Para cuando llegamos a Matsue, Yuki y yo ya éramos algo más que amigos. Sucedió de forma inevitable, aunque no por mi voluntad. Yo no era indiferente a su presencia cuando avanzábamos por el camino, y en todo momento mis sentidos se percataban de su voz y su aroma; pero me encontraba demasiado inseguro con respecto a mi futuro, a mi situación dentro del grupo, y la cautela no me permitía dar paso alguno hacia ella. Era evidente que Akio también la consideraba atractiva; a su lado se sentía más a gusto que con cualquier otro miembro del grupo y siempre buscaba su compañía. Él siempre iba junto a Yuki durante el camino y se sentaba junto a ella en las comidas. Yo no deseaba enfrentarme a él por otra nueva causa.
La posición de Yuki dentro del grupo no quedaba clara. Obedecía a Akio y siempre le trataba con respeto; sin embargo, ambos parecían gozar del mismo estatus y -como yo bien sabía- ella le superaba en destreza. Keiko era de condición inferior -tal vez procedía de una linaje menos importante o de una rama secundaria de la familia-, y seguía haciendo caso omiso de mi presencia, pero la lealtad que mostraba hacia Akio no conocía límites. A Kazuo, el hombre de más edad, todos le dispensaban un trato a medio camino entre el ofrecido a un criado y a un pariente. Pero el anciano contaba con muchas dotes prácticas, entre ellas la habilidad para el robo.
Akio tenía sangre Kikuta por parte de padre y de madre; era una especie de primo segundo mío, y nuestras manos tenían la misma forma. Sus dotes físicas eran asombrosas, pues contaba con los reflejos más rápidos que yo jamás había visto y era capaz de saltar a tanta altura que parecía que estuviese volando; no obstante, con la excepción de su capacidad para percibir la invisibilidad y el desdoblamiento en dos cuerpos, o su maestría en la ejecución de juegos malabares, carecía de los poderes extraordinarios más usuales entre los Kikuta. Yuki me explicó esta circunstancia un día en el que íbamos caminando a la cabeza del grupo, a cierta distancia de los demás.
—Los maestros temen que los poderes extraordinarios estén desapareciendo, pues por lo visto con cada nueva generación las facultades disminuyen -la muchacha me miró de soslayo, y añadió-: Por eso es tan importante mantenerte entre nosotros.
La madre de Yuki me había comentado algo parecido y me hubiera gustado saber más sobre el asunto, pero Akio me dio un grito para recordarme que me tocaba tirar del carromato. A medida que me aproximaba hacia él, percibía en su rostro la huella de los celos. Yo entendía que se sintiera celoso, al igual que comprendía la hostilidad que sentía hacia mí. Akio profesaba una lealtad absoluta a la Tribu, había sido criado según la doctrina y la forma de vida de ésta, y yo era consciente de que mi repentina aparición acabaría con muchas de sus ambiciones y esperanzas. Pero el hecho de entender su antipatía no hacía a ésta más llevadera, ni hacía que él me agradase.
Agarré las varas del carromato sin mencionar palabra; Akio salió corriendo con el fin de caminar junto a Yuki y comenzó a conversar con ella en voz baja, olvidando, como tantas otras veces, que yo podía oír cada una de sus palabras. Akio había tomado la costumbre de llamarme Perro, y ciertamente el apodo no se alejaba mucho de la realidad. Como ya he mencionado anteriormente, tengo una cierta afinidad con los canes; puedo oír los mismos sonidos que ellos y también he pasado por la experiencia de carecer de habla.
—¿Qué le estabas diciendo al Perro? -le preguntó Akio.
—Le enseñaba cosas -respondió ella con desenvoltura-. ¡Hay tanto que tiene que aprender!
