Authors: Álvaro Pombo
Tags: #Fiction, #General, #Gay Studies, #Social Science
—Tenemos un examen de conciencia pendiente, Paco. O, mejor dicho, tú piensas que yo te debo una explicación. ¿Y qué es una explicación sino un examen de conciencia? No hace falta que contestes a esto. No eres tú quien ha de hacer examen de conciencia. Sólo por cortesía, por afecto, finges o fingirás que tú también tienes que hacer examen de conciencia, pero no lo crees. Aunque no te des cuenta, o sólo te des cuenta semiconscientemente, tú piensas, estás convencido de que en tu conciencia no hay ahora mismo ninguna gran maldad, aunque sí aceptas que existen y que te torturan pequeñas miserias, mezquindades, cositas, mínimos engaños que un seminarista escrupuloso no debe permitirse y que ni siquiera un futuro estudiante de filosofía o de psicología que cuelgue los hábitos puede permitirse sin arriesgar su sinceridad, su autenticidad: pero ahí o aquí, para ti, se acaba todo. No necesitas hacer examen de conciencia porque no tienes conciencia de ninguna gran maldad que hayas cometido. En cambio, estás convencido de que yo sí que tengo que hacer examen de conciencia, porque yo sí que he cometido una gran maldad. ¿A que sí, Paco? ¡Contesta!
Allende casi pega un brinco: la brusquedad de la pregunta ha ido acompañada de una elevación de la voz: la pregunta ha sonado como un grito, como una orden en los oídos de Allende. No es el tono de voz de las confidencias, ni mucho menos del amor, por espiritual que sea. Es el tono de voz de las penitencias y de los castigos: demasiado alto, desabrido y cruel.
—¡A que sí qué! Tú lo dices todo, Javier. Tú te juzgas a ti mismo y crees también que yo te juzgo. No soy quién...
—¡Bah! ¡No soy quién, no soy quién! Ñoñerías y mentiras. ¡Claro que eres quién! ¡Quién si no! Voy a decirte yo lo que tú deberías estar diciéndome. Voy a acusarme yo, en lugar de que tú me acuses a mí, como deberías.
—¿Sabes qué? Mejor dejarlo.
—De eso, nada. ¿Y sabes por qué no? Porque dejarlo es una intención piadosa e imposible de cumplir. Tú mismo lo has dicho varias veces, que la muerte de Carlitos te dio pena, que era demasiado hablar de aversio Dei para describir lo de Carlitos. Incluso, si mal no recuerdo, al principio me acusabas de ser yo el responsable del accidente. Llegaste a amenazarme. ¿Qué te ha pasado desde entonces? No me dirás que ha pasado el tiempo, porque en realidad el tiempo apenas ha pasado. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Poco más de un mes?
Ahora, al mirarle de reojo, Allende vuelve a percibir la sonrisa ligera, culebreante, soleada, verde cieno, de Javier Salazar. No es una sonrisa muy pronunciada, es una sonrisa arcaica, la sonrisa de un kuros, decide de pronto. No es una sonrisa accesible: Salazar no le parece ahora accesible, sino sólo resplandeciente, muy bello, como los kuroi en sus pedestales, con su gracia inmovilizada, tantalizante. Como un objeto expuesto en una exposición: en un cartel se lee No tocar las piezas. Ya no es, aunque continúa siéndolo, el Salazar que amaba hace unas horas. Descubre entonces que su posición exacta ante Salazar es que no le es posible ni amarle ni no amarle, de la misma manera que ante el asunto de Carlitos Mansilla no puede ni callar ni no callar. Por suerte Salazar no ha terminado: tiene mucho que decir y va a decirlo. Allende tiene un buen rato incluso para separarse de lo que oye, salvarse de la fría lucidez de su joven amigo, una lucidez análoga a la claridad verde cieno de aquel pantano de aquel verano de su juventud. Como una extensión de este deseo de no seguir escuchando a Salazar, por lo menos en ese momento mismo, de pronto se ve invadido por el recuerdo de ese proyecto de abandonar el seminario, que Allende había forjado con independencia de Javier Salazar pero que, al comunicárselo a Salazar, acabó pareciendo un proyecto que se les había ocurrido a los dos al mismo tiempo: una parte de la ternura que hasta hace un instante había sentido por aquel Salazar contristado, apenado en apariencia por la muerte de Carlos, se le repite ahora como el sabor intenso de un guiso: el ajo, la cebolla, el pimentón. Aprovecha este giro para decir lo poco que puede decir sin —según teme— traicionarse. (Aunque esta sensación de que puede traicionarse simplemente por declarar cualquier cosa ante Salazar, es una novedad intensa que Allende percibe con claridad sólo ahora mismo.)
