—¡Fuego!
El casco rebotó como si hubiese tocado fondo. Un coro de vítores desgarrados subrayó la caída del mastelero de juanete del adversario. El tronco de madera se balanceó primero colgado de sus estayes y luego, rotos éstos, descendió en picado sobre la cubierta, donde se estrelló como una lanza.
Era un disparo afortunado. Nunca nadie alcanzaría a saber quién había apuntado el cañón.
La ronca voz de Pears se transportaba sin dificultad por encima de los chirridos de las cureñas y el alboroto de las picas.
—¡Bien hecho, hombres del
Trojan
! ¡Volvamos a darles!
Nuevos vítores, extinguidos de inmediato por la respuesta del fuego enemigo y el aterrador estruendo de las balas de acero que se empotraban en el casco o penetraban por algunas de las portas de la cubierta inferior.
Bolitho pestañeó y se preguntó por qué el militar francés cambiaba súbitamente de táctica. Bajo sus pies oyó el retumbar de las ruedas de los cañones que se deslizaban, fuera de control, por la cubierta inferior. De pronto un golpe sordo indicaba que habían chocado con algo más sólido. Las voces de los hombres, mezcladas de aullidos y sollozos, llegaban extrañamente amortiguadas de la profundidad de la cubierta inferior, como si procediesen de almas condenadas al tormento eterno.
El
Argonaute
, que parecía más rápido, se estaba adelantando. Pronto su botalón llegó al alcance del bauprés del
Trojan
. Jugando con la ventaja de la posición a barlovento, Pears iba seguramente a dejar caer su barco, para luego largar más trapo e intentar cruzar la popa del adversario.
Enseguida se oyó la voz de Cairns ampliada por su bocina metálica:
—¡Gavieros arriba! ¡Larguen juanetes y sobrejuanetes!
Bolitho se descubrió asintiendo con el gesto a la orden de su superior. El navío pivotaba de nuevo varias cuartas y sus velas, después de gualdrapear al viento, se tensaron flexionando las vergas que las aprisionaban.
Intentó mantener los ojos abiertos en la humareda y estudiar al navío enemigo. Una gigantesca cuña de agua azul les separaba. Ambos barcos apuntaban hacia un punto invisible en el que iban a coincidir.
—¡Fuego!
Los marineros se apartaron en el mismo instante en que los cañones retrocedían con estruendo, para abalanzarse un instante después con sus esponjas y lanadas a limpiar las almas antes de introducir en ellas nuevas cargas y proyectiles.
Un repentino estremecimiento del casco indicó a Bolitho que el enemigo había vuelto a disparar. Vio que el pasamanos se astillaba como si un hacha invisible lo hubiese partido en dos. Un marinero se abalanzó sobre su compañero en medio de aullidos de dolor, mientras con sus manos se cubría la cara destrozada.
Un infante de marina tiró de él y lo empujó hacia la escotilla. Enseguida otros soldados aparecieron y le arrastraron hacia la cubierta inferior.
Bolitho se volvió hacia Quinn, a quien vio a punto de vomitar. El marinero tenía una estaca del tamaño de un punzón de cabuyería clavada en el ojo.
Una cadena de estampidos más agudos, producidos por las piezas de nueve pulgadas situadas en el alcázar, le informó de que por fin sus servidores habían logrado apuntar hacia el barco enemigo.
A medida que ambos cascos convergían inexorablemente el uno hacia el otro, el ruido crecía y lo invadía todo. Astillas de madera, fragmentos de cordaje y un segundo cuerpo se acumularon en desorden sobre las redes. Más abajo, Bolitho pudo oír el grito de un hombre herido, parecido al de una liebre sometida a tortura.
De nuevo miró hacia popa. Pears continuaba en su posición, inmóvil mientras observaba al francés con expresión lúgubre. Coutts, en cambio, parecía no sentirse en absoluto afectado por el fragor de la batalla; apoyaba un pie en una de las grandes bitas de amarre y mostraba a Ackerman, señalando con el dedo, algún detalle de la cubierta del navío francés.
—¡Fuego!
Los cañones no disparaban ya con la misma simultaneidad que antes. Sus servidores empezaban a acusar la fatiga, atontados por el constante estruendo y la vibración de las explosiones.
Bolitho se forzó a caminar por la cubierta. Se detenía en cada una de las portas y se asomaba por ellas mientras los hombres posicionaban los cañones listos para disparar de nuevo. Cada abertura ofrecía un mundo en miniatura, un recuadro de brumosa luz a través del cual la correspondiente cuadrilla acertaba a ver tan sólo un fragmento de su enemigo.
Se sentía débil y notaba que sus pasos perdían firmeza a medida que se movía por detrás de los grupos de hombres. La tensión mantenía tersa la piel de sus mejillas, e imaginó que se le veía a medio camino entre la risa y el bizqueo provocado por el terror.
Stockdale echó una mirada a su alrededor y asintió con el gesto. Otro de los hombres, Moffit, agitó su mano y gritó:
—¡Dura tarea, señor!
