Con la Hierba de Almohada (16 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantasia

BOOK: Con la Hierba de Almohada
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—El señor Shirakawa -dijo Mamoru- y su hija, la señora Otori.

El joven monje no supo disimular su reacción; palideció de inmediato y clavó su mirada en el rostro de Kaede.

Nada más reconocerla comenzó a hablar.

—¿Señora Otori? ¿Por fin os casasteis con el señor Takeo? ¿Está él aquí con vos?

Se produjo un momentáneo silencio. Tras unos instantes, el padre de la joven tomó la palabra.

—El esposo de mi hija era el señor Otori Shigeru.

Makoto abrió la boca, como si tuviera la intención de negarlo; pero lo pensó mejor e hizo una silenciosa reverencia.

El padre de la muchacha se inclinó hacia delante.

—¿Procedes de Terayama? ¿Es que no sabes que el matrimonio se celebró allí?

Makoto permaneció callado, y el padre de Kaede se dirigió a ella sin girar la cabeza:

—Déjanos solos.

Para satisfacción de la joven, su propia voz tenía un tono de firmeza cuando le dijo a su progenitor:

—Regreso a casa. Por favor, presenta mis excusas al señor Fujiwara.

Él no respondió. "Me matará", pensó Kaede. Acto seguido, se inclinó ante los jóvenes, consciente del malestar que ambos sentían. A medida que se alejaba caminando, esforzándose por no apresurarse y por mantener la cabeza erguida, notó que una oleada de emoción se desencadenaba en su vientre. Se daba cuenta de que siempre estaría sujeta a esas miradas embarazosas, a ese desprecio. La intensidad de tal sentimiento y la agudeza de la desesperación que éste traía consigo le quitaban el aliento. "Prefiero morir", pensó. "Pero ¿qué será de mi hijo, del hijo de Takeo? ¿Es que debe morir conmigo?".

Shizuka aguardaba a Kaede en el extremo opuesto de la veranda.

—Podemos marcharnos, señora. Kondo nos acompañará- le informó.

La joven permitió al hombre que la ayudase a subir al palanquín. Sintió alivio al encontrarse en el interior, bajo la penumbra donde nadie podía ver su rostro. "Mi padre no volverá a mirarme a la cara", pensó. "Apartará sus ojos de mí, incluso mientras me esté dando muerte".

Cuando llegaron a casa, se quitó la túnica que Fujiwara le había regalado y la dobló cuidadosamente. Se vistió con uno de los viejos mantos de su madre, bajo el cual se puso una prenda acolchada, pues estaba aterida de frío y no paraba de temblar.

—¡Has vuelto! -exclamó Hana, irrumpiendo en la habitación-. ¿Dónde está Ai?

—Va a quedarse un tiempo en casa del señor Fujiwara- contestó Kaede.

—¿Por qué has regresado? -preguntó la niña.

—Me sentía indispuesta, pero ahora ya estoy bien -y con un impulso, Kaede añadió-: Voy a regalarte la túnica, la de las hojas de otoño que tanto te gusta. Guárdala y cuídala bien hasta que tengas la edad suficiente para lucirla.

—¿Es que no la quieres?

—Quiero que la tengas tú, que me recuerdes cuando te la pongas y que reces por mí.

Hana se quedó mirándola con ojos llenos de sagacidad.

—¿Adonde vas? -al ver que Kaede no respondía, Hana prosiguió-. No te vayas otra vez, hermana.

—A t¡ no te importará -replicó Kaede bromeando-, no me echarás de menos.

En ese momento Hana empezó a llorar desconsolada, antes de gritar:

—¡Sí que te echaré de menos! ¡No me abandones! ¡No me abandones!

Ayame llegó corriendo.

—¿Qué te pasa, Hana? No debes portarte mal con tu hermana...

Shizuka también entró en la habitación.

—Tu padre está en el cruce. Ha venido solo, a lomos de un caballo.

—Ayame -pidió Kaede-, llévate a Hana; ve con ella al bosque, y que todos los criados os acompañen. No quiero que haya nadie en la casa.

—Pero, señora, es muy temprano; aún hace mucho frío...

—Por favor, obedece -suplicó la joven.

Hana gritó con más fuerza cuando Ayame se la llevaba.