—Mira, ¿sabes lo que pienso, Javier? Que por suerte los dos vamos a irnos y por lo tanto todo ha terminado: al irnos, acabaremos con todo: con lo que le pasó a Carlitos, con quién tuvo la culpa, con quién no la tuvo... Cuando queramos acordarnos de esto habrá pasado un par de años y nos habremos matriculado en Salamanca o en Madrid, o donde sea, en cualquier carrera de letras o de ciencias, porque tú eres muy capaz de hacer una carrera también de ciencias, y eso será todo. Carlitos pudo decir, con razón, lo de Juan Ramón Jiménez, otro poeta que le encantaba: Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando. Así que así ha sido: los pájaros siguen cantando, la primavera es tan bella o más que nunca y tú y yo nos vamos a ir...
—¿Cómo que tú y yo? Yo no voy a irme a ningún sitio.
—¡Pero dijiste que estabas pensando dejar el seminario. Cuando yo te dije que me quería ir, tú dijiste que también!
—¿Dije eso? Sí. Es posible que sí. Lo de Carlos me afectó mucho, a todos nos ha afectado mucho. Sí. Es verdad que lo dije. Era una reacción de huida, asustadiza, deseo de olvidar, ya sabes. Pero no, Paco, por favor. ¿Cómo vamos a irnos? ¡Y sobre todo yo! Aquí estoy bien. Aquí me quieren. Tú mismo me quieres. Todo el mundo me ha querido aquí. ¡Incluso Carlitos me quería, según tú!
—Es miserable que hables así de los sentimientos de Carlos. Esa guasa es miserable, despreciable.
—¡Perdona pero no hay guasa ninguna! En tu suspicacia y en tus recelos hay un punto tiñoso. Tú mismo me has dicho que Carlos me amaba. ¿O no lo has dicho? Todo el mundo aquí me adora, incluido tú. Eso puedo verlo a simple vista. ¿Por qué me voy a ir? Tú tampoco deberías irte. ¿Por qué quieres irte tú?
—Porque no creo que la vida que hacemos aquí, o llegar a ser cura, o la Iglesia católica tengan nada que ver con Dios o con Jesucristo. Esta es una universidad privada, un negocio familiar, privado. Aquí no encajo yo. Lo bien que, según tú mismo dices, encajas tú, me revela lo mal que encajo yo. Por eso debo irme.
—¡Allá tú! Pero vamos, Paco, no malgastemos más la tarde. Dame un abrazo.
Se abrazan en el silencio reverdecido del amor apagado: tenía razón Lorca —piensa melancólicamente Allende—, ésta ha sido la tarde equivocada y ahora se ha vestido de frío, los dos nos hemos vestido de frío. Regresan al seminario a buen paso, en silencio.
Allende abandonó el seminario poco tiempo después, una vez finalizados con razonable éxito los exámenes de aquel curso, tras haberse despedido del rector y del padre espiritual y un poco por encima de todos los compañeros. Sólo Salazar estaba en el secreto de las verdaderas intenciones de Allende. Allende se despidió de Salazar afectuosamente. Prometieron escribirse con asiduidad, pero, en el fondo se despidieron con una visible carga de ironía: Esto no es una despedida. Es un aplazamiento, es arrivederci, declaró Allende. Salazar se mostró bienhumorado, afectuoso y distante. Tan distante que Allende, aun habiendo decidido de antemano que esta despedida iba a ser rápida y fría, se sintió dolido, casi agredido, por la jovialidad de Salazar. Entre aquel paseo en la tarde del domingo y esta despedida, no habían pasado ni siquiera tres semanas: tiempo suficiente, sin embargo, para que Allende repasara su relación con Salazar e hiciera —esta vez sí que de verdad persuadido de que debía hacerlo— examen de conciencia. Y el resultado provisional de ese examen de conciencia fue que, ni en el momento presente, el del examen, ni en ninguno de los momentos anteriores, había amado a Salazar. A la luz ácida y veritativa de la última conversación, decidió Allende que la idea de que amaba a Salazar inmediatamente después de haber muerto Carlitos Mansilla, y con el pretexto de parecer, por ese motivo, Salazar apenado, había sido un espejismo sentimental. Ésta fue la primera vez que Allende se hizo cargo de este concepto de espejismo emocional, un concepto cuya utilidad iría Allende percibiendo poco a poco a lo largo de los años: dada una situación conflictiva, donde intervienen dos o tres o cuatro personajes, con sus individuales cargas afectivas muy visibles, casi cualquiera siente que siente casi cualquier sentimiento con respecto a los otros: cualquiera puede sentir o pensar que ama a cualquier otro, con independencia de lo que más tarde la realidad confirme o desconfirme.
