Cobra (42 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
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—¿Mi propiedad está en un barco?

—Sí.

—¿Puede darme los números de las cuentas bancarias?

—Sí. ¿Puede darme el puerto de destino?

—Por supuesto.

—¿Su respuesta, don Diego?

—Creo, señor, que tenemos un acuerdo. Se marchará de aquí sano y salvo. Arregle los detalles fuera, con mi secretario. Ahora deseo rezar a solas. Vaya con Dios, señor.

Paul Devereaux se levantó, se persignó y salió de la iglesia. Una hora más tarde estaba de nuevo en la base aérea de Malambo donde su Grumman lo devolvió a Washington. En un recinto cerrado a cien metros de donde el avión giraba en la pista para el despegue, el equipo del Global Hawk que llevaba el nombre de
Michelle
había recibido la orden de desmontarlo todo en una semana; luego los llevarían a Nevada en un par de aviones de carga C-5.

Cal Dexter no sabía adónde había ido su jefe, y tampoco preguntó. Siguió adelante con la tarea asignada: desmantelar la estructura de Cobra piedra a piedra.

Los dos buques Q iniciaron el viaje a casa, el
Balmoral
, con su tripulación británica, puso rumbo a Lyme Bay, en Dorset; el
Chesapeake
a Newport News. Los británicos manifestaron su gratitud por el regalo del
Balmoral
, que creían que podía resultarles útil contra los piratas somalíes.

Las dos bases donde operaban los aviones sin piloto llamaron a sus Global Hawk para transferirlos a Estados Unidos, pero guardaron las enormes cantidades de datos que habían acumulado en la nave no tripulada; sin duda tendrían un papel importante en el futuro, cuando reemplazaran a los aviones espía, mucho más caros y que requerían un piloto.

Los prisioneros, los ciento siete, regresaron a la isla Eagle, en el archipiélago de Chagos, en un C-130 de la fuerza aérea norteamericana. A cada uno se le permitió enviar un breve mensaje a sus familias, que se sintieron muy aliviadas, ya que les habían dado por perdidos en el mar.

Las cuentas bancarias, casi agotadas, se fundieron en una sola, para cubrir cualquier pago de última hora, y la red de comunicaciones dirigida desde el depósito de Anacostia se desmanteló y regresó a casa para que Jeremy Bishop la revisara, junto con sus ordenadores. Entonces Paul Devereaux reapareció. Se declaró muy satisfecho y se llevó a Cal Dexter a un aparte.

—¿Alguna vez ha oído hablar de Spindrift Cay? —preguntó—. Es una isla diminuta, poco más que un atolón de coral, en las Bahamas. Una de las llamadas islas exteriores. Está deshabitada, excepto por un pequeño destacamento de marines que están acampados allí para realizar una especie de ejercicio de supervivencia. En el centro de la isla hay un pequeño bosque de palmeras debajo de las cuales hay hileras e hileras de fardos. Ya debe de hacerse una idea de lo que contienen. Tienen que ser destruidas, las ciento cincuenta toneladas. Le confío el trabajo a usted. ¿Sabe cuál es el valor de esos fardos?

—Creo que puedo adivinarlo. Varios miles de millones de dólares.

—Está en lo cierto. Necesito a alguien en quien pueda confiar absolutamente para que lo haga. Los bidones de gasolina están allí desde hace semanas. La mejor manera de llegar es ir en hidroavión desde Nassau. Por favor, vaya y haga lo que debe hacer.

Cal Dexter había visto muchas cosas, pero nunca una montaña de mil millones de dólares, y mucho menos destruida. Incluso un único fardo, guardado en una maleta grande, significaba ser rico toda la vida. Voló en un avión comercial desde Washington a Nassau, y se alojó en el hotel Paradise Island. Después de preguntar en la recepción, y hacer una rápida llamada telefónica, consiguió un hidroavión para el amanecer del día siguiente.

Eran más de ciento sesenta kilómetros y el vuelo duró una hora. En marzo el clima era caliente y el mar mostraba su habitual e increíble color aguamarina entre las islas, de un pálido transparente entre los bancos de arena. Aquel lugar era tan remoto que el piloto tuvo que comprobar dos veces el sistema GPS para confirmar que había acertado con el atolón.

Una hora después del amanecer dio un viraje y señaló.

—Allí lo tiene, señor —gritó.

Dexter miró hacia abajo. Parecía que pudiera caber en una tarjeta postal. Vio una superficie de menos de un kilómetro cuadrado con un arrecife que encerraba una laguna a la cual se accedía por una abertura en el coral. Un oscuro grupo de palmeras en el centro no ofrecía la menor vista del tesoro que guardaba debajo de la fronda.

De una resplandeciente playa de arena blanca sobresalía un muelle donde debía de amarrar el barco de abastecimiento. Mientras miraba, dos figuras surgieron de un campamento camuflado entre las palmeras y la costa y miraron hacia arriba. El hidroavión comenzó a descender, redujo la velocidad y se posó sobre el agua.

—Déjeme en el muelle —dijo Dexter.

—¿Ni siquiera va a mojarse los pies? —preguntó el piloto con una sonrisa.

