Crimen En Directo (23 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

BOOK: Crimen En Directo
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El día había empezado estupendamente. Había sido divino, divino de verdad, se atrevería a decir. Primero salió a hacer una carrera bien larga bajo el frío aire primaveral. Por lo general, no era un gran aficionado a la naturaleza, pero aquella mañana, para su sorpresa, se alegró al ver la luz del sol filtrándose por entre el follaje de las copas de los árboles. Aquella maravillosa sensación duró en su pecho hasta que llegó a casa y propició unos minutos de sexo con Viveca que, para variar, se dejó convencer fácilmente. Ésa era, por lo demás, una de las pocas nubes que ensombrecían la existencia de Erling. Desde que se casaron, ella había ido perdiendo prácticamente todo interés por esa faceta del matrimonio y era incuestionable lo absurdo que resultaba buscarse una esposa joven y de buen ver de la que luego no se podía disfrutar. No, aquello tenía que cambiar. Las actividades de aquella mañana lo reafirmaron en su convicción de que tendría que hablar muy seriamente sobre ese detalle con la buena de Viveca. Tendría que explicarle que el matrimonio consistía en un toma y daca, unos servicios por otros. Y si, en lo sucesivo, quería seguir recibiendo ropa, joyas, diversión y un hogar decorado con objetos caros y hermosos, tendría que generar y renovar su entusiasmo y mostrarse dócil en los terrenos que exigía su hombría. Aquello nunca había supuesto ningún problema antes de que se casaran, cuando ella vivía en un bonito apartamento que pagaba él y tenía que competir con su mujer, con la que llevaba casado treinta años. Entonces se mostraba complaciente a todas horas y en los lugares más extraordinarios. Erling notó que su vigor se avivaba ante el solo recuerdo. Quizá hubiese llegado la hora de recordárselo a Viveca. Después de todo, él tenía bastante que recuperar.

Erling acababa de poner el pie en el primer peldaño de la escalera, para subir a la planta de arriba, cuando lo interrumpió el timbre del teléfono. Por un instante, sopesó la posibilidad de ignorar la llamada, pero luego se dio la vuelta y se dirigió a la mesa de la sala de estar, donde se encontraba el inalámbrico. Quizá fuese algo importante.

Cinco minutos después seguía con el auricular en la mano, mudo de espanto. Las consecuencias de la noticia que acababa de recibir cruzaban su mente como un torbellino y su cerebro se esforzaba por dar con alguna posible solución. Se levantó resuelto y gritó en dirección a la primera planta:

—Viveca, me voy a la oficina. Se ha producido un incidente del que tengo que hacerme cargo enseguida.

Un murmullo procedente del piso superior le confirmó que Viveca lo había oído, de modo que Erling se puso raudo la cazadora y cogió las llaves del coche que estaban colgadas junto a la puerta de entrada. Con aquello no había contado, desde luego. ¿Qué demonios iba a hacer ahora?

Ser Mellberg en un día como aquél era una delicia. Tuvo que recordarse el motivo por el que se encontraba donde se encontraba y, con no poco esfuerzo, compuso una expresión tras la cual ocultar la satisfacción que sentía, mostrando una mezcla de implicación y resolución. Sin embargo, aquello de ser el centro de atención de los focos se le daba a la perfección. Sencillamente, realzaba su persona. Y no podía dejar de preguntarse cómo reaccionaría Rose-Marie al verlo aparecer como el hombre clave de la comisaría en todos los diarios de la mañana y de la tarde. Sacó pecho y echó hacia atrás los hombros en una pose que se le antojaba poderosa. El
flash
de las cámaras casi lo cegaba, pero supo mantener la postura. Aquélla era una ocasión que no podía desaprovechar.

—Disponen de un minuto más para hacer fotos, luego tendrán que calmarse un poco.

Él mismo era consciente del respeto que infundía su voz y disimuló un estremecimiento de gozo. Para aquello había venido al mundo. Durante unos segundos más se oyó el chasquido de las cámaras, hasta que alzó una mano y paseó la mirada por los representantes de la prensa allí congregados.

—Como ya saben, esta mañana hemos encontrado el cadáver de la joven Lillemor Persson.

Un mar de manos se alzó en el aire, y Mellberg aceptó magnánimo la intervención del enviado del
Expressen.

—¿Se ha constatado ya que fue asesinada? —Todos aguardaban expectantes su respuesta, con el bolígrafo a unos milímetros del bloc de notas. Mellberg carraspeó discretamente.

—No podemos afirmar nada hasta que no dispongamos del examen del forense, pero todo indica que le quitaron la vida.

Un murmullo y el rumor de los bolígrafos siguieron a su respuesta. Las cámaras de televisión, identificadas con el canal y la redacción a la que pertenecían, zumbaban vertiendo sobre Mellberg la potente luz de sus focos. Durante un segundo, sopesó a cuál de ellas debía dar prioridad, hasta que decidió ofrecer su mejor perfil al canal Cuatro. Como quiera que la avalancha de preguntas no cesaba, Mellberg hizo un gesto hacia un periodista de otro diario vespertino.

