Conversación en La Catedral (56 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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La falta de esos muebles ni se notó en el departamento de Magdalena Vieja, era más chico que la casita de San Miguel. Hasta sobraron cosas y la señora vendió el escritorio, los sillones, los espejos y el aparador. El departamento estaba en el segundo piso de un edificio color verde, tenía comedor, dormitorio, baño, cocina, patiecito y cuarto de sirvienta con su bañito. Estaba nuevo, y una vez arreglado, quedó bonito.

El primer domingo que se encontró con Ambrosio en la avenida Brasil, en el paradero del Hospital Militar, tuvieron una pelea. Pobre la señora, le contaba Amalia, los apuros que pasó, le quitaron sus muebles, las groserías del señor Poncio, y Ambrosio dijo me alegro. ¿Qué? Sí, era una conchuda. ¿Qué? Sableaba a la gente, se las pasaba pidiéndole plata a don Fermín que ya la había ayudado tanto, una desconsiderada. Plántala, Amalia, búscate otra casa. Antes te planto a ti, dijo Amalia. Discutieron como una hora y sólo se amistaron a medias. Está bien, no hablarían más de ella, Amalia, no valía la pena que nos peleemos por esa loca.

Con los préstamos y lo que vendió, la señora estuvo viviendo mal que bien, mientras buscaba trabajo. Encontró al fin en un sitio de Barranco, "La Laguna". Otra vez empezó a hablar de dejar de fumar y a amanecer muy maquillada. Nunca nombraba al señor Lucas, sólo venía a verla la señorita Queta. No era la de antes. No hacía bromas, no tenía la malicia, la gracia, esa manera tan despreocupada y alegre de antes. Ahora pensaba mucho en la plata. Quiñoncito está loco por ti chola, y ella no quería verlo ni en pintura, Quetita, no tiene un cobre. Después de un tiempo empezó a salir con hombres, pero nunca los hacía pasar, los tenía esperando en la puerta o en la calle mientras se alistaba. Le da vergüenza que vean cómo vive ahora, pensaba Amalia. Se levantaba y se servía su pisco con
ginger-ale
. Oía la radio, leía el periódico, llamaba a la señorita Queta, y se tomaba dos, tres. Ya no se la veía tan guapa ni tan elegante.

Así se pasaban los días, las semanas. Cuando la señora dejó de cantar en "La Laguna", Amalia se enteró sólo dos días después. Un lunes y un martes la señora se quedó en casa, ¿tampoco iba a ir a cantar esta noche, señora? No volvería a "La Laguna" más, Amalia, la explotaban, buscaría un sitio mejor. Pero los días siguientes no la vio muy ansiosa por encontrar otro trabajo. Se quedaba en cama, las cortinas cerradas, oyendo radio en la penumbra. Se levantaba pesadamente a prepararse un chilcanito y cuando Amalia entraba al cuarto la veía inmóvil, la mirada perdida en el humo, la voz floja y los gestos cansados. A eso de las siete comenzaba a pintarse la boca y las uñas, a peinarse, y a eso de las ocho la señorita Queta la recogía en su autito. Volvía al amanecer hecha un trapo, tomadísima, con una fatiga tan grande que a veces despertaba a Amalia para que la ayudara a desvestirse. Vea cómo está enflaqueciéndose, le dijo Amalia a la señorita Queta, dígale que coma, se va a enfermar. La señorita se lo decía, pero no le hacia caso. Todo el tiempo andaba llevando su ropa a una costurera de la avenida Brasil para que se la angostara. Cada día le daba a Amalia lo del diario y le pagaba su sueldo puntual, ¿de dónde sacaba plata? Ningún hombre se había quedado a dormir en el departamento de Magdalena todavía. Tendría sus cosas en la calle, a lo mejor. Cuando la señora comenzó a trabajar en el "Monmartre", no habló más de dejar de fumar ni de corrientes de aire. Ahora hasta cantar le importaba un pito. Con qué desgano se maquillaba. Ni el arreglo y la limpieza de la casa le interesaban, ella que se ponía histérica cuando pasaba un dedo por la mesa y encontraba polvo. Ni se fijaba que los ceniceros se quedaban repletos de puchos, y no había vuelto a preguntarle en las mañanas ¿te duchaste, te echaste desodorante? El departamento se veía desordenado, pero Amalia no tenía tiempo para todo. Además, ahora la limpieza le costaba mucho más esfuerzo. La señora me contagió su flojera, le contaba a Ambrosio. Da no sé qué verla a la señora así, tan dejada, señorita, ¿sería porque no se conformaba de lo del señor Lucas? Sí, dijo la señorita Queta, y también porque el trago y las pastillitas para los nervios la tienen medio idiotizada.

