Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
En vez de la despedida de soltero tuviste un velorio piensa. Pasaron la noche del día siguiente en casa de Becerrita, en un vericueto de los Barrios Altos, velándolo. Ahí estaba esa noche tragicómica, Zavalita, esa barata farsa. Los reporteros de la página policial estaban apenados y había mujeres que suspiraban junto al cajón en esa salita de muebles miserables y viejas fotografías ovaladas que habían oscurecido de crespones. Pasada la medianoche, una señora enlutada y un muchacho entraron a la casa como un escalofrío, entre alarmados susurros: ah caracho, la otra mujer de Becerrita; ah caracho, el otro hijo de Becerrita. Había habido un conato de discusión, improperios mezclados de llanto, entre la familia de la casa y los recién llegados. Los asistentes habían tenido que intervenir, negociar, aplacar a las familias rivales. Las dos mujeres parecían de la misma edad, piensa, tenían la misma cara, y el muchacho era idéntico a los varones de la casa. Ambas familias habían permanecido montando guardia a ambos lados del féretro, cruzando miradas de odio sobre el cadáver. Toda la noche circularon por la casa melenudos periodistas de otras épocas, extraños individuos de ternos gastados y chalinas y al día siguiente, en el entierro, hubo una disparatada concentración de familiares conmovidos y caras rufianescas y noctámbulas, de policías y soplones y viejas putas jubiladas de ojos pintarrajeados y llorosos. Arispe leyó un discurso y luego un funcionario de Investigaciones y ahí se descubrió que Becerrita había estado asimilado a la policía desde hacía veinte años. Al salir del cementerio, bostezando y con los huesos resentidos, Carlitos, Norwin y Santiago almorzaron en una cantina del Santo Cristo, cerca de la Escuela de Policía, unos tamales ensombrecidos por el fantasma de Becerrita que reaparecía cada momento en la conversación.
—Arispe me ha prometido que no publicará nada, pero no me fío —dijo Santiago —. Ocúpate tú, Carlitos. Que ningún bromista pase un suelto.
—En tu casa se van a enterar tarde o temprano que te has casado —dijo Carlitos —. Pero está bien, me ocuparé.
—Prefiero que se enteren por mí, no por el periódico —dijo Santiago —. Hablaré con los viejos cuando vuelva de Ica. No quiero tener líos antes de la luna de miel.
Esa noche, la víspera del matrimonio, Carlitos y Santiago habían charlado un rato en el "Negro-Negro", después del trabajo. Hacían bromas, recordaban las veces que habían venido a este sitio, a esas mismas horas, a esta misma mesa, y él estaba un poco tristón, Zavalita, como si te fueras de viaje para siempre. Piensa: esa noche no se emborrachó, no jaló. En la pensión pasaste las horas que faltaban para el amanecer Zavalita, fumando, recordando la cara de estupor de la señora Lucía cuando le habías dado la noticia, tratando de imaginar cómo sería la vida en el cuartito con otra persona, si no resultaría demasiado promiscuo y asfixiante, la reacción que tendrían los viejos. Cuando salió el sol, preparó con cuidado la maleta. Examinó pensativo el cuartito, la cama, la pequeña repisa con libros. El colectivo vino a buscarlo a las ocho. La señora Lucía salió a despedirlo en bata, atontada de sorpresa todavía, sí, le juraba que no le diría nada a su papá, y le había dado un abrazo y un beso en la frente. Llegó a Ica a las once de la mañana, y antes de ir a casa de Ana, llamó al Hotel de Huacachina para confirmar la reserva. El terno oscuro que sacó de la lavandería el día anterior se había arrugado en la maleta y la madre de Ana se lo planchó. A regañadientes, los padres de Ana habían cumplido lo que él pidió: ningún invitado. Sólo con esa condición aceptabas casarte por la Iglesia les había advertido Ana, piensa. Fueron los cuatro a la Municipalidad, luego a la Iglesia, y una hora después estaban almorzando en el Hotel de Turistas. La madre se secreteaba con Ana, el padre desensartaba anécdotas y bebía, apenadísimo. Y ahí estaba Ana, Zavalita: su traje blanco, su cara de felicidad. Cuando iban a subir al taxi que los llevaría a Huacachina, la madre rompió en llanto. Ahí, los tres días de luna de miel alrededor de las aguas verdosas pestilentes de la laguna, Zavalita. Caminatas entre los médanos, piensa, conversaciones tontas con las otras parejas de novios, largas siestas, las partidas de ping-pong que Ana ganaba siempre.
