Crimen En Directo (22 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

BOOK: Crimen En Directo
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—Después los dejamos ir a los dos —completó Martin levantando la vista del ordenador. Pulsó la tecla «intro» dos veces para comenzar un nuevo párrafo, tomó un sorbo de café y continuó—: El siguiente incidente se produjo... bueno, hacia las dos y media, diría yo.

—Sí, creo que eso es bastante exacto —dijo Hanna—. Sobre las dos y media o las tres menos cuarto, más o menos.

—Fue uno de los asistentes a la fiesta quien reclamó nuestra presencia, porque se había organizado una pelea en la pendiente que desemboca en la escuela. Acudimos allí. Vimos a varias personas que atacaban a una sola, empujándola y propinándole puñetazos no demasiado fuertes, sin dejar de gritar. Son los participantes Mehmet, Tina y Uffe, que están atacando a Barbie. Intervenimos y ponemos fin al enfrentamiento. Todos están muy alterados y la lluvia de insultos no cesa. Barbie está llorando, tiene el pelo revuelto y el maquillaje corrido y parece destrozada. Yo hablo con los demás participantes, intento averiguar qué ha sucedido. Dan la misma respuesta que Uffe, que «Barbie ha ido por ahí diciendo un montón de mentiras», pero no me dan más detalles.

—Entretanto, yo, a unos metros de los demás, hablo con Barbie —añade Hanna, visiblemente afectada por el relato—. Está triste y tiene miedo. Le pregunto si quiere ponerles una denuncia, pero asegura que no, en absoluto. Me quedo un rato hablando con ella para tranquilizarla, intento averiguar qué pasa realmente, pero insiste en que no tiene ni idea. Al cabo de un rato, me doy la vuelta para ver qué tal te va a ti. Vuelvo a dirigirme a Barbie, veo que corre en dirección al pueblo, pero luego gira a la derecha y toma la calle Affársvägen. Sopeso la posibilidad de echar a correr tras ella, pero recapacito y pienso que quizá necesite estar sola y calmarse. —En este punto, a Hanna le tembló un poco la voz—. A partir de ahí, no vuelvo a verla.

Martin alzó la vista del ordenador y sonrió como consolándola.

—No habríamos podido hacer otra cosa, Hanna. Tú no habrías podido hacer otra cosa. Lo único que sabíamos era que se pelearon y se dijeron cosas muy fuertes. Nada podía inducirnos a suponer que... —Martin vaciló un segundo—... que acabaría así.

—¿Crees que la mató uno de los otros participantes? —preguntó aún con la voz temblorosa.

—No lo sé —dijo Martin mientras observaba en la pantalla el texto que había escrito—. Pero creo que hay motivos para sospechar que así fue. Ya veremos qué sacamos en limpio de los interrogatorios.

Dicho esto, guardó el documento y apagó el portátil. Se levantó y lo cogió para llevárselo.

—Me voy a mi despacho a darle a esto un tono formal. Si recuerdas algo más, me lo dices.

Hanna asintió sin pronunciar palabra. Cuando Martin se hubo marchado, se quedó allí un rato más. En sus manos, que sostenían la taza de café, se apreciaba un ligero temblor.

Calle se dio una vuelta por el pueblo. En Estocolmo solía entrenar en el gimnasio cinco veces por semana, pero allí tenía que contentarse con dar paseos para mantener a raya los michelines de la cerveza. Apremió el paso un poco para quemar grasas. Tener un buen físico no era nada detestable. Él despreciaba a la gente que no se preocupaba de su cuerpo. Era un verdadero placer contemplarse en el espejo y comprobar que los músculos se sucedían alineados en el abdomen, que los bíceps se tensaban cuando flexionaba los brazos, igual que el pecho se marcaba bajo la camisa de aquel modo perfecto. Cuando salía por la zona de Stureplan, solía desabotonarse la camisa con cierto estudiado descuido hacia la medianoche. A las tías les encantaba. No podían resistir la tentación de meter la mano por la camisa y tocarlo y pasar las uñas por los músculos del abdomen de acero. Después de eso, estaba chupado lo de llevarse a casa a alguna pieza joven.

