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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Cuando éramos honrados mercenarios (15 page)

BOOK: Cuando éramos honrados mercenarios
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El Semanal, 24 Julio 2006

Ahora le toca a Manolete

Nunca conocí a Manolete. De toreros sólo he tratado a mi amigo Víctor Molina -serio, valiente y de Abarán-, y a Espartaco, bellísima persona con quien tuve el honor de compartir, hace años, viajes y conversaciones entre plaza y plaza, resultado de lo cual fue un texto publicado en esta misma revista: Los toreros creen en Dios. Páginas de las que, por cierto, estoy orgulloso; no por buenas o malas, sino porque me acercaron al corazón de un hombre cabal. En cuanto a Manolete, cuando yo nací ya estaba criando malvas; y cuanto sé de él, aparte viejos documentales, se lo debo a mi abuelo, que lo vio torear muchas veces. De él respeto sobre todo la estampa de matador, la cara ascética con una cicatriz, la figura flaca moviéndose en la arena con la fría gravedad que, a mi juicio, deben tener los grandes toreros. Creo que Manolete encarnó siempre la imagen perfecta y trágica de lo suyo, cuajada en el mito alentado por detalles gloriosos: la madre doña Angustias, la amante Lupe Sino, la muerte en Linares -esa copla de Manolo Caracol todavía me pone los pelos de punta-, y el nombre del animal que lo mató, primer nombre de un toro que aprendí en mi vida: Islero.

Con esos antecedentes, que les cuento para situarlos, el otro día estaba ante la tele y apareció Manolete en un programa de marujeo de sobremesa. Y, preguntándome qué pintaba él en ese putiferio, subí el volumen para escuchar, estupefacto, cómo presentadores, invitados y voces en off ponían a parir al torero sin cortarse un pelo, con la mayor desenvoltura del mundo. Frotándome incrédulo los ojos, vi que salían imágenes de archivo y media docena de fulanos, alguno con el rótulo aficionado a los toros como sello de autoridad -gente que, por edad, no pudo conocer a Manolete ni de lejos-, afirmando impávidos, mirando a la cámara sin pestañear, que era esto y lo otro. Tres palabras me dejaron seco: drogadicto, franquista, asesino. Y me pregunté, atónito, cómo se atrevían; quién permitía a esos tiñalpas desbarrar sin argumentos ni pruebas, y cómo era posible que un medio informativo, por mucha telebasura que traficase, acogiera tales infamias. Porque el texto en off también tenía lo suyo. Sin demostrar nunca nada, con insidiosos «se dice» y «se comenta», manipulando la historia del torero, la de la tauromaquia y la de España con una mezcla asombrosa de ignorancia, demagogia y mala fe, la información convertía a Manolete en puntal taurino del régimen franquista. Todo eso, sobre fotos suyas con gafas de sol y peinado hacia atrás con fijador; imagen que hoy corresponde al estereotipo iconográfico de cierta derecha, pero que en los años cuarenta -como sabe cualquiera que no sea imbécil- era la imagen elegante de cualquier varón español, europeo o hispanoamericano.

Aunque la cosa, como digo, no se detenía en el fijador y las gafas de sol. Según el redactor del texto y los presentadores del programa, Manolete abusaba de las drogas, «como todo el mundo sabe», y además era ojito derecho del Caudillo y su legítima. La prueba era que, además de haber hecho la guerra civil con los nacionales, nada menos -como media España, por otra parte-, tras cada corrida a la que asistía el general Franco, Manolete subía al palco presidencial a saludarlo; ignorando los autores de la información que ésa no era costumbre particular de Manolete, sino de los toreros de todas las épocas, cuando un jefe de Estado -Alfonso XIII, Franco, el rey Juan Carlos- asistía o asiste a una corrida de toros; y que también subían al palco Dominguín, El Viti o el Cordobés. Pero donde me agarré a los brazos del sillón fue cuando la misma voz en off, con la insolencia que da saberse impune en este miserable país de mierda, afirmó que durante la guerra civil, «según se rumorea», Manolete, borracho y de juerga con sus amigos, iba a las plazas de toros donde había republicanos presos para lidiarlos y matarlos a estoque. Y después, a fin de confirmar esa enormidad con testimonios rigurosos, aparecía el mismo aficionado a los toros de antes -un semianalfabeto que no sé quién es ni de dónde salía- diciendo que, «en efecto», el torero era «muy, muy franquista». Y ahí quedó la revelación del siglo: Manolete, matador y no sólo de toros. Psicópata descubierto y denunciado por la telebasura, con dos cojones. Gran exclusiva, a una por día. Pero qué más da. Estamos en España, oigan. Tenemos barra libre. Aquí no pasa absolutamente nada.

