—Ahí viene el comandante —informó la voz queda de Cairns.
Pears cruzó el alcázar con andar majestuoso y seguido del bailoteo de los faldones de su casaca, que parecían velas sueltas al viento. En su mano sostenía el sombrero adornado con bordados de hilo de oro.
—Esté preparado para hacerse a la vela, señor Cairns. No quisiera desaprovechar esta brisa.
Luego pareció ver a Bolitho por primera vez.
—¿Todavía está usted aquí, señor mío? —preguntó arqueando las cejas—. ¡Por todos los…! —pero esta vez su frase quedó sin terminar. En vez de ello, el comandante avanzó y le alargó su enorme manaza.
—Póngase en marcha. Transmita mis saludos a su padre la próxima vez que le vea.
Dicho eso, se dio la vuelta y anduvo hacia atrás hasta la caja de la aguja magnética.
Bolitho dirigió un saludo marcial hacia el alcázar y, tras asegurarse de que el sable permanecía junto a su costado, descendió a toda prisa hacia el lanchón.
En el mismo instante en que los remos tocaron el agua, el
Trojan
empezó a alejarse. Los hombres apostados sobre los pasamanos reemprendieron sus ocupaciones, mientras otros trepaban por las escalas de flechastes y, tras distribuirse por las vergas, largaban gavias y juanetes.
Couzens se volvió para observar el navío. Sus ojos se humedecieron en el viento. Se hubiera dicho que lloraba. Por más que Bolitho lo ignoraba, aquél era el día más feliz en la corta vida del guardiamarina.
Bolitho alzó la mano en un último saludo y vio que Cairns hacía lo mismo. De Pears no había ni rastro. Al igual que el
Trojan
, el comandante dejaba hacer.
Bolitho se volvió y centró su atención en el
White Hills
. Aquel bergantín iba a pertenecerle, aunque fuese por unos días. Sería suyo.
Tal como había pronosticado Bunce, el viento arreció a las pocas horas y alcanzó la fuerza del temporal. También cambió de aspecto la mar, que dejó de mostrar aquellos borregos blancos y amables para agitarse con violentos senos tejidos por desgarradas crestas de color amarillento.
La dotación de presa emprendió el trabajo con ánimo sombrío. El viento, que había rolado hacia el nordeste y aumentado de fuerza, obligaba al
White Hills
a arrumbar hacia el sur con las vergas tan braceadas como permitían los obenques.
Bolitho se desprendió de su chaqueta y de su sombrero para quedarse inmóvil junto a la rueda del timón desprotegida. En sus oídos resonaba el bramido del viento y el agua. Su cuerpo estaba empapado por la espuma.
La fortuna había querido que a bordo del
White Hills
hubiese una gavia de mayor de respeto, pensó, con la que sustituir la lona desgarrada por el primer cañonazo del
Trojan
. Aquella podía aprovecharse para parchear otras velas, pero de poco más iba a servir.
El
White Hills
trazó su ruta, alejada de las islas y el peligro, barloventeando hacia el sur con sus gavias rizadas y su foque.
Quinn, en silencio y con semblante demudado, trabajaba juntamente con el resto de los hombres de cubierta. Bolitho se preguntó cómo se las habría apañado sin él. Couzens poseía la voluntad y la fidelidad de diez hombres juntos, pero carecía de experiencia para manejar un aparejo y sus velas en una tormenta desatada.
Stockdale se acercó a la popa para reunirse con los dos hombres que manejaban el timón. Al igual que Bolitho, estaba empapado, y con las ropas manchadas de sal y brea. Recibía las ráfagas de espuma voladora con una sonrisa estoica. Acercó su cabeza hacia Bolitho:
—Una auténtica dama del mar, ¿no es cierto, señor?
El fresco viento obligó a seguir sus roladas durante la mayor parte del día. Sin embargo, cuando se acercaba la puesta, la brisa amainó, y algo más tarde los magullados y jadeantes gavieros lograron alcanzar las vergas bajas y largar la vela mayor y la mayor del trinquete. El volumen de trapo suplementario dio nueva energía al casco, que escoró aún más, pero le mantuvo más firme sobre el agua y permitió un rumbo más preciso.
—¡Tome el relevo! —gritó Bolitho a Quinn—. ¡Me retiro un rato a la cámara!
Una vez hubo descendido los peldaños de la escala de bajada, el interior oscuro y maloliente le pareció extrañamente plácido; en comparación con el ruido y la confusión de la cubierta.
Qué menudo se veía todo tras navegar en el enorme
Trojan
. Anduvo a gatas hasta la cámara de popa, una réplica en miniatura de los aposentos de Pears. Apenas habría podido albergar la mesa del comandante del
Trojan
, pensó. Pero resultaba acogedora, y al ser tan nueva carecía por completo de rastros de su último ocupante.
