¡Oh, hombre! Llevas cinco mil años dándote golpes en el pecho y gritando: «¡Soy una persona!». Y cuando te dicen: «Continúa», tú callas. Como si no supieras quién eres.
¿Eres un dios? No. Ni por un solo instante has sido Dios, y ni un solo instante lo serás. Dios destruye, Dios crea, y eso es una sola y única acción. Tú realizas miles y miles de acciones en tu intento por crear, y cada vez que empiezas a crear acabas destruyendo lo creado por ti. Y muchas otras cosas no creadas por ti.
¿Eres una bestia? No. La bestia mata sólo para comer. Tú matas por ideas, por diversión, por soberbia, para aliviar tus enfermedades. Y siempre encuentras miles y miles de razones para matar.
¿Eres una piedra muerta? No, no eres una piedra, eres un ser vivo, y por eso procreas tu descendencia de seres vivos. Y la piedra recibe de Dios el privilegio de no tener que procrear.
Y también se le dijo así:
Eres un tallo. Abajo estás arraigado, pero en lo alto eres libre. Por debajo de ti hay polvo negro; por encima, luz transparente. Tus raíces están en el polvo de los restos mortales de tus antepasados, de donde tomas la mitad de la fuerza. Tu cuerpo está en los rayos de la estrella amarilla, en una nube de la luz transparente, de donde tomas la otra mitad de la fuerza.
No intentes tomar sólo de arriba o de abajo. Si te privas de las raíces que abrazan los restos mortales de tus antepasados, morirás. Si te privas de la luz transparente, no podrás crecer.
Y después se le dijo así:
Tú eres un tallo y éste es tu destino: para tomar la mitad de la fuerza, abraza con las raíces lo más que puedas del polvo de tus antepasados. De sus huesos florecerás.
Recuerda, y di a todos, y repítelo cada día: es imposible florecer si no es a través de los huesos de nuestros antepasados.
Para tomar la segunda mitad de la fuerza, busca arriba la luz transparente. Yérguete lo más que puedas hacia arriba, ahí te serán dados todos los días de tu vida.
Y también se le dijo esto:
Eres un tallo, y tal como tienes dos mitades de fuerza, así también tienes dos mitades de destino. Erguirse lo más alto posible, buscar en todas partes los rayos de la luz amarilla, ésa es la primera mitad de tu destino. Convertirte tú mismo en polvo es la segunda mitad de tu destino. Transfórmate en polvo, mézclate con el polvo de los que son como tú, para que eche raíces tu seguidor, hijo del hijo de tu hijo, generación tras generación de sus descendientes, de círculo en círculo, de nacimiento a nacimiento. Tal como tú eches raíces, así las echarán en tus restos mortales tus descendientes.
Hertz cerró el libro y lo tiró sobre la alfombra. Cada vez que intentaba leer el Cuaderno no podía pasar de unos cuantos párrafos. Después se le pasó y le quedó la clara sensación de que con ello perdía el tiempo. Pero esa sensación la tenía no porque el contenido del libro lo molestara, sino porque se daba cuenta de que lo que estaba escrito en el Cuaderno él ya lo sabía.
Sin embargo, esa misma razón obligaba a Saveliy a leer con atención regularmente —en los últimos tiempos dos veces al día, incluso más— algunas estrofas temblorosas que brillaban maliciosamente. Todas las personas analizan con más atención y agrado todo lo que saben. Un buen libro no te regala un descubrimiento, un buen libro es el que te afirma en tus propias conjeturas. Va dirigido no a tu sed de información, sino a tus temores, dándote a entender que no estás solo, que hay otros a los que también afligen las mismas cuestiones que a ti.
Cierto que Hertz no estaba seguro de que el Cuaderno fuera un buen libro. Al contrario, él lo habría calificado de malo, pernicioso. Un libro que intranquilizaba demasiado y que afirmaba algunos de los peores miedos.
El libro era incordiante. Recomendaba, por ejemplo, buscar siempre la luz de la transparencia, y permanecer continuamente bajo los rayos de la estrella amarilla. ¿Y dónde tomar esos rayos en el maldito piso ochenta y ocho? Esto era horrible. Ahí lo que se veía por las ventanas eran las copas de los tallos, siempre en movimiento, mecidos por el viento. Veinte niveles más abajo todo estaba claro: aquí tienes, hombre pálido, toda una empalizada verde inamovible; aquí la mañana, el día y la noche son iguales. La miras y siempre sabes con exactitud cuántos delgados rayos de sol y a qué hora te llegarán. En los pisos ochenta todo es distinto. Lo mismo entrecierras los ojos, feliz, calentado por la onda amarilla ardiente, como de repente la cola verde negruzca más próxima se mueve por un golpe de viento y te quita toda la luz transparente. Entonces hay que moverse, a la izquierda o a la derecha, más lejos o más cerca de la ventana, y te sientes como un perfecto idiota.
Dicen que sólo es cuestión de acostumbrarse, pero Saveliy llevaba menos de un mes viviendo en el piso ochenta y ocho y todavía no se había acostumbrado.