—Yo andaba contando los días para que se cumplieran los seis meses —dice Ambrosio —. Así que a los seis meses justos le caí tempranito.
Un día en el río, Amalia se había dado cuenta que estaba más acostumbrada todavía a Pucallpa de lo que creía. Se habían bañado con doña Lupe y mientras Amalita Hortensia dormía bajo el paraguas clavado en la arena, se les habían acercado dos hombres. Uno era sobrino del marido de doña Lupe, el otro un agente viajero que había llegado el día anterior de Huánuco. Se llamaba Leoncio Paniagua y se había sentado junto a Amalia. Había estado contándole lo mucho que viajaba por el Perú debido a su trabajo y le decía en qué se parecían y diferenciaban Huancayo, Cerro de Pasco, Ayacucho. Quiere impresionarme con sus viajes, había pensado Amalia, riéndose en sus adentros. Lo había dejado darse aires de conocedor de mundos un buen rato y al fin le había dicho: yo soy de Lima. ¿De Lima? Leoncio Paniagua no se lo había querido creer: pero si hablaba igualito a la gente de aquí, si tenía el cantito y los dichos y todo.
—¿No te habrás vuelto loco, no? —lo había mirado atónito don Hilario —. El negocio va bien, pero, como es lógico, hasta ahora es pura pérdida. ¿Se te ocurre que a los seis meses va a dejar ganancias?
Al regresar a la casa, Amalia le había preguntado a doña Lupe si era verdad lo que le había dicho Leoncio Paniagua: sí, claro que sí, ya hablaba igualito que una montañesa, ponte orgullosa. Amalia había pensado en lo asombradas que se quedarían sus conocidas de Lima si la oyeran: su tía, la señora Rosario; Carlota y Símula. Pero ella no notaba que había cambiado su manera de hablar, doña Lupe, y doña Lupe, sonriendo con malicia: el huanuqueño te había estado haciendo fiestas, Amalia. Sí, doña Lupe, y figúrese que hasta había querido invitarla al cine, pero claro que Amalia no le había aceptado. En vez de escandalizarse, doña Lupe la había reñido: bah, tonta. Hubiera debido aceptarle, Amalia era joven, tienes derecho a divertirte, ¿acaso creía que Ambrosio no se aprovechaba a su gusto las noches que pasaba en Tingo María? Amalia había sido la que se escandalizó más bien.
—Me hizo las cuentas con papeles en la mano —dice Ambrosio —. Me dejó tonto con tanto número.
—Impuestos, timbres, comisión para el tinterillo que hizo el traspaso —don Hilario olía los recibos y me los iba pasando, Amalia —. Todo clarísimo. ¿Estás satisfecho?
—La verdad que no mucho, don Hilario —había dicho Ambrosio —. Ando muy ajustado y esperaba recibir algo, don.
—Y aquí, los recibitos del idiota —había concluido don Hilario —. Yo no cobro por administrar el negocio, pero no querrás que yo mismo venda ataúdes ¿no? Y supongo que no dirás que le pago mucho. Cien al mes es una mugre hasta para un idiota.
—Entonces el negocio no está resultando tan bueno como usted creyó, don —había dicho Ambrosio.
—Está resultando mejor —don Hilario había movido la cabeza como diciendo esfuérzate, trata de entender —. Al comienzo, un negocio es pérdida. Después se va levantando y viene el desquite.