Pero resultó que sus mejores enseñanzas se acabaron centrando en el arte del amor. Muto Shizuka, mi prima, había sido durante años la amante de Arai, y tanto Yuki como Keiko asumían el papel de prostitutas en nuestros desplazamientos siempre que la ocasión lo requería. Tal comportamiento era habitual entre los hombres y las mujeres de la Tribu, y nadie lo censuraba; tan sólo se trataba de un papel más que representar, que poco después se abandonaría. Ni que decir tiene que los clanes tenían ¡deas muy diferentes en cuanto a la virginidad de sus mujeres y la fidelidad de sus esposas. Los hombres podían actuar a su antojo, pero a las mujeres se les exigía castidad. La doctrina con la que yo había crecido se encontraba a medio camino entre los dos extremos: en teoría, los Ocultos están obligados a ser virtuosos en lo concerniente al deseo físico; pero, en la práctica, son comprensivos cuando los demás quebrantan el mandamiento, como suelen hacer con casi todos los asuntos.
La cuarta noche la pasamos en una ciudad, en la residencia de una familia adinerada. A pesar de la escasez de alimentos que padecía toda la comarca tras las tormentas, disponían de grandes cantidades de víveres y fueron unos anfitriones generosos. El comerciante nos ofreció mujeres -muchachas a su servicio-, y Akio y Kazuo aceptaron. Yo me inventé una excusa, lo que desencadenó una oleada de bromas; pero no me obligaron a aceptar el ofrecimiento. Más tarde, cuando las muchachas vinieron a la habitación junto a mis compañeros de viaje, saqué mi colchón a la veranda y temblé de frío bajo las puntas frágiles y heladas de las estrellas. En ese momento el deseo por Kaede o -la verdad sea dicha- por cualquier otra mujer me atormentaba. La ventana corredera se abrió y una de las muchachas, según creí, salió al exterior. Mientras cerraba la ventana tras de sí, percibí su fragancia y reconocí sus pasos.
Yuki se arrodilló a mi lado, y yo alargué el brazo para atraerla hacia mí. Ya se había desabrochado el fajín y llevaba la túnica abierta. Recuerdo que sentí una profunda gratitud hacia ella. Me desató las ropas y actuó con tal destreza que yo actué con demasiada prisa. Ella me regañó por mi impaciencia y prometió enseñarme a lograr controlarla. Y lo consiguió.
A la mañana siguiente Akio me miró con curiosidad.
—¿Acaso cambiaste de opinión anoche?
Yo no sabía cómo habría podido enterarse, y me preguntaba si nos habría oído a través de las endebles mamparas o si estaba haciendo suposiciones.
—Una de las muchachas vino hasta mí y me pareció una descortesía rechazarla -repliqué.
Akio lanzó un gruñido y no insistió en el tema; pero, aunque Yuki y yo no nos dirigíamos la palabra, él nos observaba cuidadosamente, como si supiera que algo había pasado entre nosotros. Yo no paraba de pensar en Yuki, y mi estado de ánimo oscilaba entre el júbilo y la desesperación; júbilo, porque hacer el amor con ella era una experiencia maravillosa; desesperación, porque Yuki no era Kaede, y porque nuestra relación me vinculaba a la Tribu en mayor medida.
Me vino a la mente el comentario de Kenji al partir: "Yuki cuidará de ti". Él sabía lo que iba a ocurrir. ¿Lo había planeado con ella? ¿Había dado instrucciones a su hija? ¿Estaba Akio enterado? ¿Le habían informado del asunto? Mi suspicacia iba en aumento y desconfiaba de Yuki, pero ello no me impedía acudir a su lado cada vez que disponía de una oportunidad. Ella, mucho más experta que yo en semejantes cuestiones, se encargaba de que tales oportunidades fueran frecuentes, y los celos de Akio se hacían más evidentes con el pasar de los días.
Por fin nuestro reducido grupo llegó a Matsue, aparentemente unido y en armonía, pero en realidad desgarrado por intensas emociones que, como auténticos miembros de la Tribu, ocultábamos a los extraños y a nosotros mismos.