Un día tocaron la puerta, Amalia abrió y era don Fermín. Tampoco la reconoció: Hortensia me está esperando. Cómo había envejecido desde la última vez, cuántas canas, qué ojos hundidos. La señora la mandó a comprar cigarrillos, y el domingo, cuando Amalia le preguntó a Ambrosio a qué vino don Fermín, él hizo ascos: a traerle plata, esa desgraciada lo había tomado de manso. ¿Qué te ha hecho la señora a ti, por qué la odias? A Ambrosio nada, pero a don Fermín lo estaba sangrando, abusando de lo bueno que era, cualquier otro la hubiera mandado al diablo. Amalia se enfurecía: qué te metes tú, qué te importa a ti. Busca otro trabajo, insistía él ¿no ves que se muere de hambre?, déjala.

A veces la señora desaparecía dos, tres días, y al volver estuve de viaje, Amalia. Paracas, el Cuzco, Chimbote. Desde la ventana, Amalia la divisaba subiendo a automóviles de hombres con su maletín. A algunos les conocía la voz, por el teléfono, y trataba de adivinar cómo eran, de qué edad. Una madrugada oyó voces, fue a espiar y vio a la señora en la salita con un hombre, riéndose y tomando. Después escuchó una puerta y pensó se metieron al cuarto. Pero no, el señor se había ido y la señora, cuando ella fue a preguntarle si ya quería almorzar, estaba echada en la cama vestida, con la mirada rarísima. Se la quedó viendo con una risita silenciosa y Amalia ¿se sentía mal? Nada, quieta, como si todo su cuerpo se hubiera muerto menos sus ojos que vagaban, mirando. Corrió al teléfono y esperó temblando la voz de la señorita Queta: se mató otra vez, ahí estaba en su cama, no oía, no hablaba, y la señorita Queta gritó cállate, no te asustes, óyeme. Café bien cargado, no llames al médico, ella ya venía. Tómese esto para que se mejore, señora, lloriqueaba Amalia, la señorita Queta ya venía. Nada, muda, sorda, mirando, así que ella le levantó la cabeza y le acercó la taza a la boca. Tomaba obediente, dos hilitos le chorreaban por el cuello. Así señora, todito, y le hacía cariños en la cabeza y le besaba las manos. Pero cuando la señorita Queta llegó, en vez de apenarse comenzó a decir lisuras. Mandó comprar alcohol, hizo que la señora tomara más café, entre ella y Amalia acostaron a la señora, le frotaron la frente y las sienes. Mientras la señorita la reñía, tonta, loca, inconsciente, la señora fue volviendo. Sonreía, qué era tanto laberinto, se movía, y la señorita estaba harta, no soy tu niñera, te vas a meter en un lío, si quieres matarte mátate pero no a pocos. Esa noche la señora no fue al "Monmartre” pero al día siguiente se levantó ya bien.

