Read Cuando éramos honrados mercenarios Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
-Me operé al fin ---dice---. ¿Te acuerdas?
Respondo que sí. Que me acuerdo. Era el sueño de su vida. Cuanto ganaba pateando aceras lo guardaba para eso. Y luego, decía, un hombre bueno que me quiera. Ahora me cuenta que la operación no salió del todo bien, que tuvo problemas. Le digo que lo lamento mucho, pero que espero consiguiera al menos lo que tanto deseaba: aquello de lo que hablaba noche tras noche. Se queda un rato seria, pensativa, y al cabo sonríe y saca del bolso un carnet de identidad. Claro que lo conseguí, dice. Aquí me tienes: Alejandra tal y tal. Mujer de arriba abajo.
-Pagaste el precio ---apunto con afecto.
Se me queda mirando sin decir nada. Después sonríe de nuevo, triste. La suya es una sonrisa lejana y cansada. No la que yo recuerdo.
-Vaya si lo pagué ---responde al fin---. Y todavía lo pago.
Luego bebe un sorbo de vino, se echa el pelo atrás y pregunta por los otros: mi gente de entonces. Le cuento algo, por encima. A Ruth se la tragó la noche, Juan murió, Manolo es una estrella de la tele, Ángel trabaja en una empresa de seguridad, honrado a carta cabal… La vida, Alejandra. Los días y los años pasan para todos.
-En la tele se olvidaron de ti, ¿verdad?… Ya no te veo nunca en guerras ni sitios así.
Lo ha dicho con sincera conmiseración. Apenada por mi suerte. Para no defraudarla me encojo de hombros, con la modestia adecuada.
-Ahora escribo libros.
Igual habría podido decirle que fabrico jaulas de alambre para grillos. Me observa, compasiva.
-Ah… ¿Y qué tal te va con eso?
-Pues no mal del todo… Me gano la vida.
-Oye, que bien. No sabes lo que me alegro.
Salimos a la calle y caminamos despacio hasta su esquina, donde nos despedimos con otros dos besos mientras una pareja de intrigados policías municipales nos observa de lejos. Antes de marcharme dudo un momento: quizá debería sacar del bolsillo la cartera, pero temo ofender a Alejandra. De pronto la veo mirarme a los ojos, casi adivinando mi intención.
-Conseguí operarme ---dice, brusca.
Y sonríe digna y segura, como hace dieciocho o veinte años. Como una señora.
El Semanal, 15 Junio 2008
La de hoy es una de esas edificantes historias que reflejan bien de qué va esto. Me la acaba de contar mi compadre Jesús Vigorra, y les va a encantar. Jesús dirige un programa de libros en Canal Sur llamado El público lee, que bate récords de audiencia cultural en Andalucía; programa que, de forma milagrosa, sobrevive sin casarse con nadie, dando voz a un variopinto registro de autores, hablando de libros que interesan a todo el mundo y negándose a convertir la literatura en club cerrado de capullos y cantamañanas. Por eso sigue ahí, para disfrute de sus seguidores y honra de la cadena andaluza –no todo va a ser telebasura– que desde hace años lo alberga y apoya. Además, mi compadre conduce un programa de radio que arrasa entre la gente de infantería, pues trata sobre los pequeños problemas de la ciudad y sus habitantes, y a menudo es último recurso de los que no tienen voz ni quien hable por ellos. Ahí es donde entra nuestra bonita anécdota.
En la Navidad de 2006, un colegio del distrito Cerro Amate de la ciudad de Sevilla organizó un concurso de postales navideñas para sus alumnos, bajo la cobertura del Ayuntamiento. Los niños hicieron sus postales primorosas, el colegio organizó una fiesta para entregar los premios, y éstos consistieron en una reproducción del futuro cheque que, con cargo a las arcas municipales, los niños, y sus padres por ellos, cobrarían como premio. Hasta ahí todo monísimo, como ven. Una iniciativa simpática, para incentivar la creatividad de las criaturas, y de paso que el distrito, y el Ayuntamiento, y todo el político o aspirante a manguta que pasara por allí, pudiera hacerse la foto correspondiente y salir en los periódicos. Que es de lo que se trataba, claro. La prueba es lo que vino después. O lo que no vino.