—Es su forma de expresar el sufrimiento -comentó Shizuka.

—Me temo que sufrirá aún más por mi culpa -se lamentó Kaede-; pero ahora no debe permanecer en la casa.

La joven señora se puso en pie y se dirigió hacia el pequeño baúl donde guardaba algunos objetos. Sacó un cuchillo y sintió el peso de éste sobre su mano izquierda, la prohibida. Pronto a nadie le importaría qué mano había utilizado.

—¿Qué es mejor, en el cuello o en el corazón?

—No tienes por qué hacerlo -dijo Shizuka en voz baja-. Podemos huir; la Tribu te esconderá. Piensa en tu hijo.

—¡No puedo huir! -Kaede se sorprendió de la potencia de su propia voz.

—Entonces, permíteme que te dé veneno. Será rápido y no sentirás dolor, sólo te quedarás dormida y nunca...

Pero Kaede la cortó en seco.

—Soy la hija de un guerrero; no temo a la muerte. Sabes mejor que nadie con qué frecuencia he contemplado la posibilidad de quitarme la vida. Primero debo pedir el perdón de mi padre; después, me clavaré el cuchillo. Mi única pregunta es: ¿cuál es el mejor lugar?

Shizuka se aproximó a ella.

—Coloca la punta aquí, a este lado del cuello. Clávalo hacia un lado y hacia arriba para cortar la arteria -la voz de la doncella, que en un primer momento tuvo un matiz de resuelta eficiencia, se quebró, y Kaede percibió que sus ojos estaban llenos de lágrimas-. No lo hagas -susurró Shizuka-. No caigas en la desesperación.

Kaede se pasó el cuchillo a la mano derecha y al momento escuchó los gritos del guardia y los cascos del caballo, mientras su padre franqueaba la cancela de la casa y Kondo le saludaba.

Kaede miró hacia el jardín, y un recuerdo le llegó como una ráfaga a la mente. Era una niña pequeña; su padre se encontraba en un extremo de la veranda y, su madre, en el contrario. Ella corría de aquí para allá, de los brazos de uno a otro. "Nunca antes había recordado aquel momento", pensó. Y sin emitir sonido alguno, murmuró: "¡Madre! ¡Madre!".

El padre de Kaede subió a la veranda. Mientras cruzaba el umbral, ella y Shizuka cayeron de rodillas y tocaron el suelo con la frente.

—Hija -dijo él con voz débil e incierta.

Cuando Kaede elevó la mirada, pudo ver que el rostro de su padre estaba surcado por las lágrimas y sus labios temblaban. Ella había temido su ira, pero al observar los síntomas de su locura se asustó aún más.

—Perdóname -balbució Kaede.

—Ahora tengo que poner fin a mi vida -aseguró él, antes de caer sentado pesadamente frente a su hija. A continuación, sacó el puñal del cinturón y se quedó mirando la hoja durante un largo rato.

—Envía a buscar a Shoji -dijo por fin-. Tiene que ayudarme. Dile a tu hombre que cabalgue hasta su casa y le traiga aquí.

Al ver que Kaede no respondía, gritó de repente:

—¡Díselo!

—Iré yo -murmuró Shizuka, arrastrándose de rodillas hasta el borde de la veranda.

La joven pudo oír cómo la doncella hablaba con Kondo; pero éste no hizo intención de partir. Por el contrario, subió a la veranda y se quedó esperando junto a la puerta.

El padre de Kaede le hizo un gesto repentino a su hija, quien no pudo evitar dar un respingo al pensar que iba a golpearla, y le gritó:

—¡No se celebró el matrimonio!

—Perdóname -repitió ella-. Te he avergonzado. Estoy dispuesta a morir.

—¿Es cierto lo del niño? -él la miraba como si fuera una víbora que pudiera atacarle en cualquier momento.

—Sí, espero un hijo.

—¿Quién es el padre? ¿O es que no lo sabes? ¿Fue uno de muchos?

—Ahora ya no importa -replicó la muchacha-. Mi hijo morirá conmigo.

"Clava el cuchillo hacia un lado y hacia arriba", pensó Kaede. Y entonces le pareció notar cómo las diminutas manos de la criatura le agarraban los músculos, impidiéndole que actuara.

