Conversación en La Catedral (59 page)

Read Conversación en La Catedral Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
5.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bonito Arequipa, limpio —dijo Ludovico —. Algunas hembritas en la calle que no estaban mal. Chapocitas, claro.

—¿Qué te hizo Hipólito? —dijo Ambrosio —. A mí él no me contó nada. Sólo nos fue mal, hermano, y se despidió.

—Le remuerde la conciencia su mariconería —dijo Ludovico —. Qué cobardía de tipo, Ambrosio.

—Y pensar que yo pude estar ahí, Ludovico —dijo Ambrosio —. Menos mal que don Fermín no fue.

—¿Sabes a quién nos encontramos de jefazo en el puesto de Arequipa? —dijo Ludovico —. A Molina.

—¿Al Chino Molina? —dijo Ambrosio —. ¿No estaba en Chiclayo?

—¿Te acuerdas los humos que se daba con los que no éramos del escalafón? —dijo Ludovico —. Ahora es otra persona. Nos recibió como si hubiéramos sido íntimos.

—Bienvenidos, colegas, adelante —dijo Molina —. ¿Los otros se quedaron en la Plaza siriando a las arequipeñas?

—Cuáles otros —dijo Hipólito —. Sólo hemos venido Ludovico y yo.

—Cómo cuáles otros —dijo Molina —. Los veinticinco otros que me prometió el señor Lozano.

—Ah, sí, le oí que a lo mejor vendría también gente de Puno y de Cuzco —dijo Ludovico —. ¿No han llegado?

—Acabo de hablar con el Cuzco y Cabrejitos no me indicó nada —dijo Molina —. No entiendo. Además, no hay mucho tiempo. El mitin de la Coalición es a las siete.

—Los engaños, las mentiras, Ambrosio —dijo Ludovico —. Las confusiones, las mariconadas.

—Ya veo, es una emboscada —dijo don Fermín —. Bermúdez ha estado esperando que la Coalición creciera y ahora quiere darnos el zarpazo. Pero por qué escogió Arequipa, don Emilio.

—Porque será un buen golpe publicitario —dijo don Emilio Arévalo —. La Revolución de Odría fue en Arequipa, Fermín.

—Quiere demostrarle al país que Arequipa es odriísta —dijo el senador Landa —. El pueblo arequipeño impide el mitin de la Coalición. La oposición queda en ridículo y el Partido Restaurador tiene cancha libre para las elecciones del cincuenta y seis.

—Va a mandar veinticinco soplones de Lima —dijo don Emilio Arévalo —. Y a mí me ha pedido una camionada de cholos buenos para la pelea.

—Ha preparado su bomba con todo cuidado —dijo el senador Landa —. Pero esta vez no será como cuando lo de Espina. Esta vez la bomba le reventará en las manos.

—Molina quería hablar con el señor Lozano y se había hecho humo —dijo Ludovico —. Y lo mismo don Cayo. Su secretario contestaba no está, no está.

—¿Mandarte refuerzos, Chino? —dijo Cabrejitos —. Estás soñando. Nadie me ha dicho nada, y aunque quisiera no podría. Mi gente anda tapada de trabajo.

—El Chino Molina se jalaba los pelos —dijo Ludovico.

—Menos mal que el senador Arévalo nos manda ayuda —dijo Molina —. Cincuenta, parece, y muy fogueados. Con ellos, ustedes y la gente del cuerpo haremos lo que se pueda.

—Yo quisiera probar esos rocotos rellenos de Arequipa, Ludovico —dijo Hipólito —. Aprovechando que estamos aquí.

Después de desayunar, sin obedecer las órdenes, se fueron a dar un paseíto por la ciudad: callecitas, solcito frío, casitas con rejas y portones, adoquines que brillaban, curas, iglesias. Los portales de la plaza de Armas parecían los muros de una fortaleza. Trifulcio tomaba aire con la boca abierta y Téllez señalaba las paredes: qué manera de hacer propaganda los de la Coalición. Se sentaron en una banca de la plaza, frente a la fachada gris de la Catedral, y pasó un auto con parlantes: Todos al Teatro Municipal a las Siete, Todos a Oír a los Líderes de la Oposición. Por las ventanas del auto tiraban volantes que la gente recogía, hojeaba y botaba. La altura, pensaba Trifulcio. Se lo habían dicho: el corazón como un tambor y te falta la respiración. Se sentía como si hubiera corrido o peleado: el pulso rápido, las sienes desbocadas, las venas duras. O a lo mejor la vejez, pensaba Trifulcio. No se acordaban del camino de regreso y tuvieron que preguntar. ¿El Partido Restaurador?, decía la gente, ¿cómo se come eso? Vaya partido el de. Odría, se reía el capataz Martínez, ni saben dónde está. Llegaron y el que daba las órdenes los riñó ¿se creían que habían venido a hacer turismo? Había dos tipos con él. Uno bajito, con anteojos y corbatita, y otro cholón y maceteado, en mangas de camisa, y el bajito estaba riñendo al que daba las órdenes: le habían prometido cincuenta y le mandaban cinco. No se iban a burlar así de él.

