Cobra (41 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
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El rechazo a los políticos comenzó en Estados Unidos, pero Europa no se quedó muy atrás. Los teléfonos de todos los alcaldes, representantes y senadores de Estados Unidos no daban abasto con las llamadas, ya fueran de protesta o de miedo. Los medios presentaban expertos de cara solemne veinte veces al día y todos estaban en desacuerdo.

Jefes de policía de rostros pétreos se enfrentaban a conferencias de prensa que les obligaban a esconderse detrás de las cortinas. Las fuerzas policiales estaban abrumadas, y esto también se aplicaba a las ambulancias, a los depósitos de cadáveres y a los forenses. En tres ciudades hubo que utilizar las cámaras de los frigoríficos para guardar los cadáveres que retiraban de las calles, de los coches acribillados y de los ríos helados.

Nadie parecía haberse dado cuenta hasta entonces del poder del hampa para sorprender, asustar y asquear a las personas de dos continentes que detestaban los riesgos, cuando esos delincuentes se volvían locos con la violencia desencadenada por la codicia.

La suma de cadáveres superó los quinientos, en cada continente. A los mafiosos apenas les lloraban sus familias y parientes, pero los civiles inocentes se veían atrapados en el fuego cruzado. Entre estos se incluía a los niños, lo que obligaba a los periódicos sensacionalistas a buscar en los diccionarios nuevos adjetivos para la rabia.

Un académico y criminólogo de voz suave explicó en la televisión la causa de la guerra civil que parecía haberse desatado en treinta naciones. «Hay una absoluta escasez de cocaína —dijo con calma—, así que los lobos de la sociedad están luchando por los pocos suministros que quedan.»

Las alternativas —marihuana, metanfetamina y heroína— no podían llenar esa carencia. Durante mucho tiempo había sido demasiado fácil conseguir cocaína, explicó el viejo profesor. Había dejado de ser un placer para convertirse en una necesidad para grandes capas de la sociedad. Había convertido en millonarios a muchos, y prometía muchos más. Una industria de cincuenta mil millones de dólares al año en cada continente occidental estaba muriendo y estábamos siendo testigos de los estertores extremadamente violentos de un monstruo que había vivido entre nosotros sin problemas durante muchos años. Un asombrado presentador dio las gracias al profesor y este salió del estudio.

Después de estas palabras, el mensaje del pueblo hacia los gobernantes cambió. Se volvió menos confuso. Decía: aclaren esto o renuncien.

Las crisis pueden darse en las sociedades a diversos niveles, pero no hay nivel más catastrófico que aquel en el que los políticos quizá deban renunciar a sus muy bien recompensados empleos. A principios de marzo el teléfono sonó en una elegante casa en Alexandria.

—No cuelgue —gritó el jefe de Gabinete en la Casa Blanca.

—Nunca se me ocurriría hacerlo, señor Silver —replicó Paul Devereaux.

Los dos hombres conservaban el hábito de utilizar el formal «señor» cuando se dirigían el uno al otro, algo que ya casi no se oía en Washington. Ninguno de los dos eran hombres de trato fácil, así que ¿para qué fingir?

—¿Podría hacer el favor —a cualquier otro subordinado Jonathan Silver le hubiera dicho que moviera el culo— de presentarse esta tarde en la Casa Blanca a las seis? Hablo en nombre de quien ya sabe.

—Será un placer, señor Silver —dijo Cobra.

Colgó. No sería un placer. Lo sabía. Pero también supuso que aquello era inevitable.

C
APÍTULO
16

Jonathan Silver tenía la reputación de poseer el carácter más áspero del Ala Oeste. Cuando Paul Devereaux entró en su despacho, dejó muy claro que no tenía ninguna intención de contenerse.

Levantó un ejemplar de
Los Angeles Times
y lo agitó ante el rostro del hombre mayor.

—¿Es usted el responsable de esto?

Devereaux miró la primera plana con el distanciamiento de un entomólogo que mira una larva no demasiado interesante. Prácticamente toda la primera página la ocupaba una foto y un titular que decía «Infierno en Rodeo». La foto mostraba un restaurante que había sido reducido a un matadero por las balas de dos metralletas.

Entre los muertos, decía el texto, se había identificado a cuatro figuras importantes del hampa; los otros tres eran un cliente que salía cuando entraron los pistoleros y dos camareros.

—No en persona —respondió Devereaux.

—Bien, hay muchas personas en esta ciudad que opinan lo contrario.

—¿Qué quiere decir, señor Silver?

—Quiero decirle, señor Devereaux, que su maldito Proyecto Cobra ha conseguido desatar algo así como una guerra civil del hampa que está convirtiendo este país en algo parecido a lo que hemos visto en el norte de México durante la pasada década. Esto tiene que parar.

—¿Podemos evitar los rodeos?

—Por favor.