El Semanal, 31 Julio 2006

Día internacional de Scott Fitzgerald

Lo bueno que tiene esto de la literatura, o sea, ser lector de libros, es que uno puede celebrar los aniversarios que le salgan de las narices, sin que el asunto dependa de los editores ni de las fotos que le convenga hacerse cada temporada a la titulara de Cultura correspondiente. Y más ahora, que no pasa jornada sin que se entere uno de que está viviendo el día internacional de algo: día del taxista, día de la conducta ecológica, día sin alcohol, día del ciclista, día del peatón, día del capullo en flor. Faltan hojas del calendario, como digo, para tantas nobles causas; y la gente anda por ahí, como loca, buscando un día libre al que endiñársela. No digo que la cosa aburra, claro. Dios me libre de decir que estoy hasta la bisectriz de celebrar sin respiro, uno tras otro, el día internacional de salvamento urgente ya mismo de la Amazonia, el día mundial contra la violencia en las videoconsolas, y el día universal del orgullo del transexual inmigrante de género. Al contrario. Me parece bien. Me parece muy solidario; y, sobre todo, eficaz que te vas de vareta. Lo que pretendo decirles es que, puestos a establecer días conmemorativos, aniversarios y cosas así, los libros permiten montártelo por tu cuenta. Y hoy me lo monto, tal cual. Así que, como este año se cumplen ciento diez del nacimiento de Francis Scott Fitzgerald, y ésa es una cifra tan válida como otra cualquiera, he decidido celebrarlo por mi cuenta.

No tuvo el gancho mediático de Hemingway, su amigo y rival, que lo envidiaba y se burlaba de él, y cuyas fanfarronadas escuchaba Fitzgerald humilde y fiel. Ni tuvo la fama o la adulación de críticos y lectores como Faulkner o Steinbeck. Pero poseyó una mirada extraordinaria, lucidísima, que veía mucho más allá de la música del jazz, los felices veinte, las flappers, la costa Azul, las borracheras, el lujo y la disipación. Ganó dinero y lo gastó en caprichos propios y de su mujer, Zelda, bella y notoria imbécil con la que tuvo la desgracia de casarse. «Cuando estoy sobrio -escribió- no puedo soportar a la gente, y cuando estoy borracho, es la gente la que no me soporta a mí.» Se bebió hasta el agua de los floreros, y tras encarnar el éxito a la americana, encarnó el fracaso y el suicidio alcohólico a la irlandesa. «Toda vida -así empieza La grieta, su libro póstumo de ensayos, notas y cartas- es un proceso de demolición.» Hay una novela que no es suya y que, paradójicamente, debería ser leída antes de enfrentarse a su obra: El desencantado. La escribió Budd Schulberg, que conoció a Fitzgerald en Hollywood e inspiró en él su personaje Manley Hallyday; para quien valdría el epitafio que Dorothy Parker dedicó al propio Fitzgerald cuando vio su cadáver en la morgue, el día que su alcoholismo se resolvió en crisis cardiaca: «Pobre hijo de puta».