—Llame a Lima, doctor Lama, trate de ubicar a don Emilio, o a Lozano, o al señor Bermúdez —dijo el que daba las órdenes —. Yo traté toda la noche y no he podido. Yo no sé, yo entiendo menos que usted. El señor Lozano le dijo a don Emilio cinco y aquí estamos, doctor. Que ellos le expliquen quién se equivocó.

—No es que nos falte gente, sino que necesitábamos especialistas, tipos cancheros —dijo el doctor Lama —. Y, además, protesto por el principio. Me han mentido.

—Qué importa que no hayan venido más, doctor —dijo el cholón maceteado —. Iremos al Mercado, levantaremos trescientos y lo mismo les echaremos el teatro abajo.

—¿Estás seguro de la gente del Mercado? —dijo el que daba las órdenes —. No me fío mucho de ti, Ruperto.

—Recontraseguro —dijo Ruperto —. Yo tengo experiencia. Levantaremos todo el Mercado y caeremos al teatro Municipal como un huayco.

—Vamos a ver a Molina —dijo el doctor Lama —. Ya debe haber llegado su gente.

—Y en la Prefectura nos encontramos a los famosos matones del senador Arévalo —dijo Ludovico —. Los cincuenta eran sólo cinco, Ambrosio.

—Alguien le está tomando el pelo a alguien, aquí —dijo Molina —. Esto no es posible, señor Prefecto.

—Estoy tratando de hablar con el Ministro para pedirle instrucciones —dijo el Prefecto —. Pero parece que su secretario me lo estuviera negando. No está, ya se fue, no llegó todavía. Alcibíades, el afeminadito ése.

—Esto no es malentendido, esto es sabotaje —dijo el doctor Lama —. ¿Éstos son sus refuerzos, Molina? ¿Dos en lugar de veinticinco? Ah no, esto sí que no.

—Alcibíades es hombre mío —dijo don Emilio Arévalo —. Pero la clave es Lozano. Es bastante comprensivo y odia a Bermúdez. Eso sí, habrá que calentarle la mano.

—Cinco pobres diablos, para remate uno de ellos viejo y con soroche —dijo Ludovico —. ¿Usted cree que esos cinco y nosotros dos vamos a romper un mitin? Ni que fuéramos supermanes, señor Prefecto.

—Se le dará lo que haga falta —dijo don Fermín —. Yo hablaré con Lozano.

—Habrá que recurrir a su gente, Molina —dijo el Prefecto —. No estaba en los planes, el señor Bermúdez no quería que la gente de acá entrara a la candela. Pero no hay otro remedio.

—Usted no, Fermín —dijo el senador Arévalo —. Usted es de la Coalición, oficialmente un enemigo del Gobierno. Yo soy del régimen, a mí Lozano me tiene más confianza. Me ocuparé yo.

—¿Con cuántos hombres suyos se puede contar, Molina? —dijo el doctor Lama.

—Entre oficiales y ayudantes unos veinte —dijo Molina —. Pero ellos están en el escalafón y así nomás no van a aceptar. Querrán prima de riesgo, gratificaciones.

—Prométales lo que quieran, hay que echar abajo ese mitin como sea —dijo el doctor Lama —. Lo he prometido y lo voy a cumplir, Molina.

—La verdad es que nos preocupamos por gusto —dijo el Prefecto —. Ni siquiera llenarán el teatro. ¿Quién conoce aquí a los señorones de la Coalición?

—Ya sabemos que irán sólo curiosos y que los curiosos, al primer incidente, echarán a correr —dijo el doctor Lama —. Pero hay un asunto de principio. Nos han engañado, Prefecto.