A principios de mayo de 2008 –casi año y medio después– ninguno de los niños ganadores del concurso había cobrado un euro, ni había indicios de que lo cobrara nunca. Hasta el punto de que una de las madres, harta de reclamar en las oficinas del distrito y de que nadie le hiciera caso, telefoneó al programa de radio de Jesús, contando el monipodio en plan te voy a decir una cosa, Vigorra de mi alma, escucha. A mi niño le dijeron que había ganado un premio de doscientos cuarenta euros, y hasta hoy no los ha visto ni de lejos. Y yo venga a ir al distrito a preguntar qué pasa con mi criatura, que estaba tan ilusionada, y allí te puedes imaginar. Nunca hay nadie, y si hay alguien, nunca está para recibirla a una. Y aquí estamos. Esperando.
A petición mía, Jesús me mandó la grabación de la entrevista que, después de aquello, le hizo a una representante de la municipalidad local pidiendo explicaciones sobre el asunto. Acabo de escucharla en el reproductor del ordenata donde tecleo, y ahora escribo asombrado, pese a la mucha mili que llevo a cuestas, por el impudor y la desvergüenza oficiales que se adivinan bajo los balbuceos, los silencios y las excusas de la prójima en cuestión; a fin de cuentas, ella, peoncito sin importancia del tinglado municipal responsable de la cosa. Porque resulta que en esta España donde el dinero se lo funden los ayuntamientos y los gobiernos autonómicos y los ministerios y el Estado –o lo que tengamos ahora– en setenta mil chorradas de presunto tufo cultural, donde todo cristo tira con pólvora del rey, donde el cuñado de Fulano o el constructor amigo de Mengano trincan por detrás con ambas manos y donde las facturas, cuando las hay, se arreglan a medida después de hechos los pagos, la razón por la que a un niño ganador de un concurso escolar de postales navideñas llevan año y medio sin pagarle doscientos cuarenta cochinos euros, es la siguiente: para esa cantidad hace falta que se reúna antes nada menos que el pleno del Ayuntamiento de Sevilla y apruebe la cosa. Pero como entre diciembre de 2006 y mayo de 2008 hubo elecciones municipales, los presupuestos quedaron paralizados, hubo que votarlos de nuevo, y el proceso administrativo para pagar el premio debió empezarse –al menos eso cuentan– desde el principio. De manera que, si todo ha ido bien, el niño cobrará más o menos por estas fechas. Teniendo en cuenta, claro, que hasta que el asunto no salió por la radio nadie era responsable de nada. El concurso de postales ya ni siquiera se convocó en diciembre de 2007. Silencio administrativo. Calculen cuándo habría cobrado el zagal si a su madre no se le ocurre piarlas en la radio.
Doscientos cuarenta euros y un colegio en Navidad, oigan. Un pleno de Ayuntamiento como trámite para que un niño cobre su premio. Dirán ustedes que no es posible. Que no puede tenerse tan poca vergüenza, ni en Sevilla ni en ninguna otra parte. Pero ya ven. Se puede.
El Semanal, 22 Junio 2008
A la ministra española de Igualdad y Fraternidad, Bibiana Aído, que pasará a los anales de la estupidez nacional por lo del miembro, la miembra y la carne de miembrillo, le han dado en las últimas semanas las suyas y las del pulpo, así que no quiero ensañarme. Podría, puesto a resumir en dos palabras, llamarla tonta o analfabeta. Supongo que, ateniéndonos a su estólida contumacia cuando fue llamada al orden por gente respetable y docta, a esa ministra podrían irle como un guante ambos epítetos. Pero no lo creo. Quiero decir que no tengo la impresión de que Bibiana Aído sea tonta ni analfabeta. Por lo menos, no del todo. O lo justo. Lo que pasa es que está muy mal acostumbrada.