Célebre a los veintitrés años, guapo como un arcángel hasta su muerte a los cuarenta y tres, brillante como la carrocería de un automóvil de lujo, elegante, inculto y superficial, Scott Fitzgerald no creció nunca. Fue irresponsable en su juventud, insoportable en su madurez, patético en su final, y corrió a la catástrofe con los ojos abiertos y pisando el acelerador. Sin embargo, fue el más profundamente poético de los escritores estadounidenses, y el que mejor supo narrar la inmensa desolación, el vacío tras cada símbolo de los grandes logros del sueño americano. Bajo su prosa a veces inacabada, siempre extraordinaria, latía la desesperada lucidez de quien nunca fue, pese a las apariencias, un hombre de mundo ni un triunfador. Sin olvidar el rencor, por supuesto. Fitzgerald fue, y él lo sabía perfectamente, un advenedizo de clase media fascinado por el éxito, pero con las tripas revueltas por sonreír y adular a los ricos que le proporcionaban cuanto él y Zelda -siempre esa maldita majara al fondo- ambicionaban. Algunas páginas suyas, como el relato Un diamante grande como el Ritz, hierven de ese odio desesperado y violento. Y la mirada de Gatsby paseando entre sus invitados en El gran Gatsby, la de Stahr en la inacabada El último magnate, o la de Dick Diver contemplando el fracaso de su matrimonio y de su vida en Suave es la noche -mi favorita entre la obra scottfitzgeraldiana-, además de llevar al lector a través de la más plena y absoluta literatura, lo asoman, estremecido, al corazón sensible del hombre que, con una sonrisa desesperada y un vaso de whisky en la mano, afrontó la certeza de su levedad. Porque el talento inmenso de Scott Fitzgerald es que supo, como nadie, contar el vacío de su propia vida. Novelar la nada.

El Semanal, 07 Agosto 2006

Un cerdo en Fiumichino

Nunca hemos sido tan vulnerables como ahora. Vivir apretando botones y pasando tarjetas por ranuras, ir en hora y media de Madrid a París, tiene su precio. Tanto confort que nos facilita la vida trae implícito, con la posibilidad del fallo, su propio desastre. Un apagón, una tarjeta de crédito estropeada, un minúsculo error informático pueden bloquearlo todo, dejándonos inermes ante la máquina, el sistema o la vida. Pero hay una variante más azarosa del asunto: la mano interpuesta del hombre. En cuestión de fallos, no hay conjunción más temible que el ser humano y la máquina. Nada más peligroso que un mecanismo de los que rigen tu vida, y en cuya supuesta eficacia confías, puesto en manos de un malvado. O lo que es peor: de un imbécil.

El otro día viví una pequeña demostración de lo que les cuento. Algo anec- dótico, afortunadamente; trivial en apariencia, pero que me dejó –y aquí sigo– reflexionando sobre el asunto. Pasaba el control de seguridad en el aeropuerto de Roma, sometido a las humillaciones y sevicias de rigor. Tras despojarme de reloj, llaves, monedas y cuantos objetos podían hacer sonar el detector de metales, lo puse todo en la bandeja correspondiente, metí ésta y mi bolsa de mano en la cinta transportadora y me situé tras un pobre abuelete al que habían hecho quitarse el cinturón y caminaba sujetándose patéticamente los pantalones, como si fuese camino del horno número 4 de Auschwitz. Crucé, al llegar mi turno, el arco con la ligereza de ánimo de quien se sabe inocente; pero al coger mi bolsa de mano, una agente de seguridad pidió ver su interior. «Lleva un objeto extraño», me dijo la prójima en italiano. Iba a responder que no había nada extraño en mi bolsa, cuando recordé que llevaba, envuelta en su caja, una figura de plomo de un palmo de longitud que había comprado en una tienda para coleccionistas: un maiale, aquel pequeño submarino biplaza que los buceadores italianos utilizaban, durante la Segunda Guerra Mundial, para atacar de noche a los barcos ingleses fondeados en Gibraltar. Entonces, cayendo en la cuenta de cuál era el objeto extraño, sonreí, hurgué en la bolsa y se lo mostré a la agente.