—¿Tienen algún sospechoso en este momento? —Una vez más, se hizo un silencio cargado de expectación por la respuesta de Mellberg, que entornó los ojos levemente ante la potencia de los focos.

—Hemos interrogado a varias personas —declaró—. Pero, por ahora, no tenemos ningún sospechoso concreto.

—¿Se interrumpirán las grabaciones del programa
Fucking Tanum?
—En esta ocasión le tocó el turno de preguntas a un reportero del noticiario
Aktuellt.
La expectación flotaba en el aire.

—No tenemos ningún derecho, ni, por otro lado, ningún motivo, para intervenir en esa cuestión. Adoptar una postura a ese respecto es competencia de los productores del programa y de la dirección del canal de televisión.

—Pero ¿acaso puede un programa como ése continuar grabando después de que hayan asesinado a uno de sus participantes? —insistió el mismo reportero.

Mellberg respondió, manifiestamente irritado:

—Como acabo de decir, no tenemos posibilidad de intervenir sobre ese particular. Tendrán que hablar con el canal de televisión directamente.

—¿La habían violado? —Ya nadie esperaba la aprobación de Mellberg, sino que las preguntas le llovían como pequeños proyectiles.

—A esa pregunta tendrá que responder la autopsia.

—Pero ¿había algún indicio de violación?

—Estaba desnuda cuando la encontramos, pueden sacar sus propias conclusiones.

Mellberg enseguida cayó en la cuenta de que tal vez no hubiese sido muy conveniente dar a conocer ese dato, pero se sentía abrumado por la presión a la que estaba sometido, hasta el punto de que parte de la satisfacción y la excitación que había experimentado ante la idea de la conferencia de prensa empezaba a atenuarse poco a poco. Aquello no tenía nada que ver con las conferencias de prensa para los medios de comunicación locales.

—¿Existe alguna relación entre el crimen y el lugar donde la encontraron? —En esta ocasión, era uno de los reporteros locales quien había conseguido colarse con una pregunta, compitiendo con los periodistas de los grandes diarios nacionales y de la televisión, que parecían estar mucho más curtidos a la hora de abrirse paso a codazos.

Mellberg sopesó cuidadosamente la respuesta. No quería irse de la lengua una vez más.

—No hay ningún indicio de que exista tal conexión, por ahora —dijo al cabo de unos segundos.

—Pero, ¿dónde la encontraron? —se apresuró a sacar partido el reportero del diario vespertino—. Corre el rumor de que hallaron su cadáver en un camión de la basura. ¿Es eso cierto? —Una vez más, todas las miradas quedaron pendientes de los labios de Mellberg. El comisario se los humedeció, algo nervioso.

—No hay comentarios.

Joder, no iban a ser tan tontos como para no comprender que aquella respuesta significaba que el rumor era cierto. Quizá debería haberle hecho caso a Hedström, que, justo antes de la conferencia de prensa, le propuso encargarse él del turno de preguntas. Pero, que lo ahorcaran si estaba dispuesto a ceder una ocasión como aquélla para ser el centro de las cámaras. El recuerdo de la indignación que experimentó cuando Hedström formuló la pregunta le infundió valor y le ayudó a recobrar el ánimo.

—¿Sí? —dijo invitando a hablar a una mujer que llevaba un buen rato agitando la mano, sin haber tenido aún ocasión de hablar.

—¿Han interrogado a alguno de los participantes de
Fucking Tanum?

Mellberg asintió. Esos muchachos no tenían el menor reparo en hacer el ridículo en la televisión, de modo que no le preocupó lo más mínimo compartir esa información con la prensa.

—Sí, los hemos interrogado.

—¿Alguno de ellos es sospechoso del asesinato? —El cámara del noticiario
Rapport
no dejaba de filmar mientras el reportero sostenía un enorme micrófono cerca de Mellberg para captar su respuesta.

—En primer lugar, aún no se nos ha confirmado que se trate de un asesinato. Pero no, por ahora, no disponemos de ningún dato que apunte a ninguna persona en particular. —Una mentira inofensiva, desde luego. Mellberg había leído el informe de Molin y de Kruse, y ya se había forjado una idea muy clara de quién era el culpable. Pero no era tan necio como para compartir ese tesoro antes de tener atados todos los cabos.

Las preguntas empezaban a repetirse y Mellberg se oyó a sí mismo recurrir una y otra vez a las mismas respuestas. Finalmente, se cansó y les comunicó que daba por terminada la conferencia de prensa. Con el repiqueteo de las cámaras fotográficas a su espalda, salió de la sala con toda la autoridad de que fue capaz. Su deseo era que, cuando Rose-Marie pusiera las noticias aquella noche, viese que era todo un hombre.

Durante los días que siguieron a la muerte de Barbie, le había ocurrido en más de una ocasión que la gente se detenía a señalarla murmurando. Cierto que estaba acostumbrada a que se quedasen mirándola desde que apareció en
Gran Hermano,
pero aquello era muy distinto. No se trataba de la natural curiosidad o admiración que despertaba el hecho de que hubiese aparecido en televisión, sino de un ansia de sensacionalismo y algo así como una sed mediática que la hacía encogerse de malestar.