—Voy a seguir tratando de comunicarme con el Ministro —dijo el Prefecto —. A lo mejor el señor Bermúdez cambió de idea y hay que dejarlos que hagan el mitin.

—¿No se le podría dar una astilla o algo a uno de mis hombres? —dijo el que daba las órdenes —. El sambo, doctor. Está que se desmaya del soroche.

—Y si no tenían gente, por qué se metieron al teatro —dijo Ambrosio —. Siendo tan pocos era una locura, Ludovico..

—Porque nos contaron el gran cuento y nos lo tragamos —dijo Ludovico —. Tan creídos estábamos que nos fuimos a comer los rocotos rellenos que quería Hipólito.

—A Tiabaya, que es donde los hacen mejor —dijo Molina —. Mójenlos con chicha de jora, y vuelvan a eso de las cuatro para llevarlos al local del Partido Restaurador. Es el punto de reunión.

—¿La razón? —dijo don Emilio Arévalo —. Usted la sabe de sobra, Lozano. Hundir a Bermúdez, por supuesto.

—Dirá echarle una mano a la Coalición, senador —dijo Lozano —. Esta vez no voy a poder servirlo. No puedo hacerle una cosa así a don Cayo, usted comprende. Es el Ministro, mi superior directo.

—Claro que puede, Lozano —dijo don Emilio Arévalo —. Usted y yo, podemos. Todo depende de nosotros dos. No llega la gente a Arequipa y el plan de Bermúdez se hace trizas.

—¿Y después, senador? —dijo Lozano —. Don Cayo no le pedirá cuentas a usted. Pero sí a mí. Yo soy su subordinado.

—Usted cree que quiero servir a la Coalición y ahí está su error, Lozano —dijo don Emilio Arévalo —. No, yo quiero servir al Gobierno. Soy hombre del régimen, enemigo de la Coalición. El régimen tiene problemas porque le han crecido ramas podridas, y la peor es Bermúdez. ¿Me entiende, Lozano? Se trata de servir al Presidente, no a la Coalición.

—¿El Presidente está enterado? —dijo Lozano —. En ese caso, todo cambia, senador.

—Oficialmente, el Presidente no puede estar enterado —dijo don Emilio Arévalo —. Para eso estamos los amigos del Presidente, Lozano.

La chicha me hizo peor, pensó Trifulcio. La sangre se le había parado, puesto a hervir. Pero disimulaba, alargando la mano hacia su enorme vaso y sonriendo a Téllez, Urondo, Ruperto y el capataz Martínez: salud. Ellos estaban ya picaditos. El cholón maceteado se las daba de culto, en la casa del lado había dormido Bolívar, las chicherías de Yanahuara eran las mejores del mundo, y se reía con suficiencia: en Lima no tenían esas cosas ¿no? Le habían explicado que venían de Ica, pero no entendía. Trifulcio pensó: si en vez de una, hubiera tomado dos pastillas no me habría vuelto el soroche. Miraba las paredes tiznadas, las mujeres trajinando con fuentes de picantes entre el fogón y la mesa, y se tomaba el pulso. No se había parado, seguía circulando, pero despacito. Y hervía, eso sí, ahí estaban las oleadas calientes batiendo contra su pecho. Que llegara la noche, que se acabara el trabajito del teatro, regresar a Ica de una vez. ¿No es hora de ir al Mercado?, dijo el capataz Martínez. Ruperto miró su reloj: había tiempo, no eran las cuatro. Por las puertas abiertas de la chichería, Trifulcio veía la placita, las bancas y los árboles, unos chiquillos haciendo bailar trompos, los muros blancos de la iglesita. No era la altura, era la vejez. Pasó un carro con altoparlantes, Todos al Municipal, Todos con la Coalición, y Ruperto echó un carajo: ya verán. Quieto characato, dijo Téllez, aguántate hasta después. ¿Cómo va el soroche, abuelo?, dijo Ruperto. Mejor, nieto, sonrió Trifulcio. Y lo odió.

—Todo bien, senador, sólo que he tomado mis precauciones —dijo Lozano —. Irán, pero menos y los demás llegarán muy tarde. Cuento con usted por si…

—Cuenta conmigo para todo, Lozano —dijo don Emilio Arévalo —. Y, además, cuenta con el agradecimiento de la Coalición. Esos caballeros creen que es un servicio a ellos. Que lo crean, mejor para usted.

