Read Cómo descubrimos el petróleo Online
Authors: Isaac Asimov
Cuando nació Moisés, su madre tuvo que esconderlo, pues el faraón había ordenado matar a todos los varones israelitas recién nacidos. Para salvarle de una muerte segura, tejió una cuna con papiros, que son una especie de juncos, metió dentro a su hijo y la envió río abajo con la esperanza de que alguna mujer egipcia lo encontrara y se hiciera cargo del pequeño.
Si la balsa hubiera estado hecha solamente de juncos, el agua habría penetrado en su interior, hundiéndola sin remedio. Por ello, «la calafateó con betún y pez».
Además de emplearlo para impermeabilizar barcos, el asfalto natural se utilizaba para otras muchas cosas. Los habitantes de estas regiones regaban los campos con el agua de los ríos vecinos; de este modo, los cultivos prosperaban aunque no lloviera. El agua llegaba hasta los campos a través de zanjas y acequias. Para impedir que absorbieran el agua destinada al riego, los antiguos babilonios las revestían con arena y cañas mezcladas con asfalto.
Otra práctica frecuente era construir, a orillas de los ríos, una especie de dique que evitaba que las aguas se desbordaran en la época de las lluvias, previniendo así las inundaciones de los campos próximos. Los diques se construían de arena y, lógicamente, el agua acababa por empaparlas tarde o temprano, arruinando las cosechas. Para reforzarlos, la arena se mezclaba con asfalto, lo que la hacía no sólo más maleable sino que además la impermeabilizaba.
Asimismo se usaba como cemento para unir ladrillos, sujetar hojas de metal a sus correspondientes mangos, pegar azulejos, etc.
Éstas y otras aplicaciones fueron transmitiéndose de generación en generación hasta la Edad Moderna. Cuando los navegantes europeos comenzaron a explorar el mundo en los siglos XV y XVI encontraron asfalto en diversos lugares, como en Cuba, en el este de México y en la costa occidental de Sudamérica.
Hacia 1600, sir Walter Raleigh descubrió un lago de asfalto en la Isla de Trinidad, en las pequeñas Antillas. En Indonesia y en las colonias de Nueva York y Pennsylvania se encontraron también charcas y filtraciones de esta sustancia.
Estos descubrimientos tuvieron gran importancia, pues los exploradores aplicaban asfalto para calafatear las junturas de sus embarcaciones, previniendo así posibles filtraciones e inundaciones, tal como hizo Noé en el arca.
En ocasiones, el asfalto se empleaba también como medicina. Por ejemplo, se aplicaba sobre las heridas como linimento y, si no las curaba por completo, al menos mantenía alejados a los mosquitos y demás insectos.
Otras veces se ingería por sus propiedades laxantes. Todavía hoy, la industria farmacéutica lo utiliza en determinadas preparaciones, aunque, por supuesto, primero lo somete a un minucioso proceso de refinado. Del petróleo se extrae un líquido puro y claro que se conoce con el nombre de «aceite mineral».
Las moléculas de hidrocarburo se mezclan con el oxígeno del aire; o sea, que arden. Los átomos de hidrógeno presentes en ellas se unen a su vez con el oxígeno y forman moléculas de agua. Por su parte, los átomos de carbono se mezclan también con el oxígeno y forman moléculas de bióxido de carbono. Esta mezcla desprende calor y, cuando la temperatura de los gases es muy alta, emite un resplandor característico. Si se expone a una corriente de aire, la mezcla entra en combustión: es lo que llamamos «fuego».
En estado gaseoso, los hidrocarburos se mezclan libremente con el aire y arden con suma facilidad, manteniéndose la combustión durante mucho tiempo.
Los hidrocarburos líquidos que emiten vapores arden también enseguida. Los vapores se mezclan con el aire y, si chocan con alguna llama, se inflaman inmediatamente. El calor del fuego calienta el líquido, del que se desprenden más vapores y, como consecuencia, la combustión se incrementa. Cuanto más corto es el hidrocarburo, más probabilidades existen de que desprenda vapores o de que se convierta en gas y, por tanto, de que se inflame con suma rapidez.