—Sí, es verdad, debes quitarte la vida -su padre elevaba la voz cada vez con más energía-. Tus hermanas también deben darse muerte. Ésta es mi última orden. De este modo la familia Shirakawa desaparecerá. No voy a esperar a que llegue Shoji; lo haré yo mismo. Será mi último acto de honor.

A continuación, se aflojó el fajín y se abrió la túnica, empujando a un lado la ropa interior para dejar la piel al descubierto.

—No te des la vuelta -le dijo a Kaede-. Tienes que verlo. Tú eres quien me ha empujado a esto -colocó la punta de la hoja sobre su carne flácida, llena de arrugas, y respiró profundamente.

La joven no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Vio que los nudillos de su padre apretaban la empuñadura y cómo su rostro se desfiguraba. A continuación, éste emitió un áspero grito y el puñal se le cayó de las manos... Pero no había sangre, ni herida. Tras lanzar varios gritos más, su padre se puso a llorar amargamente.

—¡No soy capaz! -gimió-. No me queda valor. Tú me has debilitado, mujer maldita, porque eso es lo que eres. Me has despojado de mi honor y mi hombría. No eres mi hija... ¡Eres el demonio! ¡Traes la muerte a todos los hombres! ¡Estás maldita! -alargó el brazo, asió a Kaede con fuerza y empezó a arrancarle la ropa-. ¡Déjame verte! ¡Déjame ver lo que otros hombres desean! ¡Tráeme a mí la muerte, como hiciste con otros!

—¡No! -protestó Kaede con un grito, mientras luchaba contra las manos de su padre e intentaba apartarle-. ¡Padre...! ¡No!

—¡¿Me llamas padre?! Yo no soy tu padre. Mis verdaderos descendientes son los hijos varones que nunca tuve; los hijos cuyo lugar ocupasteis tú y tus malditas hermanas. ¡Tus poderes demoníacos debieron de matarlos mientras estaban en el vientre de vuestra madre!

Su propia locura le otorgaba fortaleza.

De repente, Kaede notó que su padre la agarraba por los hombros y echaba hacia atrás su túnica, para después poner las manos sobre su piel. Pero ella no podía utilizar el cuchillo; no podía escapar. Mientras forcejeaba para librarse de él, la túnica se le deslizó hasta su cintura, dejando su cuerpo al descubierto. Su peinado se soltó y el cabello le cayó sobre los hombros desnudos.

—¡Eres hermosa! -exclamó su padre en voz alta-. Lo admito; te he deseado. Mientras te instruía no cesaba de sentir deseo por t¡; ése fue mi castigo por ir contra la naturaleza. Me has corrompido por completo. Ahora... ¡hazme morir!

—Suéltame, padre -dijo con fuerza la joven, procurando mantener la calma y hacerle entrar en razón-. Esta actitud no te corresponde. Si hemos de morir, hagámoslo con dignidad -sentenció.

Sin embargo, ante la demencia de su progenitor, toda palabra parecía endeble y carente de sentido.

Los ojos de su padre estaban húmedos y sus labios tiritaban. Empuñó el cuchillo de Kaede y lo arrojó al otro lado de la habitación. Acto seguido, aferró con su mano izquierda las muñecas de su hija y la atrajo hacia sí; metió la mano derecha bajo sus cabellos, los apartó, se inclinó sobre ella y llevó los labios hasta su nuca.

El horror y la repugnancia atenazaron a la joven, a quien la furia invadió al momento. Ella había estado dispuesta a morir para salvar el honor de su familia, de acuerdo con los rígidos códigos propios de su clase; pero su padre, que le había impuesto dichos códigos de forma tan severa, que le había insistido reiteradamente sobre la superioridad masculina, se había rendido a la locura y había dejado al descubierto lo que se escondía bajo las estrictas normas de conducta de la casta de los guerreros: la lujuria y el egoísmo propios de los hombres. La rabia que Kaede sentía hizo que el poder que se escondía en su interior cobrase vida de nuevo. Recordó cómo había dormido sobre el hielo e hizo un llamamiento a la diosa Blanca: "¡Ayúdame!, por favor".

La muchacha pudo escuchar su propia voz:

—¡Ayúdame! ¡Ayúdame!