Bibiana Aído, que es de Cádiz, procede de esa nueva casta política de feministas crecida en Andalucía a la sombra del régimen chavista; que así, dándoles cuartelillo, las tiene entretenidas y goteando agua de limón. Esas pavas, que han convertido una militancia respetable y necesaria en turbio modo de vida y medro, no tienen otra forma de justificar subvenciones y mandanga que rizar el rizo con piruetas cada vez más osadas, como en el circo. La lengua española, que en este país miserable ha resultado ser arma política útil en otros ámbitos, les viene chachi. Por eso están embarcadas en una carrera de despropósitos, empeñándose, cuatro iletradas como son, en que cuatrocientos millones de hispanohablantes modifiquen, a su gusto, un idioma donde cada palabra es fruto de una afinada depuración práctica que suele ser de siglos, para adaptarlo por la cara a sus necesidades coyunturales. A su negocio.
Lo que pasa es que, en el cenagal de la política española, cualquier cosa viene de perlas a quienes buscan votos de minorías que, sumadas, son rentables. Sale baratísimo. Sólo hay que destinar unas migajas de presupuesto y darle hilo a la cometa. Así andan las Bibianas de crecidas, campando a su aire en una especie de matonismo ultrafeminista de género y génera donde, cualquiera que no trague, recibe el sambenito de machista. Y así andamos todos, unos por cálculo interesado y otros por miedo al qué dirán. Los doctos se callan con frecuencia, y los ignorantes aplauden. Incluso hay quienes, después de cada nueva sandez, discuten el asunto en tertulias y columnas periodísticas, considerando con gravedad si procede decir piernas cuando se trata de extremidades en una mujer, y piernos cuando se trata de un hombre. Por ejemplo.
En todo esto, por supuesto, la Real Academia Española y las veintiuna academias hermanas de América y Filipinas son enemigo a batir. Según las feminatas ultras, las normas de uso que las academias fijan en el Diccionario son barreras sexistas que impiden la igualdad. Lo plantean como si una academia pudiera imponer tal o cual uso de una palabra, cuando lo que hace es recoger lo que la gente, equivocada o no, justa o no, machista o no, utiliza en su habla diaria. «La Academia va siempre por detrás», apuntan como señalando un defecto, sin comprender que la misión de los académicos es precisamente ésa: ir por detrás y no por delante, orientando sobre la norma de uso, y no imponiéndola. Voces cultas, y no sólo de académicos –Alfonso Guerra se unió a ellas hace poco–, han explicado de sobra que las innovaciones no corresponden a la RAE, sino a la sociedad de la que ésta es simple notario. En España la Academia no inventa palabras, ni les cambia el sentido. Observa, registra y cuenta a la sociedad cómo esa misma sociedad habla. Y cada cambio, pequeño o grande, termina siendo inventariado con minuciosidad notarial, dentro de lo posible, cuando lleva suficiente tiempo en uso y hay autoridades solventes que lo avalan y fijan en textos respetables y adecuados. De ahí a hacerse eco, por decreto, de cuanta ocurrencia salga por la boca de cualquier tonta de la pepitilla, media un abismo.
Así que tengo la obligación de advertir a mis primas que no se hagan ilusiones: con la Real Academia Española lo tienen crudo. Ahí no hay demagogia ni chantaje político que valga. Ni Franco lo consiguió en cuarenta años –y mira que ése mandaba–, ni las niñas capricho del buen rollito fashion lo van a conseguir ahora. En la RAE somos así de chulos. Y lo somos porque, desde su fundación hace trescientos años, esa institución es independiente del poder ejecutivo, del legislativo y del judicial. Su trabajo no depende de leyes, normas, jueguecitos o modas, sino de la realidad viva de una lengua extraordinaria, hermosa y potente que se autorregula a sí misma, desde hace muchos siglos, con ejemplar sabiduría. De forma colegiada o particular, a través de sus miembros –que no miembras–, siempre habrá en esa Docta Casa una voz que, con diplomacia o sin ella, recuerde que, en el Diccionario, la palabra idiotez se define como «hecho o dicho propio del idiota».