Tras vacilar sobre sus pies con el vaivén de una ola rompiente que acababa de pasar bajo la aleta de popa, logró acercarse a las cristaleras de popa. La claraboya herméticamente cerrada y situada en el centro de la sala, era el único lugar donde podía uno ponerse en pie sin tener que agachar la cabeza. No le costaba imaginar cómo vivían las demás gentes en sus respectivas cabinas y sollados. Durante su época de guardiamarina, le tocó servir un tiempo en un bergantín parecido a aquél. Era rápido y ágil, pero jamás permitía una vida placentera.
Se preguntó qué había sido del barco que mandaba anteriormente el capitán Tracy, el bergantín británico que el americano había rebautizado
Revenge
tras arrebatárselo a los británicos. Sin duda continuaba atacando convoyes de barcos ingleses y obteniendo de ellos ricos botines, fácilmente intercambiables por dinero contante.
La puerta de la cámara se abrió de par en par y dejó entrar a Moffit, que traía, tambaleándose, una gran jarra de ron.
—El señor Frowd pensó que le apetecería tomar un sorbo, señor —dijo el hombre.
Bolitho, a quien el ron producía náuseas, necesitaba algo cálido en el estómago. Engulló la bebida de un único trago y estuvo a punto de atragantarse.
—Y el señor Frowd, ¿se encuentra bien? —. Tarde o temprano debería visitarle en su estancia. Pero ahora tenía cosas que hacer, y no pasaría mucho rato sin que se viese obligado a regresar a la cubierta.
Moffit agarró la jarra vacía y le dedicó un gesto de admiración.
—Sí, señor. Le hemos acostado en una litera, en su camarote. Allí no le puede ocurrir nada.
—Muy bien. Haga venir a Buller.
Bolitho se recostó en su asiento y sintió la fuerza con que, bajo él, la popa se alzaba sobre el agua para luego volver a caer, mientras el mar zarandeaba la pala del timón como si fuese una madera rota.
Buller penetró en la cámara agachando la cabeza para sortear los baos de madera del techo.
—¿Señor?
—Le nombro responsable de los víveres. Elija entre los hombres a alguien capaz de cocinar. En cuanto la brisa amaine un poco más habrá que encender el fuego en la cocina para preparar algo caliente que meternos en el estómago.
—De inmediato, señor. —Buller mostró durante un instante su poderosa dentadura y desapareció tan rápido como había llegado.
Bolitho suspiró oliendo en la atmósfera el aroma del ron, que le mareaba como una droga. La cadena de mando. Él era la cabeza, el primer eslabón. En aquel barco no había nadie para criticar o alabar su conducta.
Su cabeza se llenaba de brumas. La agitó para despertarse, presa de un súbito asco por sí mismo. Era igual que George Probyn. Vaya final tan poco airoso. Se incorporó y gimió de dolor al golpear su cabeza contra uno de los baos. El trastazo, sin embargo, le ayudó a recuperar la serenidad.
Se desplazó hacia la proa palpando las maderas y comprobando su equilibrio a cada salto airoso de la proa del bergantín.
Minúsculos camarotes cerrados que jalonaban un pequeño aposento cuadrado. Era la cámara de oficiales. Cajas de vituallas, chilleras repletas de balas, filas de hamacas que bailoteaban colgadas de sus extremos, parecidas a enormes vainas de guisantes. Todo en aquel barco olía a nuevo, desde las mesas de los comedores a los macizos rollos de cordaje almacenados en el rancho de proa.
Encontró al capitán Tracy, malherido, estirado en una hamaca que se balanceaba en una minúscula cámara cuya carpintería no estaba aún terminada. Un marinero de mirada enrojecida le vigilaba, sentado en un rincón, sosteniendo una pistola entre las piernas.
Bolitho echó una ojeada a la figura que yacía en la litera. Tendría unos treinta años y pertenecía a un hombre fuerte, de facciones duras; a pesar de la gravedad de su herida, que le había hecho perder mucha sangre, mostraba un aspecto vivaz. Pero pocos conflictos podía crear a bordo un hombre que acababa de perder el brazo a la altura del hombro.
Dirigió una severa mirada al centinela y le advirtió:
—No baje la guardia.
Los restantes hombres heridos, envueltos en vendajes, guardaban silencio. Sus compañeros se habían ocupado de acomodarles con almohadones, hamacas de reserva, mantas y otras ropas procedentes del pañol del bergantín.
Se detuvo junto a una linterna que oscilaba descontrolada. Compartía el dolor de aquellos hombres y su incomprensión. De nuevo se avergonzó de pensar tanto en su propia recompensa. Para aquellos hombres, en cambio, lo único seguro era que les habían desembarcado de su navío, el cual había sido su hogar durante meses o años. ¿Adonde irían a parar? Les embarcarían en un mercante destinado a Inglaterra, y luego… Abandonados en el puerto, una nueva remesa de marineros tullidos. Héroes para algunos, motivo de burlas para otros.
—Pronto habrá comida caliente para todos, muchachos.