Una mañana después ocurrió el lío. Amalia volvía de la tienda y vio un patrullero en la puerta del edificio. Un policía y uno de civil discutían con la señora en la vereda. Déjenme telefonear, decía la señora, pero la agarraron de los brazos, la subieron al carro y partieron. Se quedó un rato en la calle, tan asustada que no se animaba a entrar. Llamó a la señorita y no estaba; llamó toda la tarde y no contestaba. A lo mejor se la habían llevado a la policía, a lo mejor vendrían y se la llevarían a ella también. Las sirvientas de los vecinos venían a averiguar qué pasó, adónde se la llevaron. Esa noche no pudo pegar los ojos: vienen, te van a llevar. Al día siguiente se apareció la señorita Queta y puso unos ojazos terribles cuando Amalia le contó. Corrió al teléfono: haga algo, señora Ivonne, no podían tenerla presa, todo era culpa de la Paqueta, atropellada y asustada la señorita también. Le dio una libra a Amalia: habían complicado a la señora en algo feo, a lo mejor vendrían policías o periodistas, anda vete donde tu familia por unos días. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la oyó murmurar pobre Hortensia. Dónde iría, dónde iba. Fue donde su tía, que ahora tenía una pensioncita en Chacra Colorada. La señora se fue de viaje, tía me dio vacación. Su tía la resondró por haberse perdido tanto tiempo, y la estuvo mirando, mirando. Por fin le agarró la cara y le examinó los ojos: mientes, te botó porque descubrió que estás encinta. Ella le negó, no estaba, protestó, de quién iba a estar encinta. Pero ¿y si su tía tenía razón, si era por eso que no sangraba? Se olvidó de la señora, de la policía, qué le iba a decir a Ambrosio, qué diría él. El domingo fue al paradero del Hospital Militar, rezando entre dientes. Comenzó a contarle lo de la señora, pero él ya sabía. Ya estaba en su casa, Amalia, don Fermín habló con amigos y la hizo soltar. ¿Y por qué la habían metido presa a la señora? Algo sucio haría, algo malo haría, y cambió de tema: Ludovico le había prestado el cuartito por toda la noche. Lo veían poco a Ludovico ya, Ambrosio le contaba que parecía que se iba a casar y que hablaba de comprarse una casita en la Urbanización de Villacampa, qué progresos había hecho Ludovico ¿no, Amalia? Fueron a un restaurancito del Rímac y él le preguntó por qué no comes. No tenía hambre, había almorzado mucho. ¿Por qué no hablaba? Estaba pensando en la señora, mañana iré tempranito a verla. Apenas entraron al cuartito se atrevió: mi tía dice que estoy encinta. Él se sentó de un brinco en la cama. Qué mierda lo que creía tu tía, la sacudió de un brazo, ¿estaba o no estaba? Sí, creía que sí, y se echó a llorar. En vez de consolarla, Ambrosio se puso a mirarla como si tuviera lepra y lo pudiera contagiar. No podía ser, repetía, no puede ser y se le atracaba la voz. Ella salió corriendo del cuartito. Ambrosio la alcanzó en la calle. Cálmate, no llores, atontado, la acompañó hasta el paradero y decía no me lo esperaba, no creas que me he enojado, me dejaste sonso. En la avenida Brasil se despidió de ella hasta el domingo. Amalia pensó: no va a venir más.

No estaba furiosa la señora Hortensia: hola, Amalia. La abrazó contenta, creía que te habías asustado y no volverías. Cómo se le ocurría, señora. Ya sé, dijo la señora, tú eres una amiga, Amalia, una de verdad. Habían querido embarrarla en algo que no había hecho, la gente era así, la mierda de la Paqueta así, todos así. Los días, las semanas volvieron a ser los de siempre, cada día un poquito peor por los apuros de plata. Un día tocó la puerta un hombre de uniforme. ¿A quién buscaba? Pero la señora salió a recibirlo, hola Richard, y Amalia lo reconoció. Era el mismo que había entrado a la casa esa madrugada, sólo que ahora estaba con gorra de aviador y un saco azul de botones dorados. El señor. Richard era piloto de Panagra, se pasaba la vida viajando, patillas canosas, un mechón amarillo sobre la frente, gordito, pecoso, un español mezclado de inglés que daba risa. A Amalia le cayó simpático. Fue el primero en entrar al departamento, el primero en quedarse a dormir. Llegaba a Lima los jueves, se venía del aeropuerto de azul marino, se bañaba, descansaba un rato, y salían, volvían al amanecer haciendo bulla y dormían hasta el mediodía. A veces el señor Richard se quedaba en Lima dos días: Le gustaba meterse a la cocina, ponerse un mandil de Amalia, y cocinar. Ella y la señora, riéndose, lo veían freír huevos, preparar tallarines, pizzas. Era bromista, juguetón y la señora se llevaba bien con él. ¿Por qué no se casaba con el señor Richard, señora?, es tan bueno. La señora Hortensia se rió: era casado y con cuatro hijos, Amalia.