No mucho tiempo después, una noche que Ambrosio acababa de llegar de Tingo María y se estaba lavando la cara en el cuarto del fondo, donde tenían un lavatorio sobre un caballete, Amalia había visto aparecer en la esquina de la cabaña a Leoncio Paniagua, peinado y encorbatado: se venía derechito aquí. Había estado a punto de soltar a Amalita Hortensia. Atolondrada, había corrido a la huerta y se había acurrucado en la yerba, la niña bien apretada contra su pecho. Iba a entrar, se iba a encontrar con Ambrosio, Ambrosio lo iba a matar. Pero no había oído nada alarmante: sólo el silbido de Ambrosio, el chapaleo del agua, los grillos cantando en la oscuridad. Por fin había oído a Ambrosio que le pedía la comida. Había ido a cocinar, temblando, y todavía mucho rato después todo se le había estado cayendo de las manos.
—Y cuando se cumplieron otros seis, es decir el año, le caí tempranito —dice Ambrosio —. ¿Y, don Hilario? No me diga que tampoco ahora hay ganancias.
—Qué va a haber el negocio está color de hormiga —había dicho don Hilario —. De eso quería hablarte, precisamente.
Al día siguiente, Amalia había ido furiosa donde doña Lupe, a contarle: figúrese qué atrevimiento, figúrese lo que hubiera pasado si Ambrosio. Doña Lupe le había tapado la boca diciéndole sé todo. El huanuqueño se había metido a su casa y le había abierto su corazón, señora Lupe: desde que la conocí a Amalia soy otro, su amiga es única. No pensaba entrar a tu casa, Amalia, no era tan tonto, sólo quería verla de lejos. Habías hecho una conquista, Amalia, lo tenías loco por ti al huanuqueño Amalia. Se había sentido rarísima: furiosa siempre, pero ahora también halagada. Esa tarde había ido a la playita pensando si me dice cualquier cosa lo insulto. Pero Leoncio Paniagua no le había hecho la menor insinuación; educadísimo, limpiaba la arena para que se sentara, le había convidado un barquillo de helados y cuando ella lo miraba a los ojos, bajaba los suyos, avergonzado y suspirando.
—Sí, como lo oyes, lo tengo muy bien estudiado —había dicho don Hilario —. La plata está tirada ahí, esperando que la recojamos. Sólo hace falta una pequeña inyección de capital.
Leoncio Paniagua venía a Pucallpa cada mes, sólo por un par de días y Amalia le había llegado a tomar simpatía por la forma como la trataba, por su terrible timidez. Se había acostumbrado a encontrarlo en la playita cada cuatro semanas, con su camisa de cuello, sus zapatones, ceremonioso y sofocado, limpiándose la cara empapada con un pañuelo de colores. Él no se bañaba nunca, se sentaba entre doña Lupe y ella y conversaban, y cuando ellas se metían al agua, él cuidaba a Amalita Hortensia. Nunca había pasado nada, nunca le había dicho nada; la miraba, suspiraba, y lo más que se atrevía era a decir qué pena irme mañana de Pucallpa o cuánto he pensado este mes en Pucallpa o por qué será que me gusta tanto venir a Pucallpa. Qué vergonzoso era ¿no, doña Lupe? Y doña Lupe: no, más bien era un romántico.
—El gran negocio que se le ocurrió es comprar otra funeraria, Amalia —había dicho Ambrosio —. La Modelo.
—La más acreditada, la que nos quita toda la clientela —había dicho don Hilario —. Ni una palabra más. Trae esa platita que tienes en Lima y hacemos un monopolio, Ambrosio.
