Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Pasó unos días sin salir de la casa, ayudando a su tía en el arreglo. No abría la boca, pensaba la mataron, se murió. Se le paraba el corazón cuando tocaban la puerta. Al tercer día fueron con su tía a la Parroquia a bautizar a Amalita y cuando el Padre preguntó ¿qué nombre? ella contestó: Amalia Hortensia. Se pasaba las noches en blanco, abrazando a Amalita, sintiéndose vacía, culpable, perdón por haber pensado mal de usted, ella cómo podía saber, señora, pensando qué sería de la señorita Queta. Pero al cuarto día reaccionó: haces un mundo de todo, de qué tanto miedo, bruta. Iría a la policía, estuve en la Maternidad, averigüen, verían que era cierto y la dejarían en paz. No, la insultarían, no le creerían. Al atardecer su tía la mandó a comprar azúcar y cuando estaba cruzando la esquina una figura se apartó del poste y le cerró el paso, Amalia dio un grito: te espero hace horas, dijo Ambrosio. Se dejó ir contra él, incapaz de hablar. Estuvo así, tragándose las lágrimas y los mocos, la cara en el pecho de él, y Ambrosio la consolaba. La gente estaba mirando, no llores, hacía tres semanas que la buscaba, ¿y el hijito, Amalia? La hijita, sollozaba ella, sí, había nacido bien. Ambrosio sacó un pañuelo, le limpió la cara, la hizo estornudar, la llevó a un café. Se sentaron en una mesita del fondo. Él le había pasado el brazo, la dejaba llorar dándole palmaditas. Está bien, estaba bien, Amalia, ya basta. Lloraba por lo de la señora Hortensia. Sí, y por lo que se sentía tan sola, tan asustada. La policía me anda buscando, como si ella supiera algo, Ambrosio. Y porque creía que él la había abandonado. Y cómo iba a ir a verte a la Maternidad, sonsa, acaso él sabía, ¿acaso iba a adivinar? Había ido a esperarla a Arenales y no viniste, cuando salió en los periódicos lo de la señora te estuve buscando como loco, Amalia. Había ido a la casa donde vivía antes tu tía, en Surquillo, y de ahí lo mandaron a Balconcillo, y de ahí a Chacra Colorada, pero sólo sabían la calle, no el número. Había venido, preguntado por todas partes; todos los días, pensando va a salir a la calle, la voy a encontrar. Menos mal que al fin, Amalia. ¿Y la policía?, dijo Amalia. No vas a ir, dijo él. Le había preguntado a Ludovico y creía que te tendrían encerrada lo menos un mes, preguntándole, averiguando. Mejor que ni le vean la cara, mejor que se vaya un tiempito de Lima hasta que nos olvidemos de ella. Y cómo se iba a ir, hacía pucheros Amalia, adónde se iba a ir. Y él: conmigo, juntos. Ella lo miró a los ojos: sí Amalia. Parecía de verdad, que lo tenía ya decidido. La miraba muy serio, ¿crees que voy a permitir que te metan presa ni un día?, su voz era muy grave, se irían de viaje mañana. ¿Y tu trabajo? Era lo de menos, trabajaría por su cuenta, se irían. Ella no le quitaba la vista, tratando de creer, pero no podía. ¿A vivir juntos? ¿Mañana? A la montaña, dijo Ambrosio, y le acercó la cara: por un tiempo, volverían cuando ya no se acuerden de ti. Ella sintió que todo se derrumbaba de nuevo: ¿Ludovico le había dicho? Pero por qué la buscaban, qué había hecho, qué sabía ella. Ambrosio la abrazó: no pasaría nada, se irían mañana en el tren, después tomarían un ómnibus. En la montaña nadie la encontraría. Se acurrucó contra él, ¿hacía todo esto porque la quería, Ambrosio? Claro, tonta, por qué crees. En la montaña había un pariente de Ludovico, trabajaría con él, los ayudaría. Ella se sentía atontada de susto y de asombro. No le digas nada a tu tía, no se lo diría, que nadie supiera, nadie sabría. No fuera que, ella no, claro, sí. ¿Conocía Desamparados? Sí, conocía. La acompañó hasta la esquina, le dio plata para el taxi, te sales con cualquier pretexto y se venía calladita. Toda la noche, los ojos abiertos, oyó la respiración de su tía y los ronquidos cansados que salían del cuarto de los viejos. Voy a cobrarle de nuevo a la señora, le dijo al día siguiente a su tía. Tomó un taxi y cuando llegó a Desamparados, Ambrosio apenas si miró a Amalita Hortensia. ¿Ésta era? Sí. La hizo entrar a la estación, esperar sentada en una banca entre serranitos con atados. Se había traído dos grandes maletas y yo ni un pañuelo, pensaba Amalia. No se sentía contenta de irse, de vivir con él; se sentía rara.
