Authors: Javier Reverte
Y así nació la literatura, cuando Homero usó por primera vez la nueva técnica para sus dos poemas, «la gran obertura de la literatura europea», como los califica también Rodríguez Adrados.
Antes, tanto en Grecia como en Micenas, existía un tipo de escritura de signos llamada lineal, que presenta dos tipos: la lineal A, más antigua, y la lineal B, previa al alfabeto. La primera no ha sido descifrada y es probable que represente signos de una lengua distinta al griego. Pero cuando el arqueólogo inglés Michael Ventris logró descifrar en 1953 la lineal B se encontró que era una forma de griego.
La escritura lineal, por lo menos en las tablillas encontradas hasta ahora, tanto en el Peloponeso como en Creta, no tiene nada de literatura. Sólo son inventarios de almacenes y palacios, enumeraciones de objetos, instrucciones para el trabajo, nada referido a historia ni a forma poética alguna y ni siquiera a la religión. Tienen el mismo interés, desde un punto de vista literario, que una declaración de Hacienda, como diría Lawrence Durrell.
De forma que, terminando el siglo VIII a.C, se produjo el gran milagro, fruto, más que de un matrimonio, de un
ménage-á-trois
: de un lado, el mundo de valores de los guerreros aristócratas de la Argólida, conservado y transmitido por el pueblo en la literatura oral; de otro, el alfabeto tomado de los fenicios y mejorado con la incorporación de las vocales; y en fin, el talento literario del que fuera el primero de los grandes escritores de la Historia, Homero, al que habría que sentar en un trono rodeado por Shakespeare, Cervantes y los autores de la Biblia.
De nuevo me mecía sobre las suaves ondas del Egeo, a bordo de un navío y en la negra noche, esta vez rumbo a Creta. Olía el mar a hembra oceánica y el aire se espesaba rumbo al sur. Parecía que unos dedos invisibles y sensuales rozasen mi piel, allí en cubierta, viendo las lucecitas de la costa temblar como tímidas mariposas nocturnas. Navegábamos cercanos al litoral, dejando atrás las tierras del Peloponeso, y la brisa de África se enredaba en la cabellera de los vientos europeos, como debía de ser camino de Creta, la isla donde se fundieron los saberes de Asia, África y la juvenil Europa, hace casi cuatro mil años. «Dichoso el hombre», clamaba el cretense Nikos Kazantzakis en su novela
Zorba el griego
, «al que antes de morirse le haya sido dado navegar por las egeas aguas… En ninguna otra región pasa uno tan serena, tan fácilmente, de la realidad al ensueño. Todo límite se sutiliza».
Una hora después de haber salido del puerto de Nauplia entré a cenar al restaurante. El camarero me acomodó en una mesa donde se sentaban un matrimonio de mediana edad y su hija, una muchacha de poderoso busto. El hombre comenzó a charlar conmigo, al parecer sin esperar ninguna respuesta, mientras bebía vino y daba cuenta de una ensalada de tomate y queso feta. Las dos mujeres escuchaban sin decir palabra; estaba claro que en casa de aquella familia era él quien llevaba los pantalones y desde luego la voz cantante. Quería enviar a su hija a estudiar a Estados Unidos, pues, en su opinión, «Europa ya no ofrece salidas a los jóvenes». Él había estado en América, por supuesto, para ser exactos en Detroit, y mal había hecho en regresar, porque América era la tierra del futuro, bueno, en realidad llevaba siendo la tierra del futuro desde que se fundó, porque el futuro no termina nunca en América mientras que Europa es todo pasado, porque aquí el alma de la gente está cansada y ha habido demasiadas guerras y todos los proyectos de futuro han fracasado y a la gente le ha dado por no creer en nada, y hacen bien, ya que los políticos siempre te engañan, sean del partido que sean, pues un político es político antes que nada, antes de ser de derechas o de izquierdas, y todos son en el fondo iguales aunque se vistan con colores distintos, ¿y sabe quién tiene la culpa de que Europa esté sin futuro?
Dejándome con el alma en vilo ante tamaña cuestión, sin cesar de clavar en mis ojos su mirada lobuna, tomó el hombre con el tenedor un pedazo de tomate pinchado con queso, lo echó al estómago sin apenas masticarlo y luego apuró de un sorbo su vaso de vino. Yo respiré hondo y me eché para atrás, apoyado en la seguridad del respaldo de la silla, porque el tipo atacaba de nuevo.