—Quizá más tarde.

Dexter salió, pisó el flotador y de ahí saltó al muelle. Se agachó por debajo del ala y se encontró de cara con un sargento mayor erguido como una baqueta. El guardián de la isla iba acompañado de un marine, y ambos iban armados.

—¿Qué asunto le trae aquí, señor?

La cortesía era impecable, el significado inconfundible. Debía tener una buena razón para estar allí, o no daría ni un paso más en aquel muelle. En respuesta, Dexter sacó una carta doblada del bolsillo interior de la chaqueta.

—Por favor, lea esto con mucha atención, sargento mayor, y fíjese en la firma.

El veterano marine se puso en posición de firmes mientras leía y solo años de autodisciplina evitaron que manifestase su asombro. Había visto el retrato de su comandante en jefe muchas veces, pero nunca había creído que vería la firma autógrafa del presidente de Estados Unidos. Dexter tendió la mano para recuperar la carta.

—Por lo tanto, sargento mayor, ambos servimos al mismo comandante en jefe. Me llamo Dexter, y soy del Pentágono. No importa. Esta carta está por encima de mí, de usted, e incluso del secretario de Defensa. Y requiere su cooperación. ¿La tengo?

El marine estaba en posición de firmes y miraba al horizonte por encima de la cabeza de Dexter.

—Sí, señor —gritó.

Dexter había contratado al piloto para todo el día. Este encontró una sombra debajo del ala sobre el muelle y se sentó a esperar. Dexter y el marine caminaron por el muelle hasta la playa. Había doce musculosos jóvenes bronceados que durante semanas habían pescado, nadado, escuchado la radio, leído novelas y se habían mantenido en forma con un durísimo ejercicio diario.

Dexter vio los bidones de gasolina almacenados a la sombra y fue hacia los árboles. El bosquecillo ocupaba menos de una hectárea y había un sendero que llevaba hasta el centro. A cada lado estaban los fardos, a la sombra de las palmeras. Estaban apilados en bloques cúbicos, había un centenar de ellos, de una tonelada y media cada uno; el botín de nueve meses en el mar conseguido por los dos barcos asaltantes encubiertos.

—¿Sabe qué son? —preguntó Dexter.

—No, señor —respondió el sargento mayor. No preguntes, no hables; aunque en un contexto un tanto diferente.

—Son documentos. Viejos archivos. Pero muy, muy importantes. Por eso el presidente no quiere que caigan nunca en manos de los enemigos de nuestro país. En el Despacho Oval han decidido que deben ser destruidos. De ahí la gasolina. Por favor, diga a sus hombres que cojan los bidones y empapen cada pila.

La sola mención de los enemigos de su país fue más que suficiente para el sargento mayor. Gritó: «Sí, señor», y volvió a la playa.

Dexter caminó sin prisa por el sendero entre las palmeras. Había visto algunos fardos desde julio pasado, pero nunca nada como aquello. Detrás de él aparecieron los marines, cada uno con un bidón, y comenzaron a rociar las pilas de fardos. Dexter nunca había visto quemar cocaína, pero le habían dicho que era muy inflamable si se encendía con un acelerante.

Durante muchos años había llevado un pequeño cortaplumas del ejército suizo en su llavero y, como viajaba con un pasaporte del gobierno, no se lo habían confiscado en el aeropuerto Dulles. Llevado por la curiosidad, abrió la hoja y la clavó en el fardo más cercano. Podía hacerlo, pensó. Nunca antes la había probado y probablemente nunca volvería a probarla.

La hoja corta atravesó la lona, rompió el polietileno y se hundió en el polvo. Cuando la sacó había un poco de polvo blanco en la punta. Daba la espalda a los marines en el sendero. Ellos no podían ver lo que contenían los «documentos».

Lamió el polvo blanco de la punta del cortaplumas. Se lo paseó por la boca hasta que el polvo, disuelto en la saliva, llegó a las papilas gustativas. Se sorprendió. Después de todo, conocía aquel sabor.

Se acercó a otro fardo e hizo lo mismo. Pero esta vez fue un corte más grande y cogió una muestra mayor. Y después otro y otro. Cuando era un joven al que habían dado de baja en el ejército, de regreso de Vietnam, y estudiaba derecho en Fordham, Nueva York, pagaba sus gastos con diversos trabajos. Uno de ellos fue en una pastelería. Sabía muy bien qué era el polvo de hornear.

Hizo otras diez incisiones en diferentes fardos antes de que los rociasen y el fuerte hedor de la gasolina lo dominase todo. Después caminó pensativo hasta la playa. Cogió un bidón vacío, se sentó sobre él y miró al mar. Treinta minutos más tarde, el sargento mayor estaba a su lado, como una torre.

—Todo está preparado, señor.

—Préndale fuego —dijo Dexter.

Oyó las órdenes para que todo el mundo se apartase y el ruido sordo cuando los vapores del combustible se incendiaron y el humo se alzó por encima del bosque de palmeras. El viento del mar avivó las primeras llamas como si fuese un soplete.