A veces se preguntaba cómo habría sido su vida si no dispusiera de un montón de pasta. Cómo sería vivir igual que Uffe o que Mehmet, que vivían en un apartamento de mierda en las afueras y que salían a flote como podían. Uffe había alardeado con él de los robos y los demás asuntos en los que estaba involucrado, pero a Calle le costó contener la risa cuando le reveló las cantidades que solía sacar. Joder, a él su padre le daba más pasta para sus gastos semanales.

Aun así, había algo que le impedía llenar el vacío que sentía en la región del corazón. Se había pasado los últimos años buscando algo que, finalmente, colmase ese vacío. Más champán, más marcha, más tías, más polvo blanco en la nariz, más de todo. Siempre más de todo. Siempre desplazando el límite más allá, gracias a todo el dinero que podía despilfarrar. El dinero no era suyo, todo era de su padre. Y siempre pensaba: «Pronto se terminará»; pero seguía habiendo dinero. Su padre pagaba una factura tras otra, compró el piso de Östermalm sin pestañear, pagó a la chica que se montó la historia sobre la violación, totalmente inventada, claro, porque ella los acompañó de buen grado a Ludde y a él, y no cabía la menor duda de lo que se sobreentendía en esos casos. La bolsa siempre estaba llena, como un monedero mágico donde nunca faltaba dinero. No parecían existir ni límites ni exigencias. Y Calle sabía por qué. Sabía por qué su padre jamás le diría que no. Sabía que sus remordimientos lo obligarían a seguir pagando. Su padre inundaba con dinero el agujero que Calle tenía en el pecho, pero el dinero desaparecía sin llenar nunca el vacío.

Cada uno a su manera, ambos intentaban sustituir con dinero lo que habían perdido. Su padre, dando; Calle, recibiendo.

Cuando lo asaltaban los recuerdos, aumentaba el dolor en el lugar donde se abría el agujero. Calle aceleraba entonces el ritmo de sus pasos, se presionaba a sí mismo, intentaba hacer que las evocaciones desaparecieran. Lo único que podía acallarlas era una mezcla de champán y cocaína. A falta de otra cosa, tenía que vivir con eso. Y entonces, aceleraba el ritmo aún un poco más.

Gösta suspiró sentado ante el escritorio. Cada año le costaba más encontrar la motivación necesaria. Acudir al trabajo por la mañana exigía más energía de la que tenía, y esforzarse después por hacer algo concreto le resultaba casi imposible. Era como si sus articulaciones operasen bajo el peso de una carga invisible cada vez que intentaba trabajar. No tenía fuerzas para emprender nada y era capaz de pasarse días angustiado ante la idea de la exigencia de la tarea más insignificante. Ni él mismo comprendía cómo había llegado a aquella situación. Le había ido ocurriendo sin darse cuenta, a medida que transcurrían los años. Desde que murió Majbritt, la soledad lo había devorado por dentro, arrebatándole las pocas ganas de trabajar que tenía. Por descontado, nunca fue un as en el trabajo y era el primero en admitirlo, pero siempre hizo lo que debía y, de vez en cuando, incluso con cierta satisfacción. Ahora, en cambio, se planteaba cada vez con más frecuencia la pregunta de si aquello era de alguna utilidad. No tenía hijos a los que dejarles ningún legado, puesto que su único hijo había muerto a los pocos días de nacer. Tampoco había nadie que lo esperase en casa por las noches, nada con lo que llenar los fines de semana, aparte del golf. Era lo bastante perspicaz para no ignorar que el golf se había convertido en una especie de obsesión, más que en un pasatiempo. Si por él fuera, se pasaría las veinticuatro horas del día jugando. Pero con eso no pagaba el alquiler, de modo que tendría que seguir trabajando hasta que la jubilación llegase para liberarlo. Gösta contaba los días.