El viejo había dicho: «Dentro de un año te mudarás a un piso más alto». Era un pícaro. Hertz ganaba ahora cinco veces más. Había vendido su antiguo piso, añadió todo lo que había ahorrado y ahí estaba ahora, en el nivel ochenta y ocho.
Un sueño menos que realizar.
De todos modos había poco sol. Era totalmente insuficiente. ¡Había muy poco sol! ¡Desgraciadamente poco! Tendría que haber mucho más. Era como vivir en un estado de hambre constante. Cualquier sombra, hasta la más débil y gris, resultaba asquerosa hasta vomitar. El odio hacia la maldita hierba envenenaba el alma. Claro que la pulpa del tallo es fantástica, ayuda a vivir. De todos modos, uno quiere más sol. Un vecino de piso, dueño de una compañía de exportación, llevaba tiempo ofreciendo a Saveliy que entrara en una cooperativa en la que unos cuantos accionistas —todos ellos gente digna— aportaba un capital común para crear un laboratorio de investigación. Invertir en tecnología de erradicación era la moda más actual de los niveles ochenta.
Y más arriba, en los noventa, cada uno tenía su propio centro de investigación, con bioquímicos de talento que contrataban nada más acabar sus estudios universitarios. Los ricachones presumían de tener sus laboratorios particulares, tal como hace doscientos años los aristócratas se jactaban de tener las mejores cuadras de caballos o las mejores perreras. Y eso, a pesar de que el estudio del fenómeno de los tallos se consideraba oficialmente monopolio del Estado y de que la difusión de información sobre el tema podía castigarse con penas muy duras.
Vivir en los pisos ochenta era interesante y curioso. Aquí todo era distinto. El viejo Pushkov-Riltsev tenía razón: incluso el mejor periodista no sabe nada de la vida. La única forma de llevar bien los sucesos y los fenómenos era irse a vivir al epicentro durante un mes, dos, un año.
Hertz salió del agua y se envolvió en una sábana de masaje. Suspiró. Cierto que todos esos centros y laboratorios —y se podían contar por cientos— hasta ahora no habían encontrado respuesta a las preguntas más simples. ¿Por qué, por ejemplo, la hierba crecía precisamente en Moscú, en el límite de la ciudad, entre edificios y carreteras, entre hierro, cemento y plástico? ¿Por qué en diez horas alcanzaba una altura de treinta metros y después dejaba de crecer? ¿Por qué soportaba las heladas sin dificultad? ¿Por qué la cepa principal reponía cada tallo destruido pero no aumentaba ni echaba nuevos brotes? Y finalmente, ¿por qué el estado de euforia que despertaba la ingestión de la pulpa no agravaba los efectos secundarios? El hombre no está hecho para vivir eternamente eufórico. La euforia ablanda la voluntad frente al enfrentamiento. El hombre necesita amargura, rabia, miedo, desesperación, dolor, hambre. Las emociones negativas perfeccionan la raza humana, hacen que se adapte, templan el carácter. Así lo afirmaba la ciencia, y con ella no había lugar a discusiones, hasta el día en que aparecieron los brotes verdes en la tierra moscovita.
Llevan cuarenta años buscando los efectos secundarios. Cuarenta años sin poder creer que la hierba es inofensiva. Analizan, miran por el microscopio, anotan sus experiencias, clonan semillas y gérmenes. Y paralelamente, al otro lado de las paredes de los laboratorios, hay otra vida en ebullición: millones de personas comen tranquilamente la pulpa y viven felices en silencio.
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Hertz se secó sintiéndose más animado y empezó a vestirse sin prisas, eligiendo para ese día un traje de estilo intelectual descuidado muy bien pagado. Zapatos informales, vaqueros arrugados, camisa de algodón por fuera del pantalón, chaqueta con botones de cuero que parecían a punto de caerse, pero que en realidad nunca se caen, porque el progreso, amigos, no se detiene, y hace ya cincuenta años que los botones no se le caen ni a los solterones más desaseados.
Últimamente el redactor jefe prefería ese estilo de ropa de intelectual descuidado a cualquier otra. Los negocios más serios se hacen precisamente vistiéndose con ropa informal, frívola. Se sabe desde hace tiempo que justamente ese tipo de intelectuales son las personas más serias, influyentes e incluso peligrosas: mientras se relajan y bromean, entre cigarrillo y cigarrillo, son capaces de parir una idea que volverá loco al mundo.
Para finalizar, se dirigió sin hacer ruido al dormitorio. Su mujer estaba dormida con la mejilla hundida en la almohada. El espectáculo de ver el labio inferior de Bárbara un poco torcido a un lado, de color rojo muy vivo, de repente asustó a Saveliy. «He aquí un ser vivo —pensó, poniéndose triste—, pensante y querido para mí. A veces por las noches afirma que está totalmente bajo mi poder. Dentro de él madura otro ser más. Así que ahora son dos. Y todo eso lo he organizado yo para tener a mi lado un solo ser al principio, y después el segundo. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué puedo hacer con ello? ¿Seré capaz de protegerlos a los dos? ¿Cuidarlos? ¿Se justifican mis esperanzas?»
Se rascó la cabeza. Era hora de irse.