Pues la culpa, siguió, la tenían dos hombres, un griego y un judío, un griego que se llamó Pericles y que inventó la democracia, y un judío que se llamó Marx e inventó el comunismo. ¿Cómo puede ocurrírsele a nadie que todos somos iguales y que tenemos la misma inteligencia para votar lo que es mejor? Si sucede todo lo contrario, si la mayoría de la gente es necia, y en consecuencia la ley de las mayorías sólo puede llevarnos a que se impongan las ideas de los necios. Y en cuanto a Marx, mucha igualdad, sí, mucha justicia social, sí, pero se olvidó de los sentimientos de los hombres, se olvidó que aman y que sufren; solamente los veía como fuerza de trabajo, o sea, como animales de tiro. En cambio en América esas ideas no han penetrado. Porque allí dicen que son demócratas, pero lo son sólo en la forma y para nada en el fondo; América es un estado policial, mandan la policía y los servicios secretos, y aunque eso pueda parecer malo es todavía peor la democracia, y el marxismo allí no ha tenido nunca nada que hacer, cuando ha salido un obrero con ideas revolucionarias le han dado un tiro y arreglado, que se lo digan si no a Sacco y Vanzetti, ¿sabe quiénes eran? Luego, eso sí, publican muchos libros sobre el asunto y denuncian los crímenes y se lavan las manos, y somos culpables por lo que hicimos, pero Sacco y Vanzetti ya están en el hoyo y ojo a los que se les ocurra venir con las mismas.
Satisfecho, el hombre llenó su vaso de vino y bebió de nuevo, sin cesar de mirarme a los ojos.
—¿Qué opina? —preguntó inesperadamente.
—Qué puedo decir… —acerté a responder.
El hombre volvió el rostro hacia las mujeres. Habló otra vez, dirigiéndose a ellas, mientras movía los brazos en el aire, como si abrazase la circunferencia terráquea.
—¿Lo veis? Este hombre se ve que ha viajado, que es hombre de mundo. Y está de acuerdo conmigo.
La hija me dirigió una blanda sonrisa y la esposa una sumisa mirada de secular fatiga.
Volví a cubierta, a la libertad de la noche sobre el palpitante Egeo. Más allá de la baranda de estribor, la costa de la pequeña isla de Citerea guiñaba sus luces al paso del barco, como si nos enviase pícaros mensajes. Se palpaba el aire carnoso y cálido en las cercanías de la isla donde nació Afrodita, la diosa del amor y la sensualidad. Era un lugar en el que me hubiera gustado detenerme al menos un par de días, pero en los viajes hay que escoger, pasar de largo junto a la tentación, a sabiendas de que, el día que menos lo esperas, se te antojará la idea de ir a un sitio del que no habías oído hablar en tu vida.
De modo que es preciso reservar tiempo cuando empiezas el camino para poder ceder luego al asalto de los caprichos inopinados, la salsa picante de los viajes.
Afrodita es una diosa que siempre ha despertado mi interés. Ella y el inquietante Dioniso son mis favoritos entre las doce grandes divinidades griegas. Afrodita, como todos los otros dioses a excepción de Zeus, nació del mar, cosa muy natural en una civilización, la griega, que se inició y creció entre las olas. Importada de Oriente, igual que todos sus divinos compañeros —de nuevo exceptuando a Zeus—, la diosa del amor, del erotismo y la fecundidad, la reina indiscutible en la representación de la fuerza vital de la Naturaleza, era una mujer coqueta y voluble. Y también magnánima, pues no sólo era deidad protectora de la maternidad, sino que además amparaba a las prostitutas y a cualquier donjuán promiscuo de su tiempo, lo que indica la poca importancia que concedía al pecado. Quizá ese poder único que poseía para incendiar los corazones y los sentidos la hizo ser también la diosa del mar, el potente mar cuya fecundidad se nos hace aún casi infinita.
A esta diosa de origen fenicio le gustaba jugar con su poder erótico para despertar la pasión en los humanos e, incluso, entre los dioses. Su coquetería, cuando fue escogida por el príncipe troyano Paris como la más hermosa de las diosas, provocó una terrible guerra, ya que Afrodita hizo que Helena, la esposa de Menelao y cuñada de Agamenón, se enamorase perdidamente de Paris y abandonara su casa para fugarse con él, como pago por haberla elegido. El cornudo Menelao y su no menos cornudo hermano Agamenón organizaron un ejército que conquistó y destruyó Troya tras diez años de asedio.
También calentó los bajos al mismísimo todopoderoso Zeus, y fue tal la sed de sexo que despertó en el ánimo del dios de los dioses, que durante mucho tiempo apenas dejó ninfa sin pasar por la piedra.
Ella misma, cuando decidió «yacer con un mortal» estando en plenitud de su hermosura, eligió al bellísimo Anquises, un troyano tan apuesto como un dios. Y le dio un hijo, Eneas, el primer griego que desembarcó en las costas italianas huyendo del desastre de Troya. Afrodita tuvo muchas otras aventuras amorosas, como fue el caso del cojo Hefesto, el dios herrero, con quien llegó a casarse, sin que nadie se explique muy bien qué es lo que vería en aquel tipo enclenque, y feo como un mono, la más hermosa de las divinidades. Pero esas cosas pasan en los misteriosos meandros de la pasión.