Una nueva colección de sordos choques sacudió la parte inferior del casco; surgió una columna de humo negro por una de las escotillas, provocando un coro de aullidos y gritos de alarma. Pero pronto estuvo bajo control la humareda y Bolitho asumió que los hombres de Dalyell estaban preparados para emergencias de ese estilo.
—¡Alto el fuego!
En cuanto los hombres se hubieron separado de los cañones humeantes, Bolitho sintió que el silencio era casi tan doloroso como el ruido. El enemigo había ganado terreno por delante de las amuras, y no había razón para tratar de alcanzarle.
—¡Posicionen hombres en la banda de babor! —vociferó Cairns gesticulando al mismo tiempo con su bocina—. ¡Volveremos a abrir fuego sobre él después de cruzar su popa!
Bolitho vio a los suboficiales que, a empujones, agrupaban a los hombres aturdidos y los dirigían al costado donde debían suplir a la diezmada dotación. El cálculo del tiempo hecho por Pears se cumplía. El
Trojan
, tras caer varias cuartas y aumentar su arrancada largando más trapo, podía ahora cruzar la estela del navío francés y lanzar una andanada, no simultánea, sino de cañón en cañón, que penetrase a todo lo largo de su casco. Aunque no perdiera sus mástiles, el
Argonaute
sufriría demasiados daños para poder presentar batalla de nuevo.
—¡Preparado, James! —aulló a pesar de la tensión de la mandíbula que parecía querer mantenerse bloqueada—. ¡Esta vez el honor será suyo!
Un cabo de cañón tocó el hombro de Quinn al pasar:
—¡Van a ver, esa gente, señor!
—¡Hombres a las brazas, allí!
Bolitho se revolvió sobre sí ante las voces que daba Cairns.
Stockdale jadeó a su lado:
—¡Dios mío, el gabacho ya ha orzado!
Bolitho observó, helado, la maniobra del
Argonaute
. Éste pivotaba sobre sí mismo, imparable en su evolución hacia el lecho del viento; sus escasas velas hinchadas tomaban a la contra mientras se revolvía para presentar de nuevo combate.
Todo ocurría en escasos minutos, y a pesar de ello Bolitho halló tiempo para admirar la soberbia habilidad marinera y la maestría con la que habían calculado el tiempo. El navío francés continuaba su movimiento circular, que no terminaría hasta hallarse en la bordada opuesta, mientras el
Trojan
luchaba todavía por aminorar la marcha.
—¡Gavieros arriba! ¡Aferren juanetes y sobrejuanetes!
Mástiles y vergas gimieron por el violento esfuerzo una vez el timón estuvo todo a una banda. Pero la maniobra era demasiado lenta.
Los hombres todavía corrían para regresar a sus posiciones de estribor cuando Bolitho vio el eructo de humo y fuego del adversario. El navío entero fue sacudido al recibir la andanada simultánea, que acertó de lleno desde el bauprés hasta el alcázar. Algunos de los disparos produjeron poco daño debido al ángulo de tiro; pero los que lograron entrar por las portas abiertas, o los que derribaron con su impacto las escasas defensas del pasamano y la batayola, dejaron a su paso una ola de destrucción. Tres cañones saltaron por los aires arrollando a sus servidores o mandándoles a un lado como muñecos. En la bancada de botes Bolitho oyó el impacto de más balas que levantaban oleadas de astillas y las mandaban hacia el otro costado, adelante y atrás, con su cara de esfinge, Pears lo observaba todo y continuaba impartiendo órdenes sin siquiera pestañear cuando las astillas de madera pasaban a su lado como latigazos y abatían a los escasos servidores de cañón arrodillados aún junto a las piezas.
El guardiamarina Huss apareció por la cubierta mostrando unos ojos blancos de terror. Nada más ver a Bolitho, gritó frenético:
—¡El señor Dalyell ha caído, señor! Yo… yo no puedo encontrar…
Giró como una peonza, su cara blanca y su boca abierta de asombro, paralizada, mientras caía como un fardo ante los pies de Bolitho.
—¡Abajo, James! —gritó éste—. ¡Tome el mando de la primera cubierta de cañones!
Pero Quinn miraba en una especie de trance el cuerpo herido del guardiamarina. La sangre surgía a borbotones por un enorme boquete de su espalda, aunque una de sus manos se movía todavía como si eso y nada más que eso pudiese mantenerle agarrado a la vida.
Un marinero dio la vuelta al cuerpo y masculló:
—No hay nada que hacer.
—¿No me ha oído? —Bolitho zarandeó a Quinn por el brazo, olvidando al instante al guardiamarina fallecido y todo lo demás—. ¡Le he ordenado que baje!
Quinn se volvió a medias hacia él. Sus ojos se agrandaban a medida que nuevos gemidos y gritos surgían de la cubierta inferior de cañones.
—No… —tartamudeó—. No… no puedo hacerlo. No puedo.
Su cabeza se abatió sobre el pecho, y Bolitho vio que las lágrimas corrían por sus mejillas y escarbaban canales de color pálido a través del hollín y la ceniza.