Nos alojamos en la casa de los Kikuta, también propiedad de un comerciante. La vivienda olía a soja fermentada, a masa y a salsa de judías. El dueño se llamaba Gosaburo y era el hermano menor de Kotaro, primo carnal de mi padre. Una vez en Matsue, la clandestinidad no era tan necesaria, pues nos encontrábamos a gran distancia de los Tres Países y del alcance de Arai; además, el clan de la localidad, los Yoshida, no estaba enfrentado con la Tribu, pues ésta le resultaba de utilidad en cuanto a los préstamos de dinero, el espionaje y el asesinato. Tuvimos noticias de Arai, quien ocupaba su tiempo en someter al Este y al País Medio, en sellar alianzas, combatir las escaramuzas en las fronteras y establecer su administración. Escuchamos también los primeros rumores sobre su campaña contra la Tribu y su intención de expulsar a los miembros de ésta de sus tierras, rumores que fueron fuente de no poco jolgorio y sarcasmo.
No tengo intención de describir con detalle el proceso de mi entrenamiento, cuyo objetivo consistía en endurecer mi corazón e inculcarme la frialdad necesaria; pero incluso ahora, después de tantos años, el recuerdo de la crudeza y la barbarie de mi adiestramiento me produce escalofríos y deseo apartarlo de mi memoria. Eran tiempos crueles. Tal vez los dioses estaban furiosos, o quizá los hombres estaban poseídos por los espíritus malignos; quién sabe si cuando los poderes del bien se debilitan, la brutalidad, con su fino olfato para lo corrupto, realiza su violenta entrada. En aquellos tiempos la Tribu, máximo exponente de la crueldad, vivió su apogeo.
Yo no era el único de sus miembros sometido a entrenamiento; había varios muchachos más, casi todos bastante más jóvenes, y pertenecientes a la familia Kikuta y criados en su seno. El más cercano a mí por edad era un joven de constitución sólida y rostro alegre con quien me solían emparejar. Se llamaba Hajime, y aunque no llegaba a reprochara Akio la furia que me demostraba -hacerlo abiertamente hubiera supuesto un grado de desobediencia inconcebible-, con frecuencia se las arreglaba para apaciguarle en cierta medida. Había algo en Hajime que me agradaba, aunque yo no llegaba a confiar en él del todo. Su habilidad para el combate era muy superior a la mía, pues era un experto luchador y también contaba con la fuerza suficiente para disparar las gigantescas ballestas de los maestros arqueros. Sin embargo, en lo tocante a las habilidades innatas, no aprendidas, ni Hajime ni ninguno de los demás muchachos se acercaban mínimamente a mí. Yo tenía la capacidad para volverme invisible durante varios minutos, incluso en aquel recinto de paredes desnudas. A veces ni siquiera Akio era capaz de percibir mi presencia. También podía desdoblarme durante el combate y observar desde el otro extremo de la sala cómo mi adversario luchaba contra mi segundo cuerpo; sabía moverme sin emitir el más leve sonido, mientras mi capacidad de audición se aguzaba aún más, y los muchachos más jóvenes aprendieron rápidamente que nunca debían mirarme directamente a los ojos. En distintos momentos los había ido sumiendo en un profundo sueño, puesto que al practicar con ellos yo iba aprendiendo a controlar esta habilidad. Cuando los miraba a los ojos veía la debilidad y el temor que los hacían vulnerables ante mi mirada; en ocasiones llegaba a percibir sus temores más ocultos, y otras veces el miedo que sentían hacia mí y hacia los poderes extraordinarios con los que yo había sido dotado.