En cuanto supo lo de Barbie, sintió deseos de irse a casa de inmediato. Su primer impulso fue huir, retirarse al único lugar en el que podía refugiarse. Al mismo tiempo, era consciente de que, en el fondo, aquello no era una solución. En casa se encontraría con el mismo vacío, la misma soledad. No habría allí nadie que la abrazase, que le acariciase la cabeza..., todos aquellos gestos sin importancia que todo su cuerpo pedía a gritos. Sin embargo, no había nadie que se los ofreciera, nadie que pudiese satisfacer aquella necesidad. Ni en su casa ni allí. De modo que tanto le daba irse como quedarse.

La caja que tenía detrás se le antojaba vacía. Ahora la ocupaba otra chica, una de las habituales de la tienda. Y aun así, ella tenía la sensación de que estaba desierta. A Jonna le sorprendió descubrir el vacío que había dejado Barbie. Se había burlado de ella, la había rechazado, apenas la había considerado un ser humano. Pero después de lo ocurrido, ahora que ya no estaba, Jonna reparaba en la alegría que irradiaba, pese a la inseguridad que sentía, pese a haber optado por el tipo de chica rubia que ansiaba despertar la atención del entorno. Barbie siempre conservó el buen humor. Era la que reía, la que se sentía feliz con lo que estaban haciendo y la que intentaba animar a los demás. Y, en lugar de agradecérselo, se burlaron de ella y la condenaron juzgándola como si fuera una tía buena imbécil que no merecía ningún respeto. Y ahora que ya no estaba, resultaba evidente cuál había sido su aportación.

Jonna se tiró un poco más de los puños de las mangas. Hoy no tenía el menor interés en atraer miradas raras de compasión y admiración mezcladas con desprecio. Las heridas eran más profundas de lo habitual. Desde que Barbie murió, se había cortado a diario. De forma más dura y brutal que nunca. Más hondo en su propia carne, hasta que veía cómo se abría la piel antes de escupir la sangre que circulaba por debajo. Pero la visión de aquel flujo rojo y palpitante ya no lograba mitigar su ansiedad.

Era como si la angustia se hubiese instalado tan hondo en su ser que ya nada podía afectarle.

En ocasiones oía en su cabeza voces airadas, como si de una grabación se tratase. Podía oír lo que decían como desde fuera, o desde arriba. Era espantoso. Todo había salido tan mal. Era tan atroz. La oscuridad se había adueñado de su interior sin que ella pudiese hacer nada por evitarlo. Toda aquella materia oscura de la que intentaba liberarse a través de la sangre, por medio de las heridas, se había inflamado como una rabia incontrolable.

Ahora sentía que el vacío de la caja que tenía detrás se mezclaba con la vergüenza. Y con el miedo. Sentía el palpitar de las heridas. Era la sangre, más sangre, que quería salir.

—¡Maldita sea! ¡Yo opino que ha llegado el momento de cerrar este circo! —gritó Uno Brorsson estampando el puño en la gran mesa de reuniones de las oficinas municipales, al tiempo que fijaba en Erling una mirada exigente. Ni siquiera miró a Fredrik Rehn, al que habían invitado para hablar de lo sucedido y para que les comunicase la postura de la productora.

—Pues yo opino que deberías calmarte un poco —respondió Erling con un punto de censura en la voz. En realidad, tenía ganas de agarrar a Uno por la oreja y arrastrarlo fuera de la sala de reuniones, como si se tratara de un niño desobediente, pero la democracia era la democracia y tuvo que reprimirse—. Lo que ha sucedido es una gran tragedia, pero nada que implique que debamos tomar decisiones precipitadas, más emocionales que racionales. Estamos aquí para discutir con calma la continuidad del proyecto. He invitado a Fredrik para que nos cuente cómo ven ellos el ser o no ser del programa, y os recomiendo que le prestéis atención. No en vano, él es el experto en este tipo de producciones y, por más que lo ocurrido constituye una novedad absoluta y, bueno, como he dicho, una tragedia, seguro que sus puntos de vista sobre cómo enfrentarnos a ello son sensatos.

—Menudo tontaina, un engreído de la capital —masculló Uno en voz baja, pero lo bastante alto como para que lo oyera Fredrik. El productor optó por ignorar el comentario y se sentó a horcajadas en la silla, con los brazos apoyados en el respaldo.

—Bueno, comprendo que esto haya despertado muchos sentimientos encontrados. Naturalmente lamentamos profundamente la muerte de Barbie, Lillemor, y tanto yo como todo el equipo de producción en Estocolmo sentimos mucho lo ocurrido. —En este punto, emitió un ligero carraspeo y bajó la vista apesadumbrado. Tras un instante de incómodo silencio, alzó la mirada de nuevo—. Pero, como dicen en Estados Unidos:
The show must go on.
Del mismo modo que vosotros no interrumpiríais vuestro trabajo si alguno de vosotros, Dios no lo quiera, sufriese una desgracia, tampoco nosotros podemos hacerlo. Además, estoy convencido de que Barbie, Lillemor, habría querido que continuásemos. —Otro silencio, y de nuevo una mirada tristona.

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