—Ya era hora, Ambrosio —dijo Ludovico —. Basta que uno esté jodido para que los amigos le vuelvan la espalda.
—¿Crees que no hubiera venido a verte antes? —dijo Ambrosio —. Sólo supe esta mañana, Ludovico, porque me encontré en la calle a Hipólito.
—¿Ese hijo de puta te contó? —dijo Ludovico —. Pero no te contaría todo.
—Qué es de Ludovico, qué pasó —dijo Ambrosio —. Un mes que se fue a Arequipa y hasta ahora ni noticia.
—Está vendado de pies a cabeza en el Hospital de Policía —dijo Hipólito —. Los arequipeños lo hicieron una mazamorra.
Era de madrugada todavía cuando el que daba las órdenes pateó la puerta del galpón y gritó ya nos fuimos. Había estrellas, todavía no estaba trabajando la desmotadora, hacía friecito. Trifulcio se enderezó en la tarima, gritó estoy listo y mentalmente le requintó la madre al que daba las órdenes. Dormía vestido, sólo tenía que ponerse la chompa, el saco y los zapatos. Salió al caño a mojarse la cara, pero el vientecito lo desanimó y sólo se enjuagó la boca. Se alisó los pelos crespos, se limpió las legañas con los dedos. Volvió al galpón y Téllez, Urondo y el capataz Martínez ya estaban levantados, protestando por el madrugón. Había luces en la casa-hacienda y la camioneta estaba en la puerta. Las cholas de la cocina les alcanzaron unos tazones de café caliente que bebieron rodeados de perros gruñones. Don Emilio salió a despedirlos, en zapatillas y bata: bueno muchachos, a portarse bien allá. No se preocupe don Emilio, se portarían bien senador. Arriba, dijo el que daba las órdenes. Téllez se sentó adelante, y atrás Trifulcio, Urondo y el capataz Martínez. Querías la ventana pero entré por la otra puerta y te la gané, Urondo, pensó Trifulcio. No se sentía bien, le dolía el cuerpo. Listo, a Arequipa, dijo el que daba las órdenes. Y arrancó.
—Luxaciones, contusiones, derrames —dijo Ludovico —. Cuando hace la visita, el doctor me da una clase de medicina, Ambrosio. Qué días tan conchesumadre estoy pasando.
—Con Amalia nos estábamos acordando el domingo, justamente —dijo Ambrosio —. De las pocas ganas que tenías de ir a Arequipa.
—Ahora por lo menos puedo dormir —dijo Ludovico —. Los primeros días hasta las uñas me dolían, Ambrosio.
—Pero te has armado, tómalo por ahí —dijo Ambrosio —. Te han molido en acto de servicio y tienen que premiarte.
—¿Y quiénes son ésos de la Coalición? —dijo Téllez.
—Fue en acto de servicio y no fue —dijo Ludovico —. Nos mandaron, pero no nos mandaron. Tú no sabes el burdel que resultó eso, Ambrosio.
—Conténtate con saber que unos mierdas —se rió el que daba las órdenes —. Y que vamos a joderles su manifestación.
—Preguntaba para buscar algún tema de conversación y animar un poco el viaje —dijo Téllez —. Está aburridísimo.
Sí, pensó Trifulcio, aburridísimo. Trataba de dormir, pero la camioneta brincaba y él se andaba golpeando la cabeza contra el techo y el hombro contra la puerta. Tenía que viajar agachado, prendido al espaldar de adelante. Se hubiera sentado en el centro, queriendo joder a Urondo se había jodido él. Porque Urondo, acuñado entre Trifulcio y el capataz Martínez que le amortiguaban los barquinazos, roncaba. Trifulcio miró por la ventana: arenales, la serpentina negra perdiéndose entre nubes de polvo, el mar y gaviotas que se zambullían. Te estás poniendo viejo, pensó, un madrugón y se te oxida todo el cuerpo.