Algunas cabezas se volvieron para observarle. En una de ellas reconoció el semblante de Gallimore, un marinero que había servido de pintor en el
Trojan
. La metralla le había herido gravemente durante el ataque contra el
dandy
. Había perdido gran parte de su mano derecha, además de recibir varias astillas de madera en la cara.
El hombre se esforzó y logró sisear:
—¿Hacia dónde vamos, señor?
Bolitho se acercó a él y se arrodilló sobre las tablas. Aquel hombre iba a morir. No lo sabía todavía, ni mucho menos sabía el porqué. Otros, a su alrededor, sufrían heridas más graves, pero resistían el dolor con mayor entereza, desafiantes o resignados. Ésos sobrevivirían.
—A English Harbour —respondió—. Los doctores de allí le ayudarán y le curarán. Ya verá.
El hombre alargó un brazo buscando la mano de Bolitho:
—No quiero morir, señor. Tengo mujer e hijos en Plymouth. —Sumido en su dolor, intentó aún mover la cabeza—. No puedo morir, señor.
Bolitho sintió un nudo en su garganta. Plymouth estaba tan lejos. Lo mismo sería que su familia le esperase en Rusia.
—Descanse tranquilo, Gallimore. —Con cautela retiró su mano y añadió—: Está entre amigos.
Agachándose para andar por el reducido espacio del entrepuente, se desplazó hacia popa y alcanzó la escotilla.
Casi agradeció el fuerte viento y la espuma de los rociones. Stockdale y Couzens hacían guardia junto a la rueda. Quinn gateaba por el castillo de proa acompañado de dos marineros.
—Todo en orden, señor —reportó ásperamente Stockdale—. El señor Quinn ha ido a echar un vistazo a las brazas de barlovento. —Oteó el cielo que oscurecía y sentenció—: La brisa ha vuelto a rolar una cuarta. Y está amainando.
La proa se alzó hacia el cielo y se despeñó a continuación en el seno de una ola dando un violento zarandeo. El golpe hubiera bastado para arrancar a un gaviero que anduviese por el aparejo y mandarle al agua, si alguno hubiese estado allí en aquel momento.
—La gente del sollado lo deben de estar pasando mal, señor —murmuró Stockdale.
Bolitho asintió:
—Me temo que Gallimore morirá.
—Ya lo sé, señor.
Stockdale soltó los radios de la rueda y estudió la gavia del mayor, cuya lona vibraba al viento y se hinchaba en forma de balón, como si quisiera arrancarse de la verga que la sostenía.
Bolitho observó al hombre. Por supuesto que Stockdale lo sabía. Toda su vida había convivido con el sufrimiento y el dolor. La muerte tenía que ser para él algo familiar, fácil de reconocer.
Quinn se acercó pateando las pálidas planchas de la cubierta y tropezando a cada pantocazo que el casco daba al golpear contra las olas.
—¡El ancla de babor se había soltado de sus trincas, señor! —vociferó—. ¡Hemos cobrado de ella y la hemos hecho firme!
—Descienda al sollado —replicó Bolitho—. Hágame el favor de dividir la dotación en dos guardias. Más tarde discutiremos los grupos que elija.
Quinn meneó su cabeza negativamente:
—No quiero estar solo. Necesito actividad para distraerme.
Bolitho pensó entonces en el hombre de Plymouth.
—Vaya a hacer compañía a los heridos, James. Lléveles una ración de ron, o cualquier bebida que halle en la cámara, y repártala entre esos pobres diablos.
No había razón para hablarle de Gallimore. Mejor permitir que el hombre compartiese con sus compañeros una última huida. El alcohol, el bálsamo de los navegantes contra toda penuria.
Otro marinero se escurrió hacia la escala de la escotilla principal acompañado de Buller. Bolitho reconoció en él al italiano de piel morena llamado Borga. Al parecer, Buller había hallado ya el cocinero solicitado. Bolitho se preguntó si el hombre había tomado una decisión acertada. Por más que los marinos precisaban comida caliente en sus estómagos, y más aún tras horas de lucha a puñadas con las velas y el balanceo que parecía querer arrojarles por la borda, las recetas extranjeras solían despertar la ira de aquellos hombres. Depositó su mirada en Stockdale y sonrió para sí. Si eso ocurría, habría que solucionarlo pronto.
Transcurrió una hora más. Las estrellas hicieron su aparición entre las nubes alargadas que, al correr a toda velocidad empujadas por el viento, hacían pensar en bandidos puestos en fuga.
Bolitho notó que la cubierta iba recuperando su estabilidad y se preguntó qué traería el nuevo día, tal como habría hecho el viejo Bunce.
Se cumplió su promesa y, al poco rato, se repartió una comida caliente, primero entre los heridos, después a los marineros que libraban su guardia en turnos.
Bolitho tragó con delectación pese a ignorar lo que había en el plato que le ofrecían. Carne hervida sin duda; también avena, galleta rayada y algo de ron. La mezcla no se parecía a la comida tal como él la conocía, pero con el hambre que sentía en aquel momento habría hecho honor a la mesa de un almirante.