Por supuesto, la combustión puede acelerarse si así se desea. Sin embargo, si ésta es demasiado rápida, existe el riesgo de que se desprendan gases en exceso, que ocasionan una «explosión» en contacto con el aire.
¿Cómo se descubrió que el petróleo ardía? Probablemente, por casualidad. En Oriente Medio, por ejemplo, había filtraciones de petróleo superficiales que emitían gases. Si alguien hubiera encendido una hoguera en las proximidades, se habría llevado un buen susto al oír el ruido de la explosión y ver las llamas, que parecerían surgir de las profundidades de la Tierra.
Dicha persona se asombraría más al comprobar que las llamas no se extinguían, sino que continuaban ardiendo.
Realmente éste es un fenómeno singular. Cuando encendemos un fuego normal y corriente, hay que alimentarlo constantemente con combustible para que no se apague. ¿Cómo es entonces posible que una llama que surge del suelo arda por sí sola día tras día?
Probablemente la historia de la zarza en llamas de que habla el
«Libro del Éxodo»
de la
«Biblia»
obedeció a un fenómeno de esta índole, pues no resulta difícil comprender que alguien lo confundiera con un milagro.
Los antiguos persas desarrollaron una religión en la que el «fuego eterno» desempeñaba un papel fundamental, por lo que se les llamaba también «adoradores del fuego».
Del mismo modo, es igualmente comprensible que otras personas sintieran miedo ante estos fuegos inexplicables y que los creyeran obra de los espíritus del mal. Como desconocían la explicación científica, pensaron que en algún lugar remoto debajo de la corteza terrestre ardía un fuego eterno del que de vez en cuando se filtraba una parte a la superficie. Esta suposición, unida a las erupciones volcánicas (en las que también parece manar fuego de las entrañas de la Tierra), convencieron a los pueblos primitivos de la existencia de un infierno subterráneo, a donde eran enviadas las almas de los pecadores.
De los yacimientos de asfalto se extraía también un líquido más claro que ardía con facilidad. Los persas lo llamaron «neft» líquido, y los griegos «naphtha», de donde se deriva nuestra palabra «nafta».
Los pueblos antiguos estaban acostumbrados a los líquidos que ardían, los cuales, por lo general, procedían de organismos vivos. Las lámparas, por ejemplo, se alimentaban con aceite vegetal. En unas ocasiones, la «mecha» era un simple trozo de cuerda que flotaba en el aceite, mientras que en otras salía por un orificio abierto en el recipiente que contenía el aceite (parecido a una tetera pequeña). La mecha se impregnaba de aceite y cuando se le prendía fuego, el calor lo hacía evaporarse, emitiendo una llama vacilante.
El asfalto líquido, que ardía igual que el aceite obtenido de plantas y animales, debió de sorprender también a estos pueblos, pues le atribuyeron un origen sobrenatural, lo mismo que a los gases que ardían espontáneamente. Por ello se utilizaba fundamentalmente para alimentar las lamparillas sagradas, es decir, las que se encendían en honor de una divinidad.
En el primer capítulo del
«Segundo libro de los Macabeos»
, que narra las vicisitudes de los judíos en el siglo II aC, se describe la construcción del segundo templo. Uno de los episodios se refiere a la búsqueda del fuego sagrado que ardía permanentemente en el primitivo templo de Salomón. Quienes fueron a buscarlo «no hallaron fuego, sino un agua espesa». Se ordenó a los sacerdotes «que con el agua rociasen la leña». Pasado algún tiempo «se encendió un gran fuego, quedando todos maravillados». Al final del capítulo aparece el nombre de «nafta» referido a ese agua «milagrosa».
Las partículas semisólidas del asfalto arden también, aunque mucho más lentamente y sin llamas, lo que se aprovechó para otros fines.
Este tipo de fuego humea mucho y huele muy mal, por lo que resulta sumamente desagradable. Imaginémonos que alguien colocara en el centro de una habitación un recipiente de metal con asfalto ardiendo. ¿Qué sucedería?
Los habitantes de la casa la abandonarían rápidamente, dejando tras de sí a otros inquilinos indeseados, tales como ratas, ratones y chinches, que acabarían sucumbiendo al humo. Con este método tan sencillo se «fumigaban» las casas en la antigüedad. Como es lógico, quienes vivían en ellas esperaban que se consumiera todo el asfalto y luego ventilaban bien las habitaciones.