También anduvo liada con Ares, el temible dios de la guerra, y con el mensajero Hermes, del que tuvo un hijo, Hermafrodito, un ser de doble sexo. Y para no perder forma, y sin cesar de ponerle los cuernos a Hefesto, yació una temporada con Poseidón, el poderoso dios de los océanos, que estaba loco por ella.
Dioniso, el último de los dioses en entrar a formar parte de los doce grandes, despertó la curiosidad de todos sus colegas cuando fue admitido en el Olimpo. Y ya se sabe adónde conduce la curiosidad en el corazón de las mujeres hermosas y ligeras de cascos: derecha al catre. En consecuencia, Dioniso tampoco se le escapó a Afrodita, que quedó embarazada y parió a Príapo, un niño de aspecto repulsivo, dotado de unos enormes órganos sexuales.
De los inmortales, por lo que se cuenta, sólo se le fueron vivos el propio Zeus y el apuesto Apolo. Y en su larga nómina de los mortales con los que tuvo relaciones sexuales se incluyen también el bello Adonis, a quien amaba apasionadamente, y el argonauta Butes.
La reina de las camas de la Antigüedad, tan coqueta como perversa en sus juegos amorosos, ha llegado hasta nosotros representada en un buen puñado de estatuas. Y podemos contemplar en muchas de ellas una fascinante sonrisa. El gran atractivo de la diosa del amor no es su hermoso cuerpo desnudo, que también, sino esa leve sonrisa, pícara e irresistible, que siempre adorna sus labios, esa dulce mueca que enamora y excita a un mismo tiempo, que nos revela su concepción de la vida como un juego en el que el sexo no está prohibido, sino aceptado en cualquiera de sus manifestaciones y siempre disfrutado. Más que una golfa impenitente, es la eterna coqueta abierta a la aventura de la sensualidad. Hembra antes que madre, amante divertida antes que esposa rutinaria, Afrodita sigue encandilándonos.
Entre las representaciones de Afrodita hay dos grupos escultóricos que no puedo dejar de relacionar, si bien uno está en el Museo Arqueológico de Atenas, datado en el siglo I a.C, y el otro en el Museo Greco-Romano de Alejandría, una copia romana de un original griego fechada en el siglo II d.C. En el de Alejandría, Afrodita, desnuda, se quita una sandalia mientras Eros, el diosecillo alado, que se ha acercado volando, toca un pecho a la diosa y logra que ésta sonría complacida. En la de Atenas, la misma Afrodita, sonriente otra vez y de nuevo desnuda, amenaza bromeando a Eros, que vuela sobre su hombro izquierdo; a su lado, un tercer personaje, el feo Pan, el dios de la agricultura, adornado de patas y cuernos de carnero, toma el brazo izquierdo de la diosa, intentando apartar la mano con que ella se tapa el sexo. Eros y Pan ríen también.
Tal vez los dos grupos escultóricos sean parte de una serie de representaciones cinceladas en la Antigüedad de las que se produjeron numerosas copias. En ellos se percibe una sexualidad explícita, como la caricia de Eros en el grupo de Alejandría, o los avances amorosos, en el de Atenas, de Pan, el dios-cabra fecundador de la tierra, que era famoso en la mitología por su enorme falo.
Si Afrodita poseyó entre otros atributos el de ser la diosa de la fecundidad, es más que probable, aunque la mitología no lo recoja, que tuviese unas cuantas aventuras con el vigoroso Pan, protector de los agricultores. Además de eso, después de fornicar con un feo y malhumorado tipo como Hefesto, no iba a hacerle remilgos a un hombre-cabra.
En fin, era preferible viajar al aire libre, frente al litoral de Citerea, recordando las andanzas de la bella Afrodita, a seguir en el restaurante del barco escuchando, en boca de un griego loco, la justificación de la muerte de los nobles Sacco y Vanzetti. Respiraba el aire salino, caliente y denso que se alzaba desde el mar, un aire exactamente afrodisíaco, y me preguntaba qué habrá sido de todos aquellos dioses que alumbró la Antigüedad y que, durante siglos, convivieron con los hombres. ¿Murieron? Es cosa rara que los dioses mueran. ¿Dónde están entonces? Nadie puede saberlo. Pero en el ancho mundo, y no sólo en las aguas y las tierras del Egeo, está claro que Afrodita sigue haciendo de las suyas, aventuras y lances de amor que serán más o menos los mismos mientras haya humanos habitando la Tierra. Es la más eterna de las diosas, resistente a todos los cambios de la religión e inasequible a cualquier anatema. Por ella no pasan los años, y sonreirá siempre en nuestros corazones, lasciva y pícara, mientras nos dejemos arrastrar, una y otra vez inermes, por el más inofensivo e irresistible de todos los pecados.