Mientras gritaba, su padre aflojó los dedos. "Ha recobrado el juicio", pensó ella, mientras le empujaba hacia atrás. Luego se agachó, volvió a ponerse la túnica, se ató el fajín y, casi sin darse cuenta, fue dando traspiés hasta llegar al extremo más alejado de la habitación, sollozando a causa del terror y de la rabia.

Kaede se dio la vuelta y vio a Kondo arrodillado frente a su padre, que se mantenía sentado medio erguido, sujeto por Shizuka. A continuación, pudo ver la mirada perdida de su progenitor cuando Kondo le clavó un puñal en el vientre e hizo un rápido corte en horizontal. Se oyó el débil pero aterrador sonido producido por la incisión y por la sangre que manaba a borbotones.

Shizuka soltó el cuello del padre de Kaede, y éste cayó postrado hacia delante. Entonces, Kondo le colocó el cuchillo en la mano derecha.

Las náuseas se agolparon en la garganta de la muchacha, y ésta cayó sobre el suelo encogida. Shizuka se acercó a ella con rostro inexpresivo.

—Todo ha terminado.

—El señor Shirakawa perdió la razón -dijo Kondo- y se quitó la vida. Últimamente había sufrido muchos accesos de locura y con frecuencia había comentado su intención de darse muerte. Y lo ha hecho de forma honorable y con gran valentía -sentenció el joven, antes de ponerse en pie y clavar sus ojos en Kaede.

Por un instante, ésta contempló la posibilidad de llamar a los guardias, revelar el crimen que Kondo y Shizuka habían cometido y mandar que los ejecutaran; pero permaneció inmóvil. Pasados unos momentos, supo que nunca desvelaría el asesinato que se acababa de perpetrar.

Kondo esbozó una ligera sonrisa, y prosiguió:

—Señora Otori, debéis exigir la lealtad de los hombres. Tenéis que ser valiente; de otro modo, cualquiera de ellos podría usurpar vuestro dominio.

—Iba a quitarme la vida -dijo Kaede lentamente-; pero creo que ya no será necesario.

—No lo será -convino Kondo-, siempre y cuando os mantengáis fuerte.

—Tienes que vivir por el niño -la apremió Shizuka-. A nadie le importará quién es el padre si te muestras lo suficientemente poderosa. Tienes que actuar de inmediato. Kondo, reúne a los hombres lo antes posible.

Shizuka llevó a Kaede hasta los aposentos de las mujeres, le lavó la cara y la cambió de ropa. Aunque la joven señora se encontraba conmocionada por los acontecimientos, se aferraba a la certeza del poder que poseía en su interior. Su padre había muerto y ella seguía viva. Él había deseado morir, por lo que a ella no le resultaba difícil simular que él se había quitado la vida y había muerto de forma honorable; un deseo que a menudo su progenitor había expresado. De hecho, Kaede pensaba con amargura que ella estaba respetando su voluntad y protegiendo su nombre. Sin embargo, no tenía ninguna intención de llevar a cabo el último mandato de su padre, pues ni se daría muerte ni permitiría que sus hermanas murieran.

Kondo convocó a los guardias y envió a varios muchachos a la aldea para que avisasen a los hombres que vivían en las granjas. Al cabo de una hora, casi todos los lacayos de su padre se encontraban reunidos; las mujeres habían sacado las ropas de duelo que tan recientemente habían guardado, tras la muerte de la madre de Kaede, y el sacerdote ya se encontraba en camino. El sol brillaba con más fuerza y derretía los restos de escarcha; el aire olía a humo y también se apreciaba el aroma de las agujas de los pinos. Una vez superados los primeros momentos de estupor, Kaede se sintió espoleada por una intensa emoción que apenas acertaba a comprender; sentía la acuciante necesidad de asegurar lo que le pertenecía, de proteger a sus hermanas y a sus sirvientes, de impedir que ninguna de sus pertenencias le fuera arrebatada. Cualquiera de los hombres podría despojarla de sus tierras; ninguno dudaría en hacerlo si ella mostraba el más ligero signo de debilidad. La joven había sido testigo de la férrea determinación que yacía bajo la actitud alegre de Shizuka y la expresión irónica de Kondo. Aquella determinación le había salvado la vida, y ahora ella se disponía a actuar de igual manera.

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