Habrían pasado dos meses y una vez el señor Richard llegó miércoles en vez de jueves. La señora estaba encerrada a oscuras, con su chilcanito en el velador. El señor Richard se asustó y llamó a Amalia. No se ponga así, lo calmaba ella; no era nada, ya le iba a pasar, eran los remedios. Pero el señor Richard hablaba en inglés, colorado del susto, y le daba a la señora unas cachetadas que escarapelaban, y la señora mirándolos como si no estuvieran ahí. El señor Richard iba a la sala, volvía, llamaba por teléfono y al fin salió y trajo un médico que le puso una inyección a la señora. Cuando el médico se fue, el señor Richard entró a la cocina y parecía un camarón: rojísimo, furiosísimo, comenzaba a hablar en español y se pasaba al inglés. Señor qué le pasa, por qué gritaba, por qué me insulta. Él daba manotazos y Amalia pensaba me va a pegar, se loqueó. Y en eso apareció la señora: con qué derecho alzaba la voz, con qué derecho gritas a Amalia. Lo comenzó a reñir por haber llamado al médico, ella lo gritaba a él y él a ella, y en la sala seguían gritando, gringo de mierda, metete de mierda, ruidos, una cachetada, y Amalia atolondrada cogió la sartén y salió pensando nos va a matar a las dos. El señor Richard se había ido y la señora lo insultaba desde la puerta. Entonces no pudo aguantarse, atinó a levantar el mandil pero fue por gusto, todo el vómito cayó al suelo. Al oír las arcadas la señora vino corriendo. Anda al baño, no te asustes, no pasa nada. Amalia se lavó la boca, volvió a la sala con un trapo mojado y una escoba, y, mientras limpiaba, oía a la señora riéndose. No había de qué asustarse, sonsa, hacía rato tenía ganas de largar a este idiota, y Amalia muerta de vergüenza. Pero de repente la señora se calló. Oye, oye, le vino una sonrisita de ésas de otros tiempos, mosquita muerta, ven, ven aquí. Sintió que enrojecía, ¿no estarás encinta, no?, que le daba vértigo, no señora, qué ocurrencia. Pero la señora la agarró del brazo: pedazo de boba, claro que estás. No enojada sino asombrada, riéndose. No señora, qué iba a estar, y sintió que le temblaban las rodillas. Se echó a llorar, ay señora. Mosquita muerta, decía la señora con cariño. Le trajo un vasito de agua, la hizo sentar, quién iba a pensar. Sí estaba, señora, todo este tiempo se había sentido tan mal: sed, mareos, esa sensación de que le jalaban el estómago. Lloraba a gritos y la señora la consolaba, por qué no me contaste, sonsa, si no tenía nada de malo, te hubiera llevado al médico, no hubieras trabajado tanto. Ella seguía llorando y de repente: por él, señora, no quería que le contara, decía te va a botar. ¿Acaso no me conoces, sonsa, sonrió la señora Hortensia, se te ocurre que te iba a botar? Y Amalia: ese chofer, ese Ambrosio que usted conoce, el que le llevaba recaditos a San Miguel. No quería que nadie supiera, tiene sus manías. Lloraba a gritos y le contaba, señora, se portó mal una vez y ahora peor. Desde que supo del hijo se ha vuelto rarísimo, no quería hablar de él, Amalia le decía tengo vómitos y él cambia de conversación, Amalia ya se mueve y él hoy no puedo quedarme contigo, tengo que hacer. Ya sólo la veía un ratito los domingos, por cumplir, y la señora abría los ojos. ¿Ambrosio?, sí, no la había vuelto a llevar al cuartito, ¿el chofer de Fermín Zavala?, sí, le invitaba un lonche y se despedía, ¿años que te ves con él?, y la miraba y movía la cabeza y decía quién lo iba a creer. Era un loco, un maniático, toda la vida con sus secretos, señora, se avergonzaba de ella y ahora como la otra vez la iba a dejar. La señora se echó a reír y movía la cabeza, quién lo iba a creer. Y después, ya seria, ¿tú lo quieres, Amalia? Sí, era su marido, si ahora sabe que le conté todo la iba a dejar, señora, me puede hasta matar. Lloraba y la señora le trajo otro vasito de agua y la abrazó: no va a saber que me contaste, no la iba a dejar. Se quedaron conversando y la señora la tranquilizaba, nunca sabría, sonsa. ¿La había visto algún médico? No, ay qué tonta eres, Amalia. ¿De cuántos meses estaba? De cuatro, señora. Al día siguiente ella misma la llevó donde un doctor que la examinó y dijo el embarazo está muy bien. Esa noche llegó la señorita Queta y la señora, delante de Amalia, esta mujer está encinta, figúrate. ¿Ah, sí?, dijo la señorita Queta, como si no le llamara la atención. Y si supieras de quién, se rió la señora, pero al ver la cara de Amalia se puso un dedo en la boca: no se podía decir, chola, era un secreto.

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