A lo más que había llegado había sido, al cabo de los meses y más por darle gusto a doña Lupe que a él, a ir una vez a comer al chifa y luego al cine con Leoncio Paniagua. Habían ido de noche, por calles desiertas, al chifa menos concurrido, y entrado a la función comenzada y se habían salido antes del final. Leoncio Paniagua había sido más considerado que nunca, no sólo no había tratado de aprovecharse al estar solo con ella, sino que casi ni había hablado en toda la noche. Dice que porque estaba tan emocionado, Amalia, dice que se le fue el habla de felicidad. ¿Pero de veras que ella le gustaba tanto, doña Lupe? De veras. Amalia: las noches que estaba en Pucallpa se venía a la cabaña de doña Lupe y le hablaba horas de ti y hasta lloraba. Pero entonces ¿cómo a ella nunca le decía nada, doña Lupe? Porque era romántico, Amalia.
—Apenas tengo para comer y usted me pide otros quince mil soles —don Hilario se había creído la mentira que le conté, Amalia —. Ni que estuviera loco para meterme en otro negocio de funerarias, don.
—No es otro, es el mismo pero en grande y remachado —había insistido don Hilario —. Piénsalo y vas a ver que tengo razón..
Y una vez habían pasado dos meses sin que se apareciera por Pucallpa el huanuqueño. Amalia casi se había olvidado de él, la tarde que lo encontró, sentado en la playita del río, con su saco y su corbata cuidadosamente doblados sobre un periódico y un juguetito para Amalita Hortensia en la mano. ¿Qué había sido de su vida? Y él, temblando como si tuviera terciana: no iba a volver a Pucallpa, ¿podía hablarle un momentito a solas? Doña Lupe se había apartado con Amalita Hortensia y ellos habían conversado cerca de dos horas. Ya no era agente viajero, había heredado una tiendecita de un tío, de eso iba a hablarle. Lo había visto tan asustado, dar tantos rodeos y tartamudear tanto para pedirle que se fuera con él, que se casara con él, que hasta le había dado su poquito de pena decirle que si estaba loco, doña Lupe. Ya ves que te quería de verdad y no como una aventurita de paso, Amalia. Leoncio Paniagua no había insistido, se había quedado mudo y como idiotizado y cuando Amalia le había aconsejado que se olvidara de ella y se buscara otra mujer allá en Huánuco, él movía la cabeza apenado y susurraba nunca. Este tonto hasta la había hecho sentirse mala, doña Lupe. Lo había visto por última vez esa tarde, cruzando la plaza hacia su hotelito y haciendo eses como borracho.
—Y cuando más apuros de plata teníamos, Amalia descubre que estaba encinta —dice Ambrosio — Los dos males juntos niño.
Pero la noticia lo había puesto contento: un compañerito para Amalita Hortensia, un hijito montañés. Pantaleón y doña Lupe habían venido a la cabaña esa noche y habían estado tomando cerveza hasta tarde: Amalia estaba encinta, qué les parecía. Se habían divertido bastante, y Amalia se había mareado y hecho locuras: bailado sola, cantado, dicho palabrotas. Al día siguiente había amanecido débil y con vómitos y Ambrosio la había hecho avergonzar: la criatura nacería borracha con el baño que le diste anoche, Amalia.
—Si el médico hubiera dicho se puede morir, yo la habría hecho abortar —dice Ambrosio —. Allá es fácil, un montón de viejas saben preparar yerbas para eso. Pero no, se sentía muy bien y por eso no nos preocupamos de nada.
Un sábado, el primer mes de embarazo, Amalia había ido con doña Lupe a pasar el día a Yarinacocha. Toda la mañana habían estado sentadas bajo una enramada, mirando la laguna donde se bañaba la gente, el ojo redondo del sol que ardía en el cielo limpísimo. Al mediodía habían desanudado sus atados y comido bajo un árbol, y entonces habían oído a dos mujeres que tomaban refrescos hablando pestes de Hilario Morales: era así, asá, había estafado, robado, si hubiera justicia ya estaría preso o muerto. Serán puras habladurías, había dicho doña Lupe, pero esa noche Amalia le había contado a Ambrosio.
—Peores cosas he oído yo de él, y no sólo aquí, también en Tingo María —le había dicho Ambrosio —. Lo que no entiendo es por qué no hace alguna viveza de ésas para que nuestro negocio dé ganancia.