—Hace dieciocho meses nuestro común comandante en jefe me preguntó, con absoluta claridad, si sería posible destruir la industria de la cocaína y el tráfico, dos cosas que estaban fuera de control y se habían convertido en una plaga nacional. Respondí, después de un profundo estudio, que sería posible y más o menos en un plazo corto, si se aceptaban ciertas condiciones y cierto coste.

—Pero usted nunca mencionó que las calles de trescientas ciudades quedarían bañadas en sangre. Usted pidió dos mil millones de dólares y los recibió.

—Este solo era el coste financiero.

—Nunca mencionó el coste de la indignación civil.

—Porque usted no preguntó. Este país gasta catorce mil millones de dólares al año en una docena de agencias oficiales y no llega a ninguna parte. ¿Por qué? Porque la industria de la cocaína, solo en Estados Unidos, dejemos Europa a un lado, vale cuatro veces más. ¿De verdad creía que los productores de cocaína se dedicarían a vender lentejas si se lo pedíamos? ¿De verdad creía que las bandas norteamericanas, que están entre las más violentas del mundo, venderían golosinas sin luchar?

—Esa no es razón para que nuestro país se convierta en una zona en guerra.

—Sí lo es. El noventa por ciento de aquellos que mueren son psicópatas a punto de ser declarados clínicamente locos. Las pocas y trágicas muertes de la gente que ha fallecido en el fuego cruzado son menos de los que mueren en accidentes de tráfico durante un fin de semana festivo.

—Pero mire el infierno que ha desatado. Siempre hemos mantenido a nuestros psicópatas en las cloacas, bien abajo. Usted los ha puesto en el centro. Es allí donde vive el ciudadano, y el ciudadano vota. Este es un año de elecciones. Dentro de ocho meses, el hombre que está al final de este pasillo pedirá al pueblo que le confíe su país durante otros cuatro años. Y no estoy dispuesto, señor Devereaux, a que le rechacen esa petición porque no se atreven a salir de sus hogares.

Como siempre, su voz había subido hasta convertirse casi en un grito. Al otro lado de la puerta los ayudantes se esforzaban por escuchar. Dentro de la habitación solo uno de los dos hombres mantenía una fría y desdeñosa calma.

—No será así —afirmó—. Estamos a menos de un mes de presenciar la virtual autodestrucción del hampa norteamericana, o en cualquier caso su desaparición durante una generación. Cuando eso quede claro creo que las personas reconocerán la carga que se les ha quitado de encima.

Paul Devereaux no era un político. Jonathan Silver sí. Sabía que en la política lo real no importa demasiado. Lo importante es lo que parece real a los crédulos. Y lo que parece real lo ofrecen los medios y lo compran los crédulos. Sacudió la cabeza y clavó un dedo en la primera página.

—Esto no puede seguir así. No importa cuáles puedan ser los posibles beneficios. Esto tiene que cesar, a cualquier precio.

Cogió una hoja de papel que estaba boca abajo en la mesa y se la tendió al espía retirado.

—¿Sabe qué es esto?

—Sin duda estará usted encantado de decírmelo.

—Es una orden presidencial ejecutiva. ¿Va a desobedecerla?

—A diferencia de usted, señor Silver, he servido a varios comandantes en jefe y nunca he desobedecido a ninguno de ellos.

La réplica hizo que el jefe de Gabinete se pusiese rojo como un tomate.

—Bien. Eso está muy bien. Porque esta orden lo destituye. El Proyecto Cobra ha acabado. Terminado. Suspendido. A partir de este mismo momento. Volverá a su cuartel general y lo desmantelará. ¿Está claro?

—Como el agua.

Paul Devereaux, Cobra, dobló el papel, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta, dio media vuelta y se marchó. Ordenó a su chófer que lo llevase al depósito en Anacostia donde, en la última planta, mostró la orden presidencial a un asombrado Cal Dexter.

—Pero estábamos tan cerca…

—No lo bastante. Y usted tenía razón. Nuestra nación puede matar a un millón de personas en el extranjero, pero ni el uno por ciento de sus propios delincuentes sin sufrir un desmayo. Le dejo los detalles a usted, como siempre. Llame a la base a los dos buques. Done el
Balmoral
a la marina británica y el
Chesapeake
a nuestros SEAL. Quizá puedan utilizarlo para entrenamiento. Llame a los Global Hawk; devuélvaselos a la fuerza aérea. Con mi agradecimiento. No tengo ninguna duda de que su sorprendente tecnología es el camino del futuro. Pero no es el nuestro. Ya nos han despedido. ¿Puedo dejar todo esto en sus manos? ¿Incluso hasta las mantas en las plantas inferiores, que tal vez ahora podrían ir a los vagabundos?

—¿Y usted? ¿Podré encontrarle en su casa?

Cobra lo pensó por un momento.

—Quizá durante una semana. Después tal vez tenga que viajar. Solo para atar algunos cabos sueltos. Nada importante.

Era un orgullo personal para don Diego Esteban, que si bien tenía una capilla privada en su finca en la cordillera, disfrutaba asistiendo a misa en la iglesia del pueblo más cercano.