—¿Todavía no se puede comunicar con Arequipa? —dijo Cayo Bermúdez —. Es el colmo, doctorcito.

—No me han gustado nada los famosos rocotos —dijo Hipólito —. Me arde todo, Ludovico.

—Sólo he convencido a diez —dijo Molina —. Los otros nones, nada de meternos ahí vestidos de civil, por más primas de riesgo que nos den. ¿Qué le parece, Prefecto?

—Diez, más los dos de Lima y los cinco del senador son diecisiete —dijo el Prefecto —. Si es verdad que Lama levanta el Mercado la cosa puede funcionar. Diecisiete tipos con huevos pueden armar el burdel adentro, cómo no. Creo que sí, Molina.

—Soy tonto, pero no tan tonto como creen esos caballeros, senador —dijo Lozano —. Yo no acepto cheques nunca.

—¿Aló, Arequipa? —dijo Cayo Bermúdez —. ¿Molina? ¿Qué pasó, Molina, dónde diablos se metió usted?

—Ellos tampoco son tan tontos —dijo don Emilio Arévalo —. Es un cheque al portador, Lozano.

—Pero si el que lo ha estado llamando todo el día soy yo, don Cayo —dijo Molina —. Y lo mismo el Prefecto, el doctor Lama. Si el que no estaba en ninguna parte era usted, don Cayo.

—¿Algo anda mal en Arequipa, don Cayo? —dijo el doctor Alcibíades.

—No uno sino mil inconvenientes —dijo Molina —. Nos va a faltar gente, don Cayo. No sé si la cosa podrá funcionar con tan pocos.

—¿La gente de Lozano no llegó? —dijo Cayo Bermúdez —. ¿El camión de Arévalo no llegó? ¿Qué está diciendo, Molina?

—Hemos habilitado a diez del cuerpo, pero aun así, diecisiete no son muchos, don Cayo —dijo Molina —. Confidencialmente, no tengo mucha fe en el doctor Lama. Promete quinientos, mil. Pero él fantasea mucho, ya sabe usted.

—¿Sólo dos de Lima, sólo cinco de Ica? —dijo Cayo Bermúdez —. Esto le puede costar caro, Molina. ¿Dónde está la demás gente?

—Pero si no vinieron, don Cayo —dijo Molina —. Pero si soy yo el que pregunta dónde están, por que no llegaron todos los que nos anunció.

—Y muy inocentes, después de los rocotos nos fuimos a pasear por la plaza —dijo Ludovico —. Muy inocentes, a echarle una ojeada al teatro Municipal, para reconocer el terreno.

—Mi opinión es que a pesar de los percances el asunto puede funcionar, don Cayo —dijo el Prefecto —. La Coalición aquí no existe. Han hecho publicidad, pero ni siquiera llenarán el Municipal. Un centenar de curiosos, a lo más. Pero cómo es posible que usted creyera que había llegado toda la gente, don Cayo.

—Alguien ha metido la mano, ya habrá tiempo para aclararlo —dijo Cayo Bermúdez —. ¿Está Lama, ahí?

—¿Aló, señor Ministro? —dijo el doctor Lama —. Quiero protestar de la manera más enérgica. Nos prometió ochenta hombres y nos manda siete. Hemos ofrecido al Presidente convertir el mitin de la Coalición en un gran acto popular a favor del Gobierno y están saboteándonos. Pero le advierto que no vamos a dar marcha atrás.

—Déjese de discursos ahora, Lama —dijo Cayo Bermúdez —. Necesito saber una cosa, y que sea absolutamente sincero. ¿Puede reforzar a la gente de Molina con unos veinte o treinta hombres? No importa el precio. Veinte o treinta que valgan la pena. ¿Puede?

—Y también cincuenta o más —dijo el doctor Lama —. No es un problema de número, señor Ministro. Gente nos sobra. Lo que pasa es que usted nos ofreció tipos cancheros en esta clase de asuntos.

Other books

Part of the Pride by Kevin Richardson
Stash by David Matthew Klein
No Time for Goodbyes by Andaleeb Wajid
The Changeover by Margaret Mahy
The Whites: A Novel by Richard Price
Sanaaq by Salomé Mitiarjuk Nappaaluk
What You Remember I Did by Janet Berliner, Janet & Tem Berliner
Nine Horses by Billy Collins
Hellspawn (Book 1) by Fleet, Ricky