivinarían ustedes–, no en vías de doble sentido, donde ocurren siete de cada diez esparrames, sino en autovías y autopistas, donde la velocidad es más alta, pero el porcentaje de cebollazos más bajo. Dicho en corto: que esos ocho kilos y medio no buscan evitar accidentes y salvar vidas, sino recaudar viruta. Que es de lo que se trata; porque una cosa es que las cifras negras de cada operación salida o llegada sean más o menos estremecedoras, y otra que, con esto del carnet por puntos y la mayor prudencia de la peña que conduce, la Administración deje de sangrar al personal metiéndole el cinco de bastos en la pelleja. Porque ojo. Jesucristo dijo hermanos, pero nunca dijo primos. Faltaría más. De manera que esto de los radares fijos, y que a usted y a mí nos hagan fotos y nos enteremos un mes o dos más tarde, demuestra varias cosas, pero sobre todo una: que, demagogias y telediarios aparte, a las autoridades competentes les importa un carajo que vayamos a doscientos treinta por hora, que nos matemos en la próxima curva o que saltemos la mediana y nos llevemos por delante a una pareja de jubilados, a un viajante de comercio o a quien sea. Lo que quieren es que la caja registradora haga cling, cling. Cualquier absoluto hijo de puta puede pasar como un rayo con el Bemeuve, poniendo en peligro la vida de todo cristo, y lo que hará el coche de tráfico emboscado o el radar fijo y maravilloso marca Toshiba, o la que tengan los radares, es hacer una foto estupenda de la matrícula del coche, que es lo que interesa: que los numeritos y letras se vean claros, para saber a qué propietario de coche adjudicársela y trincar. Pero al conductor, al fulano que en ese momento concreto es un peligro público, nadie lo para, ni lo identifica, y puede seguir quinientos o mil kilómetros adelante a la misma velocidad, hasta que se rompa la crisma o se la rompa a algún infeliz. La pasta está segura, y la cosa, resuelta. A partir de ahí, a la Administración, a Tráfico, a quien corresponda, le dará lo mismo que, si el conductor tiene medios, compre los puntos perdidos a alguna de las avispadas gestorías que los ofrecen por Internet; o si es coche puesto a nombre de una empresa, que el propietario tenga un compadre en Nueva York, Hong Kong o Nairobi, a cuyo permiso de conducir atribuirle el marrón. Y que reclamen allí.