Se volvió para mirar las palmeras y su contenido oculto consumido por las llamas. En el muelle, el piloto del hidroavión se había puesto de pie y miraba boquiabierto. La docena de marines también estaban mirando su trabajo.

—Dígame, sargento mayor…

—Señor.

—¿Cómo llegaron aquí los fardos de documentos?

—En barco, señor.

—¿Todos en una carga, o uno cada vez?

—No, señor. Al menos en una docena de visitas. A lo largo de las semanas que hemos estado aquí.

—¿El mismo barco cada vez?

—Sí, señor. El mismo.

Por supuesto tenía que ser otro barco. Las embarcaciones auxiliares de la flota que había reaprovisionado a los SEAL y a los SBS británicos en el mar se habían llevado la basura y los prisioneros. Habían entregado comida y combustible. Pero las cargas confiscadas no iban a Gibraltar o a Virginia. Cobra necesitaba las etiquetas, los números de envío y los códigos de identificación, para engañar al cártel. Así que estos eran los trofeos que guardaba. Al parecer aquí.

—¿Qué tipo de barco?

—Uno pequeño, señor. Un carguero.

—¿Nacionalidad?

—No lo sé, señor. Llevaba una bandera a popa. Como dos comas. Una roja, otra azul. La tripulación era oriental.

—¿El nombre?

El sargento mayor frunció el entrecejo mientras intentaba recordar. De repente se volvió.

—¡Angelo!

Tuvo que gritar para hacerse oír por encima del estruendo de las llamas. Uno de los marines se acercó al trote.

—¿Cuál era el nombre del carguero que trajo los fardos?


Sea Spirit
, señor. Lo vi en la popa. La pintura era blanca.

—¿Y debajo del nombre?

—¿Debajo, señor?

—El puerto de registro suele estar debajo del nombre en la popa.

—Oh, sí. PU algo.

—¿Pusan?

—Ese es, sí señor. Pusan. ¿Eso es todo, señor?

Dexter asintió. El marine Angelo se alejó al trote. Dexter se levantó y fue hasta el final del muelle, donde podría estar solo y quizá tendría cobertura para el móvil. Se alegró de haberlo cargado durante toda la noche. Satisfecho y aliviado, supo que el siempre fiel Jeremy Bishop estaba con sus ordenadores, casi la última instalación que quedaba del Proyecto Cobra.

—¿Esa lata de sardinas motorizada que tienes puede traducir al coreano? —preguntó Dexter.

La respuesta fue de una claridad diáfana.

—Cualquier idioma del mundo si pongo el programa correcto. ¿Dónde estás?

—No importa. La única forma de comunicarme es con este móvil. ¿Cómo se dice en coreano
Sea Spirit
o
Spirit of the Sea
? Y no me hagas gastar batería.

—Te llamaré.

Dos minutos más tarde sonó el móvil.

—¿Tienes papel y bolígrafo?

—No importa. Solo dilo.

—De acuerdo. Las palabras son
Hae Shin
. Se escribe H…

—Sé cómo se escribe. ¿Podrías buscar un carguero? Pequeño. Se llama
Hae Shin
o
Sea Spirit
. Sudcoreano, con registro en el puerto de Pusan.

—Te llamo en dos minutos.

Se cortó la comunicación. Fue fiel a su palabra. Dos minutos más tarde Bishop llamó.

—Lo tengo. Cinco mil toneladas, carguero de carga general. Nombre:
Sea Spirit
. El nombre se ha registrado este año. ¿Qué pasa con él?

—¿Dónde está ahora?

—Espera.

En Anacostia, Jeremy Bishop tecleó frenéticamente.

—No parece que tenga ningún agente consignatario y no ha presentado ningún documento. Podría estar en cualquier parte. Espera. El capitán tiene un correo electrónico.

—Llámalo y pregúntale dónde está. Referencias en el mapa. Rumbo y velocidad.

Otra espera. El móvil se estaba quedando sin batería.

—Le he enviado un e-mail. Le he planteado las preguntas, pero no quiere contestar. Pregunta quién eres.

—Responde: soy Cobra.

Una pausa.

—Es muy cortés, pero insiste en que necesita lo que llama una «palabra de autorización».

—Se refiere a la contraseña. Dile
HAE-SHIN
.

Bishop volvió al teléfono, impresionado.

—¿Cómo lo has sabido? Tengo lo que deseas. ¿Quieres apuntarlo?

—No tengo ningún mapa aquí. Solo dime dónde demonios está.

—Tranquilo. A cien millas al este de Barbados, con rumbo doscientos setenta grados, a diez nudos. ¿Debo dar las gracias al capitán del
Sea Spirit
?

—Sí. Luego averigua si tenemos algún navío de guerra entre Barbados y Colombia.

—Te llamaré de nuevo.

Al este de Barbados, con rumbo oeste. A través de la cadena de las islas Barlovento, pasadas las Antillas Holandesas directo a aguas colombianas. Tan al sur no había manera de que el carguero coreano viajase de regreso a las Bahamas. Había recibido su última carga del
Balmoral
, y luego se le había dicho adónde debía dirigirse. Trescientas millas, treinta horas. Al día siguiente por la tarde. Jeremy Bishop volvió a llamar.

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