Por las mañanas realizaba ejercicios con Akio para aumentar mi fortaleza y velocidad. En casi todas las disciplinas yo era más lento y débil que él, cuya impaciencia no había aminorado; pero debo reconocer que Akio se empeñó en enseñarme algunas de sus habilidades en cuanto al salto y la elevación en el aire, y lo logró. Yo contaba con ciertas aptitudes a la hora de saltar -mi padrastro solía llamarme "mono salvaje"-, y la brutal pero experta disciplina a la que Akio me sometía hizo que mis destrezas afloraran a la superficie a la vez que aprendía a controlarlas. Tan sólo unas semanas más tarde me di cuenta de la diferencia que se había producido en mí, de cuánto se habían endurecido mi cuerpo y mi mente.
Siempre terminábamos las sesiones de adiestramiento con un combate mano a mano -aunque la Tribu no solía utilizar este arte con frecuencia, pues prefería el asesinato a la lucha-. A continuación, nos sentábamos en silencio en actitud de meditación, tapados con un manto que nos cubría por completo, pues a toda costa había que mantener alta la temperatura corporal. Casi siempre la cabeza me daba vueltas a causa de un golpe o una caída, y no solía dejar la mente en blanco como supuestamente debía hacer, sino que pensaba una y otra vez en cuánto me gustaría ver sufrir a Akio, y en el pensamiento le sometía al mismo tormento de Jo-An, que él me había descrito con tanto detalle.
Mi entrenamiento había sido diseñado para fomentar la crueldad, y yo lo acepté de buena gana; me alegraba por las nuevas habilidades que me ofrecía y me entusiasmaba al ver cómo se perfeccionaban las destrezas que había aprendido junto a los hijos de los guerreros Otori. La sangre Kikuta de mi padre cobró vida en mi interior, mientras que la compasión que mi madre me había inculcado se fue desvaneciendo junto con la doctrina asimilada en mi niñez. Ya no rezaba al dios secreto ni al Iluminado; los antiguos espíritus no significaban nada para mí. No creía en su existencia y no tenía evidencia alguna de que los creyentes se vieran favorecidos. Algunas noches me despertaba de repente y me estremecía al contemplar en qué me había convertido; entonces, me levantaba en silencio y, siempre que me era posible, iba a buscar a Yuki, yacía con ella y me olvidaba de todo.
Nunca pasábamos la noche entera juntos; nuestros encuentros eran breves y, por lo general, silenciosos. Pero una tarde nos quedamos solos en la casa, con la excepción de los criados que se afanaban en la tienda. Akio y Hajime habían llevado a los muchachos más jóvenes hasta el santuario a celebrar una ceremonia, y a mí me habían encomendado que copiase unos documentos para Gosaburo. Me alegré del encargo. Por aquel entonces raras veces sujetaba un pincel en las manos y, dado que había aprendido a escribir tan tarde, siempre temía que los caracteres se me olvidaran. El comerciante tenía unos cuantos libros y, tal como Shigeru me había aleccionado, leía siempre que tenía ocasión; pero había perdido mi bloque de tinta y mis pinceles en Inuyama, y desde entonces apenas había practicado la caligrafía.
Copié con diligencia los documentos -casi todos ellos registros de la tienda o cálculos de las cantidades de semillas de soja y arroz adquiridas por los campesinos locales-, pero las ganas de dibujar me provocaban un cierto hormigueo en los dedos. Recordé mi primera visita a Terayama, el brillo de aquel día de verano, la belleza de las pinturas y el pequeño pájaro de la montaña que había dibujado y entregado a Kaede.
Como siempre que meditaba sobre el pasado, mi corazón se ablandó; Kaede llegó hasta mí y se adueñó por completo de mi persona. Sentí su presencia, olí la fragancia de su cabello, escuché su voz... La percibí con tanta intensidad que por un momento tuve miedo, como si su fantasma hubiese penetrado en la habitación y, enojado, me mostrase su resentimiento y su rabia por haberla abandonado. Sus palabras me resonaron en los oídos: "Temo lo que pueda sucederme. Sólo me encuentro a salvo a tu lado".