Contra Natura (24 page)

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Authors: Álvaro Pombo

Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science

BOOK: Contra Natura
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La muerte se borra velozmente de la memoria de los jóvenes seminaristas. Después de Semana Santa, el mar resplandece, la hierba resplandece, los acantilados resplandecen, las playas resplandecen. La arena blanca de la playa es un poco cálida ya. Los chicos caminan por la orilla con sus zapatos negros y calcetines de lana, los pies blancos, invernales, se lavan con el agua fría y salitrosa. Un tiempo bautismal, de genérica fidelidad aérea, limpia el mundo. Una frase de Espronceda —Que haya un cadáver más, qué importa al mundo— rebota en la conciencia de Paco Allende como una pelota de ping-pong con un sonido seco, hueco, ligero, muy rápido. El recuerdo de Carlitos Mansilla es una pelota de ping-pong que va y viene cada vez más leve y tediosamente. La primavera se sacude el tedio invernal: todas las cosas brillan. La muerte se vuelve insignificante, y además Allende está enamorado. Es un enamoramiento menos poético que el de Carlos, por supuesto, aunque es tierno también: su ternura se contagia a todas las cosas. O al revés: el brotar de todas las cosas impregna de ternura bautismal todos los sentimientos que siente Allende. Y en cualquier caso los paseos con Salazar de los domingos son más divertidos. La verdad es que Carlitos —ahora esto puede verse claramente— era como un ligero dolor de cabeza o de muelas, una incomodidad sin importancia que, sin embargo, no les dejaba descansar en paz. Y, ¡oh, maravilla!, Allende, al contarle a Salazar que está pensando abandonar el seminario por falta de vocación, ha descubierto que Salazar también está pensando lo mismo. Al hacerse ambos esta confidencia se han mirado perplejos entre sí. Entonces han entrado, como en un prado inundado por el sol, en el territorio de las confidencias únicas: el propio Salazar ha sacado la conversación terrible. Para mayor encantamiento y deleite de Allende ahora ya no ha tenido que ser Allende mismo sino el propio Salazar quien ha sacado a relucir el asunto: Salazar ha contado lo que le pasó con Carlos Mansilla, por qué tuvo que ser tan cruel con él, por qué tuvo que contar todo al rector. Ha contado todo esto con lágrimas en los ojos, a Allende se le han saltado las lágrimas de los ojos.

—No lo podía soportar, lo siento. El amor de Carlos me repugnaba. Tenía que interrumpirlo como fuese, y eso hice...

—¿Qué es lo que no podías soportar?

—A él mismo. Al pobre Carlitos. Como un lumiaco. Nunca he podido soportar un caracol que me sube por el brazo con su estela babosa. Era físico. Repugnancia física...

—Pero era muy... ¡ingenuo! ¿No era muy dulce aquella ingenuidad amorosa de Carlitos con versos de San Juan de la Cruz y todo eso? ¡Era tan predecible! ¿No da gusto ser amado así, Javier, tan a las claras? Amado tan del todo como Carlitos te quería a ti, como si fueras el Esposo, el propio Jesucristo. ¡No quería hacerte nada, ni siquiera tocarte! Sólo no desprenderse de ti. No alejarse nunca de ti. Estar en tu presencia siempre, como ante Dios, como ante ti, Javier. ¿Qué me dices de esto?

—Es enfermizo. Sabes que es enfermizo. Es contra natura, es nefando, es efario. Es una puta degeneración de la raza. ¡Es asqueroso!

—Pero, Carlitos, me refiero..., ¿era asqueroso él, Carlitos Mansilla? Antinatural si quieres, vale, el mundo al revés, pero ¿asqueroso?

—Una horrible sensación pegajosa. Como una mano sudada, sudorosa. Un olor corporal, los pedos. Como si se me fuera a cagar encima. Un pecado. ¿No decimos esto? Aversio Dei.

—¿No se te hace cuesta arriba..., aversio Dei?

—No pude soportar aquella mezcla, aquel vómito de todas las comidas digeridas, malamente, por Carlos, sus versos. Con su olor ácido a bebé, a lacticinio, a vómito. No sé qué hay que decir, no sé qué hay que sentir. ¿Qué tengo que sentir?