El Semanal, 29 Junio 2008
Me interpela un lector algo –o muy– dolido porque de vez en cuando aludo a España como este país de mierda. El citado lector, que sin duda tiene un sentimiento patriótico susceptible y no mucha agudeza leyendo entre líneas, pero está en su derecho, considera que me paso varios pueblos y una gasolinera. Le extraña, por otra parte, y me lo comunica con acidez, que alguien que, como el arriba firmante, ha escrito algunas novelas con trasfondo histórico, y que además parece complacerse en recuperar episodios olvidados de nuestra Historia en esta misma página, sea tan brutal a la hora de referirse a la tierra y a los individuos que de una u otra forma, le gusten o no, son su patria y sus compatriotas.
La verdad es que podría, perfectamente, escaquearme diciendo que cada cual tiene perfecto derecho a hablar con dureza de aquello que ama, precisamente porque lo ama. Y que cuando abro un libro de Historia y observo ciertos atroces paralelismos con la España de hoy, o con la de siempre, y comprendo mejor lo que fuimos y lo que somos, me duelen las asaduras. Aunque, la verdad, ya ni siquiera duelen. Al menos no como antes, cuando creía que la estupidez, la incultura, la insolidaridad, la ancestral mala baba que nos gastamos aquí, tenían arreglo. La edad y las canas ponen las cosas en su sitio: ahora sé que esto no lo arregla nadie. España es uno de los países más afortunados del mundo, y al mismo tiempo el más estúpido. Aquí vivimos como en ningún otro lugar de Europa, y la prueba es que los guiris saben dónde calentarse los huesos. Lo tenemos todo, pero nos gusta reventarlo. Hablo de ustedes y de mí. Nuestra envilecida y analfabeta clase política, nuestros caciques territoriales, nuestros obispos siniestros, nuestra infame educación, nuestras ministras idiotas del miembro y de la miembra, son reflejo de la sociedad que los elige, los aplaude, los disfruta y los soporta. Y parece mentira. Con la de gente que hemos fusilado aquí a lo largo de nuestra historia, y siempre fue a la gente equivocada. A los infelices pillados en medio. Quizá porque quienes fusilan, da igual en qué bando estén, siempre son los mismos.
Pero me estoy metiendo en jardines complejos, oigan. El que quiera tener su opinión sobre todo eso, acertada o no, pero suya y no de otros, que lea y mire. Y si no, que se conforme con Operación Triunfo, con Corazón Rosa o con Operación Top Model, o como se llamen, y le vayan dando. Cada cual tiene lo que, en fin, etcétera. Ya saben. Por mi parte, como todavía me permiten y pagan este folio y medio de terapia personal cada semana –es higiénico poder morir matando–, me reafirmo un día más en lo de país de mierda. Y lo voy a justificar hoy, miren por donde, con una bonita anésdota anesdótica. Una de tantas.
Verán. Un niño de siete años, sobrino de un amigo mío, observando hace poco que varios de sus amigos llevaban camisetas de manga corta con banderas de varios países, la norteamericana y la de Brasil entre ellas –algo que por lo visto está de moda–, le pidió al tío de regalo una camiseta con la bandera española. «Van a flipar mis amigos, tito», dijo el infeliz del crío. Según cuenta mi amigo, el sobrinete bajó al parque como una flecha, orgulloso de su prenda, con la ilusión que en esas cosas sólo puede poner una criatura. A los diez minutos subió descompuesto, avergonzado, a cambiarse de ropa. El tío fue a verlo a su habitación, y allí estaba el chiquillo, al filo de las lágrimas y con la camiseta arrugada en un rincón. «Me han dicho que si soy facha o qué», fue el comentario.