—Unos millonarios que antes le lamían las botas a Odría y ahora quieren fregarle la paciencia —dijo el que daba las órdenes —. Eso es la Coalición.
—¿Y por qué les permite Odría que hagan manifestaciones contra él? —dijo Téllez —. Se ha ablandado mucho. Antes, al que chistaba, calabozo y palo. ¿Por qué ahora ya no?
—Odría les dio la mano y se le subieron hasta el codo —dijo el que daba las órdenes —. Pero hasta aquí nomás llegaron. En Arequipa escarmentarán.
Sobón, pensó Trifulcio, mirando la nuca rapada de Téllez. ¿Qué sabía él de política, qué le importaba la política? Le hacía preguntas de puro adulón. Sacó un cigarrillo y para encenderlo tuvo que empujar a Urondo. Abrió los ojos sobresaltado ¿qué, ya llegamos? Qué iban a llegar, recién acababan de pasar Chala, Urondo.
—Es una historia que no hay por donde contarla, porque todo fueron mentiras —dijo Ludovico —. Todo salió al revés. Nos engañó todo el mundo, hasta don Cayo.
—Tampoco exageres —dijo Ambrosio —. Si alguien se fregó con lo de Arequipa fue él. Perdió el Ministerio y ha tenido que irse del Perú.
—Tu jefe estará feliz con lo que ha pasado ¿no? —dijo Ludovico.
—Claro que sí, don Fermín más que nadie —dijo Ambrosio —. A él no le importaba tanto fregar a Odría como a don Cayo. Tuvo que esconderse unos días, creía que lo iban a detener.
La camioneta entró a Camaná a eso de las siete. Comenzaba a oscurecer y había poca gente en la calle. El que daba las órdenes los llevó de frente a un restaurant. Bajaron, se desperezaron. Trifulcio sentía calambres y escalofríos. El que daba las órdenes escogió el menú, pidió cervezas y dijo voy a hacer averiguaciones. Qué te está pasando, pensó Trifulcio, ninguno de éstos se ha cansado como tú. Téllez, Urondo y el capataz Martínez comían haciendo bromas. Él no tenía hambre, sólo sed. Se tomó un vaso de cerveza sin respirar y se acordó de Tomasa, de Chincha. ¿Pasaremos la noche aquí?, decía Téllez, y Urondo ¿habría bulín en Camaná? Seguramente, dijo el capataz Martínez, bulines e iglesias no faltaban en ninguna parte. Al fin le preguntaron qué te pasa, Trifulcio. Nada, un poco resfriado. Lo que le pasa es que está viejo, dijo Urondo. Trifulcio se rió pero en sus adentros lo odió. Cuando comían el dulce volvió el que daba las órdenes, de malhumor: qué confusión era ésta, quién entendía este enredo.
—Ninguna confusión —dijo el Subprefecto —. El Ministro Bermúdez en persona me lo explicó por teléfono clarito.
—Pasará un camión con gente del senador Arévalo, Subprefecto —dijo Cayo Bermúdez —. Atiéndalos en todo lo que haga falta, por favor.
—Pero el señor Lozano sólo le pidió a don Emilio cuatro o cinco —dijo el que daba las órdenes —. ¿De qué camión habla? ¿Se volvió loco el Ministro?
—¿Cinco para romper una manifestación? —dijo el Subprefecto —. Alguien se volvió loco, pero no el señor Bermúdez. Me dijo un camión, veinte o treinta tipos. Yo, por si acaso, preparé camas para cuarenta.
—Traté de hablar con don Emilio y ya no está en la hacienda, se fue a Lima —dijo el que daba las órdenes —. Y con el señor Lozano y no está en la Prefectura. Ah, carajo.
—No se preocupe, nosotros cinco bastamos y sobramos —se rió Téllez —. Tómese una cervecita, señor.
—¿Usted no puede conseguirnos algún refuerzo? —dijo el que daba las órdenes.
—Qué esperanza —dijo el Subprefecto —. Los camanejos son unos ociosos. Aquí el Partido Restaurador soy yo solito.