—Pena. Da pena.

—Quieres decir compasión. Ése es un sentimiento maricón. Compasión por el pecado, y por el pecador. Todos los maricones dicen eso.

—¿Ah, sí? ¿Cuántos maricones has conocido tú?

Ahora, repentinamente, Salazar se para en medio del paseo y la tarde se nubla. Hasta ese instante, Allende se había sentido regocijado, secretamente feliz con aquella conversación. Pero ahora de pronto, como en el poema de Lorca, la tarde equivocada se vistió de frío. Salazar se ha parado en medio del campo. Allende tiene la sensación de que están los dos inmersos en los prados. Prados de hierba, muy parcelados, de la montaña. Tiene la impresión, en la memoria, de haber oído en ese instante el cencerro de una vaca tudanca, tolón, prolongado en aroma de boñiga. Tiene la impresión de haber metido la pata, de haber agredido, sin proponérselo, a Javier Salazar. Salazar se yergue a su lado, alto y oscuro, y mira al frente, contraído el perfil, afeado su correcto perfil por un embrutecimiento, un rictus obstinado. Tarda mucho tiempo en responder. Allende teme que éste sea el fin de las confidencias: el fin de este enamoramiento que, por supuesto, Allende imagina nunca correspondido, pero tan dulce de sobrellevar ahora que ha sobrevenido a su honrada vida de estudiante católico que va a dejar el seminario y empezar la vida de otra manera. Ahora ya no es aventura el seminario, la búsqueda de Dios. Ahora el mundo será la aventura: la búsqueda de la pareja, del amor. Ni Allende ni Salazar se sienten homosexuales. Pero sus casos difieren: Salazar se conoce mejor: entiende mejor el erotismo que él mismo lleva dentro, y que ya ha contemplado en el mundo exterior. Allende, en cambio, sabe poco de erotismo. En aquellos años, la ignorancia de Allende es la ignorancia de muchos jóvenes de su edad, católicos como él, para quienes los maricones son sencillamente pervertidos, o en el mejor de los casos enfermos: perversión, enfermedad, vicio, pecado: no hay más calificativos. En aquellos años, no había más calificativos que ésos para los sentimientos que Allende cree sentir por Javier Salazar. Por consiguiente, en última instancia, Allende está de acuerdo con Salazar en lo esencial: que el pobre Carlitos, con toda su ternura, su dulzura y sus versos, tenía a la fuerza que ser o un enfermo o un pecador, tertium non datur. Pero no era un pecador, pobre Carlitos. Luego era un enfermo. Y su muerte —sea suicidio o simple accidente mortal— confirma que no era dueño de sí mismo, que no era normal, que padecía una anomalía biográfica tan grave que, excluido el pecado, sólo podía salvarle de su mal amor, de su enfermedad, la muerte. La muerte ha sido su eterno descanso. Ahora —piensa Allende, cristianamente— que Carlitos ha muerto —morimos para Dios—, Carlitos está a salvo: ahora —que vive— en la nada los semblantes plateados de Salazar, de Jesucristo, de las representaciones kitsch de Cristo, que formaban parte de su mundo intencional, por fin descansan, se logran. Ahora es feliz, pobre Carlos. Ahora ama y es amado. El Cristo semidesnudo de los cristos de todas las iglesias católicas del mundo, el Cristo flagelado, sansebastianado, atravesado por las flechas, cubierto con un taparrabos, es Salazar y es Dios. Luego es feliz. Luego no hay por qué llorarle demasiado, porque ahora en la muerte, en la nada, ha dejado de sufrir, es violado y es amado por su violento esposo y amigo el innúmero pastor que iba por las majadas al otero y se masturbaba en los chozos. Allende desbarra: ahora que ha decidido que no tiene ninguna vocación se siente totalmente libre, y su traje talar de seminarista, toda aquella faldamenta negra, le parece de pronto un gran vehículo. Pero, oh astucia de la razón deseante, nada de este agitado erótico sentir debe ser revelado: la pasión por Salazar ha vuelto a Allende, instantáneamente astuto: no dirá nada, no contará nada, no revelará nada. Tratará —en vano, a sabiendas— de enamorar a su amado y, a sabiendas de que fracasará, se correrá en su celda y conservará en su corazón impuro para siempre la imagen del amado Salazar que perdió, por puro, por estúpido, Carlitos Mansilla.