Le permitía devolver con cortesía los deferentes saludos de los peones y de sus esposas cubiertas con chales. Le permitía sonreír a los asombrados niños descalzos. Le permitía dejar una donación en el cepillo que podría mantener al párroco durante meses.

Cuando aceptó hablar con el hombre de Estados Unidos que deseaba verlo, escogió la iglesia, pero llegó con una fuerte protección. Fue una propuesta del norteamericano que ambos se reuniesen en la casa del Dios al que ambos rendían culto y bajo el rito católico que ambos seguían. Era la petición más extraña que hubiese recibido jamás, pero su ingenuidad le intrigó.

El hidalgo colombiano fue el primero en llegar. Su equipo de seguridad había inspeccionado el edificio y habían despedido al sacerdote. Diego Esteban mojó dos dedos en la pila, se persignó y se acercó al altar. Escogió la primera hilera de bancos, se arrodilló, agachó la cabeza y rezó.

En el momento de levantarse oyó que la vieja puerta requemada por el sol crujía detrás de él, sintió una ráfaga de aire caliente que venía del exterior y luego escuchó el golpe al cerrarse. Sabía que había hombres apostados en las sombras con las armas preparadas. Era un sacrilegio, pero se confesaría y recibiría el perdón. Un hombre muerto no puede confesarse.

El visitante se acercó por detrás y ocupó un lugar también en el banco delantero, a dos metros de distancia. También se persignó. El Don lo miró de reojo. Un norteamericano, delgado, de su misma edad, con el rostro tranquilo y un aspecto ascético con su impecable traje color crema.

—¿Señor?

—¿Don Diego Esteban?

—Soy yo.

—Paul Devereaux, de Washington. Gracias por recibirme.

—He oído rumores. Comentarios, nada más. Pero insistentes. Rumores sobre un hombre a quien llaman Cobra.

—Un apodo tonto. Pero le hago honor.

—Su español es excelente. Permítame una pregunta.

—Por supuesto.

—¿Por qué no debería matarle? Tengo a un centenar de hombres ahí fuera.

—Vaya, pues yo solo al piloto de mi helicóptero. Pero creo que tengo algo que le pertenecía y quizá pueda devolvérselo. Si podemos llegar a un acuerdo. Que no podríamos alcanzar si estuviera muerto.

—Sé lo que me ha hecho, señor Cobra. Me ha hecho un daño tremendo. Pero yo no hice nada para dañarlo a usted. ¿Por qué hizo lo que hizo?

—Porque mi país me lo pidió.

—¿Y ahora?

—Durante toda mi vida he servido a dos amos. Mi Dios y mi país. Mi Dios nunca me ha traicionado.

—¿Pero sí su país?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque ya no es el país al que juré lealtad siendo joven. Se ha convertido en corrupto, venal, débil y sin embargo arrogante, dedicado a los obesos y a los estúpidos. Ya no es mi país. El vínculo está roto, la lealtad ha desaparecido.

—Nunca he profesado tal lealtad a ningún país, ni siquiera a este. Porque los países los gobiernan hombres, y a menudo los que menos se lo merecen. Yo también tengo dos amos. Mi Dios y mi riqueza.

—Y por lo segundo, don Diego, ha matado usted muchas veces.

Devereaux no tenía ninguna duda de que el hombre que estaba a un par de metros de él, debajo de aquella apariencia y gracia, era un psicópata extremadamente peligroso.

—Y usted, señor Cobra, ¿ha matado por su país? ¿Muchas veces?

—Por supuesto. Así que quizá después de todo no seamos tan distintos.

Había que halagar a los psicópatas. Devereaux sabía que la comparación adularía al señor de la cocaína. Comparar la codicia por el dinero con el patriotismo no podía ofender a nadie.

—Quizá no lo seamos, señor. ¿Cuánto retiene de mi propiedad?

—Ciento cincuenta toneladas.

—La cantidad que falta es tres veces mayor.

—La mayor parte la han confiscado las aduanas, los guardacostas y las armadas, y se han incinerado. Otra parte está en el fondo del mar. El último cuarto está conmigo.

—¿Bien vigilada?

—Muy bien. Y la guerra contra usted se ha acabado.

—Ah. Esa es la traición.

—Es usted muy perspicaz, don Diego.

El Don consideró el tonelaje. Con la producción a toda marcha, las interceptaciones marítimas reducidas a un goteo, los envíos por aire que podían reanudarse, comenzaría de nuevo. Necesitaría mercancía inmediatamente, para cerrar la brecha, tranquilizar a los lobos, acabar con la guerra. Ciento cincuenta toneladas bastarían.

—¿Cuál es el precio, señor?

—Ha llegado la hora de retirarme. Pero muy lejos. Una casa junto al mar. Al sol. Con mis libros. Y oficialmente muerto. No es barato. Mil millones de dólares, si está usted de acuerdo.

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