Se sentó y clavó la mirada en la pantalla del ordenador. Por razones de seguridad, no tenían conexión a Internet, de modo que averiguó el nombre correspondiente de la dirección realizando una llamada al servicio de información telefónica. Tras una breve conversación, consiguió que le dieran el nombre de los propietarios de la casa a la que pertenecía el contenedor. Gösta dejó escapar un suspiro. Era una tarea absurda desde el principio. Su escepticismo se vio refrendado cuando supo que los dueños tenían su residencia habitual en Gotemburgo. Era evidente que esas personas no tenían nada que ver con el asesinato. Sencillamente, habían tenido la mala suerte de que el asesino eligiese justo su contenedor como destino final de la chica muerta.

En este punto de su reflexión, empezó a pensar en la joven. Su falta de energía para el trabajo no guardaba relación alguna con su capacidad de empatía. Sufría con las víctimas y sus familiares y se alegraba de, al menos, no haber tenido que ver el cadáver de la muchacha. Martin aún conservaba cierta palidez cuando se lo cruzó por el pasillo.

Gösta tenía la sensación de haber cumplido su cupo de personas muertas durante todos sus años de profesión. Después de cuarenta años en aquel oficio, aún recordaba a cada uno de ellos. La mayoría eran fruto de accidentes o suicidios, los asesinatos se contaban entre las excepciones. Pero cada caso de muerte había dejado una muesca en su memoria, y era capaz de evocar imágenes tan nítidas como fotografías. Tantas visitas como había hecho a los familiares del fallecido... Tanto llanto, tanta desesperación, conmoción y horror. Quizá su apatía se debiese a que su vaso de desgracias ya estaba colmado. Quizá cada muerte, el dolor y el sufrimiento de cada persona, habían ido llenando el vaso poco a poco, hasta que ya no quedaba lugar para una sola gota más. No era una excusa, pero sí una posible explicación.

Con un suspiro, cogió el auricular dispuesto á llamar a los propietarios de la casa para informar de que les habían dejado un cadáver en el contenedor. Marcó el número. Mejor terminar con ello cuanto antes.

—¿De qué va esto? —preguntó Uffe en la sala de interrogatorios, tan cansado como enojado.

Patrik tardó un poco en responder. Martin y él se entretuvieron primero en sacar sus papeles y ponerlos en orden. Estaban sentados enfrente de Uffe, ante la endeble mesa que, junto con las cuatro sillas, constituía el único mobiliario de la sala. Uffe no parecía estar especialmente nervioso, observó Patrik para sí, pero, a lo largo de los años, había aprendido que el aspecto de las personas que se sometían a un interrogatorio de la policía tenía muy poco que ver con cómo se sentían en realidad. Se aclaró la garganta, cruzó las manos por delante de los documentos y se inclinó un poco.

—Al parecer anoche se produjo una buena pelea, ¿no? —Patrik escrutó con interés la reacción de Uffe, que se limitó a exhibir media sonrisa. El joven se retrepó con indiferencia manifiesta y soltó una risita.

—Bah, ¿aquello? Sí, ése se pasó con la mano dura, ahora que lo pienso —dijo señalando a Martin—. Quizá habría que considerar la posibilidad de poner una denuncia por violencia desmedida. —Volvió a reír mientras Patrik sentía que su irritación aumentaba por momentos.

—Sí —asintió sereno—. Tenemos aquí un informe de Martin, mi colega, y de la otra agente que estuvo en el lugar. Y ahora quiero escuchar tu versión.

—Mi versión —dijo Uffe estirando las piernas de modo que quedó medio tumbado en la silla, lo que no parecía una postura muy cómoda—. Mi versión es que hubo una simple bronca. Una bronca de nada, porque habíamos bebido. Nada más. ¿Por qué? —Uffe entornó los ojos y Patrik se dio cuenta de que su cerebro alcoholizado trabajaba de un modo frenético.

—Oye, verás, aquí las preguntas las hacemos nosotros, no tú —le respondió Patrik tajante—. A la una menos diez de la madrugada, dos de nuestros policías vieron cómo atacabas a Lillemor Persson, una de las participantes del programa.