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Así que sales por la mañana de casa, y antes de abrir la puerta del mundo exterior te quedas quieto un instante, a veces incluso con los ojos cerrados, y te prometes a ti mismo que ése va a ser el mejor día de tu vida. «Voy a vivir este día con dignidad, conseguiré lo que me proponga. Voy a poder con todos, triunfaré, les voy a meter a todos una estaca por el culo.» Pero incluso antes de atravesar el umbral comprendes que hoy será igual que ayer y anteayer. Sales a su encuentro, y están tristes, callados, sonríen pacíficamente: «Oye, tío, ya han podido con nosotros, ya nos han metido la estaca por el culo, y más de una vez… Lo hacen a cada minuto. Hay muchos que lo están deseando. Si quieres, métenosla tú también, si eso te va a hacer sentir mejor.»
Y entonces se te hace evidente que no hay nada noble en meter estacas por el culo a todo el mundo.
Pero tampoco puedes no meterlas. De lo contrario, el mundo se relajará y decidirá que puede pasar sin ti. Y tú no estás de acuerdo con eso.
Tú sabes de sobra que el mundo no puede arreglárselas sin ti. ¿Para qué, si no, has nacido?
Diez minutos después de salir a la autopista se dio cuenta de que lo seguían.
En el carril de al lado, unos cincuenta metros atrás, se deslizaba un Cadillac gris chino. Ni se alejaba ni se aproximaba.
Saveliy conducía de prisa, le gustaba y lo hacía bien, pero el conductor del sedán gris también era un experto.
Marcó el número de teléfono de Musa. Hertz le explicó el qué y cómo y le dictó el número de la matrícula de sus perseguidores. A los dos minutos Musa le devolvió la llamada.
—Su número no aparece registrado —dijo tranquilamente Musa—. Codificado. Pero no temas. Una cosa te puedo decir con total seguridad: no son maderos del gobierno. Ni paragubernamentales. Empresa privada. Una agencia de la policía secreta o algo así… En fin, no te pueden acusar de traicionar a la patria. A quién y cómo le has jugado una mala pasada, tú deberías saberlo. Y no se te ocurra alejarte, nada de jugar a los espías, ¿entendido?
—Entendido. —Hertz sonrió.
Espionaje, qué interesante. Excitante. Si te siguen, significa que vives bien. Incluso hay que ganarse que a uno lo espíen. Nunca van a seguir a un habitante inofensivo. Y tú, como redactor jefe de una influyente revista mensual de tipo sociopolítico, si te andan pisando los talones significa que te respetan, y que tu revista mensual sociopolítica no es tan mala.
Que te siguen, pues bien. Seguir a los periodistas es una antigua costumbre rusa. Y no solamente seguirlos, sino también observarlos tranquilamente, sin esconderse, para que el cliente se ponga nervioso y tenga miedo.
«Yo no me voy a asustar ni a ponerme nervioso —pensó Saveliy—. No lo esperéis. Seguramente creéis que soy valiente sólo de boquilla, pero que en realidad soy un ratón de biblioteca. Me da pena tener que desilusionaros, pero no me queda otra.»
Para empezar abandonó el coche. Giró desde el puente elevado que hay al lado de la novísima torre Bondarchuk, encontró un supermercado en el piso cincuenta y cinco, aparcó en el estacionamiento y continuó a pie. Para huir de una persecución es imprescindible hacerlo a pie, ligero de equipaje. Las piernas son más fiables que las ruedas. Si uno va en coche no puede abrirse paso en un callejón estrecho, ni saltar, ni hacer un giro brusco de ciento ochenta grados…
»¿Usted sabe cómo hacer para que dejen de seguirlo? Yo sí. Yo, Saveliy Hertz, tengo cincuenta y dos años pero parece que tengo treinta y cinco, y, señores, estoy en la fase de movimiento. Sé hacer muchas cosas. Con el rabillo del ojo veo cómo el Cadillac gris avanza rápidamente al lado de una hilera continua de coches. El aparcamiento es enorme, pero no hay sitios libres. A los habitantes de Moscú los vuelve locos ir de compras, sobre todo por la mañana, para poder meterse a la hora de la comida las patatas fritas calientes que están de moda en esta estación, y sentarse delante del televisor a ver Vecinos… Nuestros agentes secretos han encontrado un agujerito. El primero sale a toda prisa, corriendo, gira la cabeza. El segundo aparca el coche, como debe ser, y alcanza al otro. Ahora les hacemos un retrato al natural. Memorizamos su aspecto exterior. Los perseguidores pierden la ventaja del anonimato. Sí, son dos, y se sobrentiende que son androides: hombros fuertes, culos redondos, andares ligeros, morros lisos y brillantes como los azulejos de los baños. Supermachos, ni un solo defecto. Este tipo de machos mimados —si es que son de carne y hueso— no trabajan en los servicios secretos, dedicados a observar lo que pasa fuera. Van demasiado ligeros de ropa para el lluvioso otoño moscovita, y la ropa les sienta como si se la hubieran hecho a medida, porque los bolsillos están vacíos. Los androides no llevan consigo papeles, ni cuadernos, ni pañuelos de papel. Nada.