—Bueno, ya se verá cómo se arregla este lío —dijo el que daba las órdenes —. Nada de bulín, nada de seguir chupando. A dormir. Hay que estar fresquitos para mañana.
El Subprefecto les había preparado alojamiento en la Comisaría y apenas llegaron Trifulcio se tumbó en su litera y se envolvió en la frazada. Quieto y abrigado se sintió mejor. Téllez, Urondo y el capataz Martínez habían traído a escondidas una botella y se la pasaban de cama a cama, conversando. Él los oía: si habían pedido un camión la cosa sería brava, decía Urondo. Bah, el senador Arévalo les dijo trabajo fácil, muchachos, y hasta ahora nunca nos engañó, decía el capataz Martínez. Además, si algo fallaba para eso estaban los cachacos, decía Téllez. ¿Sesenta, sesenta y cinco?, pensaba Trifulcio, ¿cuántos tendré ya?
—Me fue mal desde que tomamos el avión aquí —dijo Ludovico —. Se movía tanto que me descompuse y le vomité encima a Hipólito. Llegué a Arequipa hecho una ruina. Tuve que entonarme con unos piscachos.
—Cuando los periódicos contaban lo del teatro, que había muertos, ay caracho, pensaba yo —dijo Ambrosio —. Pero tu nombre no aparecía entre las víctimas.
—Nos mandaron al matadero a sabiendas —dijo Ludovico —. Oigo teatro y empiezo a sentir las trompadas. Y el ahogo, Ambrosio, ese ahogo terrible.
—Cómo pudo armarse un lío así —dijo Ambrosio —. Porque toda la ciudad se levantó contra el gobierno ¿no, Ludovico?
—Sí —dijo el senador Landa —. Tiraron granadas en el teatro y hay muertos. Bermúdez es hombre al agua, Fermín.
—Si Lozano quería un camión, por qué le dijo a don Emilio cuatro o cinco bastan —maldijo, por décima vez, el que daba las órdenes —. ¿Y dónde están Lozano y don Emilio, por qué no se puede hablar por teléfono con nadie?
Habían salido de Camaná todavía oscuro, sin desayunar, y el que daba las órdenes no hacía más que requintar. ¿Te pasaste la noche tratando de telefonear? te mueres de sueño, pensaba Trifulcio. El tampoco había podido dormir. El frío aumentaba a medida que la camioneta trepaba la sierra. Trifulcio cabeceaba a ratos y oía a Téllez, Urondo y el capataz Martínez pasándose cigarros. Te volviste viejo, pensaba, un día te vas a morir. Llegaron a Arequipa a las diez. El que daba las órdenes los llevó a una casa donde había un cartel con letras rojas: Partido Restaurador. La puerta estaba cerrada. Manazos, timbrazos, nadie abría. En la angosta callecita la gente entraba a las tiendas, el sol no calentaba, unos canillitas voceaban periódicos. El aire era muy limpio, el cielo se veía muy hondo. Por fin vino a abrir un muchachito sin zapatos, bostezando. Por qué estaba cerrado el local del partido, lo riñó el que daba las órdenes, si eran ya las diez. El muchachito lo miró asombrado: estaba cerrado siempre, sólo se abría el jueves en la noche, cuando venían el doctor Lama y los otros señores. ¿Por qué le decían ciudad blanca a Arequipa si ninguna casa era blanca?, pensaba Trifulcio. Entraron. Escritorios sin papeles, sillas viejas, fotos de Odría, carteles, Viva la Revolución Restauradora, Salud, Educación, Trabajo, Odría es Patria. El que daba las órdenes corrió al teléfono: qué pasó, dónde estaba la gente, por qué no había nadie esperándolos. Téllez, Urondo y el capataz Martínez tenían hambre: ¿podían salir a tomar desayuno, señor? Vuelvan dentro de cinco minutos, dijo el que daba las órdenes. Les dio una libra y partió en la camioneta. Encontraron un café con mesitas de manteles blancos, pidieron café con leche y sándwiches. Miren, dijo Urondo, Todos al Teatro Municipal Esta Noche, Todos Con La Coalición, habían hecho su propagandita. ¿Tendré soroche?, pensaba Trifulcio. Respiraba y era como si no entrara el aire a su cuerpo.