Algunos pueblos pensaban que la fumigación ahuyentaba también a los malos espíritus portadores de enfermedades. Cuando alguien enfermaba y moría en una casa, sus familiares la fumigaban, pues de lo contrario nadie quería vivir ya en ella.
A medida que la civilización fue extendiéndose a otros lugares, el fuego se convirtió en un artículo de primera necesidad. Las ciudades crecían sin cesar, lo mismo que el número de sus habitantes. El fuego se usaba para calentar las casas, preparar los alimentos y fabricar objetos de metal, cerámica y vidrio a partir del hierro, la arcilla y la arena respectivamente.
El combustible más utilizado era la madera. Mucho más tarde, en el siglo XVII, se extendió el empleo del carbón (El carbón es una sustancia sólida de color negro, compuesta casi en su totalidad por átomos de carbono procedentes de bosques sepultados hace cientos de millones de años, pero ésta es otra historia).
El fuego era asimismo necesario para alumbrar. En muchos países de Europa, durante los largos meses de invierno no hay luz natural durante 15 o 16 horas al día. Como, por regla general, nadie duerme tanto y la gente quiere hacer algo más que estar sentada en la oscuridad, necesita el fuego para tener luz. Pero, además, quiere tenerlo allí donde pueda necesitarlo y no solamente en el hogar.
Lógicamente, las hogueras no pueden transportarse de un lugar a otro, pero sí las antorchas. Una antorcha es simplemente un palo de madera con un extremo impregnado en aceite. Otra posibilidad es utilizar velas hechas de grasa animal o de cera, o lámparas de aceite.
El crecimiento de las ciudades hizo que cada vez se necesitaran más luces, sobre todo cuando se comprobó que la única manera de garantizar la seguridad de las calles era mantenerlas iluminadas durante la noche.
¿Dónde podía obtenerse la grasa y el aceite necesarios para alimentar tantas lámparas, antorchas y velas?
En los siglos XVII y XVIII proliferó de manera espectacular la caza de la ballena. Éste es un animal de sangre caliente y bajo su piel posee una gruesa capa de grasa que la protege de las frías aguas polares. De esa grasa se obtenían ingentes cantidades de «aceite de ballena», que se utilizaba fundamentalmente para el alumbrado.
Las ballenas comenzaron a escasear y algunas especies se extinguieron para siempre. Los barcos viajaban a lugares cada vez más lejanos, incluido el océano Antártico, y poco a poco fue haciéndose evidente que el aceite de ballena no era la solución idónea.
¿Qué pasaba mientras tanto con el carbón? Al parecer, se trataba de un material inagotable. Además ardía sin llamas; en lugar de éstas, desprendía unos vapores, llamados «gas de carbón», que podían inflamarse a voluntad. Este gas reunía otras ventajas muy importantes: podía recogerse, almacenarse y transportarse a través de tuberías hasta el lugar que se deseaba alumbrar, donde salía por una pequeña espita. Cuando se necesitaba luz, se abría la espita y se prendía fuego al gas, que ardía con una llama amarillenta. Las lámparas de gas se convirtieron así en una especie de «fuego eterno».
El primero en aprovechar estas propiedades del carbón fue el inventor escocés William Murdoch, propietario de una fábrica de máquinas de vapor. En 1803 iluminó las naves con lámparas de gas. En 1807, algunas calles de Londres adoptaron este sistema de alumbrado. Su uso se extendió definitivamente a lo largo del siglo XIX.
Además de gas, del carbón en combustión se desprendía también una sustancia parecida al asfalto que se denominó «alquitrán de carbón». Calentándola en condiciones apropiadas, esta sustancia destilaba un líquido de color claro.
Este líquido es en realidad una mezcla de hidrocarburos. Los que tenían una cadena más corta se evaporaban con suma facilidad, y como no servían para el alumbrado por el riesgo de explosión que entrañaban, se desecharon desde el primer momento. Los expertos centraron su atención en las moléculas más grandes (pero que no llegaban a ser líquidos). Dichas moléculas se evaporaban más lentamente y ardían muy bien en las lámparas.
Este nuevo producto se llamó «aceite de carbón».