Paco Allende no es, sin embargo, un amante ingenuo —la reflexividad es su nota más característica—. Allende no es tampoco un chico egoísta o cruel. Casi a la vez que siente los sentimientos recién descritos, vive Allende un intenso proceso de corrección: la práctica del diario examen de conciencia le permite ahora situarse con honradez ante sí mismo: ¿a qué viene toda esta inútil agresividad contra un pobre difunto? ¿A quién trata, Paco Allende, de justificar ahora? Allende ve con claridad que un argumento insidioso se despliega velozmente en su alma como una culebra: dado que ama a Salazar, Salazar tiene que ser digno de su amor. No podría —Allende ha pensado siempre— amar a un objeto indigno (Allende se ha burlado siempre de esas novelas y películas donde criaturas indignas, o malas, prostitutas, ladrones, el ángel azul, son amadas, no obstante sus defectos: siempre le han parecido esos relatos falsificaciones interesadas que, al final, reducen a nada la nobleza del amor, se convierten, al final, en meras pasiones, ebriedades sin sustancia, perdiciones). ¿Es Javier Salazar un objeto indigno? No, no lo es —se dice Allende a sí mismo—. Y sin embargo... Pasa la primavera, la piel dulce, la efímera existencia que resplandece en el corazón de todos nosotros se refleja también, destella en el corazón de Allende. ¿No es ésta la hora del florecer, la hora también de la presencia del Dios? Citas cultas y paganías insustanciales cruzan y recruzan la conciencia de Allende. ¡Con cuánta facilidad olvidamos lo esencial! Javier Salazar es tan hermoso. Su aspecto estos últimos días del curso —últimos no sólo porque el curso se acaba, sino también porque los dos, Salazar y Allende, tienen intención de abandonar el seminario y no regresar al seminario en otoño— sujeta abrasivamente la conciencia de Paco Allende impidiéndole ver con claridad lo que está claro. ¿Y qué es lo que está claro? Está claro, lo estuvo desde un principio, que Salazar se comportó cruelmente con Carlitos Mansilla. Allende deja que esta idea se agarre con fuerza en el fondo del mar de su alma, como un arpón que no le deja irse. Años más tarde, ya en frío, Allende sonreirá recordando lo mucho que le costó aquella primavera aceptar que la belleza física y la belleza moral, la bondad, no tienen por qué coincidir en la misma persona. Pero no fue una aceptación fácil de hacer. Allende recordará durante muchos años los minuciosos pasos que tuvo que dar su corazón, su voluntad, para que su recta intención se convirtiera en recta acción.