Irse. Al, por fin, irse, se dio de bruces Allende con su irse como contra un muro de cemento. Mientras que pro¬yectar irse y contar que se iba a Salazar, e ilusionarse con que Salazar se iría con él, y que, de paisano ya, pasarían temporadas juntos, en pensiones quizá, de Ávila o de Ma¬drid, para repasar, emocionados, los pros y contras de su valerosa decisión de irse, mientras irse fue no irse todavía, irse era quedarse, con un punto de agresión a lo que había y se les oponía, lo enfrentado, y otro puntito, salitroso, gozoso, benemérito, de liberación y francmasonería casi, a la francesa. Cuando irse, empero, fue estarse yendo ya, y sobre todo cuando fue ya hallarse fuera y no encontrarse hallado, sino sólo como sacado, extractado, frente al mundo real frente por frente, frente a los suyos en casa, y frente a todos los demás fuera de casa, no quedando cerca nadie ahora ni tampoco lejos, sino todo el mundo a esa media distancia de la indiferencia, esa espaciosidad del sálvese-quien-pueda, Paco Allende sintió una fuerte angustia sin objeto: se sintió helado en plena tarde equivocada. Así que tuvo que hacer un interesante ejercicio subjetivo de reinvención del mundo y de sí mismo, que no era ya tanto examen de conciencia como composición de lugar. Unos auténticos ejercicios espirituales, aunque no precisamente ignacianos, para dar consigo mismo en medio del mundo: saber de dónde venía y adónde iba. Lo único que no sintió —esto, por cierto, le sorprendió muchísimo— fue nostalgia. Creyó que sentiría nostalgia, temió sentir nostalgia, y sin embargo, una vez fuera, la enfermedad del regreso había desaparecido. Y en esta inesperada —aunque por supuesto bienvenida— sanidad figuraba como agente definitivo Javier Salazar: gracias al distanciamiento que en los últimos tiempos de seminario se había establecido entre ellos dos, Allende no sintió nunca —ni recién salido ni más tarde— nostalgia de su vida de seminarista. Esto tuvo un único inconveniente: que Salazar se volvió indeleble.
Javier Salazar se volvió, en los años que inmediatamente siguieron al abandono del seminario, un centro de debate, una frontera. Esa frontera se difuminaría con los años, de tal suerte que al cabo de veinte, cuando volvieron a encontrarse los dos solos en Madrid, y sobre todo al cabo de cuarenta, cuando Salazar invitó a Allende a casa para conocer a Ramón Durán, era ya un lugar común: a saber: el tópico de que ciertas inclinaciones de fondo al desafecto —this is a place of disaffection— matan el alma. Matan a cualquiera. Nos aniquilan. Lo que sucede es que, a este nivel de generalidad, una verdad de este tipo es una simple verdad de perogrullo. Lo perogrullesco de su opinión madura acerca de Salazar quitaba hierro a la crítica que Allende hacía a su antiguo amigo: lo que quedaba era un vulgar desinterés o, como mucho, una curiosidad cortés, superficialmente afectuosa, por un antiguo compañero de estudios, un ex seminarista más de tantos como hubo en España tras el Vaticano II, un ex más, que, a ojos de Allende (unos ojos que se volvieron con los años los ojos profesionalmente distanciados y distanciadores del psicólogo profesional), podía descontarse. Claro está que, a raíz de la reaparición de Javier Salazar en compañía de aquel guapo joven, aquel Ramón Durán, el embalse se resquebrajó algo (el alto y reconfortante muro de la afectuosa indiferencia), se reinició el antiquísimo debate acerca de Salazar y el mal o acerca de La fragilidad del bien, el célebre texto de la Nussbaum.