Apenas vi la cara con la que la individua lo miraba, comprendí que iba a tener problemas. Me ha tocado, pensé, la retrasada mental del aeropuerto. Fruncía el ceño, obtusa, cuando cogió la especie de torpedo pintado de verdegris naval, sopesándolo, y miró la hélice y las dos figurillas de buzos sentadas a horcajadas sobre él. «¿Qué es esto?», preguntó observándome como si llevase puestos una kufiya iraquí o un turbante afgano. Entonces cometí el error de dar explicaciones. «È un ginnoto», dije en mi italiano básico. «Un piccolo sommergibile militare.» Su expresión me produjo un escalofrío. La pájara era menuda, con el pelo castaño muy cardado, un cinturón con walkie-talkie y esposas, y de pronto le vi cara de loca. «¿Torpedo militar?», concluyó observándome con siniestra suspicacia. «La has jodido, Arturín», pensé. Y para acabar de arreglarlo, decidí apelar a su memoria histórica. Esta subnormal es italiana y agente de seguridad, decidí. Algún entrenamiento tendrá, supongo. Algo habrá leído. Así que aclaré: «È un maiale». Y ahí perdí el control de la cosa, porque la prójima me clavó unos ojos como puñales y gritó: «¿Me ha llamado cerda?». Miré la cola que se había formado detrás, pues bloqueábamos el paso. «No –respondí, intentando no dejarme dominar por el pánico–. Ho detto maiale, mascolino, no maiala. Maiale significa porco, è vero. Ma cosí si chiama anche queste siluro. Data della guerra mondiale, ¿capisce?» La tía estudiaba el submarinillo, y de vez en cuando intentaba –aunque era imposible– desenroscar su parte delantera. «Maiala», repetía, pensativa. «¿Y qué ha dicho de la guerra?»

Entonces pedí socorro. Literalmente. Lo dije en voz alta, en español, y luego lo repetí en italiano: «¡Aiuto!». Alrededor se hizo el silencio. Hoy no vuelo, pensé. Me quedo en Roma con el puto sommergibile. Entonces se acercó un agente de seguridad normal, con el cociente intelectual mínimo adecuado, supongo, para ese trabajo. Con esa cara de cachondos que ponen algunos italianos cuando tratan con españoles. «Me ha llamado cerda», le informó la tía, indignada. Ni me defendí. Le mostré el cuerpo del delito al agente, e imité el gesto de juntar los cinco dedos y balancear la mano hacia arriba. Entonces el otro cogió el submarino, sonrió admirado y exclamó: «¡Un maiale!… ¡Qué bonito! ¿Dónde lo ha comprado?».

El Semanal, 14 Agosto 2006

Ese capitán Alatriste

Bueno, pues ya he visto la película. Después de los créditos y todo eso, se encendieron las luces de la pequeña sala de proyección y me quedé colgado en las últimas imágenes: el viejo y maltrecho tercio de fiel infantería española –qué remedio, no había otro sitio a donde ir–, dejado de la mano de su patria, de su rey y de su Dios, esperando la última carga de la caballería francesa, en Rocroi, el 19 de mayo de 1643. Y el ruego del veterano arcabucero aragonés Sebastián Copons al joven Íñigo Balboa: «Cuenta lo que fuimos». Veinte años de nuestra historia a través de la vida de Diego Alatriste, soldado y espadachín a sueldo. Veinte años de reyes infames, de ministros corruptos y de curas fanáticos subidos a la chepa, de gentuza ruin y hogueras inquisitoriales, de crueldad y de sangre, de España, en suma; pero también veinte años de coraje desesperado, de retorcida dignidad personal –singular ética de asesinos– en un mundo que se desmorona alrededor, reflejado en la mirada triste y las palabras lúcidas del poeta Francisco de Quevedo, interpretado por el actor Juan Echanove con una perfección enternecedora, memorable.

No puedo aportar un juicio objetivo sobre Alatriste. Aunque durante su larga gestación y rodaje procuré mantenerme al margen cuanto pude, estoy demasiado cerca de todo como para verla con frialdad. Es cierto que unas cosas me gustan más y otras me gustan menos; y que durante diez minutos críticos –al menos para mí, autor al fin y al cabo– del primer tercio de la película me removí inquieto en el asiento. Pero eso aparte, debo decir que los soplacirios y cagatintas de mala fe que preveían un canto imperial de españolazos heroicos y rancio folklore de capa y espada, se van a tragar la bilis por azumbres. Nada más respetuoso con los textos originales. Nada más descarnado, fascinante y terrible que el espejo que, a través de la magistral interpretación de Viggo Mortensen –se come la pantalla, ese hijo de puta– se nos pone ante los ojos durante las dos horas y cuarto que dura la película. Un retrato fiel, punto por punto, como digo, al espíritu del personaje que lo inspira: descarnado, sin paños calientes, lleno de peripecias y estocadas, por supuesto; pero también de amargura y lucidez extremas. Contado en un caudal de imágenes de tanta belleza que a veces parece una sucesión de pinturas. Cuadros animados de Velázquez o de Ribera.

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