Tras él se oyó el grito tajante de una voz desconocida:
—Iré yo. —Era Ackerman, el inmaculado teniente de banderas—. Puedo hacerlo —añadió mirando a Quinn con cara de no poder creer lo que veía—. El almirante me ha ordenado bajar.
Bolitho dirigió su mirada a popa. Se sentía aturdido por el colapso del valor de Quinn, desquiciado también él a causa del horror y el caos de sangre y heridas que reinaba a su alrededor.
Sus ojos se encontraron con los del almirante, que le miraba a través de la masa colgante de jarcias rotas y vergas partidas. Tras el instante de contacto, Coutts saludó con un leve movimiento de brazo y lo que parecía un encogimiento de hombros.
La cubierta se estremeció, y Bolitho entendió que los carpinteros habían por fin liberado al
Trojan
de su mástil, que colgaba por la borda.
El navío orzaba ya hacia barlovento y pronto tendría de nuevo frente a las bocas de sus cañones al francés, hasta entonces inalcanzable y prácticamente incólume.
—¡Fuego!
Sus hombres saltaron hacia atrás y agarraron las picas y las lanadas en medio de maldiciones y vítores que les hacían parecer seres enloquecidos procedentes de un manicomio.
Quinn, sin moverse de su posición, permanecía ajeno tanto al vuelo de los proyectiles sobre su cabeza como a los heridos que se arrastraban por el suelo; sin embargo, su vida peligraba pues la mesana del barco enemigo, y después su palo mayor, ya surgían por lo alto de las redes protectoras.
Cincuenta yardas, o quizá menos, pensó Bolitho con celeridad. Ambas dotaciones continuaban disparando a ciegas, ocultos los barcos por la espesa humareda que quedaba atrapada entre sus cascos y parecía actuar de almohada amortiguadora de los martillazos de los cañones.
Uno de los marinos se apartó de su cañón y huyó despavorido en dirección a una de las escotillas, como si intentase escaparse de la mezcla de sangre y destrucción. Era el instinto visceral. Si a una fiera en peligro su naturaleza le mandaría enterrarse bajo la arena, a aquel hombre le obligaba a descender cubierta tras cubierta hasta llegar a la quilla. Uno de los centinelas de infantería alzó su mosquete con la pretensión de abatir al hombre, pero él mismo había ya perdido la esperanza y la razón, y reprimió el gesto.
Bolitho se dio cuenta de que Couzens tiraba desde hacía un momento de su manga mientras mantenía su rechoncha cara alzada en un intento de evitar la visión de la sangre.
—¿Sí? —Bolitho no tenía ni la más remota idea de cuánto tiempo llevaba el muchacho intentando llamar su atención—. ¿Qué ocurre?
El guardiamarina apartó sus ojos del cuerpo de Huss y musitó:
—¡El comandante dice que el enemigo intentará abordarnos! —Al llegar aquí echó una mirada hacia Quinn y le informó—: Usted debe tomar el mando en la proa —dijo mostrando los restos de su testarudez—. Yo seré su lugarteniente.
Bolitho le agarró por el hombro. Bajo la delgada tela azul de la casaca su piel se notaba caliente, como si su cuerpo ardiese de fiebre.
—Vaya a la cubierta inferior y reúna un puñado de hombres —le dijo para añadir cuando el muchacho se aprestaba a salir corriendo—: No corra, ande, señor Couzens. Demuestre a los hombres que no ha perdido la serenidad. —Se obligó a sonreír con una mueca—. Sea cual sea su estado de ánimo.
Luego se volvió para prestar atención a los cañones, asombrado de poder hablar de aquella forma sabiendo que en cualquier momento podía caer muerto. O peor aún, verse amarrado a la mesa de operaciones del cirujano esperando y temiendo el primer tajo de su afilado cuchillo.
Observó el abatimiento de las vergas del buque enemigo, cuyo ángulo se volvía más agudo a medida que los dos navíos convergían en su lento avance. Los cañones no mostraban ningún deseo de aminorar su ritmo de disparo, a pesar de hacer fuego ahora a quemarropa, y algunas de sus deflagraciones que surgían entre el humo eran casi tan mortíferas como las propias balas.
Nuevos y distintos sonidos llenaban el aire. El más lejano repiqueteo de los mosquetes y los choques de los proyectiles que alcanzaban la cubierta y el pasamanos, o se empotraban sin peligro en la empaquetadura de hamacas y mantas de la batayola.
Oyó cómo el cañón giratorio escupía fuego desde la cofa del mayor. Un racimo de fusileros cayó desde la cofa del mesana enemigo, sus vidas arrancadas por la ráfaga de metralla que los barrió de sus posiciones.
En la cubierta del
Argonaute
se distinguían ya las caras de las personas. Vio que un suboficial le señalaba a él junto a uno de los tiradores de élite apostados en sus pasamanos. El tirador, sin embargo, fue abatido por uno de los fusileros de D'Esterre antes de que lograse alzar su mosquete y apuntar.