La decisión de abandonar el seminario aquel verano (una decisión que, al confesársela mutuamente, Allende y Salazar, pareció que habían tomado de común acuerdo, aunque no fuera así) no impedía que se les echaran encima los exámenes de fin de curso. En mayo, y casi todo junio, los exámenes eran el gran acontecimiento invasor que todo lo ocupaba y que, no obstante hallarse ambos seguros de su rendimiento académico —ambos iban a aprobar por curso todas las asignaturas—, confería a esos dos meses cierto tono excitado, un nerviosismo contagioso, casi un descenso de la reflexividad en aras de la efectividad, del empollar, memorizar, garantizar que, examen tras examen, aprobaban con nota todos los exámenes. Salazar era, por supuesto, el más aventajado. Allende se había limitado siempre a pasar con facilidad sus exámenes sin sobresalir en exceso. Allende recordaba que en años anteriores, los dos años que habían pasado juntos, cuando aún vivía Carlitos, Salazar se había distanciado un poco del trío para quedarse horas extra en el estudio, quizá fingiendo tener que preparar asignaturas que tenía preparadas de sobra, por no aguantar a Carlitos. Este año, en cambio, Salazar no tenía la menor intención de aislarse. Al contrario: había recuperado su buen humor, un temple de ánimo seco y brillante, que Allende estimaba mucho. Tan seguro estaba Salazar este año de su éxito académico, que uno de los primeros domingos de junio propuso a Allende que aprovecharan el paseo para «repasar sus vidas» —ésa fue su expresión—. «Vamos a examinar nuestras conciencias, si quieres, al alimón. ¿Crees que podremos, Paco? ¿Te apetece hacerlo? Será un poco como desnudarnos el uno ante el otro.» Y al decir desnudarnos una sonrisa veloz había cruzado el hermoso rostro de Salazar como una culebrilla de agua. Esta imagen de la culebrilla se le había ocurrido a Allende junto con, una vez más, su correspondiente autocensura. ¿Por qué culebrilla? La imagen era, sin embargo, muy precisa: Allende recordaba un verano de su primera juventud bañándose en el pantano de El Tiemblo y aterrándose al ver las culebrillas de agua que asomaban en la superficie sus negras cabecitas romboidales y circulaban muy deprisa entre las aguas verde cieno. La sensación de peligro, de horror, se superponía a la conciencia de chico de campo que Allende tenía y que le hacía saber que las culebrillas de agua no ofrecen el menor peligro y no son venenosas. Fue, sin embargo, muy fácil. Era finales de junio, aquel domingo, después del almuerzo, cuando fueron lentamente por el patio, haciendo tiempo antes del paseo, que era de cuatro a seis. ¡Estaba guapo Salazar con su sotana negra que le alargaba la figura! Y Allende —que entonces era un chico delgado, de carita redonda y pelo ondulado, un metro setenta de estatura como mucho— estaba guapo también: ¿y quién no, con diecisiete? Ésta es una escena trivial, ésta es una escena sin grandeza alguna. No han llegado estos dos muchachos a la edad de las grandes emociones, los grandes sentimientos, las grandes hazañas. Son dos seminaristas que dejarán el seminario en breve y que comenzarán la vida con buen pie, aunque con un pasado ciertamente ambiguo. ¿Qué hay entonces que contar? Hay que contar que fue muy fácil al principio. Tan fácil era pasearse antes del paseo por el patio y salir luego de paseo, mezclándose con todos al principio para no llamar la atención, y poco a poco separarse del grueso del grupo para quedarse solos y pasear solos por la avenida de los incipientes castaños de indias.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Salazar, con el tono de quien ya sabe la respuesta.

—No sé. ¿Qué quieres hacer tú? Podemos subir un poco monte arriba. Será bonito ver el pueblo y el seminario desde arriba.

—No me refiero a eso. Me refiero a qué hacemos de lo que dijimos: el examen de conciencia a dúo. Me refiero a eso.

—Ya. Como tú quieras.

Al decir esto, Allende se da cuenta de que no quiere de ninguna manera entrar a hacer ningún examen de conciencia. Está dispuesto a dejarse llevar, a seguir el humor de Salazar. Pero no tiene la menor intención de dejarse examinar por los bellos y fríos ojos de su compañero, ni, tampoco —esto es lo más curioso de todo, piensa Allende en ese instante— entrar él mismo a examinar la conciencia de su amigo. Cualquier acción semejante implicará una distinción entre sujeto y objeto, entre examinador y examinado, implicará distanciamiento: no podrá llevarse a cabo sin una considerable dosis de agresividad. Allende está persuadido de que tras una sesión de mutuo autoexamen no sobreviviría la amistad entre ellos: las amistades juveniles —Allende lo sabe confusamente— duran poco más que las amapolas: no resisten un autoexamen medianamente severo. ¿Pero quién ha hablado de un examen severo? ¿No se ha tratado desde un principio de que los dos finjan llevar a cabo un examen severo? ¿No era desde un principio el objetivo secreto de este paseo y de este examen de conciencia confiar el uno en el otro y amarse? ¿Acariciarse incluso en cualquier recodo, detrás de cualquier tapia? ¿No se trataba de eso? Allende sólo sabe en este momento que la existencia entera se ha reducido a un sendero en el monte entre zarzales, prados húmedos, el mar del fondo y callejas del pueblo por donde suben y bajan bulliciosamente los seminaristas los días de paseo los domingos. Allende sólo es consciente de sí mismo y del instante mágico que él y Salazar parecen estar viviendo. Ensimismado, la voz de Salazar le sobresalta: 

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