Hubo algo digno de reseñarse, no sólo a raíz del irse sino, por fin, como parte del relativamente acabado carácter de Paco Allende, de incluirlo en el presente relato (es decir: alrededor de sus sesenta años), y esto fue su spiritualis unctio. Por lejos que se hallara de la fe católica de su juventud, por tedioso y estéril que considerara el panorama del catolicismo español del siglo XXI, Allende no perdió nunca la sensibilidad religiosa cristiana. Se sintió reflejado poderosamente en El hereje de Miguel Delibes y se sintió reflejado dialécticamente en los textos de los teólogos de la liberación, y se sintió (no obstante no participar nunca, bajo ningún pretexto, en ninguna práctica cristiana concreta) un cristiano de base. Y es curioso que la espiritualidad tan reservada, tan internalizada, tan de cristianismo reformado, de Allende, tuviese como centro, por un lado su experiencia amorosa o, si se quiere, contraamorosa con Salazar, y por otro ese espléndido himno miles de veces oído y musitado por Allende: el Veni, Creator Spiritus. Y fue justo eso, un par de versos de ese himno, lo que sirvió a Allende de guía en sus oraciones laicas, tan rilkeanas, tan parecidas a las del Graham Greene de The Heart of the Matter: la oración de Scobie: no en concreto las palabras de Scobie, sino la inspiración cristiana que Graham Greene logró insuflar en su personaje. Por eso, al pensar en sí mismo y en el abandono del seminario, y en el Salazar del seminario y en el Salazar sesentón, liado con chicos treinta años más jóvenes, musitaba invariablemente Allende: Accende lumen sensibus / infunde amorem cordibus.
La salida, pues, del seminario fue, para Allende, agónica. Pero esta agonía (con el malestar de la confusión, la inseguridad, las dudas, la imposibilidad de dar explicaciones verosímiles o completas de su decisión) no sólo no disminuyó, sino que agudizó la considerable capacidad analítica de Allende: y sirvió, por de pronto, para unificar su vida —a la sazón muy breve aún— a partir del concepto de vocación: su vocación. La pregunta que se alzó de entre todas con más fuerza no hacía referencia al presente sino al no muy distante pasado de Paco Allende: al momento en que decidió entrar en el seminario: Ahora quiero irme y me he ido —se decía a sí mismo—. Y mentalmente añadía que cualquier respuesta que diese a esta cuestión tenía que precederse de otra pregunta: ¿Por qué quise entrar? Y al preguntarse por qué quiso entrar en el seminario la respuesta más obvia (no obstante parecerle ahora, al irse, una respuesta demasiado sentimental, aun así verdadera) fue que quería «curar almas»: la cura de almas. Esta frase manoseada tanto por aquellos años tuvo sin embargo para Allende, a sus quince, un sentido vigoroso y nada ñoño. En la cura de almas entraba desde la curación por la palabra (un tipo de cura que al final decidiría su vocación como psicólogo), hasta la curación del cuerpo en la medicina o en la enseñanza —física o intelectual—. Se vio desde muy joven Allende como una cierta clase de monitor o entrenador o curador de almas: descubrió que le interesaban mucho las personas, las historias que le contaban sus amigos, las criadas de su madre. Se descubrió interesado por las relaciones personales, por la capacidad o incapacidad para conectar: todo eso, unido a una moderada pero consistente presión ejercida en el colegio de los frailes donde se educaba, le condujo al seminario. Hubo también una cierta emoción religiosa, católica, muy de aquella época de finales de la posguerra en España, los años cincuenta, que se le fue borrando una vez dentro del seminario. El mundo de oraciones, de preces y de rituales eclesiásticos y litúrgicos le descorazonó. Por eso, cuando declaró a Salazar que quería irse porque no creía en la vida de piedad que se hacía en el seminario, tan eclesiástica, y añadió que no le parecía que tuviera mucho que ver con Dios o con Jesucristo, expresó un sentimiento que de verdad sentía: no había allí unción religiosa, sólo había unción eclesiástica como mucho. Pero el otro motivo que le decidió a abandonar y que también comunicó a Salazar fue más serio y tuvo mucho que ver con Salazar: fue que, comparado con Salazar, su posición en el seminario quedaba visiblemente desfigurada. Entiéndase que esto no fue envidia o celos estudiantiles. Fue la sobria constatación de que el entusiasmo que despertaba su compañero entre los profesores e incluso entre los demás estudiantes, revelaba una considerable flaqueza por parte de los admiradores, cuya naturaleza precisa Allende sólo comenzó a examinar con claridad cuando se apartó de Salazar y, sobre todo, al irse definitivamente del seminario. Porque el hecho fue que, frente al definitivo irse de Allende, hubo el curioso no-irse de Salazar: el quedarse, como él mismo dijo, «porque aquí me quieren».