—Querrás decir Barbie —lo interrumpió Uffe con una risotada—. Lillemor... joder, eso sí que tiene gracia.

Patrik tuvo que contener el impulso de darle a aquel jovenzuelo una buena bofetada. Martin pareció presentirlo, de modo que tomó la palabra con la intención de darle a Patrik tiempo de serenarse.

—Fuimos testigos de cómo te empleaste con Lillemor a empujones y puñetazos. ¿Qué fue lo que desencadenó esa pelea?

—No entiendo por qué tanta murga con eso. ¡Si no fue nada! Fue un pequeño... desacuerdo. ¡Apenas la toqué! —El desenfado de Uffe empezaba a ceder ante cierta preocupación.

—¿En qué no estabais de acuerdo? —continuó Martin.

—¡En nada! O sea, bueno, ella había ido hablando mal de mí, y me enteré. Sólo quería que lo confesara. ¡Y que lo retirase! No puede dedicarse a ir por la vida contando mierdas sin más. Yo sólo quería que le entrase en la cabeza.

—Y cuando, unas horas más tarde, la atacaste con otros participantes, ¿era eso lo que pretendías, que le entrase en la cabeza? —intervino Patrik mirando el informe.

—Bueeeno —respondió Uffe vacilante. Su posición en la silla era ya más normal y la sempiterna sonrisa empezaba a esfumarse de su rostro—. Pero, joder, preguntadle a Barbie directamente. Os juro que pensará lo mismo. Fue una simple bronca, no es para que intervenga la poli.

Patrik y Martin cruzaron una breve mirada. Luego, Patrik miró a Uffe y dijo:

—Lillemor no podrá decirnos mucho sobre esto. La han encontrado muerta esta mañana. Asesinada.

Un denso silencio invadió la sala. Uffe palidecía por momentos. Martin y Patrik aguardaban su reacción.

—Estás... Estáis de broma, ¿no? —logró articular por fin. Pero ninguno de los policías se pronunciaba. Muy despacio, las palabras de Patrik empezaron a hacer mella en su cerebro. Ya no quedaba ni rastro de la sonrisa—. ¡Qué coño! ¿Creéis que yo...? Pero si yo... ¡Si sólo fue una bronca de nada! Yo no habría... Yo no... —Uffe sólo era capaz de balbucir, con la mirada vacilante y nerviosa.

—Vamos a necesitar hacerte una prueba de ADN —repuso Patrik al tiempo que ponía sobre la mesa el material necesario—. No tendrás nada que objetar, ¿verdad?

Uffe dudó un instante.

—No, coño —dijo al fin—. Coged lo que queráis. Yo no he hecho nada.

Patrik se inclinó y, con un bastoncillo de algodón, tomó una muestra de saliva del interior de la mejilla de Uffe. Por un segundo, pareció que el joven cambiaba de opinión, pero ya era tarde, y el bastoncillo cayó en un sobre que Patrik cerró enseguida. Uffe se quedó contemplando el sobre. Tragó saliva y miró a Patrik con los ojos desorbitados.

—No cortaréis la emisión, ¿verdad? No podéis. Quiero decir que no, que no podéis hacerlo sin más. —Su voz destilaba desesperación, y Patrik sintió crecer el desprecio que le inspiraba aquel espectáculo. ¿Cómo era posible que un programa de televisión fuese más importante que la vida de una persona?

—No nos corresponde a nosotros decidirlo —respondió Patrik secamente—. Sino a la productora. Si hubiese estado en mi mano, habríamos acabado con esa porquería en un abrir y cerrar de ojos, pero... —Abrió los brazos en señal de impotencia y vio el alivio reflejado en la cara de Uffe—. Puedes irte —le dijo con acritud. Aún tenía grabado en la memoria el cuerpo de Barbie, desnudo y sin vida, y la idea de que su muerte se convirtiese en entretenimiento televisivo le producía náuseas. ¿Qué le pasaba a la gente?

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